La Academia de Jurisprudencia

Armando Palacio Valdés


Cuento


I
II

I

No todos los transeúntes de la calle de la Montera saben que en el número 22, cuarto bajo, se encuentra establecida, desde algunos años hace, la Academia de Jurisprudencia. La mayoría de los ciudadanos que van o vienen de la Puerta del Sol pasan por delante del largo portal de la casa sin sospechar que dentro de ella discútense los más caros intereses de su vida, la religión, la propiedad y la familia, todo lo que se halla bajo la salvaguardia vigilante del Sr. Perier, director propietario de La Defensa de la Sociedad. Si tuviesen el humor de entrar, vieran quizá colgado de la pared en dicho portal un cuadrito donde en letras gordas se dice: No hay sesión, o bien El miércoles continuará la discusión de la memoria del señor Martínez sobre el derecho de acrecer: tienen pedida la palabra en pro los Sres. Pérez, Fernández y Gutiérrez, y en contra los señores López, González y Rodríguez. El tema es por cierto asaz importante, y los nombres de los oradores demasiado conocidos del público para que cualquier ciudadano no entre en apetito de presenciar este debate. Restregándome, pues, las manos y gustando anticipadamente con la imaginación sus ruidosas peripecias, tengo salido muchas veces diciendo: No faltaré, no faltaré.

Llega la noche señalada, empujo la mampara de la Academia y penetro en el salón de sesiones. Una muchedumbre de trece a quince personas invade el local destinado al público. Los académicos suelen estar aún en mayor número, llegando algunas veces a ocupar casi todos los bancos delanteros. Pérez ha comenzado ya su discurso. El celebrado orador que La Correspondencia de España ha llamado magistral en más de una ocasión, por más que no haya logrado prebenda en ninguna basílica, podrá tener, a juzgar por su fisonomía, unos nueve años de edad. Es medianamente alto, delgado, de ojos pequeños e inquietos, y un poco desgalichado: su rostro ofrece el sello de meditación y tristeza que comunica una vida consagrada casi por entero al estudio de los arduos problemas de la Filosofía. Principia siempre a hablar con cierto desdén altanero, y su palabra en los primeros momentos es perezosa y torpe; parece que está distraído como si le arrancasen de improviso al mundo de reflexiones sabias y profundas donde habita a la continua. Mas a medida que el tiempo trascurre y el asunto penetra en él, toma calor y su discurso adquiere un brío extraordinario.

El asunto que ahora se discute es de interés palpitante. Se trata de saber si la ley de Partida que regula el derecho de acrecer se refiere únicamente a las mandas o legados, o debe aplicarse también a las herencias. Pérez, demostrando su destreza en esta clase de debates, comienza a cimentar su discurso sobre bases sólidas. Empieza estudiando detenidamente al hombre en su doble naturaleza física y moral, internándose con paso firme en el campo de la Antropología. Su talento esencialmente analítico va arrancando a la materia las secretas leyes por que se rige, y más tarde al espíritu los vagos y complejos impulsos que le animan. Combate ruda pero severamente la teoría de Darwin sobre el origen de las especies, y demuestra con gran copia de datos y razones, que la humanidad no es el coronamiento del proceso animal, por más que rechace igualmente la procedencia de una sola pareja. Con este motivo, examina las contradicciones entre la Biblia y la ciencia, y expone clara y sucintamente el modo de resolverlas. Pasa después al estudio de la pre-historia, y rápidamente analiza las últimas teorías, declarándose franco y resuelto partidario de la existencia del hombre en el terreno terciario.

«Ninguno más reservado y más cauto que yo (dice con solemnidad) cuando se trata de aceptar una teoría peregrina sobre problemas tan oscuros e inaccesibles, pero todo el mundo está obligado a rendirse ante la evidencia. Mi esclarecido amigo el señor Fernández ha tenido la fortuna de encontrar este verano en una gruta de su provincia, e incrustada entre rocas de granito de carácter terciario, una taza...

(Fernández, levantándose a medias del asiento):—Una vinagrera.

Pérez:—Entendía que era una taza lo que había hallado su señoría; pero este cambio corrobora aún mejor la doctrina que estoy exponiendo. La fabricación y el uso de esta clase de artefactos, lo mismo de las tazas que de las vinagreras (singularmente de las vinagreras) manifiesta y declara la existencia del hombre en dicho terreno, y supone además en él un cierto grado de cultura nada compatible en verdad con el embrutecimiento a que lo condenan las teorías de la escuela materialista».

