De Andalucía

Cuentos

Arturo Reyes


Cuentos, colección



En el olivar del Tardío

I

Veinte años acababa de cumplir Toval, el Puchi, un chaval airoso y fuerte como un pino, cuando una mañana fría y luminosa en que el sol doraba las cumbres, en que el cielo despojábase, á sus besos, de sus brumas matutinales; en que piaban melancólicamente las alondras entre los riscos del monte; en que el laurel rosa lucía sus tintas más carmesíes en las risueñas cañadas donde destrenzábanse los arroyos en raudales cristalinos; en que los gallos se retaban de corral á corral con arrogantes cacareos; mañana en que se adornaba la vida con sus más bellos atavíos, cogió Toval, ya engalanado con flamante pantalón de pana, rojo ceñidor, entre marsellés y chaqueta de paño burdo, amplio pañuelo de seda blanco á guisa de corbata, sombrero de rondeña estirpe y recios zapatones de vaqueta; cogió Toval—repetimos—la reluciente vizcaína, los bordados bolsones de la pólvora y los plomos, y salió del lagar, tan alegre al parecer, como el día, y tan ágil como un corzo.

—Que no vengas mu tarde, Tovalico—le gritó su madre asomándose á la puerta de la casa.

—No tenga usté cuidiao, que estaré aquí á sol poniente.

—Que no eches por los Jerrizales—le gritó de nuevo aquélla, que no se apartó del umbral del edificio hasta ver perderse á lo lejos á su gallardo retoño.

Cuando la vieja penetró de nuevo en el lagar, su marido, ceñudo y con la mirada torva, entreteníase en contemplar el alegre chisporroteo de la leña húmeda, sentado junto al fuego que brillaba bajo la gran chimenea, sobre cuyo amplísimo alero parecían entonar los limpios peroles un canto á la condición hacendosa de su dueña.

—¿Qué tiées, Juan?—preguntó á éste su mujer, posando en él con interrogadora expresión sus ojillos obscuros y maliciosos.

—¿Qué quiés que tenga? Que Tovalico me tié con el sosiego sirviendo al rey; que me va dando el mozo mu mala espina; que no es verdá la alegría que lleva en la cara; que ese ha nació con una picara condición con la que va á conseguir que me vistan la mortaja.

—¡Pícara condición mi Toval! Pos si tiée un corazón que no le coge en el pecho.

—No te diré yo que no tiée grande er corazón; pero tamién tiée grandes las ambiciones, y aluego, que su trato con ese condenao Pepe el Tano me lo está poniendo de uña contra to lo que Dios manda.

—Eso es que te lo parece á ti poique tú tiées menos seso que un mosquito; poique lo que el Tano platica es el Evangelio, y si no, ¿qué es lo que preica el Tano? Que tos semos hijos de Dios, que no es justo que unos se coman la miés y otros la paja, y que el que crió las gallinas no dijo: Pa unos las yemas, y pa otros las claras, y pa otros los cascarones.

—Lo que está jaciendo ese hombre es sembrar cisaña á estajo; poique lo primero que sa menester pa ser preicaor es saber preicar y saber á quién se le preica; poique yo sería el primero en dalle la razón si el Tano en lugar de icir lo que ice, ijiera: Sa menester que mos rejuntemos tos los probes y que mos jagamos una piña tos pa que los ricos no mos gocen, pa que si ellos llevan á sus cubriles como diez, mosotros llevemos como cinco; sa menester...

Y no pudo el señor Juan continuar su peroración, que fue interrumpida por la llegada del tío Capacho, el barbero del partido, el cual exclamó, deteniendo frente á la puerta el paso de su vieja y humilde cabalgadura:

—¡A la paz é Dios, caballero!

—¡Hola! ¿Cómo tan tempranico por aquí, tío Capacho?

—Pus porque he tenío un mal amanecer, poique al pasar por frente al olivar del Tardío me di de cara con...

Y el tío Capacho, después de echar una ojeada escrutadora al interior del edificio, continuó:

—Pos me di de cara con Joseíto el Canales.

—Pos ya lleva dos días alreor del Jerrizal ese mal bicho, y ya debía agüecar el ala, no sea cosa que le vayan á desfigurar el perfil los del tricornio.

—Pos á los del tricornio tamién me los he trompezao yo en la trocha de los Claveles. Por cierto que se me figura que van despistaos por mó de que Petaca, el ventero, les ha dicho que el mozo pasó antier como con rumbo á la sierra.

—¿Y qué será lo que busca por esta linde el Canales?

—Pos, sigún me dió á entender, está aguardando á uno á quien, sigún parece, ha engatusao; por cierto que al pasar por Majanevá he visto á Tovalico que diba como con rumbo al lagar del Perezoso, y milagrito será que el muchacho no se trompiece con esa güena presona.

El señor Juan se puso pálido; y

—¿Dice usté que va mi Tovalico como con rumbo al lagar del Perezoso?—preguntó con voz trémula al barbero.

—Sí; pero manque se trompiece con el Canales no hay cudiao; que eran dambos, cuando aun no pensaba el otro en tirarse al mal vivir, más amigos que gañanes.

Algo sombrío y profundamente angustioso se retrató en el semblante del señor Juan, el cual, tras un momento de meditación, se dirigió hacia uno de los extremos de la cocina.

—¿Aónde vas tú?—le preguntó su mujer al verlo echarse al hombro el enmohecido retaco.

—Ahí más allaílla—le repuso el viejo con voz sorda; y después, dirigiéndose al barbero, continuó:

—Jasta la vista, amigo, que voy á llegarme al rastrojal y á dalle un vistasillo al sembrao.

Y el tío Juan salió del lagar tan ágil como si no sintiera el peso abrumador de sus muchas Navidades.

II

Toval, el Puchi, iba ensimismado y sombrío; la proposición del bandolero había encontrado en él un eco simpático; él no había nacido para soportar aquella vida miserable y abrumadora que parecía pesarle sobre el corazón como una mole de plomo; de lanzarse con aquél al «camino», pronto su nombre con el de Canales sería repetido entre aclamaciones y vítores por los hombres más de pelo en pecho de los contornos; las hembras más famosas por su garbo y por su hermosura tendrían á gala el ocupar una hornacina en su corazón; sus padres no tendrían que mojar la tierra con el sudor de su frente; en lo sucesivo, con lo que él arrancara al poderoso, sería el bienhechor de los más necesitados; podría lucir siempre sus hechuras juveniles sobre los más fogosos caballos; no quitarse ni para dormir el rico marsellés de terciopelo, con alamares de plata, ni el lujoso ceñidor de seda, ni la rica botonadura de brillantes, y ante él temblarían los hombres y suspirarían las mujeres, y un día, no muy lejano seguramente, tornaría al buen vivir con la faltriquera bien repleta y con la frente orlada de sangrientos é inmarcesibles laureles.

Toval dejó escapar un profundo suspiro y empezó á trepar por una escabrosa ladera, para escalar la cual, no obstante su destreza, tuvo que aferrarse á las salientes de las rocas y á los matujos que en ella lucían sus intensísimos verdores.

Al dominar el repecho, tropezóse con el tío Zorzales que, sentado sobre una de las desigualdades del monte, entreteníase en tejer un sombrero de palma, no sin de vez en cuando llamar al orden á alguna que otra de las cabras que ramoneaban acá y acullá bordeando el precipicio.

—Hola, zagal—exclamó el viejo al ver al mozo;—¿aónde vas tan depriesa, que has tenío que jacer cuasi títeres por esa malita trocha?

—Es que me pareció sentir piñonear por encima del barranco—repúsole Toval con voz ligeramente turbada.

—Hoy por aquí el que piñonea es un mal pájaro, y lo mejor que tú jaces es dirte lo más lejos que pueas dirte del olivar del Tardío.

—¿Y qué es lo que pasa hoy en el olivar del Tardío?

—Pos sigún paece, anda por él lanceando un alma perra, al que cuasi van pisándole los talones los del correaje amarillo.

—Er Canales, ¿verdá?—preguntó al viejo con voz inquieta el muchacho.

—El Canales, que se ha cargao este amanecer una faena que está pidiendo á voces que le rellenen jasta el tuétano de plomo; suponte tú que el mu charrán cogió dormío ó cuasi dormío al señor Pepe, el Tomizas, y cuasi dormío lo despachó no más que por robarle tres ochavos que el probe llevaba metíos en la faltriquera.

Toval se puso pálido y

—Eso no puée ser, hombre, el Canales no es un asesino—exclamó mirando con expresión incrédula al Zorzales.

—Tan verdá es lo que yo te estoy iciendo, como es verdá que crucificaron á Cristo en el Gólgota; y eso que ha jecho ese lobo no tiée perdón de Dios ni de naide; asesinar por robar á un probe que se buscaba la vía aguantando terrales y aguaceros, á un probe que deja sin más techumbre que la de arriba un puñao de volantones, eso está pidiendo á voces que lo jagan veinticuatro partes y lo pongan en veinticuatro caminos.

El Puchi inclinó la cabeza sin contestar al viejo, que continuó con voz llena de indignación y de ira:

—Yo te lo igo con er corazón en la mano; yo no soy capaz de juzgalle á un avión en la pluma; yo munchas veces he poío dirme de la lengua y jacerle un desavío á muchísimos caballistas, pero nunca le jice mal á ninguno de ellos, poique los caballistas que yo conocí en mi moceá eran hombres cabales, pa los que estaban sagrás las jembras y los niños y los probes; que pa robar á los ricos cuasi se quitaban el sombrero; que en jamá de los jamaces jacían una perrería; que cuando tenían que matar, mataban, pero solamente cuando tenían que defender la presona, pero lo que ha jecho el Canales... vamos, hombre, que na más de pensallo me jierve la encarná, y lo que yo te igo es que yo, que nunca elaté á naide, si hoy me preguntaran á mí por ese mozo, no sé lo que yo le diría al que á mí me lo preguntara.

Y el viejo enmudeció, mientras el muchacho permanecía silencioso y meditabundo.

—¿Y dice usté que le andan á los arcanses los que le persiguen?—exclamó Toval tras algunos momentos de silencio mirando con expresión interrogadora al anciano.

—Cuasi en las manos lo tenían—repúsole éste—pero arguien los debió despistar, y al mismo tiempo debieron tamién avisalle al mozo, poique jace mú poquito que yo lo vide de lejos tirar jacia el Tajo de las Palomas, tan y mientras los otros seguían como con rumbo hacia el Matorral del Pedrero.

—Entonces, ¿poique me aconseja usté que no jeche jada el olivar del Tardío?

—Poique algo debe traer ese alma condená por esos lugares; poique toa la mañana se la ha pasao rondándolo como si juese una mocita morena.

—¿Y dice usté que usté lo vio jechar jacia el Tajo de las Palomas?

—Jacia el Tajo de las Palomas, aonde bien poía jacer Dios que se resfalara y se agarrara á un esparto.

Cuando el Puchi se separó del tío Zorzales pintábase en su rostro una angustiosa incertidumbre; lo hecho por el Canales con el señor Pepe, había llenado su pecho de tan profunda indignación, que sentíase arrepentido de sus temerarios propósitos.

Dispuesto á desistir de lo que prometiera al Canales, juzgó un deber avisar á éste el peligro que corría, y decidido á hacerlo, apenas se hubo alejado del pastor lo bastante para no ser visto por él, penetró en una abrupta cañada, y un cuarto de hora más tarde llevábase dos dedos á la boca, en medio del Olivar, y dejaba escapar un resonante silbido.

Sólo le respondió al Puchi el rumor del viento entre las ramas, y transcurridos que hubieron algunos minutos, se dirigió, terciándose de nuevo la escopeta al hombro, hacia donde minutos antes había visto dirigirse el pastor á Joseíto el Canales.

III

La mañana reía en los alcores; cruzaban como dardos nítidos las palomas el cristalino ambiente; cegaban el cielo con su radiante azul, con sus rayos de oro el sol, y los caseríos con el blancor de sus bien encalados muros; de vez en cuando se sentía piñonear allá entre los breñales las de los brodequines grana; un leñador asestaba golpe tras golpe con implacable monotonía en un tronco ya caduco; un zagal que cruzaba ágil por una trocha, entonaba una copla de quejumbroso ritmo; un viejo descendía de lo más alto del monte como agobiado por el peso de varios olorosos haces de tomillo; el Puchi, sentado en el poyo adosado á la fachada de su vivienda, contemplaba con huraña expresión un gallo que delante de él, con el iris en la pluma, parecía regañar á sus numerosas consortes con su sordo cacareo.

—¿En qué piensas, Toval?—preguntó á éste su madre poniéndole una mano sobre el hombro.

—¡En qué quiées que piense!; en quién será el que mató ayer á Pepe el Canales cuando diba á meterse en el Olivar del Tardío!

—¡Cualisquiera lo averigua!—exclamó la vieja con voz algo turbada;—arguno á quien le querría dar la esazón y que anduvo vivo y le contestó con un plomazo en el pecho.

—Eso tuvo que ser, poique los civiles no han sío; la pareja estaba en el lagar del Solsona, sigún me ha dicho el tío Zorzales, que sintió el escopetazo.

La vieja se encogió de hombros y cada vez más llena de turbaciones murmuró:

—Tamién lo oyó tu padre, que había dio á darle un vistazo á la jaza del Quejigo.

El Puchi posó en su madre una mirada indefinible, inclinó sobre el pecho la cabeza meditabundo y sombrío, y mientras aquélla penetraba de nuevo en el interior de la casa, él continuó mirando con huraña expresión el gallo, que con el iris en la pluma parecía regañar á sus numerosas consortes con su sordo cacareo.

De mar y tierra

I

—A ver, tú, Cantinero, á ver si les das un achuchón á esos bigardones, antes de que se nos venga encima el Levante.

Y en tanto dirigíase aquél á dar cumplimiento á la orden recibida, se sentó Adolfo sobre un rollo de cuerdas embreadas, rellenó la pipa con un puñado de legítimo calpense, la encendió, y tras devolver por boca y nariz densas espirales de humo, quedóse como sumergido en graves y hondas meditaciones, mirando sin ver las gentes que bullían alrededor de las abiertas escotillas y sin que lograran sacarlo de su ensimismamiento el enérgico vocear de los capataces, los quejumbrosos silbidos de la máquina, el áspero rechinar de las cadenas, el batir de los remos y los cien brutales vocablos y las cien frases ingeniosas conque amenizaban todos ó casi todos la abrumadora faena.

