Las Burbujas

Armando Palacio Valdés


Cuento


Un hombre puede obrar como un insensato
en los desfiladeros de un desierto,
pero todos los granos de arena parecen
verle.

Emerson.

El guapo Curro Vázquez, de tierra de Jaén, tuvo ocasión de comprobar estas palabras del filósofo americano hace ya bastantes años.

Curro Vázquez, aunque no tenía corazón, estaba enamorado. Es ésta una paradoja que se repite con frecuencia gracias a la confusión lamentable en que al Supremo Hacedor le plugo dejar lo físico y lo moral.

Pepita Montes, su novia, estaba completamente engañada respecto a él. Le veía joven, hermoso, sonriente, humilde, rendido; y de esto deducía que era un ángel sin alas. Le amó a despecho de sus padres, que apetecían para ella un labrador acomodado, y no un mísero dependiente de un chalán. Porque Curro era un pobrecito muchacho que hacía tiempo había tomado a su servicio Francisco Calderón, el famoso tratante de caballos de Andújar. Lo recogió, se puede decir, del arroyo cuando sólo tenía catorce o quince años, le hizo su criado, y últimamente había llegado a ser su hombre de confianza. Le pagaba con verdadera esplendidez, le hacía frecuentes regalos, y gustaba de que vistiese con elegancia y fuese bienquisto de las bellas.

Curro se aprovechaba de estas ventajas y las enamoraba, y las abandonaba después de enamorarlas. Mas al llegar a Pepita Montes, quedó preso de patas como una mosca en un panal de miel. ¿Cómo hacer para casarse con ella, dada la oposición violenta del bruto de su padre? Este era el objeto de sus meditaciones más profundas desde hacía tres o cuatro meses.

Al cabo de ellas, no pudo sacar otra cosa en limpio más que la necesidad imprescindible de hacerse rico, salir de su estado de criado más o menos retribuído, negociar por su cuenta, etc.

Cuando un hombre siente la necesidad imperiosa de hacerse rico pronto, y no tiene corazón, está expuesto a hacer lo que hizo Curro Vázquez.

Era una tarde lluviosa de primavera. Francisco Calderón y su criado regresaban de la feria de Córdoba y atravesaban la sierra sobre sus jacos, envueltos en capotes de agua. Calderón estaba de alegrísimo humor porque había vendido cinco caballos a buen precio. De vez en cuando desataba el zaque que llevaba pendiente del arzón de la silla, bien repleto de amontillado, bebía largamente, y daba de beber a Curro. Como la lluvia arreciase, y pasasen cerca de una concavidad de la peña, determinaron detenerse allí unos momentos y esperar a que escampase. Descendieron de sus monturas, guareciéndolas también del mejor modo posible. Curro desató su carabina de dos cañones y la puso cerca.

—¿Para qué has bajado la carabina?—le preguntó su amo sorprendido.

—Ya sabe usted que el Casares y su partida merodean por aquí.

¡El Casares, el Casares!... El Casares merodea muy lejos de aquí, y en su vida se le ha ocurrido venir por estos sitios.

Calderón rió a carcajadas del miedo de su criado.

Se sentaron, y fumaron tranquilamente un cigarro. Cuando Curro tiró la colilla, se puso en pie, tomó la carabina, se la echó a la cara, y, apuntando a su amo, le dijo tranquilamente:

—Señor Francisco, prepárese usted a morir.

Calderón respondió que no le gustaban bromas con las armas de fuego.

—Rece usted el credo, señor Francisco.

—¿Qué estás diciendo?—exclamó tratando de alzarse. Un tiro en el pecho le hizo caer de espaldas.

—¡Me has matado, miserable!

—Todavía no; pero voy a hacerlo—profirió Curro avanzando hacia él.

—¡Asesino, a ti te matarán también!

—Si hubiese testigos, no lo dudo.

—Las burbujas del agua serán testigos de este... Otro tiro le cerró la boca para siempre.

Curro le registró los bolsillos, se apoderó de todo el dinero que llevaba, cargó de nuevo su carabina, montó a caballo y se alejó al galope.

Cuando hubo llegado a un sitio conveniente, se apeó de nuevo y enterró cuidadosamente el dinero, dejando señal para encontrarlo. Después atravesó su sombrero de un tiro, se descerrajó otro en la parte blanda del muslo, y se presentó en el primer pueblo con señales de terror. La partida del Casares los había sorprendido cuando descansaban y se disponían a emprender otra vez el camino. Él estaba ya montado, y gracias a eso había podido escapar. Su amo estaba aún a pie: no sabía si le habían matado: había oído muchos tiros: a él mismo le habían herido en su huída, etc.

Todo aquello dió que sospechar al juez, y, después de curado en el hospital, se le encarceló. Pero como no se le halló ningún dinero, y no había testigos, al cabo se le puso en libertad.

Pidió prestada una cantidad a un chalán de Sevilla, según dijo, y se puso a trabajar en el mismo trato que su amo, y comenzó a prosperar. Algo se murmuraba, y no faltaba quien sospechase la verdad; pero esto acontece muchas veces en los pueblos, sin que tenga transcendencia.

