La Siesta

Arturo Ambrogi


Cuento


El cielo, de un azul de cobalto, intensísimo, resplandece a la hora meridiana. Ni la silueta de la más pequeña nube diséñase en la luminosa hondura de la atmósfera. Sin una arruga, sin un ligero pliegue, sin la menor empañadura, el cielo canicular se extiende limpio y radioso, como el metal repujado en el fondo de un formidable escudo.

El sol, es como una rodela de hierro candente, clavada en el cenit. Crepita. Quema y ofusca. Bajo sus rayos, que caen perpendicularmente y corroen la tierra amodorrada y reseca por la dilatada sequía, los follajes despiden lustres de reciente barnizaje.

Se siente la vida que germina, la vida que palpita, vehemente, bajo el bochorno, en esa tierra desflorada por el arado. En los surcos paralelos, la simiente va surgiendo en tiernos verdores que aterciopelan suntuosamente las planitudes infinitas de las llanuras, o las curvas gallardas de los altozanos y de los collados.

El aire que sopla es sofocante como el hálito de una fragua.

─"Lloverá ─dice el mocerío que almuerza ene el corredor de la casa, de cuclillas, formando rueda a los rimeros de tortillas y a las tiznadas sartenes en los que los frijoles sobrenadan en un caldo bituminoso. ─"Lloverá... por la calor, patroncito".

Puede que sea así.

Estas buenas gentes tienen una gran experiencia. En estas rudimentarias cuestiones meteorológicas casi nunca se equivocan. Llevan, encasillado en el cerebro, su calendario, más perfecto y certero que el el Bristol afamado y popular de las boticas.

Y yo pienso que, en efecto, el celeste riego vendría como de perlas.


* * *


El calor hace salir de sus cuevas a los garrobos que van a tomar su ración de sol. En alto el hocico abierto, como implorando frescura y, restirada la cola nudosa, se extienden sobre la corteza de algún derribado troncón; o bien se quedan a las orillas mismas de los piñales, recostados muellemente en la apacible blandura de las hojas marchitas. Es también el momento en que, enervados por el bochorno de la hora, los zopilotes dormitan en las ramas anquilosadas del viejo copinol, casi descascarado y encanecido por los escabros y los musgos, como por una nieve de años. Dormitan los zopilotes enervados, caído el pico, desplumada el ala, enlutando con su fúnebre color la blancura calcárea del esqueleto del viejo copinol. La culebra, tendida a lo largo, entre el polvo de las veredas, se confunde con los pedazos de bejucos tostados, que ruedan al acaso. Su ensimismamiento no es tanto que le impida, al menor ruido de pasos que se aproximan, escurrirse elásticamente, dejando apenas tras de sí ligero rastro ondulante. No hay canto de pájaro que raye el pesado silencio. Es apenas el zumbido incesante y pertinaz de una nube de moscones, que, revoloteando sobre unos montones de estiércol apilado en un ángulo del corral, parece querer arrullar con una monótona canturria el dormitar de un grupo de gallinas encaramado en los brotones de tempate de la cerca. Al otro lado de ésta, ya hacia al campo libre, dos parejas de cerdos se revuelcan, tranquilos, en una ciénaga. Los cerdos se revuelcan, fruídos; remueven el lodo, se lo echan encima con las trompas; procuran quedar medio sepultos en aquella tibia envoltura; gruñen voluptuosamente; se rascan los unos contra los otros; mueven las orejas con pesado ritmo; agitan la cola pelada y engarabatada como un cínico interrogante, sucios y repulsivos, sin sospechar que sus gloriosos antecesores fueron sacrificados a Ceres por los atenienses que se iniciaban en los misterios eleusinos, y que su sangre (que hoy sirve para embutir prosaicos chorizos) sirviese entonces para rociar los bancos de piedra de los Pritaneos, en el Agora, y así purificar el recinto de la Asamblea. Ni tan siquiera, los ignorantones, tienen noticias de la ternura con que relatara las travesuras de sus semejantes, en fluída y amena prosa teniana, el sarmentoso e irónico Monsieur Federico Tomás Graindorge, doctor en Filosofía de la Universidad de Jena, y socio principal comanditario de la casa Graindorge and Co. (Petróleo y Cerdo Salado) en Cincinnati, Estados Unidos de América.


