I
—Comadre, mu güenos días.
—¡Josús y cuánto güeno por aquí! ¡Qué méritos habré jecho yo esta noche pasá pa tener este alegrón por la mañana!
—Pos no repique usté mucho, comadre, que entoavía puée ser que concluya usté por ponerme en mitá de la del Rey.
—Eso no lo jaría yo nunca, asín viniera usté á traerme dos disjustos emparmaos.
—Un colirio es lo que yo vengo á traerle á usté, un colirio pa que vaya usté mejoran» de una miajita de los ojos.
—Pero qué empeño que tiée usté, comadre, en que yo estoy mal de la vista.
—Y tan mal como está usté; pero por mí no deje usté su jacienda, que no tengo yo priesa ninguna.
—Pos mire usté, si usté me lo premite, yo voy á seguir planchando este camisón, porque, según parece, mi señor don Paco, tiée hoy que vestirse de gala pa dir á ver á algún diputao á cortes.
—¿A un diputao, verdá? No es mal diputao elque tiée que ver su caballero de usté; otro diputao como el que tiée que ver el mío, porque el mío también hoy se ha vestío de tiros largos; como que me ha dao un sofoquín porque no tenía calcetines de colores.
—¿Pero por qué ha de ser usté siempre tan mal pensá, comadre? ¿Por qué no ha de ser verdá que tengan que dir dambos á jacer esa visita?
—¡Que por qué no ha de ser verdá!—exclamó incorporándose como sacudida por un fleje de acero, Rosalía la Chiripera—porque no lo es, porque yo sé que no lo es... la jacer una visita! ¡y tan visita! como que dambos tiéen que dir hoy á pendonear con dos archiduquesas que acaban de llegar de Sivilla, dos asperones más jarticos de roar que un mingo sobre un tapete.
—Pero, comadre, ¿por qué se ha de creer usté siempre lo que la gente le dice ó lo que á usté se le antoja?
—No, comadre, que esto lo sé yo de mu güen origen; que esto que le estoy yo diciendo á usté es el mismísimo Evangelio; que esto me lo ha dicho á mí la Tapones, la sobrina de la señá Antonia la del Trabuco.
—¿Pero usté no sabe que esa Tapones el día que no indispone un matrimonio bien avenío, aquella noche le sientan mal los jureles?
—¿Pero qué interés diba á tener la muchacha en venirme á mí con ese cuento?
—¿Y qué interés tiéen en dar tinta los calamares? Vamos, comadre, déjese usté de tonterías, y sobre to, supongamos que sea verdá toíto eso que á usté le han dicho, vamos á ver, ¿qué es lo que usté consigue con enterarse de esas cosas?
—¡Que qué consigo! Pos ya verá usté lo que consigol darles lo que no se esperan, yjacer que á dambos se les desenrice el pelo. ¿Que qué es lo que consigo?... Esmoñarla si se me viene á las manos. ¿Que qué consigo?... Si tendremos toas la sangre como usté, que lo que tiée usté no es sangre, sino un medio de arvellana.
—Mire usté, comadre, yo tendré ú no tendré la sangre de eso que usté dice; pero tenga usté la seguridá de que con ese genio que tiée usté no se consigue naíta de los hombres cuando los hombres son como lo son el de usté y el mío, pongo por caso.
—¡Pero qué genio ni qué tiro que me peguen! ¿Pos es que quiée usté que me entere yo de que mi hombre se va hoy con otra mujer de francachela y me quée yo tan tranquila abanicándome á la sombra de la parra?
—Pero si yo no digo naíta de eso; si lo que yo digo es que con pillar catorce berrenchines no consigue usté na, y si está azul... tan azul y si nublao... tan nublao.
—Pero vamos á ver, comadre; vamos á ver; usté supóngase por un momento que sea verdá toíto lo que á mí me han dicho.
—Güeno, pos ya me lo he suponío.
—Y me lo dice usté tan fresca, ¿verdá, comadre?
