La Abeja

Armando Palacio Valdés


Cuento


Periódico científico y literario

No muchos días después de haber llegado a Madrid con el fin de seguir la carrera de leyes, fui invitado por uno de mis condiscípulos para entrar en cierta Academia o Ateneo escolar, donde algunos jóvenes estudiosos se adiestraban en el arte de la elocuencia. Acepté con gusto la oferta; asistí algunos jueves a la sesión, y vencida la timidez natural del provinciano, llegué a intervenir en algún debate, si no con éxito lisonjero, por lo menos con la tolerancia benévola de mis consocios.

A los tres o cuatro meses de instituida aquella sabia y nobilísima Sociedad, comprendimos la urgencia de tener un órgano en la prensa, y resolvimos incontinenti fundarlo. Había de ser semanal y titularse La Abeja. Al efecto, vaciamos los bolsillos en manos del presidente (director nato del periódico) y nos pusimos de todo en todo a sus órdenes. La redacción se constituyó en el mismo local del Ateneo, que era el cuarto de estudio de uno de nuestros compañeros; una habitación aguardillada, donde los sábados se aplanchaba la ropa de la casa, no pudiendo por lo mismo reunirnos en este día.

Discutiose ampliamente el reglamento y se nombró administrador y redactor en jefe. Yo quedé de simple redactor, pero encargado además de entenderme con el impresor y corregir las segundas pruebas.

Al cabo de un mes de idas y venidas y no pocos trabajos, salió a luz La Abeja, que llevaba entre otros un artículo mío histórico acerca de Felipe II. Este artículo en que se defendía la política del monarca español y se vindicaba su nombre, consiguió llamar la atención de las familias de los redactores y me valió no pocas enhorabuenas.

¡Qué placer tan intenso experimentó aquel grupo de muchachos reunidos en el cuarto aguardillado, cuando el mozo de la imprenta depositó en el suelo un fardo de Abejas! Fui comisionado para ir en busca de vendedores. En menos de una hora reuní treinta o cuarenta chicos en el portal de la casa; pero se negaron resueltamente a dar un cuarto por el nuevo periódico. Después de vacilar mucho, ardiendo en deseos de oírnos pregonados por las calles, nos decidimos a darlo de balde, «aunque sólo por una vez;» los chicos, tomando los puñados de ejemplares que yo les repartía embargado de emoción, se echaron a correr gritando: «El primer número de La Abeja, periódico científico y literario, a dos cuartos».

Seguíles para ver el efecto que causaba su aparición «en el estadio de la prensa» (así se decía en el artículo de entrada). Corría como un gamo, aunque disimuladamente, para no perderlos de vista. ¡Cómo me saltaba el corazón! Los gritos de los muchachos herían mis oídos con dulzura inefable; las calles se mostraban más animadas que de ordinario; los semblantes de los transeúntes parecían más alegres; el cielo estaba más azul; el sol brillaba con más fuerza. Esperaba que la gente se disputase los ejemplares como pan bendito (¡el título era tan llamativo!). Pero nada; ni un solo transeúnte detuvo el paso para decir: «¡Eh, chis, chis, venga La Abeja, muchacho!»

Los chicos corrían, corrían siempre gritando furiosamente, y yo los seguía jadeante: la hoguera de mi entusiasmo se iba apagando a medida que entraba en calor. Aquel enjambre de Abejas científicas y literarias que zumbaba por los sitios céntricos no despertaba simpatía en el público; al contrario, todos las huían, cual si temiesen que les clavasen el aguijón. En la calle de Carretas, un caballero gordo con barba de cazo compró un ejemplar. Me sentí enternecido; de buen grado le hubiese dado un abrazo; no se me olvidó jamás la fisonomía de aquel hombre. Más tarde me acometió el deseo vanidoso de distinguirme entre mis compañeros: llamé a tres o cuatro muchachos que me conocían por haber recibido el periódico de mis manos, y les ordené que gritaran: «El primer número de La Abeja, con la defensa de la política de Felipe II en los Países Bajos.» Contra lo que imaginaba, tampoco causó efecto el nuevo pregón: solamente advertí que un grupo de jóvenes venía riendo y soltando chistes groseros a propósito de los Países Bajos, lo que me obligó a revocar la orden.

