Pitágoras

Armando Palacio Valdés


Cuento


Entre los muchos filósofos con quienes tropecé en las casas de huéspedes que he recorrido mientras seguí la carrera de Ciencias, ninguno más enamorado de la Filosofía que mi amigo Amorós. Puede decirse que no vivía más que para esta dama de sus pensamientos. El duro catre de la patrona, sus garbanzos no mucho más blandos, sus albondiguillas, sus insolencias, eran para él sabrosas penitencias que ofrecía en holocausto a su adorada Metafísica. Los demás murmurábamos; a veces rugíamos de dolor e indignación: él sonreía siempre, no comprendiendo que se diese tanta importancia a que las sábanas nos llegasen a la rodilla o un poco más abajo, que el agua de la jofaina tuviese cucarachas, y otras niñerías por el estilo.

Primero faltaría el sol en su carrera que él a sus cátedras de la Universidad, y el que quisiera poner el reloj en hora no tenía más que atisbar sus entradas y salidas en el feo y sucio portal de la Biblioteca Nacional. Unas veces leía a Platón, otras a Aristóteles; pero el mayor filósofo, a su entender, que había producido el mundo era Krause, porque había resuelto el problema de armonizar el panteísmo con el teísmo por medio de una lenteja esquemática, que nos mostraba poseído de profunda admiración. Inútil es decir que a los que estudiábamos Derecho, o Ciencias, o Farmacia, nos despreciaba, mejor dicho, nos dedicaba un desdén compasivo que a algunos hacía reir, y a otros montar en furor. Porque éramos seis o siete los que, bajo el yugo ominoso de doña Paca, estudiábamos en aquel cuarto tercero de la plaza de los Mostenses diversas carreras liberales. De su desdén nos vengábamos llamándole siempre Pitágoras, negándole la existencia del espíritu, y pellizcando en su presencia a la doméstica que nos servía a la mesa. Esto último era lo que más desconcertaba al bueno de Amorós, que era casto como un elefante y se enfurecía de que se tomase a la Humanidad como medio, y no como fin.

Hay que decir que el pobre Pitágoras había tenido que padecer graves persecuciones de la familia por esta su manía de filosofar. Destinábalo su padre allá en Pamplona, donde residía, al noble arte de la peluquería, que él mismo cultivaba, no sin brillo. Amorós se negó con obstinación a rapar barbas y cabellos, creyéndose destinado por la Naturaleza a investigar los principios esenciales de las cosas. Ni los ruegos de su madre, ni las burlas de los parroquianos, ni los zurriagazos de su padre lograron disuadirle. Arrojáronle de la casa: vagó algunos meses medio desnudo y hambriento por la ciudad. Por fin, una prima de su padre, mujer devota que poseía algunos ahorros, lo recogió, y oyendo que su sobrino tenía ganas de estudiar, y ser hombre de carrera, se obligó a pagársela, enviándole a Madrid, pero a condición de que, una vez licenciado, tomaría las órdenes y se haría sacerdote.

De lo que menos se acordaba Amorós era de la promesa que había hecho a su tía. Estudiaba firme, es cierto, pero sólo por el placer de averiguar quién había hecho el mundo, cómo y por qué lo había hecho, y, en último resultado, si este mundo tenía una realidad absoluta, o sólo relativa. En cuanto a lo de vestir sotana, parecíale que era hacer traición al librepensamiento y romper de una vez y para siempre con Krause. Nadie le haría cometer tal felonía.

Mas si el sobrino no se acordaba de la promesa que había hecho a su tía, ésta la recordaba admirablemente. Y como ya hacía cuatro años que le pagaba su cortísima pensión (imposible vivir con ella otro hombre que no fuese Amorós), y como nada hablaba de seminario ni de órdenes, empezó a desazonarse, vino a Madrid, averiguó que su sobrino, aunque de conducta intachable, era grande amigo de algunos profesores herejes que enseñaban en la Universidad, entre ellos de un cura apóstata, y, alarmada y enfurecida hasta un grado indecible, se volvió a su pueblo después de maldecirle.