El orador da fin a su discurso con una historia tan concienzuda como brillante del derecho de propiedad.

Por indisposición del Sr. López, que era el encargado de contestar al discurso del Sr. Pérez, se levanta a hablar el Sr. González. Es hombre más entrado en días que su contrincante: representa bien unos doce años, y tiene fisonomía dulce, apacible y ruborosa donde se refleja un alma creyente y sumisa.

«Todos nosotros reconocemos (comienza a decir con voz suave de contralto, muy semejante a la de los niños de coro), y con nosotros cuantos siguen el movimiento intelectual contemporáneo, todos reconocemos en mi ilustre amigo el Sr. Pérez una erudición inmensa dichosamente unida a una inteligencia poderosa y perspicua que se apodera de las ideas y se enseñorea de ellas sometiéndolas a un análisis seguro y minucioso, bien así como el águila cae de súbito sobre su presa, la coge entre sus garras y asciende con ella por los espacios, arrastrándola a regiones desconocidas donde con el ensangrentado pico se entretiene en explorar sus entrañas palpitantes... (¡Bravo! ¡Bravo! Las miradas del público se fijan sobre Pérez, que en aquel momento toma notas).

«Pero ¡ah, señores! el eminente orador que me ha precedido en el uso de la palabra, impulsado por su temperamento analítico, por la sed ardiente de conocimientos que le devora, abandona las consoladoras creencias del cristianismo, en que se ha educado, y marcha resueltamente por la senda del libre examen, sin sospechar los riesgos que corre su noble espíritu; de la misma suerte que el niño, persiguiendo por el campo a la mariposa irisada, no ve el abismo que se abre a sus pies y amenaza sepultarle... (Prolongados aplausos).

Continúa el orador describiendo con rasgos magistrales el carácter de Pérez, y pasa después a lamentarse con acento patético de que aquél no crea en la procedencia del género humano de una sola pareja. Con este motivo, hace una pintura acabada y elocuente del paraíso terrenal, y describe a nuestros primeros padres en el estado de inocencia, entreteniéndose sobre todo a dibujar con amor y cuidado la figura esbelta, graciosa, cándida e incitante a la vez de la madre Eva, de tal modo, que provoca en la juventud que le escucha entusiásticos y fervorosos aplausos.

Traza después a grandes pinceladas la historia de los primeros tiempos de la humanidad, y afirma que la verdadera civilización tiene su origen en el cristianismo. (El Sr. Gutiérrez pide la palabra con voz irritada y estentórea. Grande ansiedad en la media docena de circunstantes que han quedado en el público).

Terminado el discurso, rectifica brevemente Pérez, y acto continuo el presidente concede la palabra a Gutiérrez, que con el rostro encendido, las manos trémulas y los ojos inyectados, comienza a gritar más que a decir su oración.

«Señores académicos—exclama:—No es el cristianismo, no, como acabáis de oír, el que ha engendrado nuestra civilización. Todo lo contrario. El cristianismo ha sido, es y será mientras exista, la rémora constante del progreso de los pueblos. Hace mil ochocientos y tantos años que un judío exaltado...

(El presidente, haciendo sonar la campanilla):—La Mesa suplica al Sr. Gutiérrez que procure no herir el sentimiento religioso de la asamblea.

«Señor presidente, ha llegado la hora de las grandes verdades. Vosotros venís de los templos, de los salones, de las universidades... Yo vengo de la calle... Y vosotros no sabéis lo que pasa en la calle... Yo lo sé... Por eso os digo que viváis alerta. La paciencia, una paciencia que ha durado muchos siglos, está ya a punto de agotarse. Nos hemos contado y os hemos contado también. Mañana, cuando más descuidados estéis, tal vez vengamos a arrojaros de aquí. Los hombres de la calle, como un torrente que se desata, como una inmensa y terrible avenida...

El presidente:—La Mesa no puede permitir que el Sr. Gutiérrez siga hablando de ese modo.

(Algunas voces: Muy bien, muy bien. Otras: Que siga, que siga).

«Señor presidente, creo estar en mi perfecto derecho al hablar de la avenida que se precipita...

El presidente:—Su señoría no puede hablar de la avenida...