Y como, en realidad, ya no había motivo que justificase la oposición, el padre de Pepita Montes consintió al fin en la boda. Se celebró con pompa, y la esplendidez del novio concluyó de captarle la benevolencia pública.

El comercio marchó viento en popa. En poco tiempo Curro se hizo un chalán de importancia, porque era inteligente y activo; pero saciada su pasión bestial, fué con la hermosa Pepita lo que era en realidad, un perfecto infame. Sin motivo alguno, comenzó a maltratarla cruelmente de palabra y de obra.

La pobre niña soportó aquel cambio más sorprendida que indignada. Como estaba perdidamente enamorada de él, los cortos momentos de buen humor y de expansión conyugal la indemnizaban de sus amarguras.

Pero estos momentos fueron cada día más cortos, y la vida de Pepita se hizo al cabo insoportable. En uno de ellos pasó lo que sigue:

Curro había hecho una magnífica venta de un jaco. Había engañado como a un chino a un inglés. Estaba de alegrísimo temple, aunque el día fuese de los más tristes que pueden verse en la Andalucía, encapotado y lluvioso como si estuviésemos en Santiago de Galicia. Había hecho traer dos botellas de manzanilla, y habían almorzado, y habían retozado y charlado por los codos. Curro encendió un tabaco y vino a apoyarse en el alféizar de la ventana. Pepita, enternecida y mimosa, vino a apoyarse junto a él. Ambos, con los ojos brillantes y el rostro inflamado, miraban caer la lluvia pausadamente. Del techo de la casa corrían fuertes goteras, que formaban ampollitas en el pavimento de la calle.

Curro dejó escapar resoplando una risita burlona.

—¿De qué te ríes?—le preguntó su mujer.

—De nada—respondió con el mismo semblante risueño.

—Sí, sí, guasón; te estás riendo de mí.

Y al mismo tiempo le dió con mimo un pellizquito cariñoso.

—Escucha, Pepa—siguió él, riendo—. ¿Te parece que las burbujitas del agua pueden ser testigos en algún asunto?

—¡Qué ocurrencia!

—Pues el señor Francisco Calderón lo creía.

—¡El señor Francisco! ¿Qué tiene que ver aquí el señor Francisco?

—Sí; antes de rematarlo de un tiro me dijo que las burbujitas del agua serían los testigos que me acusaran.

—Pero ¿has sido tú?...

—Debiste de haberlo presumido, hija. ¿Piensas que las monedas que están en el bolsillo de un hombre pasan al bolsillo de otro por sí mismas, como en las funciones de escamoteo?

Y, acometido de súbito e irresistible deseo de confesión, narró a su esposa el crimen con todos sus detalles.

La mujer estaba horrorizada; pero supo disimular su turbación. Por un lado el miedo, por otro la pasión frenética que aquel hombre todavía le inspiraba, lograron acallar los gritos de su conciencia. Curro describía la escena de su horrible crimen con la misma tranquilidad que si refiriese los incidentes de una cacería.

Transcurrieron los días, y Pepita hacía enormes esfuerzos por olvidar aquel terrible secreto, que semejaba para ella una pesadilla. Era imposible. Curro, por su parte, pesaroso de haberlo dejado escapar, la miraba receloso y sombrío. Un abismo parecía abierto entre los dos.

La cortísima afición que por ella conservaba se había huído con el temor. Llegó a aborrecerla cordialmente. Sin embargo, se abstuvo desde entonces de maltratarla.

Una noche, estando en la cama, sacó la navaja que tenía debajo de la almohada, le puso la punta en el cuello, y le dijo:

—Si se te escapa una palabra de aquello, puedes estar segura de que te siego el cuello como a una gallina.

Pepita no pensaba en semejante cosa.

Pero el odio hizo al cabo su tarea. Cierto día, por un pormenor insignificante de la comida, Curro se arrojó sobre su esposa, la apaleó bárbaramente, y tal vez hubiera acabado con su vida (lo que en el fondo de su alma sin duda deseaba), si la desgraciada no hubiera logrado escapar de sus manos, lanzándose a la calle y refugiándose en casa de su cuñado.

Este, al verla en tal estado, no pudo menos de exclamar:

—¡Pero ese bandido quería matarte!

—¡Sí; quería matarme, como al señor Francisco Calderón!

—¡Ah! ¿Le ha matado él?

—Sí, sí; le ha matado...

Y narró puntualmente la escena, tal como se la había descrito. Después quiso volverse atrás; pero ya no era tiempo. Su cuñado, que aborrecía de muerte a Curro, la dejó encerrada en su habitación y se fué desde allí a ver al juez.

Se le encarceló de nuevo.

El juez, cuyas sospechas, nunca desaparecidas, se trocaban ahora en certidumbre, trabajó el asunto con tanto celo y energía, que al fin le obligó a cantar de plano.

Algunos meses después subía al patíbulo en la plaza de Sevilla. Cuando se le puso al cuello la corbata fatal, murmuraba sin cesar:

—¡Las burbujas! ¡Las burbujas!

Los que le rodeaban creían que el terror le hacía desvariar.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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