Aquella noche observé que Amorós había llorado. Era hombre sensible, de ánimo apocado, y las consecuencias de tal escena harto graves para cualquiera. Su tía alzó la pensión: no le quedaba al mísero otra disyuntiva que fenecer de hambre o irse a Pamplona a pelar barbas. Se pasaron varios días. Amorós se hallaba profundamente triste y preocupado, pero no por eso dejaba de asistir puntualmente a sus cátedras. Cuando llegó el fin del mes, escuché en su cuarto fuertes gritos de doña Paca, que, sin duda, le reclamaba el pupilaje. Al otro día escuché gritos más altos aún, y al otro, cuando llegué a las once de mi cátedra de Química, vi un corro de gente delante de la casa y algunos guardias. Pitágoras se había dado un tiro en su cuarto con el revólver de un teniente que con nosotros se hospedaba. Subí la escalera a saltos, y me encontré a mi pobre amigo yacente en su lecho y rodeado de los huéspedes, del médico y de doña Paca, que se portó en aquella ocasión mejor de lo que hubiéramos presumido. Amorós, según la declaración del médico y lo que pudimos observar, no estaba muerto: respiraba y dejaba escapar débiles gemidos, pero no recobró el sentido hasta algunas horas después. La bala estaba alojada en los huesos del cráneo; una vez que cediese la fiebre, se le podría salvar mediante una operación. Doña Paca no quería que lo llevasen al hospital, pero el médico la convenció de su necesidad, porque la operación era costosa y los cuidados harto delicados para una casa de huéspedes.

Lo llevaron, pues, al hospital, y yo puse un telegrama patético a su tía, que se presentó dos días después. La pobre mujer, juzgándose causante de aquella desgracia, estaba inconsolable, y no me costó trabajo persuadirla de que siguiese concediendo la pensión a su sobrino, sobre todo cuando le insinué la amenaza de que éste volvería a darse otro tiro en el caso de que no lo hiciese. Tanto le espantó la idea, que hasta me prometió subirle el sueldo. A menudo iba a verle, y nosotros también, y sólo cuando la operación se efectuó felizmente, y estaba ya en plena convalecencia, se decidió a regresar a Pamplona.

Dos meses después Pitágoras se hallaba entre nosotros disfrutando de los amenos garbanzos de doña Paca. Pero Pitágoras ya no era Pitágoras, esto es, ya no era un hombre que mirase al lado permanente de las cosas. Su enfermedad le había arrancado, no solamente la afición al estudio, sino también aquel respeto acendrado y veneración que profesaba a la Metafísica y a todos los que con brillantez la habían cultivado. Empezó riéndose de los profesores krausistas de la Universidad, y concluyó por ir con el teniente de jolgorio por las noches. Por fin, un día me declaró en la mesa que estaba resuelto a dejar la carrera de Filosofía y Letras y emprender la de Veterinaria, para lo cual contaba ya con la autorización de su tía.

Aquel repentino cambio de sus ideas y conducta nos sorprendió a todos, pero más a mí que a ninguno. Aunque profano a la Metafísica, me agradaba oírle cuando disertaba sobre los problemas capitales de la existencia, porque hablaba correctamente y parecía versado en todas las ciencias, y, además, tenían sus discursos un dulce sabor idealista conforme con mis tendencias. Por eso, una tarde que estábamos en el café bebiendo una botella de cerveza mano a mano, me aventuré a preguntarle:

—¿En qué consiste, amigo Amorós, que te veo tan cambiado de poco tiempo a esta parte? Antes asistías a tus cátedras con puntualidad, y ahora pareces muy descuidado. Antes pasabas las horas en la Biblioteca tragando libros, y ahora te agrada más venir con cualquiera de nosotros al café. No hace siquiera tres meses idolatrabas a tus profesores de la Universidad, y ahora te burlas de ellos.