Descendió ágil y rápido el Cantinero por la renegrida escala, y ya en la bodega exclamó encarándose bruscamente con los hombres de la cuadrilla:

—Vamos á ver si tenemos una miajita de algo y otra miajita de güena voluntá; una miajita de cá cosa, caballeros.

—Si te creerás tú que embotellar estos bombones repúsole Pepe el Maroma al par que ponía en tensión sus poderosos músculos, metiéndole el hombro á uno de los enormes fardos,—es lo mismo que bordar en muselina.

—¡Como que va á ser menester que le diga al mayordomo que te mande un caldisopa ó dos onzas de bizcochos mostachones

—¿Mosta... qué?

—Mostatiros que sus peguen por malitos que seis!

—Y seis catorce!—exclamó en tono de zumba Paco el de la Malagueta.

Le miró al soslayo el Cantinero, y cogiendo de nuevo la escala se dirigió hacia donde el capataz seguía triste y meditabundo, y díjole al llegar junto á él, al par que le colocaba sobre un hombro la encallecida mano.

—¡Pero es que no se puée saber lo que á ti te pasa hoy, que parece que te has alevantao con cólico misererel

—¡Con ganas de mentarle á alguien la familia es como yo me alevanté esta mañana!—repúsole Adolfo bruscamente.

—Algo y más que algo apostaría yo á que tó eso es por mó de alguien que se parece mucho al Niño de la Canela.

—¡Se le parecerá si tú lo dices!

—Vaya, y si no, dime, ¿por qué es agachó no ha venío á trabajar hoy con nosotros?

—¡Pos no ha venío, porque con salú que Dios me dé, ese gachó no trabajará con nosotros, tan y mientras á mí el cuerpo me jaga sombra!

—¡Ves tú, lo que yo me temía, lo que tenía que pasar tarde ó trempano!

—;Y por qué tenía que pasar tarde ó trempano; vamos á ver, por qué tenía que pasar?—y esto io preguntó Adolfo con voz sorda y mirando en casi amenazadora actitud al Cantina o.

—Toma—repúsole éste, encogiéndose de hombros,—porque sí, porque no hay bien ni mal que cien años dure; porque tos nos sabíamos de memoria que el Niño andaba chambeleando en tu badía; ganas de malgastar tiempo y chambeles!, eso ya lo sabíamos tos también, pero es que cuando los hombres perdemos el pesqui se mos empaña la pupila y, en fin, ná, que se emperró en buscarse una cosita guascns, y que se la ha jallao, y ahora se enterará el gachó de lo que es ver encender los faroles sin un chusco en la faltriquera y sin tener con qué llevarle alpiste á los gurripatos; ahora se enterará, porque lo que es el Chino? reí, ni el Jureles, ni el Pollo de les Besugos, ninguno de esos tres gachones es capaz de meterlo en su cuadrilla, como no sea embalsamao.

—¡Pos él lo ha querío; asín es que con su pan se lo coma!; yo he tenío pa con él más pasencia y más galga y más anclaje que nadie en el mundo; yo sabía jace ya mucha tiempo que ese mal falucho le había puesto la proa á mi bergatín goleta; yo lo sabía mu bien, pero como yo sé que la mía no es de las que se pican el embrague, y como además el gachó se contentaba cuando se trompezaba con ella con alargar el moco y agüecar la pluma, pos yo me venía jaciendo el lipendi; pero ayer se o.vió ese mal barquito desarbelao del respeto que se les debe á los hombres y á las jembras de los hombres que son nuestros amigos, y se fué de un ancla y en comenzó á garrear y... na, que yo me enteré y que no pasó naíta porque la Virgen del Carmen se empeñó en que no pasara.

—Pero, ¿quién fué el malita hora que te dió á tí la noticia?

—¡Quién había de serl Uno que daría un ojo de la cara por verme con el otro camino del Batatar en uno de!a tertulia; Joseíto e¡Calabrote!

—Tenía que ser él; si lo parió su madre pa malo y malo tié que ser jasta que arrie la bandera.

—Pos bien, como tú comprenderás, en cuantito me lo dijo, se me acabó la pacencía y me fui en busca del Niño y no lo encontré; y como no lo encontré, se me fué refrescando la sangre; y na, que me he contentao con mandarle á decir con el mismo que me trujo er paquete, que es correo seguro, que no se ponga más elante e mi presona si es que no quiee que le dé más puñalás que dan las costas coquinas.

—Pero es que el de la Canela no es hombre capaz de aguantar esa clase de recaos—murmuró sordamente el Cantinero.

—Eso creo yo también, y me alegraría que no lo aguantara; me alegraría de que viniera á buscarme, que no te puees tú figurar las ganitas que tengo yo ya de enterarme de una vez de si pisa ú no pisa ese gachó tanto como cacarea.

Y al decir esto se incorporó lentamente el capataz y se dirigió hacia la escotilla para ver qué tal se ganaban el salario los que comían de su pan con el sudor de su frente.

II

Era ya anochecido, cuando penetró lenta y gallardamente el Cantinero en la taberna de Cloto, lugar preferido per las gentes de mar y tierra para matar en él el gusanillo, ahogar en vino las desazones de la vida, prepararse para llevar á cabo alguna de sus frecuentes hombradas ó para jugarse tranquilamente al tute ó al dominó cuatro chatos de solera ó cuatro cortadillos del de Jubrique ó del de Farajan ó del de Cazalla de la Sierra.

—Aquí está ya el Cantinero—gritó al ver penetrar á éste en la taberna el Pollo Cacara tusa.

—Pos llega, chavó, que ni llamao por telégrafo—exclamó el Sardinita—porque él sabrá la chipé de lo que ha pasao á bordo entre el capataz y el Aliño de la Canela.

—Vaya si lo sé—exclamó el Cantineroapoyando un codo en el mostrador y echándose el sombrero hacia atrás:—¡como que lo he visto con estos mis ojos que, según dice mi chata, son dos estrellas polares!

—Vamos á ver si te dejas de pamplinas y nos cuentas lo que pasó á bordo entre dambos acorazaos; ya to sabemos lo que pasó ayer y que hoy el de la Canela se fué pa á bordo en busca del que te tiée á tí metió en un puño—exclamó en tono de broma otro de los concurrentes.

—Pos bien; dijo con acento reposado el Cantinero; lo que pasó á bordo fué que llegó el Niño y cue, como Dios le dió á entender, porque ya la marejá le venía larga á cualsiquiera, saltó sobre cubierta y se fué pa c 1 Adolfo y lo miró como si fuera á retratarlo, y asín que se jartó bien de estudiarle el perfil, le dijo que él no iba alí na más que pa decirle que tenía pa él dos copas y dos botellas y dos garrafones y dos puñalás en la ingle ó en el sitio y lugar que más fueren de su gusto.

Naturalmente. Adolfo no se puso ni amarillo ni colorao, y le contestó que se viniera pa tierra, que él, en cuantito arrematara, se vendría pa el muelle en busca de su presona.

El de la Canela no dijo ni pío y se fué pa la escala y llamó al del bote, pero aquello de tomar el bote no estaba mu mollar que digamos, y tan no estaba mu mollar, que cuando el Joseíto quiso saltar á él, llegó una ola, se le resfalaron los pinreles al mozo en las chumaceras, y pataplün, hombre al agua.

Como es natural, al verlo caer se armó á bordo el jollín número uno, y este corre pa acá y el otro corre pa allá, y uno tira al agua un cabo y otro tira un salvavía y otro lo primerito que coge, y tan y mientras, el de la Canela, que había vuelto á sacar la coronilla, volvió á hundirse como si tuviera plomo en los brodequines; y cuando más atosigaos estábamos tos y ya estábamos recetándole los lutos á la familia del Niño, Adolfo, que tan y mientras se había quedao cuasi con el mismo terno de cordobán conque su madre lo echó al mundo, se abre paso á rempujones, salta á la borda, se quea mirando la mar, como si quisiera dragar el puerto con la pu pila, y de pronto pum, al agua de cabezal y... vamos, caballeros, ¡que me río yo de los delfines y de los atunes y de los peces espadas!

—¡Como que nada el gachó más y mejor que una liza!—exclamó con entusiástica entonación el Jureles.

—¡Que si nada! Camará si nada el gachó! Pos bien, como sus diba diciendo, se tira á la mar de cabeza el Adolfo, se hunde, saca á poquito la gaita, toma resuello pa una quincena, se vuelve á hundir, y cuando ya estábamos tos con el corazón encogío y pensando que dambos se habían dio en busca de los del Reina Regente, vimos salir otra vez á cien brazas lo menos al capataz con el de la Canela trincao por el morrillo, y... na, caballeros, que á los cinco minutos estaban los dos á bordo, el uno fumándose su pipa y el otro devolviéndole al puerto to el salitre que el hombre se había btbío.

—¿Pero en qué queó lo de la custión?—preguntóle al Cantinero uno de aquellos proceres de voz ronca, rostro atezado y hercúlea contextura.

—¿Que en qué queó?—repúsole aquel coa aire satisfecho.—Pos queó en lo que debía quear, en una cosa más reonda que una pifia; queó en que el Adolfo, asín que se hubo secao y vestío, se fué pa el otro y le dijo que él se venía pa tierra y que en tierra lo esperaba pa darle remate al negocio que dambos tenían entre manos; y en que el de la Canela, se alevantó al oírlo, se fué pa él, lo miró con cara de niño llorón, le echó los brazos al cuello, pegó su cara contra la cara del otro, y que no sean menos de quince las puñalás que me den si no fueron dos los besos que le soltó al Adolfo el de la Canela en mitá de los carrillos.

Y un prolongado murmullo de aprobación brotó de aquellos pechos varoniles, celebrando todos al unísono aquellos besos conque hubieron de poner fin á sus malas intenciones dos de los más famosos, de los más duros de roer y de los de más tronío de los hombres de mi tierra.

A punta de capote

I

—Comadre, mu güenos días.

—¡Josús y cuánto güeno por aquí! ¡Qué méritos habré jecho yo esta noche pasá pa tener este alegrón por la mañana!

—Pos no repique usté mucho, comadre, que entoavía puée ser que concluya usté por ponerme en mitá de la del Rey.

—Eso no lo jaría yo nunca, asín viniera usté á traerme dos disjustos emparmaos.

—Un colirio es lo que yo vengo á traerle á usté, un colirio pa que vaya usté mejoran» de una miajita de los ojos.

—Pero qué empeño que tiée usté, comadre, en que yo estoy mal de la vista.

—Y tan mal como está usté; pero por mí no deje usté su jacienda, que no tengo yo priesa ninguna.

—Pos mire usté, si usté me lo premite, yo voy á seguir planchando este camisón, porque, según parece, mi señor don Paco, tiée hoy que vestirse de gala pa dir á ver á algún diputao á cortes.

—¿A un diputao, verdá? No es mal diputao elque tiée que ver su caballero de usté; otro diputao como el que tiée que ver el mío, porque el mío también hoy se ha vestío de tiros largos; como que me ha dao un sofoquín porque no tenía calcetines de colores.

—¿Pero por qué ha de ser usté siempre tan mal pensá, comadre? ¿Por qué no ha de ser verdá que tengan que dir dambos á jacer esa visita?

—¡Que por qué no ha de ser verdá!—exclamó incorporándose como sacudida por un fleje de acero, Rosalía la Chiripera—porque no lo es, porque yo sé que no lo es... la jacer una visita! ¡y tan visita! como que dambos tiéen que dir hoy á pendonear con dos archiduquesas que acaban de llegar de Sivilla, dos asperones más jarticos de roar que un mingo sobre un tapete.

—Pero, comadre, ¿por qué se ha de creer usté siempre lo que la gente le dice ó lo que á usté se le antoja?

—No, comadre, que esto lo sé yo de mu güen origen; que esto que le estoy yo diciendo á usté es el mismísimo Evangelio; que esto me lo ha dicho á mí la Tapones, la sobrina de la señá Antonia la del Trabuco.

—¿Pero usté no sabe que esa Tapones el día que no indispone un matrimonio bien avenío, aquella noche le sientan mal los jureles?

—¿Pero qué interés diba á tener la muchacha en venirme á mí con ese cuento?

—¿Y qué interés tiéen en dar tinta los calamares? Vamos, comadre, déjese usté de tonterías, y sobre to, supongamos que sea verdá toíto eso que á usté le han dicho, vamos á ver, ¿qué es lo que usté consigue con enterarse de esas cosas?

—¡Que qué consigo! Pos ya verá usté lo que consigol darles lo que no se esperan, yjacer que á dambos se les desenrice el pelo. ¿Que qué es lo que consigo?... Esmoñarla si se me viene á las manos. ¿Que qué consigo?... Si tendremos toas la sangre como usté, que lo que tiée usté no es sangre, sino un medio de arvellana.

—Mire usté, comadre, yo tendré ú no tendré la sangre de eso que usté dice; pero tenga usté la seguridá de que con ese genio que tiée usté no se consigue naíta de los hombres cuando los hombres son como lo son el de usté y el mío, pongo por caso.

—¡Pero qué genio ni qué tiro que me peguen! ¿Pos es que quiée usté que me entere yo de que mi hombre se va hoy con otra mujer de francachela y me quée yo tan tranquila abanicándome á la sombra de la parra?

—Pero si yo no digo naíta de eso; si lo que yo digo es que con pillar catorce berrenchines no consigue usté na, y si está azul... tan azul y si nublao... tan nublao.

—Pero vamos á ver, comadre; vamos á ver; usté supóngase por un momento que sea verdá toíto lo que á mí me han dicho.

—Güeno, pos ya me lo he suponío.

—Y me lo dice usté tan fresca, ¿verdá, comadre?

—¿Pero es que quiée usté que se lo diga tirándome de los pelos?

—¿Y se queará usté tan jolgachotia viendo usté á su hombre vestirse de limpio y sabiendo el por qué de querer llevar tan relimpia la pechera?

—Jolgachona no me quearé, pero tampoco me dará un síncope por tan repoquita cosa.

—Y antes de que se vaya á la calle, ¿qué es lo que hará usté con su hombre?

—¿Yo? lo que yo haré será procurar que no se vaya, pero no dándole ningún pregón ni muchísimo menos, sino trabajando la partía como la debemos trabajar las mujeres, dándole coba jasta que se le caiga la mitá del estucao.

—Llorando y gimiendo, ¿verdá?

—No, comadre, na de llorar ni de gemir, sino manejando el percal; y si no, vamos á ver; ¿usté no dice que mi Paco tiée que dir con su Pepe de usté hoy de juerga con esas dos señoronas que, sigua usté dice, han ve de Sevilla?

