Theotocos

Armando Palacio Valdés


Cuento


Fué una criadita guipuzcoana quien me sugirió la idea de visitar el santuario de la Virgen de Aránzazu. Había nacido en sus cercanías, y en su infancia apacentó un rebaño de ovejas en aquellos montes. Cuando nos daba cuenta de su vida monótona, inocente, al pie de la mole de piedra que guarda la milagrosa imagen, su palabra sonaba dulce, intermitente, como las esquilas del ganado, me traía a la imaginación el amable sosiego y los aromas de la montaña.

—¿Nunca se te apareció la Virgen en alguna gruta, como a Bernardetta en Lourdes?—le pregunté yo con sonrisa de burla.

—¡Oh, no!... La Virgen a mí no quiere... Mala que soy—respondía ruborizándose.

¡Vaya si la quería! No tardó mucho tiempo en arrastrarla a un convento y hacerla fiel servidora de sus altares.

—Si alguna vez voy a tu país, te prometo visitar el santuario de Aránzazu y rezar una salve delante de la Virgen.

—¡Oh, señor!... Hágalo, hágalo...—exclamó con los ojos brillantes de alegría—. ¡Quién sabe! Usted verá algún milagro.

—Soy viejo ya para ver milagros—respondí con poca delicadeza.

—La Virgen es Madre de todos—replicó alzando con gravedad los ojos al cielo.

Pasaron algunos años. La casualidad me llevó un día a las montañas de Guipúzcoa, y en ellas me asaltó el recuerdo de la monjita guipuzcoana que había sido mi criada, y de la promesa que le había hecho. Amigo tanto como Rousseau de los campos y de las excursiones a pie, resolví ir a Aránzazu, no por la carretera, sino por trochas y senderos al través de los montes.

Cuando salí de Mondragón, poco después de almorzar, me hallaba en un estado de sobreexcitación intelectual y sensible que parecía alzarme considerablemente sobre mi ser normal. Lo que pensaba, pensábalo con sorprendente claridad; lo que sentía, penetraba en mi corazón con fuerza avasalladora. «Entre cada una de las horas de nuestra vida—dice Emerson—hay una diferencia de autoridad y de efecto subsiguiente. Nuestra fe nos ilumina por intervalos; nuestro vicio es habitual; sin embargo, hay en estos breves momentos tal profundidad, que nos vemos forzados a atribuirles más realidad que a todas las otras experiencias.»

Estaba en una de esas horas de interna iluminación. Fatigado de tanto y tanto voltear en los abismos de la metafísica, mi alma se inclinaba hacia la fe de Cristo. El Evangelio me aparecía con una nueva luz; los vulgares argumentos de la incredulidad antojábanseme tristes y ridículos: por milagro y favor de la Providencia, en plena madurez de juicio, cuando más sano me encontraba de cuerpo y de alma, volvía a creer como un niño.

Vigoroso y alegre, pues, como jamás lo estuviera, marchaba flanqueando las verdes cañadas que los montes formaban, procurando ganar la altura. Cuando tropezaba con un campesino, le preguntaba para cerciorarme del camino. El camino era largo, pero la tarde lo era también. Fiaba en mis piernas, y tenía seguridad de llegar al santuario antes del crepúsculo.

«¡Cómo reirían mis amigos del Ateneo—iba pensando—si ahora me viesen caminando como un peregrino para rezar una salve a la Virgen de Aránzazu! Podría responderles que Descartes, el padre de la moderna filosofía, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de la Saleta, como acción de gracias, cuando terminó una de sus obras. Pero no; no les respondería nada.» Cuando somos felices, nos parecen locos los que argumentan contra nuestra felicidad. Yo era feliz creyendo en la Virgen María.

«¿Por qué asombrarse?—exclamaba en mis adentros—. ¿No ha dicho Goethe, con aplauso de todos, que el Eterno Femenino nos atrae al cielo? Pues el Catolicismo cristiano había expresado ya esto mismo, enseñándonos que la Virgen María nos conduce a Dios. El eterno femenino, que es la esencia de la pureza y la humildad, se halla en el corazón de la Santa Virgen elegida por Dios para madre del Verbo, y cuantas mujeres hay en el mundo puras y humildes llevan en su pecho un pedazo del corazón de María. Si Cristo es el alma de la religión, María es el perfume, es la perpetua revelación de una verdad que ha flotado siempre en el espíritu humano, a saber: que, en el Universo, la suprema piedad se identifica con la suprema justicia.»