—¿Pero es que quiée usté que se lo diga tirándome de los pelos?
—¿Y se queará usté tan jolgachotia viendo usté á su hombre vestirse de limpio y sabiendo el por qué de querer llevar tan relimpia la pechera?
—Jolgachona no me quearé, pero tampoco me dará un síncope por tan repoquita cosa.
—Y antes de que se vaya á la calle, ¿qué es lo que hará usté con su hombre?
—¿Yo? lo que yo haré será procurar que no se vaya, pero no dándole ningún pregón ni muchísimo menos, sino trabajando la partía como la debemos trabajar las mujeres, dándole coba jasta que se le caiga la mitá del estucao.
—Llorando y gimiendo, ¿verdá?
—No, comadre, na de llorar ni de gemir, sino manejando el percal; y si no, vamos á ver; ¿usté no dice que mi Paco tiée que dir con su Pepe de usté hoy de juerga con esas dos señoronas que, sigua usté dice, han ve de Sevilla?
—Sí, señora; pero lo que es el mío no cuente usté con que vaya!, ¡qué ha de ir el mío, comadre, qué ha de ir el mío!; como que pa dir el mío tendría que dejarme á mí colgá como un cuadro en un tabique.
—¿Y qué necesidá tiée usté de que la cuelguen á usté como si fuera usté mismamente una viñeta?
—Pos algo daría yo porque usté me explicara cómo podría yo conseguir que no se fuera sin armar una más soná que la degollación de San Juan Evangelista.
—Pero si eso es la mar de fácil, comadre. Quiée usté ver cómo mi Paco, sin que yo le pía que se quée se quea sin dir á esa cita que usté dice?
—Eso tendría yo que verlo pa creerlo.
—Pos la cosa es la mar de sencilla; mi Paco ha quedao en venir á vestirse de limpio y á almorzar, á las doce en punto; asm es que, si usté quiere, se quea usté aquí y me ve manejar el trapo, á ver si consigo yo que usté aprenda alguna vez á llevarse á s« hombre á punta de capote, á donde á utté le dé la repotentísima gana.
—Pos de juro que sí, que quieo yo ver una ccsa tan maravillosa.
—Pero con una condición; con la de que no hable usté una sola palabra de citas ni de celeras ni de naíta, y de que á tó lo que yo diga diga usté que sí, como una jaquita sabia.
—Por descontao, comadre, por descontao; ya verá usté como no digo ni pío.
—Pos no hay más que hablar; ya verá usté como mi Paco no va hoy á ninguna parte con su compadre.
—Si usté consigue eso, comadre, si usté 1o consigue... vamos, que le regalo yo á usté!a mejor de mis tumbagas.
II
Cuando Paco el Mentirola llegó á su casa, no pudo ocultar la poco grata impresión que le causara la presencia de su temible comadre, y
—Vaya—pensó—ya esta perra pachona se ha golfo la chamusquina y ha venío á soliviantar á mi Dolores.
Esta, que se había alisado el cabello y y puesto un vestido azul que embellecía su gentil figura y cuyo color contrastaba armónicamente con su pelo rubio y brillante, con el verde esmeralda de sus ojos y el blancor de su tez, recibió á su marido con la sonrisa en los labios, y
—Ya empezaba yo á temer que se te hubiera pasao la hora—le dijo cogiendo el sombrero que éste se acababa de quitar, y tras colocarlo en la percha, añadió con acento alegre y sonoro como el trinar de un pájaro:
—Ya tiés la ropa planchá, ¿sabes? asín es que cuando quieras te pues poner más pinturero que un loro.
—Es entoavía mu temprano—repúsole aquél, que no dejaba de mirar á hurtadillas á su comadre, á la que había saludado disimulando la desconfianza que en él hubo de despertar su inesperada presencia.
—¿Y por qué no almuerzas antes de vestirte?—le preguntó Lola con acento acariciador.