—Sí, señora; pero lo que es el mío no cuente usté con que vaya!, ¡qué ha de ir el mío, comadre, qué ha de ir el mío!; como que pa dir el mío tendría que dejarme á mí colgá como un cuadro en un tabique.

—¿Y qué necesidá tiée usté de que la cuelguen á usté como si fuera usté mismamente una viñeta?

—Pos algo daría yo porque usté me explicara cómo podría yo conseguir que no se fuera sin armar una más soná que la degollación de San Juan Evangelista.

—Pero si eso es la mar de fácil, comadre. Quiée usté ver cómo mi Paco, sin que yo le pía que se quée se quea sin dir á esa cita que usté dice?

—Eso tendría yo que verlo pa creerlo.

—Pos la cosa es la mar de sencilla; mi Paco ha quedao en venir á vestirse de limpio y á almorzar, á las doce en punto; asm es que, si usté quiere, se quea usté aquí y me ve manejar el trapo, á ver si consigo yo que usté aprenda alguna vez á llevarse á s« hombre á punta de capote, á donde á utté le dé la repotentísima gana.

—Pos de juro que sí, que quieo yo ver una ccsa tan maravillosa.

—Pero con una condición; con la de que no hable usté una sola palabra de citas ni de celeras ni de naíta, y de que á tó lo que yo diga diga usté que sí, como una jaquita sabia.

—Por descontao, comadre, por descontao; ya verá usté como no digo ni pío.

—Pos no hay más que hablar; ya verá usté como mi Paco no va hoy á ninguna parte con su compadre.

—Si usté consigue eso, comadre, si usté 1o consigue... vamos, que le regalo yo á usté!a mejor de mis tumbagas.

II

Cuando Paco el Mentirola llegó á su casa, no pudo ocultar la poco grata impresión que le causara la presencia de su temible comadre, y

—Vaya—pensó—ya esta perra pachona se ha golfo la chamusquina y ha venío á soliviantar á mi Dolores.

Esta, que se había alisado el cabello y y puesto un vestido azul que embellecía su gentil figura y cuyo color contrastaba armónicamente con su pelo rubio y brillante, con el verde esmeralda de sus ojos y el blancor de su tez, recibió á su marido con la sonrisa en los labios, y

—Ya empezaba yo á temer que se te hubiera pasao la hora—le dijo cogiendo el sombrero que éste se acababa de quitar, y tras colocarlo en la percha, añadió con acento alegre y sonoro como el trinar de un pájaro:

—Ya tiés la ropa planchá, ¿sabes? asín es que cuando quieras te pues poner más pinturero que un loro.

—Es entoavía mu temprano—repúsole aquél, que no dejaba de mirar á hurtadillas á su comadre, á la que había saludado disimulando la desconfianza que en él hubo de despertar su inesperada presencia.

—¿Y por qué no almuerzas antes de vestirte?—le preguntó Lola con acento acariciador.

—Porque no tengo entoavía ni chispa de ganas de abrir la boca.

—¡Charrán! lo que tú quiées es reservarte pa aluego—dijeron de modo fulminante los cjos de Rosalía.

—¿Quieés que te haga antes un refresco?—le preguntó con voz mimosa Dolores.

—Pos mia tú, no me caería eso mal, porque la verdá es que aquí aonde me ves estoy más achicharrao que el cisco.

—Ya se encargarán de desachicharrarte—dijeron elocuentes y maliciosos los ojos de Rosalía.

Dolores se apresuró á complacer á su marido, y momentos después sus manos pe quenas, limpias y sonrosadas, ofrecían en reluciente vaso el refresco ofrecido al jacarandoso percheiero.

—Vaya si está esto superior, pero que superior; como que está preparao por esas manitas que cuasi son dos panales—dijo Paco después de dar fin á la fresca limonada.

—¡Granuja!—murmuró mentalmente la comadre, á la vez que se mordía los purpurinos labios con una sarta de dientes que eran perlas orientales.

—¿Y por qué no te quitas la chaqueta y te echas en la cama un ratillo? á bien que la comadre es de confianza.

—Hasta cierto punto—dijo ésta mirando con expresión zumbona á Dolores.

Sonrió Paco, y

—No me echo, porque si cojo el sueño no va á haber quien me despierte—dijo con acento jovial y siempre disimulando la zozobra que sentía.

—Yo te llamaré á la hora que tú quieras.

—¡No, no me echo!

Se sentó Lola frente á frente á su marido, y

—¿A que no sabes tú quién ha estao aquí esta mañana?—le preguntó.

—¿Quién, mi hermana Currita?

—No señó, mi prima Remedios, que vino á conviarme á un paseo.

—¿Y tú, qué le dijiste?

—¿Y qué le diba yo á decir?


Que yo soy una faluga que
tiene su timonel,
y que soy barquito á pique
cuando navego sin él.


Contempló Paco con expresión efusiva á su consorte y

—¿Por aonde se diba á dar ese paseo?—le preguntó.

—Creo que pensaban dir por el Arroyo de los Angeles.

—¡Diendo tú, tenía que ser por ahí! ¿Y por qué no le dijiste que bueno?

—Por si á ti no te gustaba que fuera, porque, según me dijo mi prima, también va á dir con ella Rosarito la Tulipana.

Se acordó Paco de que el novio de la Tulipana había sido, un día no muy lejano, pretendiente de su mujer, y mirando á ésta con expresión agradecida.

—Eso no le hace;—le repuso—aonde quiera que tú vayas y con quien quiera que sea, van siempre bien los ojos en que me miro.

—(Granuja!—repitió siempre de modo mental Rosalía, abanicándose como si estuviese empeñada en romper el varillaje del abanico.

—No, es que no era de mi gusto ir—dijo Lola—y sobre tó, que si tú concluyeras temprano y pudieras venir y quisieras, te peiría yo que me llevaras á dar contigo un paseo.

—Pero, mujer—exclamó poniéndose grave Paco—ya sabes tú que tengo que dir á ver á un amigo, á uno al que ni mi compadre ni yo hemos visto desde hace una pila de años.

—¿Ha estao, quizás, en el Paraguay?—le preguntó con acento irónico, no pudiendo contenerse, Rosalía.

Contempló Paco á su comadre con aire inquieto, y

—No, no señora—le repuso con cándida expresión—aonde ha estao muchísimo tiempo ha sío en las minas de Linares.

—¡Ah, yal

—Güeno, pos no te preocupes por lo del paseo—dijo Dolores, y después dirigiéndose á su comadre añadió:

—Pos ya no me mande usté el mantón, comadre, porque ya no lo necesito.

—Güeno—no se lo mandaré á usté—le repuso aquélla, que seguía haciéndose aire cada vez con mayor ahinco.

—¿Pero es que le habías pedio tú el mantón emprestao á la comadre?

—Sí, porque es que...—dijo Lola sonriendo—había pensao una cosa, y era que, aprovechando que tú estarías de tiros largos, antes de dar el paseo, nos fuésemos á la fotografía y nos hiciéramos juntos un retrato. Mira como yo quisiera que nos!o hiciéramos: yo, pongo por caso, con el mantón de Manila de la comadre terciao y un puñao de claveles en el pecho y otro puñao de claveles en la cabeza; el vestío de raso y la caena de oro, en fin, con toíto lo del escaparate, sentá en una silla y tocando la guitarra, y tú de pie á la verita mía, con el sombrero tirao hacia atrás y mirándome como cuando... vamos, ya sabes tú como yo quiero decirte.

—Vamos, comadre, que me parece á mí que yo voy á tener que dirme de esta casa ahora mismito.

—No sea usté mal pensá,—exclamó Paco riendo—que no hay por qué soliviantarse—y después, dirigiéndose á su mujer, la preguntó:

—¿Y tú sabes los partieses que cuesta hacerse el retrato que tú quieres, y que yo estoy más arriao que una vela?

—Es que yo tengo la mar de dinerito guardao—dijo maliciosamente Dolores; y dirigiéndose hacia la cómoda, sacó de uno de sus cajones una alcancía que agitó haciendo sonar su contenido.

—¡Ah, picara!—exclamó Paco—¿conque ■esas tenemos; conque voy á tener que dormir con el chaleco debajo de la almohada?

—Y si no fuera por eso, ¿con qué te diba yo á haber mercao lo que yo á ti te he mercao?

—¿Y qué ha sío lo que tú á mí me has mercao?

—Pos una corbata azul y otra granate que quitan toítas las tapaeras del sentío; pero esas no las ves hasta pasao mañana que es tu día y cumpleaños de... de...

—Pos es verdá, que pasao mañana es cumpleaños de nuestro casamiento, chiquilla; cinco años.

—Pos mira tú lo que son las cosas; á mí me han pareció esos cinco años cinco merengues de fresa... ¿pero qué estás tú haciendo, chiquillo?

—Pos ya 1o ves, quitándome la chaqueta.

—¿Pero es que te vas á echar por fin en la cama?

—Sí, digo, si es que me lo premite la comadre.

—¡Por mí! con tal que no sea más que eso...

—¿Y á qué hora te llamo si te queáras dormío?—preguntó Lola á su hombre al par que doblaba cuidadosamente la chaqueta.

—Pos mira, yo estoy citao con el compadre á la una... pero... pero...

—¿Pero qué?

Se pintó la incertidumbre en el semblante varonil del Me?¡íirola y tras algunos momentos de vacilación exclamó con acento, decidido:

—Pos mira tú, lo que yo estoy pensando es que á ese amigo bien podemos visitarlo otro día cualisquiera, y como la comadre verá dentro de un rato al compadre...

—No, eso no, qué disparate; otro día que tú no tengas que hacer, me llevarás de paseo y nos haremos el retrato... por más que hace hoy un día tan resuperió; pero en fin, antes son tus gustos que los míos.

—No, mira, yo ahora me echo un ratillo, y si cojo el sueño, tú tan y mientras te jateas, y á eso de las tres me llamas.

—Pero mira, que si eso te contraría...

—No, mujer, no me contraría—dijo Paco; y después, dirigiéndose á su comadre, continuó:

—Y usté, comadre, me hará usté el favor de disculparme con el compadre, ¿verdá?

—Ya lo creo—dijo Rosalía poniendo una mirada de asombro en Dolores, que la miraba con expresión de orgullo y como diciéndole en el idioma de luz de sus ojos verdes que fulgían luminosos y triunfales:

—¿Lo ve usté, comadre; usté ve cómo á los hombres no hay más sino que saber manejarlos, y cómo esas dos archiduquesas sivillanas se van á quear hoy sin ver á mi Paco el Mentirolar.

La niña de Montejaque

I

La gran cocina del lagar presentaba un animado golpe de vista: brillaban en el amplio alero de la chimenea, como de oro bruñido, los bien ordenados peroles; brillaban los bien enjabelgados muros, el rústico techo pintarrajeado de azul, donde piaban revoloteando alegremente las golondrinas que en él labraran su nido; los vasares, orlados de papel de color; la limpia cantarera, donde trasudaban los rojos cántaros en cristalino goteo, y la amplia hornilla, sobre la cual humeaban cazuelas y pucheretes cuyo tufillo—confortante y tentador—hacía aventar los cartílagos nasales á los más gastrónomos ó famélicos de una veintena de mocetones, enjutos y atezados, que alrededor de una larga mesa seguían con mirada ansiosa los movimientos de dos improvisados banqueros que tallaban, acreditando una vez más sus aptitudes excepcionales para tan poco recomendable recreo.

Y mientras tallaban éstos, graves y ceremoniosos, y los que los rodeaban veían engordar unos enflaquecer otros los largos bolsones de verde y sedosa urdimbre con anillas de plata, y mientras la ventera, una cincuentona curtida por el sol y encanecida por la edad, vigilaba los pucheros y las cacerolas que borbotaban sobre el fuego, y su hija, una zagala de rostro atezado, de grandes ojos y de aspecto algo viril, entreteníase en arrancar con mano hábil el fino plumón á dos víctimas de la certerísima puntería del señor Juan el Jerriza, Joseíto el Mimbrales, casi caudillo á la sazón de los más afamados matuteros de la sierra, decíale á media voz á Currito el Lucentino:

—Pos qué quiées tú que yo te diga; no me cabe á mí en el meollo que sea capaz de una traición Juanico el Esparraguera.

—No, si yo sé que Juan es tó un hombre; ¡pero son tan malinas las mujeres!

—¿Pero al hijo del Pita, quién le ha dio con el encargo de que venga á decirte lo que te ha dicho?

—Si no me lo ha querío cantar; no ves tú que el hombre ha empeñao su palabra de no decíselo á naide.

Quedó meditabundo durante algunos momentos el Mimbrales, y después:

—Pos repíteme otra vez lo que á ti te platicó el muchacho—le dijo á su compañero.

—Pos lo que á mí me platicó fué: Mié usté, señó Curro, una presona toa oro de diez y ocho quilates, ha er cargao á mi padre le diga á su mercé ú al señó Joseíto, que no se metan ustedes con la partía esta noche por el olivar del Panzüo, poique es mu fácil que si sus metéis sus topéis manos á boca, con el tiniente Bejarano y con los mejores mastines que tiée el hombre en su trahilla.

—¿Y por qué mos encarga eso la presona que tú dices?—le pregunté yo, y

—¡Yo qué sé!—me contestó el hijo del Pita,—pero si no ricuerdo mal, la presona que le dió el encargo á mi padre le dijo algo de que algún alma perra le debe haber dio al tiniente, con el soplo.

—¿Y no te dijo más el hijo del PitaP

—Tan nc me dijo más, que entoavía no había arrematao de platicarme lo que yo te he repitió, cuando ya estaba el mozo con su Ligero á un tiro de mi presona.

—¿Y entonces, por qué ha sío eso de que tú pienses mal de Juan el Esparraguera?

Quedó silencioso durante algunos instantes el Lucentino, y después continuó con expresión meditabunda:

—Pos te diré; si yo he pensao mal de Juan, ha sío poique... Miá, primero me vas á contestar tú á una preguntilla que yo te voy á jacer, á ver si tú, sin que yo te lo iga, das con el poiqué de haber pensao yo lo manilamente que he pensao de Juan el Esparraguera.

—Pos encomicnza tú ya á preguntar tó ■cuanto á ti se te antoje.

—Pos ya estoy yo preguntando. Vamos á ver: ¿qué es lo que traes tú hoy del Campamento á la grupa de tu Valiente?

—Pos hombre, eso lo sabes tú tan bien como yo mesmo; el jato pa mi morena.

—Es dicir, toíto lo que le jace falta á tu Mariquita del Carmen pa que el pae cura sus jeche las bendiciones,;no es asina?