Así marchaba distraído, envuelto en una nube de pensamientos suaves. Poco a poco, los caseríos iban haciéndose más raros: caminaba ya en plena montaña, y no encontraba más seres vivientes que los pájaros. Mi dulce monólogo proseguía. Me sentí cansado al fin, y me dejé caer sobre el césped. La ola de mis pensamientos piadosos crecía, me inundaba de dicha. Recordé la bella efigie de María Inmaculada que mi madre había colgado a la cabecera de mi lecho infantil, y sacando la cartera, tracé las siguientes palabras:

«Un estremecimiento de alegría corre por los cielos y la tierra. Los vientos se callan. Las nubes se arrebolan. Los hombres caen de rodillas. Por el ambiente se esparce aroma embriagador. De lo alto llega una armonía dulce y solemne.

»¿Qué pasa?

»Es que cruza la Virgen María. Legiones de ángeles la acompañan extasiados de dicha. Sobre su inmaculada frente brilla una corona, y todo su cuerpo va envuelto en radiosa luz.

»Pero sus oídos no escuchan las músicas celestiales, ni sus ojos ven más que al Eterno Padre, a quien se dirige. El Universo entero canta su gloria. Sólo Ella, en su profunda humildad, la ignora.»

 

Me levanto después, marcho algunos minutos, y me doy cuenta de que he perdido el camino, que no sé adónde dirigirme. La tarde declinaba velozmente, y si la noche me sorprendía en aquellos parajes corría riesgo de no reposar en lecho blando. «¡Qué importa!—me dije, sin la menor inquietud—. La Virgen me acompaña. Por ella dormiré con placer a la intemperie.»

Y, más alegre todavía que antes, prosigo mi marcha al través de la montaña. Al doblar un pequeño repecho vi una zagalita de catorce a quince años que se ocupaba en cortar ramaje para cama del ganado.

—Niña—le dije acercándome—, ¿cuál es el camino de Aránzazu?

Alzó sus ojos serenos y dulces y comenzó a hablarme en vascuence.

—No entiendo; no entiendo tu lenguaje.

De nuevo me habla en vascuence.

—No entiendo. Voy a Aránzazu.

—¡Ah! Bay, bay... Aránzazu.

Y cerrando su navajita, y guardándola en la faltriquera, me hizo seña de que la siguiese.

Me emparejé con ella y me puse a mirarla con curiosidad. Su perfil era de una pureza virginal, como muchas veces suele verse en las imágenes pintadas o esculpidas, aunque pocas en la realidad: llevaba un pañolito azul ciñendo al estilo vizcaíno sus cabellos rubios; camisa de lienzo tosco, y sobre ella, tapándole el pecho y la espalda, otro pañuelo de colores: la falda corta y los pies desnudos.

Yo la examinaba de reojo. Ella miraba al suelo. Intenté hablar otra vez, mas no siendo posible hacerme entender, me determiné a caminar en silencio. Pero aquel silencio me fascinaba, llenábame de una suave inquietud, sin que acertase a comprender por qué me hallaba tan gozoso y tan conmovido al mismo tiempo. Atravesamos bosques, donde ya comenzaba a estar obscuro, subimos por senderos escarpados y solitarios. Y aquella niña caminaba a mi lado confiada, segura, como si una legión de ángeles la guardase. Un respeto profundo se iba apoderando poco a poco de mí. El corazón me palpitaba fuertemente. ¿Qué pensamientos alados comenzaron entonces a revolotear en mi cerebro? Perdonad que no os lo diga.

Después de media hora de marcha, la zagala se apartó bruscamente de mí, subió un poco más arriba por la ladera y, extendiendo su brazo hacia una cruz que se divisaba a lo lejos, dijo solamente:

—Aránzazu.

Me encaminé hacia el santuario embargado por viva y extraña emoción, que estaba a punto de rendirme y hacerme caer al suelo. Mis labios murmuraban:

—¡Salve, Estrella de la mañana! ¡Salve, Madre Inmaculada!...


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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