—Porque no tengo entoavía ni chispa de ganas de abrir la boca.
—¡Charrán! lo que tú quiées es reservarte pa aluego—dijeron de modo fulminante los cjos de Rosalía.
—¿Quieés que te haga antes un refresco?—le preguntó con voz mimosa Dolores.
—Pos mia tú, no me caería eso mal, porque la verdá es que aquí aonde me ves estoy más achicharrao que el cisco.
—Ya se encargarán de desachicharrarte—dijeron elocuentes y maliciosos los ojos de Rosalía.
Dolores se apresuró á complacer á su marido, y momentos después sus manos pe quenas, limpias y sonrosadas, ofrecían en reluciente vaso el refresco ofrecido al jacarandoso percheiero.
—Vaya si está esto superior, pero que superior; como que está preparao por esas manitas que cuasi son dos panales—dijo Paco después de dar fin á la fresca limonada.
—¡Granuja!—murmuró mentalmente la comadre, á la vez que se mordía los purpurinos labios con una sarta de dientes que eran perlas orientales.
—¿Y por qué no te quitas la chaqueta y te echas en la cama un ratillo? á bien que la comadre es de confianza.
—Hasta cierto punto—dijo ésta mirando con expresión zumbona á Dolores.
Sonrió Paco, y
—No me echo, porque si cojo el sueño no va á haber quien me despierte—dijo con acento jovial y siempre disimulando la zozobra que sentía.
—Yo te llamaré á la hora que tú quieras.
—¡No, no me echo!
Se sentó Lola frente á frente á su marido, y
—¿A que no sabes tú quién ha estao aquí esta mañana?—le preguntó.
—¿Quién, mi hermana Currita?
—No señó, mi prima Remedios, que vino á conviarme á un paseo.
—¿Y tú, qué le dijiste?
—¿Y qué le diba yo á decir?
Que yo soy una faluga que
tiene su timonel,
y que soy barquito á pique
cuando navego sin él.
Contempló Paco con expresión efusiva á su consorte y
—¿Por aonde se diba á dar ese paseo?—le preguntó.
—Creo que pensaban dir por el Arroyo de los Angeles.
—¡Diendo tú, tenía que ser por ahí! ¿Y por qué no le dijiste que bueno?
—Por si á ti no te gustaba que fuera, porque, según me dijo mi prima, también va á dir con ella Rosarito la Tulipana.
Se acordó Paco de que el novio de la Tulipana había sido, un día no muy lejano, pretendiente de su mujer, y mirando á ésta con expresión agradecida.
—Eso no le hace;—le repuso—aonde quiera que tú vayas y con quien quiera que sea, van siempre bien los ojos en que me miro.
—(Granuja!—repitió siempre de modo mental Rosalía, abanicándose como si estuviese empeñada en romper el varillaje del abanico.
—No, es que no era de mi gusto ir—dijo Lola—y sobre tó, que si tú concluyeras temprano y pudieras venir y quisieras, te peiría yo que me llevaras á dar contigo un paseo.
—Pero, mujer—exclamó poniéndose grave Paco—ya sabes tú que tengo que dir á ver á un amigo, á uno al que ni mi compadre ni yo hemos visto desde hace una pila de años.
—¿Ha estao, quizás, en el Paraguay?—le preguntó con acento irónico, no pudiendo contenerse, Rosalía.
Contempló Paco á su comadre con aire inquieto, y
—No, no señora—le repuso con cándida expresión—aonde ha estao muchísimo tiempo ha sío en las minas de Linares.
—¡Ah, yal
—Güeno, pos no te preocupes por lo del paseo—dijo Dolores, y después dirigiéndose á su comadre añadió:
—Pos ya no me mande usté el mantón, comadre, porque ya no lo necesito.
—Güeno—no se lo mandaré á usté—le repuso aquélla, que seguía haciéndose aire cada vez con mayor ahinco.
—¿Pero es que le habías pedio tú el mantón emprestao á la comadre?