(Muy bien, muy bien. Una voz: Fuera el presidente. Terrible confusión en el público. Cuatro espectadores baten palmas a la presidencia. Dos gritan: Que siga, que siga. Los académicos se hablan al oído, aconsejando moderación e imparcialidad).

Gutiérrez, con amargura:—Señor presidente, veo con claridad que aquí, como en la calle, no se respeta la justicia. Renuncio al uso de la palabra... Antes de sentarme, sin embargo, os diré que, aunque vosotros no la veáis, la avenida sube, sube, y concluirá por ahogaros.

(Indescriptible confusión. Dos espectadores apostrofan duramente al orador. Algunos académicos tratan de imponerles silencio. El presidente rompe la campanilla. Gutiérrez pasea miradas insolentes y sarcásticas por el concurso).

El presidente, logrando hacerse oír:—Su señoría puede hacer lo que guste, pero conste que la Mesa no le retira la palabra. El miércoles próximo continuará la discusión sobre el derecho de acrecer. Se levanta la sesión.

II

La vida pública de la Academia de Jurisprudencia no se resume en los debates como el que acabamos de presenciar. Hay en su organización o vida interna ciertos mecanismos que tocan, o por mejor decir, entran de lleno en los dominios del derecho político y aun en el natural, o sea el que la naturaleza enseñó lo mismo a los hombres que a los animales: quod natura omnia animalia docuit. Me refiero a las elecciones.

Cuando entramos en el salón de sesiones y vemos al lado del presidente a un joven decentemente vestido que en ciertas ocasiones lee con voz trémula y conmovida el resumen de los gastos y los ingresos, apenas fijamos nuestra atención en él. ¡Y no obstante, ese joven es el Secretario! ¡El Secretario! ¡Cuán poco nos figuramos lo que significa esta palabra!

Asistid como yo he asistido a una elección de Secretario en la Academia de Jurisprudencia, y mediréis su extensión. Al solo anuncio de las elecciones, conmuévese hondamente aquel respetable cuerpo jurídico, preparándose a una terrible y dolorosa crisis. La chispa de la ambición comunica instantáneamente el fuego a todos los corazones, y como sucede siempre en las grandes perturbaciones sociales, los sórdidos intereses, las pasiones bastardas, los rencores, las miserias, todo el fango del espíritu, en una palabra, asciende a la superficie y enturbia por un instante la pureza de la docta Corporación. Mas en medio de este revuelto mar de apetitos y torpes deseos suelen flotar también, digámoslo en honor de los jóvenes jurisconsultos españoles, nobles y legítimas ambiciones y rasgos de conmovedora modestia.

He conocido un joven a quien una Comisión salida del seno de la Academia pasó a ofrecer en su misma casa el puesto de Secretario con el objeto de apagar una querella suscitada entre dos enconados e igualmente poderosos adversarios. Aquel joven esclarecido, dando a la historia el mismo ejemplo de modestia y generosidad que el rey Wamba, se negó terminantemente a aceptar los honores que le ofrecían.

Este ejemplo, por desgracia, no ha tenido imitadores. Las dulzuras del poder excitan demasiadamente el paladar de los jóvenes académicos para que nadie piense en rechazarlas. Antes al contrario, se emplean para conseguirlas todos los medios que la inteligencia despierta de los socios, encendida por el deseo, les sugiere. ¡Qué de intrigas espantables y tenebrosas! ¡Qué de crueles asechanzas! ¡Cuántas palabras pérfidas! ¡Cuántas sonrisas traidoras! El espíritu se estremece y los cabellos se erizan al acercarse a este hervidero de las pasiones humanas.

Ni tampoco faltan los arranques brutales de la fuerza, o sean las coacciones escandalosas, como se dice en términos técnicos. A este propósito se citan en la Academia algunos hechos que, por su gravedad y por las tristísimas circunstancias de que se hallan rodeados, conturban y abaten el ánimo. Se dice, por ejemplo, que en cierta ocasión el bibliotecario, Sr. Torres Campos, obstruyó con su persona uno de los pasillos del local para que sus contrarios no pudiesen ir a depositar el voto en la urna. Yo nunca he creído semejante especie. Conozco muy bien al distinguido bibliotecario, y aunque le considero con facultades para obstruir cualquier pasillo, no creo que jamás haya puesto sus felices condiciones físicas al servicio de una tan flagrante injusticia. De todas suertes, es bueno, sin embargo, dejar apuntado que he visto a algunos académicos calificar su legítima influencia en la Corporación de «funesta e insufrible tiranía».