Amorós se encogió de hombros y dejó escapar un leve bufido displicente.

—Psch... Estoy cansado de la Filosofía...

—Y ese cansancio, ¿te ha acometido repentinamente?

—Sí, repentinamente.

—¡Es extraño!

Amorós quedó silencioso, como si le molestasen mis preguntas, y cambió de conversación. Pero no tardó en quedar otra vez silencioso y taciturno. Al cabo de un momento, me dijo con cierta solemnidad, que me sorprendió:

—Si me prometes guardarlo fielmente, te confiaré un secreto que hasta ahora no ha salido de mis labios.

—Puedes estar seguro...

—Sobre todo a los compañeros de la casa, ¿entiendes?... Bastante se han reído de mí.

Yo me llevé la mano al pecho, prometiendo eterno silencio.

Amorós bebió lo que quedaba en el vaso y, limpiándose los labios con el pañuelo, comenzó a hablar de esta suerte:

—Has de saber, amigo, que yo he estado en el otro mundo... (Si haces esas muecas, dejaré de hablar...) No sé cuánto tiempo he estado, pero certifico que he estado. Cuando me dí el tiro en la frente perdí el conocimiento, como todos sabéis, y estuve unas cuantas horas sin él... En efecto, no oí el disparo siquiera, pero al cabo de un instante desperté trabajosamente de mi sopor y pude darme cuenta de que estaba vivo y pensaba, pero me hallaba en completa obscuridad. Ya podrás comprender el terror y la angustia que se apoderarían de mí. Quería gritar, y no podía; quería moverme, y tampoco. Por fin, al cabo de algún tiempo, percibí una luz lejana, muy lejana, allá en lo profundo, y entonces me fué dado levantarme y bajar hacia ella. Oía al mismo tiempo un débil rumor de voces extrañas que tan pronto semejaban las notas de un piano, como palabras de cólera, risas y lamentos... Entonces me dije sin vacilar: «Estoy en el otro mundo.» Por caso extraño, esta idea, ni me horrorizó, ni me entristeció siquiera. Me puse a caminar, como te digo, hacia aquella luz tan lejana, y observé que, según iba descendiendo, las voces extrañas que había oído se iban haciendo más distintas. Era un rumor de muchedumbre que se agita y habla, pero no como se agitan y hablan las muchedumbres en la tierra, sino de un modo musical; parecía como si recitasen al piano alguna poesía. Acerquéme más; la luz se iba haciendo cada vez más intensa, y al cabo de un momento llegaron a mis oídos algunas palabras sueltas; después, frases enteras. «¡No somos nada; no somos nada!», oí repetidas veces...

Al llegar aquí Amorós, me costó trabajo contener la risa, pero la contuve. Doña Paca, cuando su huésped estaba yacente, sin dar señales de vida, había repetido diferentes veces la misma exclamación mientras un pianillo tocaba en la calle los aires de las zarzuelas más conocidas.

—El camino que yo llevaba se iba esclareciendo. Era un túnel estrecho cubierto de estalactitas que brillaban como diamantes. Por fin desemboqué en una gruta inmensa, de una techumbre cuya altura me parecía prodigiosa. Esta techumbre era toda fosforescente y esparcía una claridad suave por el recinto, cuyos límites no alcanzaba a distinguir. Vi unos hermosos jardines adornados de fuentes y estatuas, bosquecillos de naranjos y limoneros, y percibí un aroma embriagador, en el que predominaba la violeta...

(No pude menos de recordar que doña Paca le había rociado las sienes con esta esencia.)

