Sociedad Primitiva

Armando Palacio Valdés


Cuento


La verdad es que para indemnizarme de los juegos de los hombres grandes, no encuentro nada más agradable que los juegos de los pequeños. Los de los primeros son pesados, nocivos, melancólicos, particularmente la política; los de los segundos, alegres, expresivos, llenos de profundas enseñanzas.

Por eso, cuando paseo en el parque del Retiro, acostumbro a sentarme en cualquier banco de madera (nunca de piedra, por razones que me reservo), y paso momentos bien gratos contemplando el bullicio de los niños.

En este pequeño mundo, como en el otro, existen toda clase de pasiones, desde la envidia rastrera hasta el sublime heroísmo; el amor, los celos, la arrogancia, el valor y el miedo. Pero todas ellas son adorables, encantadoras, porque todas son naturales. La Naturaleza no produce cosas feas. Es nuestra infame reflexión quien las introduce en la vida.

Luego, aquellas escenas que presencio me transportan a las primeras edades del mundo y a los comienzos de la sociedad humana. ¡Qué santa libertad para anudar y deshacer relaciones! La amistad cordial, el odio franco, la envidia declarada, la vanidad ostensible, el miedo confesado. Es una sociedad primitiva; es el ser humano independiente y libre, dominador de la existencia y recreándose en ella.

Una niña cruzó por delante de mí con paso lento, casi solemne, dirigiendo miradas de atención complaciente a todas partes. Era una preciosa criatura de seis a siete años, rubia como una mazorca. Su mamá, sin duda, era aficionada a las flores. Ella las miraba y remiraba, parándose delante de una y de otra, acariciándolas alguna vez con su manecita, tan blanca, tan primorosa, que no desmerecía de ellas. ¿Su mamá era inteligente en jardinería? Pues ella también lo era, y lo demostraba cortando con unas tijeritas las hojas que les sobraban.

¡Y que no estaba ella poco ufana de sus tijeritas, que pendían de una cinta azul de seda sujeta a su cintura! ¡Con qué placer las contemplaba balancearse al compás de su marcha! ¡Qué alegría se pintaba en sus ojos azules al recortar delicadamente con ellas las hojitas que sobraban a las flores!

Pero, ¿les sobraban realmente a las flores aquellas hojitas? Es lo que se permitió dudar un guarda de grandes bigotes negros, que le gritó con voz formidable:

—¡Eh, niña, cuidado con tocar a las flores, porque te llevaré a la Dirección y te encerraré en el calabozo!

La niña quedó pálida, yerta. ¡Virgen de Atocha! ¡La Dirección, el calabozo! ¡Y no ver más a su mamá, ni a Melita, ni a Chichí!... Afortunadamente, llegó corriendo la Pepa, su vieja ama seca, que la zarandeó por un brazo.

—¡Angelina! ¿Qué es lo que has hecho? ¡Tonta, retonta, atrevida! ¿No sabes que las flores no se tocan?...

Indudablemente, ni aquel guarda tan feo ni la Pepa sabían una palabra de jardinería, porque su mamá cortaba a menudo las hojas de las flores de la terraza.

Se alejó el guarda descontento, se alejó la Pepa descontenta, y ella se quedó descontenta también. Pero no tardó en contentarse. Olvidó instantáneamente su crimen, y deplorando, como es justo, la falta de instrucción agrícola de ciertas personas, prosiguió inspeccionando las últimas plantaciones del Municipio, dejando a sus tijeritas inactivas.

Un poco más lejos había un grupo de chicos, ninguno de los cuales pasaría de los diez años, que se ocupaban ardorosamente en inflar un globo de pequeñas dimensiones. Lo habían suspendido a la rama de un árbol, y quemaban papeles que introducían en él hasta que se consumían, y volvían a introducir otros, y así sucesivamente. ¡Qué frívola ocupación!, ¡qué niñería! Angelina, desde lo alto de sus facultades estéticas, les dirigía una que otra mirada de lástima.

Entre aquellos soplaglobos, el que más se fatigaba y el que parecía dirigir la operación, era un niño de robusta complexión, con grandes ojos negros y fieros, cabellos negros también que le caían en rizos sobre su frente sudorosa, y vestido con traje marinero. Por sus ademanes imperiosos, por sus miradas terribles, por su gravedad, era un déspota oriental en miniatura. Los demás le obedecían sin replicar.