Lastimado por la frialdad del público, que no sabía a qué atribuir, no me acordé de ir a almorzar: tan pronto la achacaba a la poca o ninguna afición que hay en España a la literatura, como a la falta de anuncios: unas veces pensaba que en la primavera no es conveniente fundar periódicos; otras me entregaba a la superstición imaginando que no debimos comenzar a imprimir el nuestro en martes. Vi que mucha gente compraba una revista de toros y loterías, y esto me sugirió un sin fin de amargas consideraciones. Cansado, molido y triste me retiré a casa después de vagar cuatro o cinco horas por las calles: al pasar por la Puerta del Sol oí pregonar La Abeja a cuarto.—«¡Ah, tunante!—grité ciego de cólera, sacudiendo a un chiquillo por el cuello—bien se conoce que a tí no te ha costado nada!»—Aquella rebaja de precio me parecía una vergonzosa degradación.

Aunque la ilustrada redacción de La Abeja experimentó notable desengaño, no por eso desmayó. Pudo más en sus dignos individuos el noble deseo de la gloria que el afán de lucro. Habíamos gastado algunos cuartos, es verdad, pero en cambio habíamos salido a la luz de la publicidad y visto nuestros pensamientos en letras de molde y con la firma al pie. Para que el segundo número se imprimiese fue necesario repartir un nuevo dividendo pasivo a los socios, que se impusieron con gusto este sacrificio pecuniario.

No fue más afortunado el segundo número de La Abeja en su aspecto económico: los chicos persistían en la idea funesta de no soltar un cuarto por aquel periódico; si querían dárselo de balde, bueno; si no, queden ustedes con Dios.

El amor a la gloria venció de nuevo al sórdido interés, y lo entregamos graciosamente a los desvergonzados pilluelos, que se reían de nuestra inexperiencia.

Tales sacrificios estaban compensados por ciertos deleites no comprendidos sino de quien los haya experimentado. El primer deleite, el de considerarse escritor público, que lleva envuelta la idea de maestro y director de la opinión, y por consecuencia el respeto de la gente. Cuando entrábamos en los cafés, y colgadas del armario del expendedor de periódicos contemplábamos unas cuantas Abejas, con su viñeta en madera henchida de alusiones simbólicas, un gozo inexplicable nos inundaba, inflábase nuestro ser moral y físico, y sonreíamos desdeñosamente al vulgo que nos rodeaba; nos parecía imposible que los concurrentes hablasen de otra cosa que no fuese La Abeja, y no adivinasen que tenían la honra de hallarse cerca de sus redactores. Además, ¡con qué íntimo regocijo no decíamos a nuestras respectivas patronas al salir de casa: «Si alguien pregunta por mí, decirle que estoy en la redacción... ya sabe V... en la redacción!» Y la boca al proferir esta palabreja mágica se nos hacía almíbar, como cuentan que le acaecía a cierto santo cuando pronunciaba el nombre de María.

Y efectivamente, en la aguardillada redacción pasábamos la mayor parte, casi todas las horas de nuestra existencia. No que estuviésemos escribiendo todo el tiempo ni mucho menos; pero había otros quehaceres auxiliares del periodismo, que no por ser materiales dejaban de participar de su alteza: sea ejemplo el arte delicado de cortar, escribir y pegar las fajas, en el que sobresalíamos casi todos, y el no menos noble y exquisito de pegar los sellos con la propia saliva, en el que ya quedaban algunos rezagados, seco y exhausto el gaznate.