—Una muchedumbre hormigueaba por aquellos jardines, paseando unos, formando corro otros, y todos hablando. Vestían los allí congregados de muy diverso modo: había persas, hebreos, griegos, egipcios, romanos, caballeros de la Edad Media y ciudadanos de la presente. Parecía un baile de trajes. Me acerqué a dos árabes que venían discutiendo con calor, y les pregunté cortésmente: «Estoy en los Campos Elíseos, ¿verdad?» «Así es, amigo—me respondió uno de ellos—, y ésta es la morada feliz de los filósofos. Más allá se extienden los jardines de los poetas y los músicos.» En efecto, a lo lejos se oía siempre música deliciosa. Una alegría inmensa se apoderó de mí. Me hallaba para siempre en los Elíseos, y el Eterno me había colocado en el sitio que yo hubiera elegido. Frotándome las manos de gozo, me puse a recorrer aquellos encantadores campos, siempre verdes, esmaltados de flores, ricos en amenas florestas y en sazonados frutos, que pendían de los árboles dulces y perfumados, ostentando vivos colores. Todos los rostros que encontraba expresaban dulce serenidad, y en todos los ojos brillaba una dicha inmortal. Como ya te he dicho, los filósofos formaban a veces corrillos más o menos grandes, y, por lo que pude observar, era para escuchar la palabra de alguno más señalado. Me acerqué prontamente al corro que me pareció más numeroso, y vi en seguida que se componía de griegos en su mayor parte. Todos escuchaban con atención y aplaudían a un hombre que hablaba sobre un pequeño pedestal. Tenía este hombre el torso atlético, la frente espaciosa, la mirada imponente. Su palabra fluía sosegada y majestuosa de su boca, y con tal gracia y corrección que en cuanto escuché algunas me dije sin vacilar: «Este es Platón.» Abríme paso como pude hasta aproximarme a él, y escuché.

»—¿Acaso, hijos míos, pensaríais que lo intelectual puede separarse de lo corporal? Jamás, jamás esto puede acaecer, porque lo intelectual y lo corporal son dos aspectos de la naturaleza humana obrando y reobrando profundamente el uno sobre el otro. El antagonismo artificial que una falsa filosofía dualística y teológica había creado entre el espíritu y el cuerpo, entre la fuerza y la materia, ha desaparecido ante el progreso de las ciencias naturales. Esa alma de que nos sentimos tan orgullosos no viene de un falso cielo mitológico en quien nadie cree ya; tiene un origen animal, se desenvuelve necesariamente con el cuerpo, y es el resultado de una larga evolución de los elementos primordiales de la materia. La aparición en la Naturaleza de un nuevo cuerpo, ya sea un cristal, un infusorio o mamífero, no significa otra cosa sino que diversas partículas materiales, que preexistían bajo cierta forma, han adoptado, a consecuencia de modificaciones sobrevenidas en las condiciones de su existencia, una nueva forma, otro modo diverso de agruparse. Nosotros no conocemos el origen de esta materia, pero sí sabemos de un modo evidente que ni una sola molécula puede añadirse o arrancarse a ella, y que por sí misma es el origen de todo lo que vemos, de todo lo que tocamos, de todo lo que pensamos y de todo lo que sentimos...

»—¡Este no es Platón!—exclamé yo entonces en voz alta, sin darme cuenta de lo que hacía.

»—¡Silencio, silencio!—oí gritar por todas partes—. ¡Dejad hablar al divino Platón!

»Y cien miradas iracundas se clavaron en mí. Aléjeme de aquel sitio, y me dirigí a otro círculo menos numeroso, donde peroraba un viejo de aspecto noble, vestido con sencillez a la moda del siglo XVII.