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A la sombra del amate, que despliega su enorme parasol de hojas aporcelanadas sobre un extremo del patio, los bueyes, después del rudo trabajo de la mañana, duermen la siesta. Echados, con la cabeza encorvada y los grandes ojos entrecerrados, están como sumidos, con toda la beatitud que el caso requiere, en algún ensueño edificante; y rumian, maquinalmente, las últimas tostadas hebras del huate. De su hocico, húmedo y lustroso, escurren hilillos de baba verdosa. A intervalos se sacuden las moscas, las grandes moscas negras que les asedian, con breves y enérgicos escobillonazos de cola. Cerca de ese grupo yacente, hay más bueyes todavía: bueyes barrosos, bueyes hoscos, bueyes overo achiotes, bueyes bermejos, bueyes negros, pringados de blanco. Van, desperdigados al acaso, ramoneando, al capricho, entre las malezas, los retoños tiernos, o arrancando, a tirones, las guías de las enredaderas que entre las pencas del piñal se entretrenzan. Uno de ellos, aislado, se restriega de costado contra el tronco de un jocote. El árbol, sacudido, deja caer sobre el buey pardo una profusa lluvia de hojas marchitas. Otros dos se persiguen en juego brutal de cornadas y topetazos, como en un húmedo idilio de Bión, o en una melosa égloga e Virgilio. Un buey, hosco, bermejo y blanco, está arrimado junto a otro blanquizco pintado, zonto, y apoya la cabeza sobre su cuello. Así, ambos forman un grupo verdaderamente digno de un pincel flamenco.


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En el potrero propincuo, separado del patio de la hacienda por una cerca de alambre espigado, de cuádruple hilada, entre el zacatón que yergue sus lanzas verdegueantes y ondulosas, la charca hace relucir sus aguas estancadas, como un espejo de estaño. Una pareja de chavelonas zambulle ahí sus cabezas y remueve con sus picos en forma de espátula de barro la linfa adormitada, cubierta de una ligera película de grasa. En las orillas de la charca forma orlas de encajes la espuma de sapo. Las chavelonas tienen el plumón del pecho de un tinte gris de plomo. Las alas de un lila puro, lila de acuarela, ribeteadas ligeramente de negro en los bordes. En la cabeza, cual plumas sobre un tocado femenil, llevan un copete del azul mismo de la bandera francesa. Su canto, de noche, semeja una carcajada burlesca que estallara en toda su fuerza para acabar desvaneciéndose en una sutil fuga musical. Y son, sin duda alguna, las carcajadas de las chavelonas las que la gente sencilla toma por las de la Ciguanaba. Oída esta risa por vez primera, en el silencio y la soledad de la alta noche, causa pánico. Aún sabiendo su origen, no deja de causar un ligero escalofrío de pavor, tal vez por lo macabro que ese canto agorero evoca. Es chocante, a la vez que espantosa y burlesca. Imaginaos la carcajada de una vieja ébria y desarrapada, que el eco multiplicara hasta lo infinito.


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En la solana del rancho que sirve de cocina, y en cuyo poyo humean todavía los tizones, las mujeres, sentadas en sus cucas, al rededor de la ancha canasta, desgranan maíz. Una lluvia de granos chorrea por entre sus dedos infatigables. Van mondando, una a una, las mazorcas apiladas a un lado. Algunas gallinas glotonas, a las cuales el sopor de la hora no logra vencer, avizoran algún grano caído al acaso, sobre el que se precipitan a un mismo tiempo en un loco remolino de plumas y entre cacareos estrepitosos. Un perro flacucho se rasca las pulgas, echado junto a los tarros del nistamal, al pie de una piedra de moler; mientras otro, con un pedazo de tortilla petrificada en el hocico, va a refugiarse a la sombra de un cuero de res que se halla abandonado contra una pared.


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Se percibe claro, preciso, viniendo de la otra orilla del río, el golpear de los mazos en las piladeras en que se está sacando arroz. Y las chicharras, desde las ramas más altas del jocotal comido por las parásitas, afilan hasta desesperar la estridente ácida nota de su élitros. Cuando todo enmudece, cuando todo transpira de sofocación, cuando todo dormita bajo el ardor impetuoso del medio día, son las chicharras, invisibles en las sumidas de los árboles, ébrias de sol y de sequía, las que canturrean como arrullando el pesado bochorno de la Naturaleza.


Publicado el 8 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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