—¡Mismamente! y que no me he gastao más que un ojo de la cara; ¡camará, que va á estar mi jembra er día del casorio que va á embestir de graciosa!; como que le he mercao un mantón que no tiée par en la China y un vestío de una sea que no la toma un machete.

—Gíieno, queamos en que tú le traes á tu Mariquita toíco lo que le jace falta pa que se puea casar contigo; ¿no es asina?

—Asina es.

—Gíieno, pos ahora repasa tú en tu imaginación á ver si te acuerdas tú de arguna moza á la que le puea saber á tuera el que te cases tú con Mariquita del Carmen.

—Hombre—dijo Joseíto tras algunos instantes de meditación,—la verdá es que yo no caigo en ninguna que haiga puesto nunca de verdá los ojos en mi presona.

—Vamos á dejarnos de cosas y quisicosas; demasiao sabes tú, como sé yo y como sabe toíto er mundo, que dende jace ya muchísimo tiempo llevaría por su gusto tu retrato en un alfiler de pecho la Niña de Montejaque.

—Hombre—exclamó Joseíto con voz ligeramente turbada,—yo no diré que á mí la Niña me mire de mala jechura, pero de eso á lo que tú dices hay más leguas que dende aquí á las ermitas é Córdoba.

—Lo que yo te platico es tan verdá como ese sol que mos alumbra; demasiao sabes tú que es la fija, que esa tórtola está toa por ti, tan verdá, como es verdá que está que muerde por ella Juanico el Esparraguera.

—Pero—exclamó Joseíto mirando fijamente al Lucentino—entonces es que tú crees?...

—Yo no creo más que en Dios Uno y Trino; pero las mujeres, entren toas y sálvese la que puea, son una miajita más que peores cuando se les sube la espuma, y la Niña de Montejaque es mu capaz al enterarse de que lo que tú traes en este porte son las galas del casorio pa tu sin vivir, de haber marnetizao al Esparraguera pa que éste le cante el camino por aonde díbamos á traernos las cargas y jasta de haberle hecho dir á él mesmo en presona á dalle el soplo al tiniente Bejarano.

—Pos yo, á pesar de to eso que tú ices, no creo capaz á Juanico de cargarse esa malita faena.

—Tú no sabes cómo está ese gachó por la Niña; ese gachó es capaz, por dalle gusto á la Niña, de comprometerse á dar un salto á la luna, y de apagar un lucero; y además, ¿no te has fijao tú en él, en lo caviloso y en lo mal encarao que viée el mozo to el camino?

—Eso sí; tanto es asina, que en la venta del Pitones le pregunté que qué era lo que tanto le dolía.

—Pos lo que le duele fijamente es que le está dando el remordimiento la mar de acosones en mitá la consencia.

—Pos sea asina ú no sea, poique ya de eso mos enteraremos, lo primerito que voy á jacer es decille á Periquito el Perdiguero que se vaya elante de nosotros pa que le avise al posaero de la Paz, en Gaucín, de que esta noche caeremos por allí en lugar de caer por donde habíamos pensao.

Y minutos después, el Perdiguero, un mocetón como un roble, rubio, de tez aciguatada y pecosa, saltaba ágil sobre su yegua, no sin haber previamente repasado las ligaduras de los tercios sujetos á las ancas, y no sin haber suspendido de la montura la reluciente tercerola.

—¿Y por qué no te dejas aquí la carga, y con eso irás más ligero?—le preguntó Joseíto.

—Porque este mal bicho—y al decir esto golpeaba el Perdiguero de modo acariciador en las redondas ancas á su montura,—corre más cuando siente encima la carga que cuando va de paseo.

II

Ya se despedía el sol del valle y del río que se deslizaba mansamente entre macizos de adelfas carmesíes, verdes juncias y frondosísimos chaparrales, cuando abriéndose de par en par el enorme portalón de la venta, dió paso al vistoso y pintoresco grupo de contrabandistas, al frente del cual destácabase Joseíto, sobre un potro de gran alzada, de espantados ojos y de larguí imas crines.

Tras Joseíto asomaron diez escopeteros, dispuestos todos y cada uno á darle una desazón al que intentara hurgar á cualquiera e las veinte acémilas que, cargadas de mercancías y convoyadas por retaguardia por el resto de la partida, se proponían llevar á puerto de salvación antes de que el sol tor nara é iluminar con sus luces matinales el bellísimo paisaje.

La melancólica luz del crepúsculo ponía sus tonos más suaves en el valle y en los declives de la montaña, y la solemne y religiosa quietud del atardecer era sólo turbada por el chocar de las herraduras en las piedras del sendero que conduce desde el camino á la solitaria venta.

—¿Estamos ya listos?—preguntó el Mimbrales al ver ya fuera del edificio la pintoresca caravana, que, á las últimas claridades del día, destacábase vistosamente sobre el fondo obscuro de la ladera, con sus ensedadas monturas, con sus vistosos pañuelos y ceñidores y con sus armas tan relucientes como de plata bruñida.

—Listos—dijeron casi al unísono varios de los bizarros jinetes.

Y ya se disponía Joseíto á dar la orden de marcha, cuando un silbido que resonó cercano

—¿Quién será?—le hizo murmurar, pintándose la inquietud en su atezado semblante.

Y adelantándose hacia donde el camino se dividía en sendas empinadas y pedregosas, exclamó tras posar una mirada escrutadora en la apacible lontananza:

—Camará, pos si no me equivoco, la que viée por la trocha es Mariquita Rodríguez, la Niña de Montejaque.

Esta avanzaba rápida, rigiendo con mano firme su brioso caballo. Su falda de percal color de rosa, algo recogida, dejaba ver el pie reducido y calzado con fuertes borceguíes de cuero; un pañuelo de crespón verde cubría su seno de armónica proporcionalidad, y otro en forma de visera, su profuso y negrísimo cabello que partíasele en bandas sobre la aterciopelada frente; su rostro era de algo agitanado perfil; sus ojos enormes, de pupilas obscuras y febriles, orlados por larguísimas y encorvadas pestaña?; sus cejas anchas y sedosas, uníansele en el entrecejo, dándole algo de varonil á su mirar arrogante; sus labios gruesos dejaban ver casi constanteme nte parte de su dentadura grande y nítida, y en su tez obscurecida por los besos abrasadores del sol, pintaba la sangremoza y rica sus tonos cálidos, que acentuaba con gradaciones de púrpura en las bien curvadas mejillas.

Se destacó del grupo, avanzando hacia la que llegaba, Joseíto, y momentos después detenían ambos el paso de sus respectivos trotones.

—¿Quién mal te quiere que por aquí te manda, Mariquita?—preguntó el Mimbrales sonriendo algo forzadamente á la gentil montejaqueña.

Esta posó una mirada altiva en el único hombre que no había llegado á rendir el debido tributo á su hermosura, y le repuso encogiéndose de hombros, á la vez que acariciaba con su mano pequeña y mórbida el cuello sudoroso de su jaca:

—Pos lo que aquí me trae es que toas y tos tenemos en la vía un mal cuartito de hora, en que toas y tos sernos tontos, pero que tontos perdíos.

—¿Y se puée saber cuál es la tontuna que á ti te trae hoy por estos vericuetos?

—Pos la que me trae á mí aquí es que estando en mi cubril me queé una miajilla adormilá, y ensoñé que el tiniente Bejarano, con catorce de los más malitos de su gente, se había escondío en el olivar del Panzüo pa daros esta noche la esazón; y como cuando yo ensueño una cosa no es que la ensueño, sino que la adivino; pos, velay tú, poiqué le he dao la carrera en pelo que le he dao á mi probe Pinturera.

—Pos mía tú lo que son las cosas; tamién había yo ensoñao algo de eso que tú me acabas de dicir—repúsole sonriendo con expresión irónica Joseíto;—tanto es asina, que ya jace dos horas que salió uno de los muchachos pa que mos vayan preparando de cenar en otra parte, y lo único que yo quisiera saber es quién ha sío el que se ha cargao con mosotros tan remalilla faena.

Sonrío la de Montejaque, y

—Eso que tú has ensoñao—repúsole á Joseíto—lo habrás ensoñao tú poique yo habré querío que lo ensueñes.

—Entonces has sío tú la que mos ha man dao á dicir...

—Naturalmente, hombre—exclamó interrumpiéndolo Mariquita.—Si Toñuelo ha vinío, ha sío poique yo le encargué que viniera, y si he vinío yo tamién ha sío por temor de que no sus diera bien y con tiempo el recao y sus metiérais esta noche en el Olivar como unos mansos corderos.

—;Y no se puée saber quién ha sío el que le ha dio con el soplo al mozo de los galones?

Se encogió de hombros desdeñosamente Mariquita y

—Lo que pasa, pasa poique Dics quiere que pase; poique naide está libre de un malillo pensamiento dijo con acento sombrío.

—Pero es que á mosotros mos importa mucho saber quién ha sío el que mos ha jecho esa mala chanaíta.

—¿Y qué te importa á ti eso?

—¿No ha de importárseme, camará? ¿No comprendes tú que el que jace una lo mesmo jace doscientas?

—Pos bien—dijo fríamente la de Montejaque;—yo he sío la que le ha dio con el soplo al tiniente Bejarano.

—Tú habrás montao la escopeta—repúsole sordamente el Mimbrales,—pero túno le has podio poner fuego al misto; tú no sabías el camino por aonde díbamos á echar mosotros; en este mal fregao tenemos que tener entre mosotros un Júas, y si no me dices tú quién es ese Júas, lo mesmo que hoy mos ha vendió, podrá vendemos mañana.

—Ese Júas no es de los que se venden por treinta ineros—exclamó con acento de firme convicción Mariquita;—ese Júas no poía pagalle una traición naide más que una presona... pero no caviles tú ya más, que el que la jizo, en el pecao lleva la penitencia, que cuando yo vi de que era capaz de traicionar á sus compañeros, se me quitaron las ganas de dalle lo que en pago yo le tenía prometío, y no tengas tú cudiao, te ripito, que cuando me pase el mozo la cuenta, ya le enseñaré yo lo que se cobra por una mala partía.

—Está bien, mujer; pero, por lo menos, me podrás dicir cómo siendo tú la que mos jiciste la llaga has vinío tú tamién á darnos la medicina.

—Qué sé yo; poique endispués de jacer lo que jice no púe pegar los ojos en toa la noche, y na... que he vinío poique he vinío y ya rae voy poique me voy.

Y aflojando las riendas á su jaca, hizo gira)á ésta rápidamente, y á poco se perdía de vista tras las pintorescas accidentaciones del sendero Mariquita Rodríguez, la Niña de Monlejaque.

III

La sala de recibo de la casa de la de Montejaqne fulgía al sol que reía en sus ventanas, en las blancas paredes, y en la blanca techumbre; la mesa de pino, los cuadros de caoba que decoraban los testeros; las sillas de enea, ordenadamente colocadas, y dos ó tres macetas de rosas y claveles que aromaban el ambiente con su penetrante perfume delataban la mano incansable y pulcra de una mujer hacendosa.

Mariquita, en la cabeza un amplio pañuelo anudado sobre la nuca; descubiertos los brazos, torneados y pulidos; entreabierto el corpiño en el nacimiento de la garganta; recogido atrás, en la cintura, el vestido de coco, y luciendo los pequeñísimos pies que jugueteaban en zapatos de lona y cáñamo, descansaba de los domésticos quehaceres, gallarda mente retrepada en una silla, en tanto que su tía, la señá Pepa, decíale con expresión de reproche:

—¡Cuando yo digo que tú estas más loca que siete locos perdíos! ¡No me decías jace dos días que por fin estabas dispuesta á casarte y que te dibas á casar con Juan el Esparraguera?

—Cuando yo dije eso sí que estaba yo loca, lo menos cuarenta veces

—Pues miá tú, á mí me parece toíto lo contrario; poique, ¿me quiées tú icir qué es lo que tú le encuentras de malo al Juanico? Poique la verdá es que el hombre no tiée un pero en toíta su real presona, poique güen mozo lo es, y mú simpático lo es, y queriéndote más que á las niñas de sus ojos, y tan arriscao como el más arriscao; y además, mu abrigaíto que está el hombre, poique él ha sabio agenciárselo con el suor de su frente.

Mariquita escuchaba á su tía con ceño fruncido y torva la mirada; todo cuanto aquélla la decía era cierto: burlada en sus ilusiones por el Mimbrales, sólo Juan el Esparraguera había logrado ocupar un lugar de preferencia en su corazón; cuando recurrió á Juan para vengarse de los desdenes de Joseíto, haciendo perder á éste en una emboscada todo cuanto traía para engalanar á su rival triunfante, sin parar mientes, cegada por el despecho, en que por satisfacer sus rencores iba á causar la desgracia, tal vez, de una veintena de padres de familia, estaba decidida á galardonar al traidor, sentíase dispuesta á casarse con él y, á ser posible, antes que lo hiciera con María Joseíto; pero cuando tras una ligerísima resistencia vió dispuesto al Esparraguera á llevar á cabo la traición, á inmolar por amor á ella á todos aquellos en compañía de los cuales había visto deslizarse su juventud, un profundo desprecio sustituyó en su alma la estimación que sintiera por él, y ya sólo de pensar que pudiese exigirle el cumplimiento de su promesa, el pago de su villanía, extremecíase de indignación y de cólera, á la vez que un profundo arrepentimiento atormentaba su corazón, el de haber hecho delinquir de modo tan irredimible á sus ojos al único hombre que hubiera podido borrar en su alma, á fuerza de amor y de caricias, la en ella esculpida imagen de Joseíto el Mimbrales.

—¿Qué? ¿110 es verdad toíto lo que yo te estoy diciendo?—le preguntó su tía.

Sacudió la cabeza la muchacha como si quisiera espantar aquellas ideas que la atormentaban, y

—No, yo no digo que no sea verdá, pero es que yo no quieo casarme; primero, porque no hay mozo que á mí me tire pa tanto, y segundo, porque yo no necesito de naide pa que ni á usté ni á mí mos falte nunca trigo en el troje, tan y mientras no me maten mi Pinturera y puea yo portear en ella una carga de las prensás de Canillas.

—Pero si es que eso no puée seguir asín. ¿No ves tú que el mejor día te entrecoge un alma perra por esos vericuetos y le da la picá y mos busca una ruina?

—Tendría que jacerme yesca; ya ve usté lo que le pasó á Paco el de Almo raima, que bien puée el mozo dalle gracias á Dios de que la ventera me torció la puntería.