»—Es preciso que os persuadáis, señores—decía el viejo—, de que el conocimiento metafísico, esto es, el conocimiento de la esencia y de la última razón de las cosas, no es posible sino por las ideas, y que el problema de las ideas es el problema fundamental de la ciencia. No examinemos este problema desde el punto de vista puramente psicológico, porque esto sería mutilarlo. Buscar el origen de las ideas en la sensación conduce indefectiblemente al materialismo más grosero. Tratemos de averiguar lo que significan las ideas, cuál es su valor ontológico y objetivo, sea que se las considere en sí mismas, o en su relación con las cosas. Yo os afirmo, señores, que sin el idealismo no hay verdadera ciencia. Toda doctrina que no sea idealista, concluye necesariamente en la negación del conocimiento. ¿Cuál es la condición esencial de la ciencia sino el estar fundada sobre leyes inmutables, sobre principios necesarios y absolutos? Que se supriman los principios, y no quedará más que el fenómeno, esto es, un elemento contingente, relativo, que, no bastándose a sí mismo, tampoco puede proporcionar una base firme e invariable al conocimiento...

»—¿Quién es este viejecito tan simpático?—pregunté en voz baja a uno que tenía cerca.

»—¡Cómo! ¿No conoce usted a míster Locke, al más grande de los filósofos ingleses?

»—¡Locke!—exclamé yo a mi vez, en el colmo de la sorpresa. Y me alejé de allí persuadido de que aquel viejo era un farsante como el otro que había suplantado a Platón.

»En el centro de otro grupo numeroso vi a un hombre, anciano también, con el pecho cubierto de bandas y condecoraciones, que peroraba con palabra solemne. Hablaba en latín, como el otro. Ya sabes que yo conozco regularmente esta lengua, y, por tanto, nada tiene de particular que comprendiese lo que decían. Pero Platón, o el falso Platón, hablaba en griego, y, a pesar de no tener más que un conocimiento muy superficial de este idioma, le entendía igualmente a la perfección. Esto es maravilloso, y me convence más y más de que, en realidad, me he hallado en la región de los muertos.

»—El solo hecho psicológico—decía el anciano de las condecoraciones—que sea primitivo e irreductible, es la sensación. La idea no es más que una sensación continuada o debilitada. La volición no es más que un movimiento producido por la sensación dominante. La libertad, esto es, el poder determinarse a sí mismo, pura ilusión; todo se encadena en nosotros según las leyes de sucesión uniformes. La espontaneidad y la actividad sólo son apariencias que se reducen a sensaciones sucesivas. Cuando creemos percibir en nosotros una acción motora de nuestros órganos no percibimos, en realidad, más que una sensación de movimiento que sucede a un sentimiento de deseo. Igualmente, cuando pensamos ejecutar un acto de voluntad independiente no hay en nosotros sino un deseo más fuerte o una idea más poderosa seguida de ejecución. Siendo, pues, la esencia de la vida sensación, y nada más que sensación, los fenómenos placer y dolor es lo único que en ella importa. Sensaciones dolorosas o placenteras, ésta es nuestra vida, ésta es la vida del mundo. Pero el placer es negativo, mientras el dolor es positivo. El placer se origina de una necesidad satisfecha, esto es, de la desaparición de un dolor; pero como la satisfacción que el ser experimenta con esta desaparición no puede ser permanente, pues apenas satisfacemos una necesidad otra nace en seguida, podemos afirmar que el dolor es la verdadera esencia del mundo. El mundo más perfecto es aquel en que las sensaciones son más complicadas y más intensas; luego el mundo más perfecto será el más doloroso. El último mundo, creado por Dios, será, pues, el peor de todos. Nosotros, en la tierra que ya dejamos, hemos vivido en el peor de los mundos posibles...

»No necesité escuchar más, supuesto lo que me había acaecido con los otros. Así, que dije al que tenía a mi lado:

»—Este es el barón de Leibnitz.

»—Justamente—me respondió.

» Apartéme de aquel grupo, cada vez más confuso y asombrado, y comencé a dar vueltas por los amenos jardines, sin pretender acercarme a ningún otro. Viendo cruzar a mi lado un griego, de rostro agradable y franca mirada, me aventuré a dirigirle la palabra (en griego, por supuesto).