—Sí, porque es que...—dijo Lola sonriendo—había pensao una cosa, y era que, aprovechando que tú estarías de tiros largos, antes de dar el paseo, nos fuésemos á la fotografía y nos hiciéramos juntos un retrato. Mira como yo quisiera que nos!o hiciéramos: yo, pongo por caso, con el mantón de Manila de la comadre terciao y un puñao de claveles en el pecho y otro puñao de claveles en la cabeza; el vestío de raso y la caena de oro, en fin, con toíto lo del escaparate, sentá en una silla y tocando la guitarra, y tú de pie á la verita mía, con el sombrero tirao hacia atrás y mirándome como cuando... vamos, ya sabes tú como yo quiero decirte.
—Vamos, comadre, que me parece á mí que yo voy á tener que dirme de esta casa ahora mismito.
—No sea usté mal pensá,—exclamó Paco riendo—que no hay por qué soliviantarse—y después, dirigiéndose á su mujer, la preguntó:
—¿Y tú sabes los partieses que cuesta hacerse el retrato que tú quieres, y que yo estoy más arriao que una vela?
—Es que yo tengo la mar de dinerito guardao—dijo maliciosamente Dolores; y dirigiéndose hacia la cómoda, sacó de uno de sus cajones una alcancía que agitó haciendo sonar su contenido.
—¡Ah, picara!—exclamó Paco—¿conque ■esas tenemos; conque voy á tener que dormir con el chaleco debajo de la almohada?
—Y si no fuera por eso, ¿con qué te diba yo á haber mercao lo que yo á ti te he mercao?
—¿Y qué ha sío lo que tú á mí me has mercao?
—Pos una corbata azul y otra granate que quitan toítas las tapaeras del sentío; pero esas no las ves hasta pasao mañana que es tu día y cumpleaños de... de...
—Pos es verdá, que pasao mañana es cumpleaños de nuestro casamiento, chiquilla; cinco años.
—Pos mira tú lo que son las cosas; á mí me han pareció esos cinco años cinco merengues de fresa... ¿pero qué estás tú haciendo, chiquillo?
—Pos ya 1o ves, quitándome la chaqueta.
—¿Pero es que te vas á echar por fin en la cama?
—Sí, digo, si es que me lo premite la comadre.
—¡Por mí! con tal que no sea más que eso...
—¿Y á qué hora te llamo si te queáras dormío?—preguntó Lola á su hombre al par que doblaba cuidadosamente la chaqueta.
—Pos mira, yo estoy citao con el compadre á la una... pero... pero...
—¿Pero qué?
Se pintó la incertidumbre en el semblante varonil del Me?¡íirola y tras algunos momentos de vacilación exclamó con acento, decidido:
—Pos mira tú, lo que yo estoy pensando es que á ese amigo bien podemos visitarlo otro día cualisquiera, y como la comadre verá dentro de un rato al compadre...
—No, eso no, qué disparate; otro día que tú no tengas que hacer, me llevarás de paseo y nos haremos el retrato... por más que hace hoy un día tan resuperió; pero en fin, antes son tus gustos que los míos.
—No, mira, yo ahora me echo un ratillo, y si cojo el sueño, tú tan y mientras te jateas, y á eso de las tres me llamas.
—Pero mira, que si eso te contraría...
—No, mujer, no me contraría—dijo Paco; y después, dirigiéndose á su comadre, continuó:
—Y usté, comadre, me hará usté el favor de disculparme con el compadre, ¿verdá?
—Ya lo creo—dijo Rosalía poniendo una mirada de asombro en Dolores, que la miraba con expresión de orgullo y como diciéndole en el idioma de luz de sus ojos verdes que fulgían luminosos y triunfales:
—¿Lo ve usté, comadre; usté ve cómo á los hombres no hay más sino que saber manejarlos, y cómo esas dos archiduquesas sivillanas se van á quear hoy sin ver á mi Paco el Mentirolar.