Algo iba á objetar la señá Pepa á lo dicho por su sobrina, cuando le hicieron enmudecer algunos golpes que resonaron en la puerta, y una voz que gritaba desde la calle:

—¿Se puée pasar, Mariquita?

—Esa es la voz de Joseíto—exclamó, incorporándose, la anciana.

—Sí, que es su voz—dijo la Niña, dirigiéndose á abrir al recién llegado, el cual, penetrado que hubo en la habitación, tiró el sombrero sobre una silla, sacó un rico pañuelo de seda y exclamó, al par que se enjugaba la sudorosa frente:

—Camará, y qué trote que me he metió yo en el cuerpo por mó de una picara matutera.

—¿Y á qué has venío tú tan corriendo y con el sol en su golfo?

—Pos he venío á poner ca cosa en su lugar; á contarte lo que pasó anoche, endispués que tú te viniste de la venta de los Palmares.

—¿Y qué fué lo que pasó?—le preguntó mirándolo inquieta Mariquita.

—Pos lo que pasó fué, que apenitas tú picaste espuela me fui yo á los muchachos, y, plantándome elante de ellos con la sangre más negra que el betún, les dije que me había dao una corazoná y que díbamos á tomar el camino de Gaucín pa no tener que pásar por el olivar del Panzúo.

—¿Y qué? ¿dijo algo en contra alguno de los de la partía?—le preguntó palideciendo ligeramente la de Montejaque.

—Pos sí, señora, que hubo uno que dijo algo, y ese uno fué Juan el Esparraguera, el cual, arrimándose á mí en su jaco y mirándome de móo que casi me jizo bajar los ojos, me dijo:

—No seas tú asina, Joseíto; mírame á mí cara á cara. Esta noche pasamos mosotros por el olivar del Panzúo, y coste que me has ofendío con no más que haber pensao que pudiera ser verdá lo que te acaba de dicir de mí la Niña de Montejaque.

—Pero entonces...—exclamó ésta mirando con expresión de asombro á Joseíto.

—¡Ná, mujer, ná, tratándose como se trata de un hombre de cuerpo entero!; que el Esparraguera, al ver lo que tú le peías, pensó que si él se te negaba poías tú peirle lo mesmo á otro cualisquiera, y ese otro cualesquiera podría ú no podría ser como él y darmos á tos una esazón mu grande, y por eso fué el decirte él que estaba conforme en dirle con el soplo al tiniente Bejarano.

La Niña miró llena de gozo á Joseíto, no obstante sentir cómo la lealtad del mozo lastimábala un tantico en su soberbia y en su vanidad, pero venciendo en ella su índole generosa:

—Pos si eso es asina, cuando aluego veas á Juan le vas dicir de mi parte que venga á verme enseguía—dijo á Joseíto mirándolo con expresión maliciosa; y acercándose después á una de las macetas, arrancó de ella el mejor de sus claveles, y dirigiéndose de nuevo á aquél continuó:

—Y además, y de parte mía tamién, vas á darle este clavel pa que se adorne el sombrero.

Joseíto rascóse, sin que le picara sin duda, y con todo primor y con solo un dedo el vértice occipital y

—¡Está bien, mujer—dijo con acento resignado—está bien, y quién me diba á dicir á mí que diba yo alguna vez á jacer esta clase de mandaosl

Y minutos después decíale Mariquita á la señá Pepa con voz vibrante de gozo:

—Por fin ha poío usté más que yo con tantas güenas razones como me ha dao, y ahora sí que es verdá, que voy á dalle á usté gusto, porque ha de saber usté que me caso, pero que me caso más pronto que un tiro con Juan el Esparraguera.

En el Polo Norte

I

No empiecen á tiritar nuestros lectores, que no nos proponemos conducirlos á tan glaciales latitudes; que para llegar al Polo de nuestra narración no se hace preciso ir más allá de los límites del barrio de Capuchinos, que antes de traspasarlos nos tropezaremos y nos detendremos, si es que en esto no tienen inconveniente alguno los que nos leen, en el ventorrillo que el señor Currito Cárdenas hubo de bautizar, al establecerse en él, con el título conque encabezamos esta verídica historia.

El día en que aconsejados por la curiosidad pasamos los umbrales del citado ventorrillo, que se eleva dando vista á la población, á los montes y al cementerio, ya el señor Currito habíase ido, á causa de un segundo acosón hemipléjico, al último indicado lugar, y Paco Cárdenas, su sobrino, era el que oficiaba de experto timonel en aquel barco, para el cual parecía que no había hecho la Divina Providencia más que mares en bonanza.

Y bien merecía su propietario que Dios lo mirase con ojos de misericordia, pues con sobra de razón pregonaban cuantos le conocían, su ingénita bondad, y su honradez sin tacha y su varonil entereza, que sólo sacaba á relucir cuando, ahito de razón, tenía que probarle á alguno de los muchos mozos de ácana que frecuentaban su mo de vivir que cuando eran llegadas las ocasiones, sabía él también jugarse á cara ó cruz la integridad de la gallarda persona.

Ya hemos dicho que era el suyo uno de los pocos ventorrillos de esta nuestra tieira natal donde la buena fortuna había olvidado un punto su índole veleidosa y tornadiza, y gusto da penetrar en el establecimiento y ver cómo, á los rayos del sol, relucen las pintadas cuarterolas; la siempre bien fregada solería, las paredes, cuyo intenso blancor manchan acá y acullá y no muy artísticamente por cierto, algunas mal trazadas siluetas de bebedores en grotescas actitudes; el pequeño mostrador forrado de zinc, en uno de cuyos extremos tientan á los inapetentes algunas fuentes de anchoas aliñadas y otros no menos tentadores aperitivos entre los que juzgamos dignos de mención, un Moniunches legítimo á medio consumir y las más gordas aceitunas que dieron hasta hoy, sin duda, los olivares sevillanos.

Y si gusto da ver lo ya descrito, no lo da menos ver la estantería, llena de botellas, adornadas con vistosísimas etiquetas; estantería que cubre el fondo del establecimiento menos en la parte central, donde un pasadizo da acceso á un patio dividido, por cañas y enredaderas en reducidos cenadores, donde, en los meses del estío, buscan refugio apropiado y misterioso, amores de coutrabando y negocios no acreedores á muy lisonjeros adjetivos.

Paco Cárdenas, en el momento en que lo sacamos á relucir, podría contar veintisiete ó veintiocho años, y era de regular estatura, algo metido en carnes, una miajita crecido de abdomen, de tez trigueña, de rostro oval, con grandes y dulces ojos melados, pelo obscuro y boca riente y femenil y que siempre ligeramente contraida dejábale algo al descubierto la limpísima dentadura.

Cariacontecido y meditabundo andaba nuestro hombre el día en que penetramos en el ventorrillo y razón más que sobrada tenía nuestro hombre para andar con el cuerpo desazonado, pues al ir el día anterior al pueblo á decirle á Clotilde una vez más que no habíase casado él como Dios manda y la Santa Madre Iglesia dispone, para vivir en su casa más solito que la una, habíale respondido aquélla con acento de enérgicas inflexiones:

—No y no, y catorce veces no; yo no me voy del pueblo; yo no dejo á mi madre ni manque me lleves en un automóvil; bien te lo dije antes de que nos casáramos, y si á la fuerza me llevaras contigo cien veces, otras cien yo te cogería las vueltas y otras cien me volvería.

—No; si yo de tí no quiero na á la fuerza—habíale respondido él.—Si yo lo que quiero es que te vengas de buena volunta; si esto que á mí me pasa no le pasa á nadie; esto de que yo viva en un majuelo y mi paloma en un olivar, eso no lo manda un divé y yo me voy á morir de ducas y de jachares si tú tardas mucho en venirte conmigo; porque yo no pueo vivir sino teniéndote á la mía verita, y arullándote y queriéndote, y respirando lo que tú respiras y mirándome en las niñas de tus ojitos serranos.

Y al decirle aquello que le había subido desde el corazón á la boca, hubo un momento en que se creyó victorioso, porque oyéndolo, á Clotilde habíasele demudado el semblante y habíansele llenado los ojos de dulces é intensas claridades; pero aquello duró solamente un segundo, y aquella tarde tuvo —como tantas otras que regresar á Málagalleno de sombras el corazón y de sombras el pensamiento.

Y pensando en su malita fortuna estaba nuestro mozo, cuando apareció en una de las puertas del ventorrillo el señor Cristóbal Heredia, uno de los decanos de los rabadanes del pueblo donde Clotilde lucía sus ardientes incentivos.

—¿Qué es eso, señor Cristóbal, le pasa algo á mi Cloto?—exclamó Cárdenas avanzando precipitadamente hacia el recién llegado.

—No te asoliviant;s, zagal, no te asoliviantes,—repúsole aquel con reposadísimo acento—que no le pasa nafta á tu rosita trempana.

—¡Camará y qué vuelco que me ha dao, al verlo á usté, el corazón! Como casi nunca tengo yo la suerte de que entre tanto bueno por mis puertas, y hacía ya tantísimo tiempo que no venía usté por aquíl—exclamó Paco estrechándole la mano que aquél le tendía.

—Pos no tiés que asustarte de naíta, camará, que tiés menos corazón que puée tener una paloma zurita.

—Y entonces, ¿cómo ha sío eso de que usté se acuerde de que yo vivo en el mundo?

—De eso siempre me acuerdo yo; pero como siempre que viée uno trae los minutos contaos pos velay tú!; pero esta madrugá vine con un puñao de armendras, y como jasta mañana no cierro el trato, pos me dije yo: ya que hoy tengo tiempo, pos voy á empleallo en lo que más sea de mi gusto, y diciendo esto, le apreté la cincha á los brodequines y aquí me tiés ya pa que me convíes tú ó pa que yo te convíe.

—Pero que mu bien pensao que ha estao eso, y le agradezco el favor, porque un favor es: que no siempre se encuentra manque se busque con candiles un hombre con quien tener un rato de plática, un hombre como usté, con pesqui y con esperencia y con el corazón en la mano.

—Pos mira tú, en quitando lo del pesqui, lo que es en esperencia y en güen fondo, no quieo yo que haiga naide que me quite la bandera

—¡Pus por qué lo digo sino porque me lo sé de memorial Y oye, tú, Pepe—añadió Paco dirigiéndose al mozo que con las mangas de la chamarreta arrolladas ocupábase en enjuagar copas y vasos en una de las piletas del mostrador—á ver si nos llevas al patio dos copas y dos botellas y dos petates, por si las botellas nos jacen traición, que esas charranas son algunas veces mu malas y traicioneras.

Y cuando ya nuestros dos amigos hubieron dado fin á las dos citadas traicioneras, con más una de propina que hubo de agregarles el mozo, dejó Paco escapar un suspiro y exclamó con expresión melancólica:

—Por esto no me gusta á mi beber, señor Cristóbal; porque á mí el vino to se me vuelve tristeza y puñalás que me peguen.

—Esa tristeza es propiamente tu perdición; esa tristeza es la que á tí te pierde, y eso no soy yo solo quien lo dice, sino que lo decimos tos en el pueblo, porque toítos estamos al cabo de la calle de to lo que á tí te pasa; como que cuando tú te casaste tos lo ijimos: güena y bonita y jacendosa y honrá es la Cloto, pero larga, y más que larga le va á venir al probe Paco, porque Paco es güeno, porque pa güeno lo parió una estrella, que una estrella fué por lo bonita la que á tí te trajo al mundo, y al probe le va á venir larga Cloto, poique Cloto está mu mimá, mu realenga; mu acostumbraílla á jacer su gusto, y aluego... aluego—tú no te vayas á ofender,—aluego que tos creemos que si mucho te quiée á tí la zagala, quiée más, pero que muchísimo más, á aquella de quien mamó los calostros.

—Dígamelo usté á mí, á mí, que he peleao con ella más que peleé en la manigua porque se venga conmigo, conmigo, con su hombre, con el que pa eso se casó con ella; pero ¡que si quieresl ¿Sabe usté la que me contesta siempre? Pos lo que me contesta siempre es que como su madre dice que la sombra de su difunto no sale del pueblo, ella no se va del pueblo manque la jagan catite; y que como su madre no sale del pueblo manque la jagan catite, ella no se va de la verita de su madre ni manque la jagan merengue, ¿usté se entera?

—¿Y tú por qué te viniste del pueblo? ¿Por qué no te queaste allí pa no pasar tantísimas esazones?

—Porque no podía ser, por dos motivos; porque yo no podía seguir de aquella manera; porque yo no he nació pa zángano, ni pa vivir á costa de mi mujer, y porque mi tío cuando me mandó llamar, lo hizo porque tenía medio cuerpo muerto y no tenía á naide más que á mí que velara por sus cuatro ochavos, y á mí, mi tío, que Dios tenga en su santa gloria, me había servio de padre y de madre, y si no me sirvió de nodriza fué porque le faltó con qué, porque yo cuando andaba á gatas me quedé solito en el mundo, sin más calor que la suya, y este negocio, bien llevao, es un cortijo en la vega, pero traspasao ú mal vendió no vale ni lo que muele un silquero; y mi tío me hizo estas reflerciones, y después de hacerme estas reflerciones se me queó un día hecho un pajarito entre las manos, y como no era cosa de echarlo to á roar y de tirar el negocio, y mucho menos cuando Cloto está acostumbra á tener sombrilla cuando llueve y yo necesito tener agenciao pa que cuando ella se en cuentre sin más sombra que la mía pa que no eche de menos ni gloria santa porque ya sabe usté que su madre se está comiendo lo que dejó su difunto, pos naturalmente, pasó lo que tenía que pasar, que es lo que como usté comprenderá, á ella y á mí nos convenía.

—¿Pero hombre que malita que fué la tentación que te dió á ti de dirte á jechar los perros en aquellas abulagasf

—Casolidá, señor Cristóbal, casolidá; que lo que tié que pasar, pasa; yo si fui al pueblo fué pa rematar un trato que tenía ya jecho mi tío, que en gloria esté, y vi allí á mi Cloto, y apenitas la vi me quedé como perlático y qué quiée usté; ella me puso por condición pa casarse conmigo que no se había de mover de su jornacina, y yo, que estaba que echaba más jumo que una calera, entré con toas como la romana del diablo, con la esperanza de que aluego, con tres simbelás y tres trinos de chamarí la metería en la malla y haría ella mi gusto; pero, ¿qué si quiées, camaráf me salió la jaca jaco y galgo el pachón, y aquí me tié usté pagándole to los días dos velas á Santa Rita, que di cen que es la abogá de toítos los imposibles.