Para un periódico semanal, y no de gran magnitud, la verdad es que bastaban los diez y nueve redactores que habíamos tenido el honor de fundarlo. ¿Con qué objeto, pues, se habían otorgado plazas de redactores honorarios a una porción considerable de muchachos? Sin duda para satisfacer cada cual los deseos de algún amigo; compromisos personales que no se pueden eludir; y sin embargo, esta tolerancia produjo a la postre funestos resultados. El cuarto destinado a redacción y administración no era tan ámplio que consintiese la permanencia en él de tanta gente. Desde por la mañana bien temprano comenzaban a entrar escritores: y como ninguno salía, la consecuencia era que al poco rato el local se atestaba y los redactores zumbaban como verdaderas y genuinas abejas en una colmena, se codeaban, se estrujaban e impedían de todo punto la entrada de los compañeros que llegaban tarde. Redactor hubo que en ocho días no logró poner los pies en la oficina.

¡Quién nos dijera que tan presto había de morir un periódico destinado a ser «vigoroso adalid de la ciencia y campeón infatigable de la cultura patria» (palabras textuales del programa firmado por la redacción)! Estaba escrito, no obstante, que pocos días antes de salir el cuarto número de La Abeja estallaría una furiosa borrasca entre los campeones infatigables de la cultura patria. Las más grandes empresas, las obras más altas y portentosas pueden venir al suelo por livianos motivos. Troya pereció por los devaneos de un petimetre: La Abeja por una disquisición histórica.

Había escrito yo un articulito vindicando la memoria de D. Pedro I de Castilla, demostrando que el título de cruel con que le apodaban la mayor parte de los historiadores no le cuadraba, y que mejor le venía el de justiciero. En asuntos históricos me gustaba mucho defender a los personajes caídos: ya había hecho otro tanto con Felipe II. Mas a uno de los redactores, que ejercía al propio tiempo el cargo espinoso de expedir volantes a los suscritores para el cobro de los recibos, no le agradó esta defensa, y se autorizó el manifestar su opinión contraria. Al instante salté yo henchido de erudición, relleno hasta la boca de datos concluyentes: se entabló una discusión animada.

El redactor disidente, a falta de datos, manifestó que era una tontería el ir contra la opinión general: yo sostuve con serenidad que había muchas opiniones generales erradas, y que una de ellas era ésta; y en apoyo de mi tesis, solté el chorro de la ciencia que había adquirido tres días antes. El contrario repuso, que mientras los grandes historiadores no lo autorizasen, consideraba una estupidez el sostener idea tan absurda: yo expuse con sangre fría y sonrisa impertinente, las razones que tenía para opinar de esta manera. El partidario de la crueldad de D. Pedro, viéndose acorralado, no encontró mejor recurso para salir del paso que descargar un tremendo mojicón en la faz insolente del campeón de la justicia. Gran alboroto en la colmena: replico yo a mi adversario con idénticos argumentos: los redactores se reparten en dos bandos, y se entabla una batalla donde menudean los puñetazos y coscorrones; ruedan las sillas, caen las mesas, quiébranse los vidrios de algunos cuadros, y hasta hubo quien apoderándose de las tijeras de recortar sueltos, formó círculo en torno suyo y esparció el terror entre los contendientes.

Mas he aquí que en el marco de la puerta aparece la figura severa e imponente de la doncella de la casa. Calmáronse las olas; silencio sepulcral; todos los rostros vueltos hacia aquella nueva cabeza de Medusa.

—¿Se creen, por lo visto, que no hay nadie en casa más que Vds.? ¿No saben ustedes que la señorita está delicada?... ¿Qué escándalo es éste?... ¿No saben ustedes que el señor prohibió que se haga ruido?...

Nadie se aventuró a responder a estas tremendas interrogaciones.

La doncella se dignó pasear una mirada arrogante por toda la redacción; pero la detuvo llena de horror y de cólera al llegar al hijo de los dueños de la casa.

—¡Cómo!... ¡Mi señorito sangrando por las narices!... ¡Tunantes!... ¡Granujas!... ¡Fuera de aquí todo el mundo!... ¡Pillería como esta no la quiero yo en casa!... ¡Fuera!... ¡Fuera!...

Y en efecto, el ilustrado cuerpo de redacción de La Abeja, herido, escarnecido, arrojado ignominiosamente de su santuario por una miserable sirviente, bajó las escaleras a toda prisa, se disolvió al llegar a la calle, se esparció por Madrid y nunca más volvió a juntarse.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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