»—Amigo, si tienes espacio y no te molesta conversar con un recién llegado, yo te ruego que me saques de la confusión y perplejidad en que me hallo. Acabo de escuchar a tres de los más grandes filósofos que hemos tenido allá en la Tierra, y los tres han expresado ideas contrarias a las que en vida sostenían. ¿Qué significa esto?

»—Con todos te pasará lo mismo—me respondió sonriendo—. Los filósofos que aquí llegan, cambian de opinión y se pasan resueltamente a la opuesta en un período que fluctúa entre los ochenta y cien de vuestros años. Algunos, mucho primero. Ahí tienes un poco más lejos a Schopenhauer, que, recién venido, no cesa de cantar himnos a la vida y de narrarnos prolijamente lo bien que lo pasaba en ella con su flauta, con sus libros y sus fáciles conquistas.

»—Te digo, en verdad, que esto es asombroso.

»—Pues en verdad te digo también que no hay motivo para que te asombres. Qué; ¿no has observado allá entre los mortales cómo los filósofos, si Dios les otorga larga vida y acomodo para filosofar, van modificando lentamente sus ideas? No hablemos de los nuestros, que apenas conocéis, si se exceptúan Platón y Aristóteles. Dirige una mirada hacia los tuyos. ¿Es lo mismo Kant en sus primeros tiempos que en los últimos? Pregúntaselo a Schopenhauer. ¿Es el mismo Fichte en la Doctrina de la Ciencia que en el Método para la vida feliz? ¿No ha modificado Schelling profundamente sus opiniones en los últimos escritos? Y Goethe, hablando en su vejez con tal benevolencia del Cristianismo, ¿es el furioso irreconciliable enemigo de la Cruz que en su juventud? Por fin, vivo está todavía el filósofo más notable que hoy tenéis, Herbert Spencer, y sabes bien que ya no es, ni mucho menos, el materialista intransigente de sus primeras obras. Así, pues, amigo, deja de admirarte de que aquí esos grandes filósofos hayan cambiado de opinión hasta pasarse a la contraria, porque en la Tierra, de haber continuado viviendo, hubiera acaecido otro tanto más tarde o más temprano. Si hay cambio, si hay modificación, por leve que sea, a la larga, los resultados serán enormes. Ya ves que el alzamiento de una pulgada en el espacio de un siglo en el fondo del mar ha causado la aparición de nuevos y grandes continentes... Mira—añadió con su fina sonrisa enigmática—, ése es el único ser que no cambia jamás.

» Volví los ojos hacia donde me señalaba, y acerté a ver una gran estatua de bronce que representaba la Fe sobre alto pedestal. En las gradas de este pedestal vi también algunos hombres que parecían dormir.

»—¿Qué hacen ahí esos hombres tumbados a los pies de la estatua?—pregunté a mi interlocutor.

»—Esperan tranquilamente a que se le caiga la venda de los ojos; esperan que llegue el día en que, como dice vuestro Malebranche, la fe se convierta en inteligencia.

»A mí me atacó en aquel instante un fuerte deseo de dormir también. Me acerqué a ellos, me acosté a su lado, y quedé traspuesto... El vivo dolor que me produjo la sonda del médico al hacerme la cura fué lo que me despertó, trayéndome de nuevo a la vida.

Calló Amorós, y yo también guardé silencio, meditando sobre su relato. Al cabo, mi compañero profirió, alzando los hombros con ademán desdeñoso:

—¿Para qué estudiar Metafísica a sabiendas de que lo que hoy juzgas verdad te parecerá mañana mentira?

No repliqué, porque me hallaba profundamente preocupado. Al fin, dejé de pensar en aquellas arduas cuestiones, y le pregunté maliciosamente:

—Dime: tu gran maestro Krause, ¿había cambiado también de opinión?

—¡Krause!—exclamó mirándome con los ojos muy abiertos—. ¿Sabes que he preguntado a mucha gente, y nadie me ha dado cuenta de él? ¡Nadie le conocía!... Es curioso, ¿verdad?—añadió soltando una carcajada.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 5 veces.