—Pos to lo que á tí te pasa, te pasa cuasi porque tú quiées, porque lo que es á mí, yo te juro que lo que es á mí no me pasaba.

—jQue no le pasaba á usté? Pues dígame usté cómo se jacen esas migas, porque ya sabe usté, una de las obras de misericordia es enseñar al que no sabe.

Y durante largo rato siguieron hablando el viejo y el mozo, hasta que aquél puso fin á la conversación levantándose y diciendo:

—Y lo dicho, dicho y ya verás tú cómo á la corta ú á la larga va á salir el sol pa tí y te vas á alegrar con to el corazón de haberme conocío, y vas á dir pregonando por toas partes que soy cuasi un jechicero; pero sa menester que me pagues el favor dándome hoy de comer y de beber to lo que el cuerpo me pía.

—Vaya! Y per lo pronto me voy en coger un castellano pa con arroz que pesa quince veces tres quintales—repúsole Paco dirigiéndose al corral con el semblante ya menos ensombrecido y menos melancólica la mirada.

II

Cuando el señor Cristóbal penetró al día siguiente en el pueblo jinete en su Careto, con las alforjas bien repletas de encargos y abierta la enorme sombrilla de seda roja para resguardarse del sol, variando el itinerario que tenía por costumbre seguir se dirigió hacia la calle donde Cloto vivía.

—Puée que esté cosiendo en la ventana—pensó el señor Cristóbal.—Y no se equivocó por cierto en sus presunciones, pues al pasar vió en ella á Cloto, bella, limpia, cuidadosamente peinada é inclinada sobre la costura, mientras su madre, á su lado, las gafas sobre la corva nariz, daba fin con manos vertiginosas á una calceta, y la señá Robustiana, su tía, peleaba á cabezadas con el sueño en una algo y más que algo deteriorada poltrona.

—¡Dios guarde á lo más bonito que Dios puso en la provincia!—exclamó el señor Cris tóbal refrenando el paso de su pacífica cabalgadura.

—Venga usté con Dios, y muchas gracias por el requiebro—repúsole sonriendo Clotilde.

—¿De Málaga, ehf—le preguntó con voz cascada la señá Dolores.

—De Malaguita, de Malaguita la bella, es de aonde me trae este condenao, al que se le van aflojando ya mucho los corvejones.

—¿Y qué, ha visto usté al pasar á mi Paco?

—Vaya, no sólo lo vide, sino que anoche anduvimos juntos y cuasi, cuasi de juelga. ¡Y vaya si se canta tu hombre, camará, cuando se mete en jarina, que se cantó anoche unas carceleras, que jicieron un alboroto!

—jComo que canta como los mismísimos ángeles! ¿verdá?—exclamó orgullosa Clotilde.

—¿Conque de juelguecita, eh?—refunfuñó la señá Dolores dando un punto reposo á sus manos esqueléticas y renegridas.

—De cuasi juelga—repúsole el viejo sonriendo maliciosamente;—poique pa juelga le faltó cuasi lo más necesario.

—Pos mire usté, yo no creía que mi hombre estuviera de humor, de juelgas ni pa jacer gorgoritos. (Como siempre que viée á verme parece que tiée el corazónen gurruñao!

—To es jacerse á una cosa, y como á la fuerza dan garrote, y como Dios nos ha dao el entendimiento pa pensar y pa reflercionar, tu hombre se habrá dicho que de lo malo sale lo güeno, y que to menos la muerte tié cura, y que los tiempos hay que tomarlos conforme vienen, y lo que él me decía ayer en confianza...

—¿Y qué era lo que le decía á usté ayer en confianza mi Paco?—preguntóle Clotilde al viejo con expresión ya menos sonriente.

—Pos te diré. El hombre me decía que él diera los ojos de su cara por tenerte á la ve rita suya, pero que comprende que toa la razón la tiées tú manque él no te lo diga, porque le duele tener que dar su brazo á torcer; pero él comprende que tu madre jace bien en no querer dirse del lao de la sepurtura de su marío, tu padre que de Dios haiga:, y además dice que no jaces tú na demás, sino mu bien y mu requetebién, en no premitir en asepararte de la que te echó al mundo, porque la que no es güena hija no puée ser nunca ni güena mujer ni güena compañera.

—¿Eso, eso dijo?—exclamaron casi al unísono y con expresión de asombro las tres mujeres.

—Eso dijo; pero tengan ustées en cuenta que eso me lo dijo el mozo en confianza; así, pues, señá Dolores, y usté, señá Robustiana, y tú, Clotildilla, por tu salú que no te sus vayáis á dir de la lengua con él, mia que tu Paco tiée el genio mu súpito y el haberos yo dicho lo que sus he dicho podría costarme á mí un ojito de la cara.

—No tenga usté cudiao—exclamaron las tres mujeres y el señor Cristóbal:

—En eso confío—murmuró—conque hasta la vista, señoras—y taconeando fuertemente en los hijares de su cabalgadura se alejó rápidamente de la entreabierta ventana.


Siete ú ocho días transcurrieron antes de que Paco Cárdenas volviese á visitar á Clotilde, lo que hizo un domingo en que cielo y tierra lucían sus galas más espléndidas, en que el sol llenábalo todo de luz y calor, en que parecía de zafir el horizonte y de cristal purísimo el espacio; en que piaban alegremente las golondrinas y en que las gentes discurrían por las calles en sonoro y animado bulle bulle y llamaba á los fieles con sus melancólicos tañidos la campana de la iglesia.

Y penetró Paco en el pueblo luciendo su gallarda apostura sobre su caballo, que ostentaba de vivos colores el flamante aparejo redondo: y llegó á casa de Clotilde, la cual habiéndolo visto desembocar en la calle, esperábalo ya con cara un tanto mohína y cejijunta, en la puerta; saltó en tierra lleno de agilidad, y díjole á su mujer, sonriéndolecariñosamente, al par que ataba el caballo por la brida á los hierros de la ventana:

—¡Dios te bendiga, salero, y qué ganitas que tenía yo ya de ver tu cara morena!

—¿Pero por qué no metes el caballo enla cuadra?—le preguntó aquélla con acento mal humorado.

—Pos no lo meto porque me tengo que dir en seguiíta; hoy no debía haber venío, pero si paso un día más sin verte me da el tifus ó el cólera, ó se me salta uno de los bordones del corazón.

—¿Que ties que dirte deseguía?—le interrogó Clotilde, sin hacer caso de sus cariñosas frases.

—Sí, mujer, pero no te enfades, ¿eh? es un compromiso, compromisos y cosas que tenemos tos los hombres; pero vamos pa entro. ¿Aonde está tu madre y por onde anda tu tía?

—Aquí estoy, hijo mío, aquí estoy—exclamó aquélla saüéndole al encuentro presurosa.

Paco ya en el zaguán, dió una cariñosa palmadita en el hombro á la señá Dolores, y ciñéndole con el brazo la cintura á su mujer, le dijo:

—¿Pero qué es eso? ¿Qué manera es esa de recibir al hombre que más te quiere? ¡Pos ni que te debiera yo el alquiler de la casa!

—Pos si señor que me lo debes; que tengo yo que ajustarte á tí unas cuentas, y sobre tó, que no quiéo yo que te vayas hcy, sino que te quedes hasta mañana. ¿Tú te enteras?

—Pero, mujer, ¿no te digo que no pue ser? ¿Si pudiera ser necesitaría yo que me lo pidiera dos veces esa boquita granate?

—¿Pero qué compromiso es ese tan grande que tienes tú?

—Pos na; un negocio que tengo que arrematar con unos amigos.

—¿Con unos amigos, ó con alguna amiga? Y esto lo preguntó Clotilde con el semblante ligeramente contraído.

—¡AmigasI ¡Pa qué quiéo yo más amigas que tú! Yo no la había de encontrar ni más bonita ni más güena.

—Di que sí—exclamó la señá Dolores,—di que sí; más bonita la puée encontrar cualisquiera detrás de ca mata y debajo de ca piedra; pero en lo tocante á lo segundo, ¡lo que es en lo tocante á lo segundo, en eso sí que no ha nació la que le lleve la palmal

—¡Dígamelo usté á mí! Pero, vaya, nos sentaremos un ratillo, me fumaré dos cigarros, le daré gusto á mis ojos mirándote esa maravilla que Dios te puso por cara y... ¡y jarre al jarre! Pero no te enojes, que yo te prometo que volveré en cuantito pille un rayito de luz, y que me estaré aquí to el tiempo que hoy te tengo que regatear manque como íce la copla:


El corazón se me salga
por darte gusto á los ojos.


—Y una hora más tarde, y después de depositar el beso de despedida en labios de su mujer, montó Paco de nuevo en su caba llo y se alejó, no sin volver la cabeza repetidas veces para ver á Clotilde, que en aquella ocasión no se asomó á la puerta como tenía por costumbre.

III

Un mes transcurrió sin que á Cloto le fuese fácil desarrugar el entrecejo. Las visitas de Paco eran cada vez menos frecuentes, y además de menos frecuentes, más rápidas, aunque cada vez más expresivas y cariñosas, al parecer. Aquello habíala llegado á preocupar grave y hondamente; su marido empezaba á no echarla mucho de menos, y si no la echaba tanto de menos, aque llo sería por algo, y aquel algo, sin duda, no podía ser otra cosa que una mujer. ¡Una mujerl Sí, indudablemente aquello que ella sospechaba era cierto; y á ella no debía extrañarle, porque la verdad era que Paco vivía solo, completamente solo, y Paco era joven y buen mozo y se cantaba como una alondra y tenía siempre cinco duros en el bolsillo y...

Y Clotilde, pensando en aquello, perdía poco á poco el apetito y el sosiego y tenía siempre llena la cabeza de celosas cavilosidades que el Sr. Cristóbal parecía querer aventar muchas veces, diciendo:

—No seas asín, mujer, no seas tonta, que estás tonta der tó! Tu hombre no es capaz de faltarte, tu hombre no ve más que por los ojos de tu cara; y manque es verdá que si él quisiera mujeres, mujeres tendría, más que tordos los olivares, porque el zagal es muy simpático y tié mucho rocío y mucho don de gentes, hablando en plata, la verdá es que entoavía no se ha escurrió en naíta y si se ha escurrió, yo te juro á tí que lo que es yo no me he enterao.

Y, como es natural, de cada palique con el señor Cristóbal salía Clotilde con el corazón más y más dolorido y más y más negro el pensamiento, lo que fué agriando de modo tal su carácter, que llegó un día en que su madre hubo de decirla con acento quejumbroso:

—Mira, hija mía, yo te lo digo: esto no pué seguir asín; á tí te ha salió un zarzal en cá poro, y pa darte los güenos días va jaciéndose necesario jasta ponerse careta; ángeles que pintemos tu probe tía y yo, demonios que te parecen, y si tó este sin vivir que de pronto se mos ha metió por las puertas, y toíto este jerre que jerre, es por mo de Paco, de tu Paco, á quien bien podían...

—Deje usted á mi Paco quieto, que demasió güeno es mi Paco que no se mete con naide—exclamó con voz irritada Clotilde, interrumpiendo bruscamente á su madre.

—No te sofoques, mujer,—repúsole ésta—que yo no diba á ofender á tu Paco, y, en fin, que si tó esto que pasa es porque tú ties ganas de dirte con tu mario, pos bendita, con él, de Dios vayas, manque á mí se me parta el corazón y se me pudra la sangre.

—No tié usté razón, madre, pero que ni chispa de razón en lo que dice; por no separarme de la vera de usté, yo que quiero á mi Paco más de lo que yo creía, estoy aquí y de aquí no me mueve un terremoto, pero tan y mientras yo estoy aquí, él me va perdiendo el cariño y tan y mientras él me va queriendo á mí menos, yo á él lo voy queriendo más, y más y más, y yo ya no vivo, sino que vivo muriéndome, ¿usté sabe? muriéndome y á tó esto, yo sin chistar tan siquiera.

Y fueron pasando días y días y uno por la mañana.

—Dentro de un rato tendrás ahí á tu hombre—dijo á Clotilde el señor Cristóbal penetrando en la casa; y

—;Va á venir?—exclamó aquélla, en cuyo semblante puso sus misteriosas irradiaciones la alegría.

—Sí que va á venir, pero hoy tamién va á ser de meico su visita, poique según me ha dicho tié que dir al casorio de un amigo.

A Clotilde un color se le iba y otro se le venía oyendo al viejo, y cuando aquel hubo concluido díjole procurando ocultar su profunda inquietud:

—Vamos, mejor; asín se divertirá más; y usté, usté que dice que me quice tanto y más cuanto, usté le habrá aconsejao fijamente que no sea tonto, que la vía es corta y que hay que aprovecharla, que el que sabe vivir va con una mano por el suelo y otra por el cielo;, que lo que disfrute eso será lo que se encuentre, ¿verdá, señor Cristóbal, que usté le habrá dicho toíto eso á mi marío?

Y la voz de Clotilde al decir aquello resonó sorda y vibrante, y á la vez se le llenaron delágrimas los hermosísimos ojos.

—Válgamela Verónica, mujer, y qué jabón que me estás dando—exclamó conmovido por el llanto de la muchacha el señor Cristóbal.—Y yo, ¿cómo había de pensar que á tí había de rejalearte el que tu hombre se divirtiera un rato de giiena manera con varios de sus amigos?

—¡Con sus amigos! ¡Si se creerá usté que 3o ya no me sé de memoria que si mi Paco no viée más que de higos á brevas es porque alguna mala mujer me lo está engriyendol ¡Si se creerá usté que yo estoy tonta porque sufro y callo y no digo esta boca es mía! ¡Si se creerá usté que estoy yo en Limbo como los niños llorones!

—No le haga usté caso, que está loquita perdía—díjole al viejo la señá Dolores, mirando de modo adusto á su hija.

—¡Sí, loca! No me haga usté caso, ¿pa qué? si yo estoy loca, pero que loca del tó, pero que loca de remate.

—Vamos, mujer, no seas asina; camará y con la ovejita mansa. ¡Vamos, mujer, que me has dejao jecho tó una peana! Y vamos á ver: ¿á tí quién te ha dicho tó eso, quién ha sío el que le ha alevantao ese falso testimonio á quien no se lo merece?

—¡Si necesitaré yo que nadie me lo diga! Paco, mi mismo Paco me lo ha dicho; él, él mismo, con su manera de hablar y de mirarme y de portarse conmigo. ¿Se piensa usté que si me quisiera como me quería haría él lo que hace? No, señor Cristóbal, no y cien veces no, no lo haría; y si lo hace es porque ya no me quiere; y si no me quiere es porque tiene puestos en otra mujer sus ojos.