Angelina, siempre inspeccionando sus flores, acertó a pasar cerca de ellos. Uno la miró con el rabillo del ojo, sonrió y dijo algunas palabras al oído del que tenía más cerca, que también sonrió y habló al oído del de más allá. Todos suspenden sus trabajos y contemplan sonrientes a la pequeña hada del jardín. Es decir, todos, no: el caudillo de la tribu le clavó una mirada altiva, e inmediatamente la apartó para continuar su tarea.

Angelina sintió sobre su frente el peso de aquellas miradas burlonas, y se ruborizó.

Pero ¿qué es lo que se dicen?, ¿qué es lo que proyectan aquellos revoltosos? Angelina no lo sabe, pero observa que se hablan sin dejar de mirarla, y adivina que se urde una trama contra su persona. Echa una mirada inquieta en torno suyo, y advierte con espanto que la Pepa se halla muy lejos y distraída en conversación con otras domésticas. Todo podía esperarse de aquellos seres primitivos, en los cuales apuntaba solamente el alba de la conciencia ética.

Y, en efecto, sin darle tiempo a huir, se encuentra rodeada súbitamente por ellos; la estrechan, lanzan gritos salvajes, ríen brutalmente, como los héroes de la Odisea, y, por fin, llevan su osadía hasta poner sus labios en el rostro de la preciosa niña.

La indignación pudo en ella más que el miedo, como ha sucedido siempre con todas las doncellas cristianas.

—¡Que os pincho!, ¡que os pincho!—comenzó a gritar blandiendo sus tijeritas.

Pero no llegó a hacerlo, porque se hallaba mucho más alta en la escala de la evolución, y la horrorizaba verter una gota de sangre de su prójimo.

Los bárbaros se aprovechan lindamente de aquel delicado sentido moral, y uno tras otro besan riendo sus cándidas mejillas.

Mas he aquí que la justicia del cielo, revistiendo la forma corporal y perecedera de la Pepa, cae inopinadamente sobre ellos. Bofetada de aquí, pescozón de allá, estirón de orejas a uno, de pelos a otro, en mucho menos tiempo de lo que tarda en decirse, pone en dispersión a aquella canalla. Y en virtud del impulso adquirido (nos complacemos en suponerlo), arremete también contra Angelina, y planta dos bofetadas en aquellas rosadas mejillas, un instante antes tan besuqueadas.

Lloran los salvajes, llora su víctima y, ¡caso admirable!, llora también la justicia celeste. ¿De ira? ¿De remordimiento?

Un minuto después, allí no había pasado nada. Los salvajes, satisfechos a medias de su correría, vuelven a la tarea de inflar el globo, y Angelina es arrastrada al tribunal de las domésticas para ser juzgada. No se encontró ni sombra de culpabilidad en su conducta. Por tanto, fué absuelta libremente, con todos los pronunciamientos favorables.

Limpiados sus ojos, restregadas sus mejillas hasta el rojo subido para borrar las huellas de aquellos besos groseros, Angelina vuelve, como un pajarito alegre y petulante, a inspeccionar las flores. Poco a poco se va aproximando nuevamente al aduar de los bohemios, y pasa repetidas veces por delante de ellos. «¡Oh coquetería femenina, que ya estalla en un corazoncito de siete años!», exclamarán ustedes filosóficamente. Eso pensé yo, naturalmente; pero pronto me convencí de que infería una ofensa a la simpática niña.

Lo que la empujaba otra vez hacia el terreno de la tribu no era la coquetería, sino un vivo sentimiento de justicia.

A pesar del aturdimiento y angustia en que la había puesto la agresión de los bárbaros, pudo observar que el jefe de ellos, aquel hermoso niño de ojos y cabellos negros, no había tomado parte en la algarada. Se había mantenido en su sitio, contemplando con mirada burlona y desdeñosa la fechoría de sus compañeros.

Angelina, al pasar por delante del grupo, le dirigía miradas penetrantes de curiosidad y gratitud. La vi vacilar, dar un paso hacia él, volver atrás; por fin, se acerca con ademán resuelto y le dice:

—A ti, porque has sido bueno, a ti te doy un beso.

Y, efectivamente, puso sus labios de coral en la atezada mejilla del caudillo. Éste se deja besar inmóvil como una estatua, le dirige una larga y orgullosa mirada, y, haciendo un mohín de desdén, vuelve con el mismo afán a su tarea

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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