Hay, no obstante, jóvenes privilegiados, favorecidos por la Providencia con dotes excepcionales que alcanzan los más altos puestos sin lucha, sin esfuerzo y sin peligro. Desde el instante en que uno de estos jóvenes pisa los umbrales de la Academia, sus compañeros, como si viesen en él un ser superior enviado del cielo, se apresuran a allanarle los obstáculos y a sembrar de flores su camino. Cesan las envidiosas maquinaciones, se apagan los rencores, cálmanse momentáneamente las encrespadas olas, y el joven providencial marcha triunfante, bañado por el sol de la gloria, libre y desembarazado, a la codiciada silla de Secretario, donde se sienta, como los emperadores bárbaros, por derecho propio. Tal ha sido la historia de mi distinguido amigo el Sr. Macaya y de algunos otros, aunque muy escasos, jóvenes.

A más del cargo supremo de Secretario (pues el de Presidente se ha convenido en cederlo a la política), hay otros puestos que excitan también la concupiscencia de los socios, que son los de presidentes y vicepresidentes de las secciones. La elección de éstos, aunque no ofrece la honda perturbación que la de Secretario, no por eso deja de ser interesante y sembrada de peripecias. Algunos meses antes del día señalado para la elección empiezan a echarse a volar algunos nombres sobre los cuales se levanta viva e incesante discusión. Examínanse los antecedentes del candidato, estúdianse detenidamente las fases de su talento, aquilátanse sus méritos, y últimamente recae en él la sentencia que le eleva o le confunde, expresada siempre en estos sacramentales términos: «Tiene talla» o «No tiene talla». Hay cabildeos infinitos, combinaciones, arreglos amistosos, bruscos desabrimientos, transacciones, se imprimen varias candidaturas (lo cual suele costar dinero a las familias), se traen a la palestra tarjetas del Presidente del Consejo de ministros y del Cardenal Arzobispo de Toledo, intervienen algunas damas de la nobleza y se dan algunas bofetadas.

En cierta ocasión he asistido con un amigo a estas reñidas elecciones. Mi amigo no se presentaba candidato, mas sin saber por qué ni cómo, quizá para dar en la cabeza a algún ambicioso, lo cierto es que al efectuarse el escrutinio, mi amigo salió nombrado presidente de la sección de derecho canónico. Su alegría y sorpresa fueron tan grandes, que estuvo a punto de caer desmayado en mis brazos. Salimos del local, y en la calle me abrazó repetidas veces, me habló de su porvenir y me comunicó en secreto que ahora pensaba dirigir sus tiros al puesto de Secretario, se enterneció refiriéndome su primera y única aventura amorosa, y concluyó por cantar a media voz la Marsellesa (había sido elegido por el elemento liberal de la corporación). Al tirar de la campanilla de su casa, y al preguntar la criada ¿quién es? exclamó fuera de sí: «¡Abre, muchacha, que tienes a tu amo Presidente de la Academia de Jurisprudencia!»

¡Noble y gloriosa emulación la que se establece en esta ilustre sociedad! ¡Qué importa que esta emulación vaya manchada en algunos casos por el fango de las malas pasiones! Las malas pasiones son un poderoso auxiliar en la carrera que la juventud de la Academia ha emprendido, o como decía cierto subsecretario amigo mío, «en la política es necesario tener algunas onzas de mala sangre.» Consuela y ensancha el ánimo un espectáculo semejante. Los vergeles de la política española tienen un vivero en la Academia de Jurisprudencia. De allí se trasplantan los caballeros de Isabel la Católica y los jefes superiores de administración encargados de la gestión de nuestros intereses. Actualmente existen ¡loado sea Dios! dentro de la respetable Corporación que hemos tratado de describir a grandes rasgos, tres Venancios González en agraz, cinco Camachos y un Posada Herrera. Pueden dormir tranquilos, pues, nuestros labradores, industriales y comerciantes. Si alguna vez se les ocurre entrar en el número 22 de la calle de la Montera, cuarto bajo, contemplarán con lágrimas de enternecimiento un enjambre de inocentes y juguetones cachorrillos adiestrándose para meterlos mañana u otro día en la cárcel cuando voten a un candidato de oposición, impedir que se reúnan con sus amigos, y subirles discretamente las contribuciones.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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