—Pos, mira, te voy á hablar á la barda, como si fueses el confesor. Yo creo que estás dequivocá hoy por hoy; yo creo que estás dequivocá der tó, pero yo te digo una cosa y esta cosa es que cuando se tiée una jaza, una güena jaza y no hay en ella espantajos, está muy expuesto el amo á que se coman el trigo los gorriones; eso es lo que yo te digo, y al buen entendeor con media pala bra basta, pero en eso allá tú, poique á mí no me gusta meterme en camisa de once varas, y más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena, pero que te coste á tí que á veces penas se lloran que pudieron haber sío alegrías, y, en fin, perdona si en algo te otendí sin querer y no me tomes tirria, que yo te quiero á tí bien y me sabrían á retama tus rencores.

Y el señor Cristóbal, sin atender á lo que Clotilde y la señá Dolores le decían, salió precipitadamente de la casa.

IV

—No te vayas hoy; por Dios y por su Santísima madre te lo pío—díjole Clotilde con acento tan dulce, tan suplicante, á Paco, que este tuvo que echar mano á todo el repuesto de sus energías para responderle.

—Si no pue ser, chiquilla, si es que tengo un compromiso mu grande.

—Eso es que ya no me quieres tú; eso es que quiées á otra, á otra que te está esperando.

Y á la idea de que pudiera ser cierto lo que tan rotundamente ella misma afirmaba, no puao reprimir el sollozo.

—No llores, mujer, no llores; yo te juro que yo no quieo á ninguna mujer más que á tí; á tí, prodigio; á tí, que eres el recreo de mi ojos.

—No, no; too eso es mentira. Tú me engañas, porque te da lástima, y si es verdá dame gusto y quéate, quéate hoy, Paco, quéate hoy y otro día haces lo que tú quieras; pero hoy no, Paco, hoy no. Mira que si te vas me vuelvo loca; mira que cuando vuelvas me vas á encontrar amortajaíta y con cuatro velas; mira que tengo celos, mira que...

—¿Celos tú? ¿Y de quién? ¡Como si á Dios, después de hacer tu cara, le hubieran quedao fuerzas ni voluntá pa hacer otra cara como la tuya! Vamos, mujer, no seas tú asín, y si no te doy gusto, creelo, por tu salusita te juro que si no te lo doy es porque tengo empeñá mi palabra, y los hombres no faltan á su palabra.

Clotilde quedósele mirando con honda, con tristísima, con desesperada expresión de ira, de celos, de ternura, y tras algunos instantes de angustioso silencio, dijo impetuosamente:

—Pos bien: yo te he dicho que no quiero que tú vayas á esa fiesta; pero vas á dir, te vas á salir con la tuya; pero no del tó, porque lo que es solo... solo no vas tú... yo te lo juro; solo no vas, porque yo no quiero que vayas solo.

—Si yo nunca voy solo á ninguna parte; chiquilla si yo siempre te llevo á tí colgá de mi pensamiento.

—No; pero es que ahora no me vas á llevar en el pensamiento es que hoy me vas á llevar contigo.

—¿Y cómo te vas á venir conmigo, chiquilla, cómo te vas á venir conmigo, si yo he venío á caballo?—exclamó Paco sin poder casi ocultar la alegría que se le desbordaba en el alma.

—¿Que cómo? ¡Pos mu bien, á la grupa de tu caballo!

—Pero, chiquilla, ¿quién te va á traer mañana? ¿Te vas á venir sólita?

—Eso ya lo veremos; si no me vengo mañana, me vendré pasao, y si no otro día, y si no, cuando tú quieras; pero lo que es solo, solo no vas tú hoy á esa fiesta, porque no, porque no me da á mí la repotentísima gana.

Y una hora después, en tanto que el señor Cristóbal les veía partir con el júbilo retratado en el rugoso semblante desde un corte de terreno, en las afueras del pueblo, y las dos viejas lloraban silenciosas, cada una en un rincón de una de sus habitaciones, mirándose mútuamente de cuando en cuando con insondable tristeza; á los rientes rayos del sol en un ambiente primaveral y bajo un cielo radiante, cruzaba la polvorienta carretera flanqueada por ventas blanquísimas, por copudos árboles y por apiñados pencares, al airoso trote castellano de su gallardo Cartujeño Paco Cárdenas, á cuya cintura aferrábase Clotilde con ansias de amor y de caricias, luciendo rojo pañuelo de crespón de largo flecaje, falda que dejábale al descubierto los pies casi invisibles, primorosamente calzados y, á modo de riquísimo joyel, el puñado de flores nítidas y carmesíes conque se hubo de adornar al partir la obscura y rizosa y espléndida cabellera.

Cascabeles

I

¿Que por qué José Galindo, alias Cascabeles, iba una mañana de primavera á todo el galopar de su potro Pinturero por los montes de Arriate, canana al cinto y escopeta al arzón, dispuesto á eclipsar las glorias de aquel de quien aún canta el pueblo andaluz con melancólico entusiasmo


«Ya murió José María,
el que á los ricos robaba
y á los pobres socorría»?


Caía el sol como una caricia de oro sobre la plaza del pueblo; cegaban á su luz con su intenso blancor los bien enjabelgados muros de las humildes viviendas; fulgían los balcones cual reducidos jardines donde derrochaba sus más vivos colores la rica flora andaluza; lucían el cielo su más radiante azul y su más pura transparencia el espacio; allá á lo lejos erguíase la cordillera cubierta en sus faldas de frondosas espesuras; por el fondo del valle deslizábase el río brillando como de acero entre sus márgenes cubiertas de florecientes verdores.

Al amparo de la sombra que proyectaba la antigua iglesia, rendían culto á la molicie los más caracterizados holgazanes del villorrio; alegres y bullangueras, engalanadas con vistosos pañolones, charlaba y reía un bandurrio de mozas, en torno á la vieja fuente.

Delante de la puerta del casino, con los brazos atrás, divorciadas las piernas, la gorra de cuartel sobre la coronilla, lacias las guías del pobladísimo y largo bigote rubio, mal abotonada la deslustrada guerrera, contemplaba el cabo Vidondo—jefe del puesto—como con dulce delectación, el alegre bulle bulle de las de los cántaros, entre las que no faltaban alguna que otra que correspondiese á las del arrogante veterano con miradas capaces de encenderle el polvorín al hombre de índole menos pasional y mujeriega.

Junto al cabo, jinete en una silla, cruzados los brazos sobre el espaldar y casi del todo oculta la cabeza bajo el amplísimo cordobés, parecía dormitar el señor Curro el Campechano, y decimos que parecía, porque incorporándose de pronto en perezosa actitud y tras poner en tensión sus músculos y abrir la boca en un formidable desperezo, exclamó dirigiéndose á Vidondo al par que miraba hacia una de las callejas vecinas

—Camará, cudiao que ha granao bien y que se ha puesto más rebonica que el mesmo sol, Rosarillo la Trempana.

—¿Esa que viene por enfrente de casa del MatuteroP—le preguntó Vidondo siguiendo con mirada curiosa la del señor Curro.

—La mesma que viste y calza.

—Sí, que es una moza superior—dijo el cabo tras contemplar durante algunos instantes, no sin tener que colocarse la mano á modo de pantalla sobre los ojos á la por aquel aludida, la cual, con un cántaro sobre la cabeza, un gran pañuelo color de púrpura al talle y limpia y crugiente la falda de percal, avanzaba hacia la fuente con paso lento y cadencioso.

—¡Como que es un fenómeno de bonita!—dijo el señor Curro—tan fenómeno que no le diré más á su mercé si no que en Faraján, aonde ha estao hasla ahora, ha sío tan y mientras ha estao allí la moza de más bandera de toítas las del pueblo, ¡y mié usté que Faraján es uno de los pueblos que se las traen en eso del mujerío!

—Pues yo voy á ver si la veo una miajita más de cerca—dijo Vidondo.

Y diciendo esto se dirigió hacia la Temprana, al llegar junto á la cual se detuvo en firme, apoyó una mano en el sitio en que solía hacerlo sobre la empuñadura del sable, se atusó con la otra el larguísimo mostacho, inclinó el busto á lo galán, sonrió apicarada y amarteladamente y dijo á la muchacha con voz dulce y zalamera:

—¡Qué lástima! ¡pero qué lástima más grande que una moza tan rebonita como ustétenga que venir también con el cántaro á la fuentel

Rosarito miró irónica y desdeñosa por encima del hombro al enamoradizo veterano, y después, ahuecando la voz y abriendo extraordinariamente los ojos, exclamó:

—Qué lástima! jpero qué lástima más grande!

Una explosión de risas mal comprimidas acogió la burla de la Temprana, y disimulando el cabo el mal efecto que esto le produjera, se aproximó más á Rosario con aire cómicamente amenazador y le dijo sonriente:

—Como vuelva usted á burlarse déla autoridad, la cojo á usté con esa carita que le ha robao usté á la Virgen de la Pena y le ato á usté esas manos que son dos lirios y en un calabozo se va usté á pudrir con sus ojitos charranes y con su cuerpo gitano.

—Mire usté que está ahí Joseíto el Cascabeles—dijo á Vidondo en aquel momento el señor Curro, señalándole con la vista un mocetón alto y fornido, de largo talle, de piernas robustas, de tez curtida por el sol, de facciones agitanadas, grandes ojos obscuros, boca juvenil, de labios abultadísimos y pelo negro y rizoso que le caía sobre las sienes en encrespados mechones.

—¡Y eso á mí qué es lo que me importa!—exclamó Vidondo mirando como sorprendido por la advertencia al Campechano.

—Es que Cascabeles es el novio de Rosarito.

Se encogió de hombros aquél, y acercándose de nuevo á la muchacha, le dijo mirándola con descarada codicia:

—¿Se ha enterao usté bien de lo que yo le acabo de decir á usté ú será preciso que se lo diga dos veces?

Joseíto, para el que no había pasado inadvertido detalle alguno de la escena que acababa de tener lugar, se acercó lentamente á Vidondo y le preguntó en reposada actitud y con acento apacible:

—¿Se pudiera saber qué es lo que su mercé va á tener que decille dos veces á mi Rosario?

Contempló como sorprendido el de los galones, por tal osadía á Joseíto, y

—¿Quién eres tú pa venir á hablarme á mí sin que yo te dé mi permiso?—le preguntó midiéndolo de arriba abajo con una mirada desdeñosa.

Cascabeles quedó un punto como desconcertado ante la inesperada pregunta, centellearon sus ojos con en ellos insólita expresión de fiereza, y tras un breve silencio, exclamó acercándose á aquél con las manos crispadas y el semblante contraído.

—Y tú, ¿quién eres tú, pa amenazar á Rosario?

Hubo un segundo en que todos los allí reunidos sintieron correr el calofrío por sus venas; en que algo trágico pareció flotar en aquel ambiente tan risueño y luminoso; los guarecidos del sol en el atrio del templo se aproximaron á los que contendían; las muchachas miraban hostiles al cabo, el cual comprendiendo que en aquel lance eran todas las suyas las contrarias, al acordarse del uniforme que vestía; dominó los impulsos de su índole brava y pendenciera y

—No se hable más de esto—dijo—la culpa tengo yo de todo lo que me pasa.

—oa, pelillos á la mar—dijo en aquel instante interponiéndose entre ambos rivales el señor Juan el Pimpollo.

Y minutos después se alejaba de la plaza Rosario en compañía de Joseíto, mientras Vidondo, situado de nuevo delante de la puerta del casino, murmuraba á la vez que ponía una mirada francamente rencorosa en Cascabeles:

—Puede que algún día quiera Dios que yo te dé á tí lo que tú te has mereció.

II

Cuando Joseíto, tras acompañar á su vivienda á Rosario volvió á la plaza,

—Camará, agüelito, y qué mal encarao que lo ha puesto á usté la miajita de jarana:—dijo sonriendo al señor Juan el Pimpollo.

—Es que—repúsole el viejo—estoy pensando en que de aquí pa alante sa menester que te andes con la mar de pupila con ese pajarraco con quien has tenío el enganche, poique ese pajarraco es un alma condená que lo mesmo mata un hombre en una jerriza que un zángano en un lentisco.

Se encogió de hombros Cascabeles y

—Eso está por ver entoavía—dijo—que antes que ese hombre me estornúe á mí una vez tan siquiera, le digo yo á él Josús lo menos cuarenta veces.

—¿Qué ha sido lo que le ha pasado á usté con Joseíto el Cascabeles, mi primero?—preguntó el guardia Cárdenas, uno de los de su mayor confianza, al jefe del puesto, el cual retrepado en una mecedora en el patio de la casa cuartel, procuraba dominar la ira que hervíale en el corazón como revuelto oleaje.

Vidondo contó á Cárdenas lo ocurrido, con voz sorda y vibrante; Cárdenas le hizo una atinada observación.

—A nosotros nos pasa lo que á los curas; lo que en otro hombre cualquiera suena como un pito, en nosotros suena como un barreno.

Vidondo, en el que empezaba á imponerse la reflexión, asintió á lo dicho por su subordinado con un movimiento de cabeza, y momentos después preguntaba á éste con mal fingida indiferencia:

—Y oiga usted, ¿quién es esa á la que dicen la Temprana?

—Pues esa, según me han dicho, es una hija de un tal Paco el Tormenta, que murió hará cosa de un año en Faraján, y como la muchacha no ha podio seguir viviendo con la madrastra que, según dicen, es un lobo, pues se ha venido al calor de una tía que tiene aquí, que es la señá Frasquita, la viuda de Pedro el de los Palmares.

—Pues una jembra de una vez está la zagala.

Cuando Vidondo volvió á quedar á solas, no pudo impedir que la imagen de Rosario hiciera á su imaginación una nueva visita paseándosele por ella tal como la viera dirigirse hacia la fuente con su andar lento y cadencioso, con su seno espléndido, con su talle cimbrador, con su cadera arrogante y bien contorneada, con su pelo negrísimo, con sus ojos de oriental abolengo y bañada toda ella en sol, graciosamente recogida la falda que dejaba ver el pie breve y toscamente calzado, y llevando sobre la cabeza el cántaro del agua con gentil desenvoltura.

Al siguiente día volvió el cabo á situarse a la misma hora, en la puerta del casino, pero Rosario no acudió aquel día á la fuente, lo cual no dejó de causar á nuestro incipiente enamorado un profundo despecho, despecho que acreció al parecerle sorprender una sonrisa maliciosa en los labios de Joseíto, el cual departía animadamente á la sombra del templo con algunos de sus amigos.

Disimuló su contrariedad y aquella tarde pasó repetidas veces por la calle en que vivía la Temptana, sin conseguir otra cosa que ver cerrarse de pronto las momentos antes abiertas de par en par puertas de la casa y de los balcones.

Cuando aquella noche se acostó Vidondo, á poder leer en su pensamiento su legítima dueña y señora, segurísimos estamos de que poco hubiese tardado esta en entablar la demanda de divorcio, y con mucha más razón teniendo en cuenta lo que una vecina oficiosa habíale dicho aquella mañana que le dijo con acento compasivo:

—¡Ay, doña Fuensanta, y cómo se le conocen á usté en lo nublao de los ojos las penas que está pasando I

—¿Pero es que yo tengo los ojos nublaos?

—Vamos, señora, no se tape usté conmi go; demás sabe usté que yo soy mismamente un pozo... ¡Qué hombres, Josús, qué hombres!... comoel mío... mismamente como el mío... poique, créalo usté, que no es de usté la exclusiva, que al mío, que esté en gloria, una alferecía le daba al condenao ca vez que veía de moverse un miriñaque.

—¿Pero á qué viene tó eso?—preguntó doña Fuensanta á la vieja parlanchína y mal intencionada.

—A ná, señora, á naíca viene, ¡qué se le va á jacer! ya se cansará algún día, que no siempre ha de tener el mesmo son la campana.

En vano intentó aquella conseguir que la vecina fuese algo más explícita, y al contarle llena de amantes recelos aquella tarde á su hombre lo que con la vecina le ocurriera, le dijo aquél todo lleno de santa indignación:

—Ya estoy harto de sufrir tanto malita lengua como se mete en esta casa, y no quiero que vuelva á poner aquí más los pies esa mujer, ¿sabes tú? que por causa de su lengua, que ni curá al humo pagaba, se separaron Juanico Torrente y Pepa la Mira flores, y á lo que ha venido esa picara vieja no ha sío másque á darte á ti una desazón y á levantarme á mí algún falso testimonio; seguramente te habrá dicho algo de lo que me ocurió ayer con Rosario la Temprana.

—No, á mí no me ha dicho naíta de esa Rosario—le repuso doña Fuensanta contemplando á su esposo sorprendida.

—¡Pues habrá venido á preparar el terreno; tan segura tuviera yo la gloria!

—¿Pero qué te ha pasao á ti con esa Rosarito la Temprana?

—Ná, una tontería; esa Rosario es nueva en el pueblo, y como yo tengo necesidad de saber quiénes son los que se van y los que vienen, pues, aprovechando que me la encontré en la plaza, me acerqué á ella á preguntarle el nombre de sus padres y cuál era el pueblo de su nacimiento; en fin, á hacerle las cuatro preguntas de ordenanza.

—¿Y es guapa la nueva vecina?

—Guapetona, bastota, con dos caeras que son dos rulos.

—¿Y que fué lo que te pasó á ti con ella?

—Pues lo que me pasó fué... mira, no quisiera hablar de eso porque la sangre se rae enciende; lo que pasó fué que, al verme de conversación con ella, se me acercó uno que tú conocerás de vista, un tal Joseíto el Cascabeles, el cual, según dicen, es novio de la muchacha y, creyéndose el mozo otra cosa, sin duda, se le fueron los estribos y se me insolentó de tal manera que yo no sé cómo no me lo traje al cuartel para ponerle aquí los puntos sobre las íes.

—¡Algo le dirías tú á esa Rosarito! alguna granizá de requiebros, como si lo viera; ¡si te conoceré yo á ti! si es que tú no tiées cura, hombre; si es que tú vas á piropear al morir al que te traiga el Santolio; si es que tú no vas á parar hasta quitarme del mundo.

Y al decir esto, llevó la buena señora á los ojos un extremo del delantal como para que no le corrieran por las mejillas alguna lágrima.

Vidondo, que no obstante su afición á la mujer ajena, no dejaba de amar profunda mente á la propia, sintió que aquella lágrima le escaldaba el corazón, y acercándose á la víctima de sus amorosas andanzas, le preguntó con acento grave yen casi solemne actitud:

—¿Quieres que yo te repita, chispa más chispa menos, lo que yo le dije á la Rosarito?

—Sí, pero júrame por algo mu grande y sin menear los pies que va á ser la verdad lo que me digas.

Vidondo extendió la mano en solemne actitud y exclamó con acento firme y sonoro:

—Yo te juro por tu salucita que es pa mí lo más grande que hay en el mundo, que yo, al ver que esa Rosario se burlaba de mí, que se burló delante de todas sus compañeras, lo que le dije fué, chispa más ó chispa menos, que como volviera á faltarle en mí al respeto á la autoridad, iba á hacer que se pudriera su cuerpo metido en un calabozo.

Doña Fuensanta miró con expresión incrédula á su marido, pero al ver lo solemne de su actitud sintió que palidecían un tanto sus dudas y le dijo á la vez que una sonrisa se bosquejaba en sus labios:

—¡Ay, qué peso que me has quitao de encima del corazón! ¡qué peso que me hasquitao!

III

Transcurrió un mes, durante el cual no perdonó medio nuestro hombre por acortar las distancias que lo separaban de Rosarito, la que por desgracia del enamoradísimo veterano había concluido por tomar en su corazón carta de naturaleza, y mes durante el cual también había ido el Cascabeles sintiendo acrecer su desconfianza y su recelo teniendo que recurrir á todo el torno que la Divina Providencia hubo de tener á bien otorgarle, para no arremeter contra su rival cada vez que sorprendía á este mariposeando en torno de aquel sol de hermosura conque él pensaba y quería iluminar el horizonte de sus humildes cubriles.

Y de mal en peor iban las cosas y avecinándose cada vez más la borrasca, cuando dióles la picara tentación de poner término á sus amantes ansias á Dolorcita la Romero, unigénita del señor Juan el Chacho, y á uno de los en línea recta presuntos herederos del señor Pepe Castora, y como es cosa natural en tales casos, una vez que el cura del pueblo hubo cumplido su santa misión con los novios, decidieron las más amigas y los más amigos de estos, acompañarlos al cortijo de la Sauceda, lugar donde tenían aquellos proyectado apurar la cacharra de miel conque Dios sabe galardonar á los que mejor se quieren.

Y terminada que fué la sagrada ceremonia pusiéronse en camino los desposados, sus deudos y sus amigos jinetes unos en acémilas lujosamente enjaezadas, en pollinos los de más modesta fortuna y en jacos acostumbrados á más peligrosas expediciones la gente más bizarra de los contornos llevando muchos de ellos á las ancas alguna que otra hembra capaz de hacerle perder el equilibrio al mejor caballista de todo el.Apostolado; luciendo ellos sus más típicas vestiduras y engalanadas ellas con vaporosos vestidos, defendida la cabeza del sol y contoneado el arrogante seno por grandes pañuelos de los colores más rabiosos, tocadas de flores las bien peinadas cabelleras y luciendo los más vistosos collares y las más primorosas arracadas «que labraron los orfebres del antiguo Califato».

Ya los últimos reflejos del sol vestían de luces melancólicas el riente paisaje, cuando la alegre y pintoresca caravana llegó al cortijo de la Sauceda, y pronto, atado que hubieron viejos y mozos sus respectivas cabalgaduras á los copudísimos árboles, que sombreaban las cercanías de la casa, acomodáronse todos y cada cual en la no muy amplia planicie que circunda el rústico edificio, en tanto los vigilantes mastines al ver invadido sus dominios por aquel sonoro tropel de visitantes, procuraban romper las cadenas que los sujetaban é inútil creemos decir que Joseíto no tardó en sentarse junto á Rosario que lucía amplio vestido blanco moteado de flores carmesíes, rico pañuelo de crespón que se atersaba sobre su seno de curva tentadora y daba mayor realce al tono cálido de su rostro de nariz de maravilloso dibujo, de labios purpurinos y fragantes, de cejas pobladísimas que parecían agrandar sus magníficos ojos, de barba graciosamente hendida y de frente amplia que reducían los sedosos rizos de su espléndida cabellera.

Circuló entre los invitados la casi siempre estallante bota que no se cansaban de llenar los anfitriones, y pronto el vino empezó á hacer olvidar el cansancio y á convertir en brasas los ojos de las amarteladas parejas.

Juan el Chacho fué requerido de modo casi amenazador por un bandurrio de mozas y mozos para que luciera una vez más sus habilidades, y en breve el rítmico trinar de la por él bien tañida guitarra resonó dulce y melancólico en el gran silencio de la tarde que moría.

—¡Que cante Rosarito!—gritó Palas de Anafe, un jayán al que varias íntimas confidencias con la mugrienta bota habíanle hecho perder el pleno dominio de sus extremidades pedestres.

—¡Sí, mujer, canta si quieres!—díjole Joseíto como contestando á la pregunta que le acababan de hacer los ojos dulcemente acariciadores de la Temprana.

Esta, una vez logrado el para ella indispensable permiso, echó hacia atrás la gentil cabeza y cantó con voz de inimitable armonía:


Ni el Rey con su corona,
ni la tierra, ni los cielos,
valen pa mí lo que valen
los ojos de mi moreno.


Aun no se había extinguido del todo la explosión de gritos y vítores conque acogieron todos la copla, cuando Joseíto, sin que nadie lo invitase, impaciente por corresponder á la rimada caricia de Rosario, cantó con voz arrogante y de timbre dulce y sonoro:


Tiéen los trigales cizaña,
y los rosales espinas,
y el que ronde á mi morena
tiene pena de la vía.


Siguió la gente moza dando al viento perfumado de la montaña sus populares cadencias, en tanto una pareja de baile hacía resonar en el centro de la planicie los sonoros palillos orlados de cintas de raso, que parecían revolotear entre sus dedos cual pájaros tropicales.

El dulce néctar andaluz, el baile, los sones de la bien tañida vihuela, la diáfana sereni dad del espacio, los cálidos perfumes de la flora montecina, todos los detalles, en fin, habían hecho alejarse del alma de los allí congregados, inquietudes y zozobras, cuando

—Se aguó la fiesta, caballeros—dijo el se flor Juan el Pimpollo al ver aparecer por el atajo que al cortijo conducía, al jefe del puesto que, seguido de uno de sus compañeros, avanzaba con paso acompasado y rápido bañado por la luz de la luna que hacía brillar el limpio correaje, la reluciente botonaduradeí uniforme y el charolado tricornio.

—Sí que se aguó—repitieron algunos de los situados más cerca del viejo.

—En qué mala horita vine yo á la fiesta—murmuró la Temprana mirando á hurtadillas y llena de inquietud á Cascabeles.

—Buenas noches—dijo en aquel momento el cabo apoyando la culata de su carabina, en tierra, mientras su subordinado seguía con la suya al hombro y en actitud apuesta y majestuosa.

—Arrímense ustés pa acá, que gloria santa tengo yo pa to el que se lo merece—exclamó el señor Pepe Castora avanzando obsequioso hacia los recién llegados.

Pronto recobró la fiesta la perdida animación, y á la media hora no había vista ante la cual no se multiplicaran los objetos incluyendo la de Vidondo que no apartaba la suya de Rosario, la que ya varias veces había tenido que sujetar á Joseíto que temblaba de indignación cada vez que aquél ponía sus ojos en los bellísimos de su gentil prometida.

—Vámonos, tía Frasca, vámonos ya—exclamó de pronto Rosarito incorporándose al par que ponía en Vidondo una mirada llena de temor y de rencores.

—No, mujer, tú no te vas—dijo incorporándose también Joseíto, y posando una mano en un hombro de la muchacha y haciéndola sentar de nuevo, continuó con voz temblorosa:—tú no te vas de aquí tan y mientras yo no lo diga ó no amarguen los panales.

—Esa niña se irá cuando á ella le dé la repotentísima gana—exclamó el cabo mirando desdeñosamente á Joseíto.

—Yo me iré cuando mi José me lo diga, que este es el único que manda por mi gusto en mi presona—exclamó aquella con voz irritada, poniendo una mirada centelleante en su tan terco como provocativo enamorado.

Y esto lo dijo Rosario al par que sujetaba briosamente á Pepe que, terrosa la tez y la respiración difícil, parecía querer apuñalar á su rival con su mirada.

Se interpusieron todos entre ambos rivales y media hora después dirigíanse hacia el pueblo los invitados, no sin que el señor Juan el Pimpollo repitiese á cada instante procurando no ser oído por Vidondo que caminaba meditabundo detrás de todos como escoltando la ya mustia caravana:

—Si en cuantito lo vide lo ije yo; si á mí no se me despinta naíca; si este cabito está pidiendo á voces que le den una puñalá desde que se vino al pueblo, y milagrito va á ser que el hombre no lo consiga.

IV

Aquella noche no pudo pegar los ojos Cascabeles no se apartaba de su imaginación la figura del cabo; antojábasele oir martillar constante y amenazadoramente en sus oídos sus palabras despóticas é irritantes y entrever sus ojos lascivos clavados en la Temprana; no, aquello no era posible que continuara de aquel modo; uno de los dos, él ó Vidondo, estaba de nones en el mundo; era preciso acabar de una vez con aquella situación; todo menos aguantar un solo día más aquellas provocaciones y aquellas tremendas ansias que sentía de hacer pedazos al hombre que tan sin ton ni son se le había cruzado en mitad de su camino.

Cuando los primeros claros de la mañana iluminaron los horizontes y la fresca brisa matutinal acarició su frente; cuando la vida venciendo al reposo empezó á desbordarse en luces, en rumores y en matices, empezó Joseíto á recobrar algo de la perdida serenidad.

Pronto salió á la calle; acá y acullá se abrían puertas y ventanas á las cuales aso mábanse cabezas soñolientas y desgreñadas; oíase el vibrante cacarear de los gallos en los corrales; algunos jornaleros rezagados aceleraban el paso con la azada al hombro, alegrando algunos su marcha con algún que otro cantar, y rendidos de la nocturna caminata dirigíanse á sus hogares algún que otro arriero caminando lentamente tras la acansinada recua.

Joseíto se dirigió hacia casa de Rosario; desde que los celos lo flagelaban implacables; desde que Vidondo mariposeaba alrededor de su dulcísima colmena, antojábasele que la hembra objeto de su culto de amor iba á serle escamoteada como por arte de encantamiento y sólo gozaba de algún reposo cuando sentado junto á ella en el patio dela casa le ratificaban una y cien veces los ojos y los labios de ella sus promesas de amor en ardientes centelleos y apasionados decires.

El cabo Vidondo no había podido cerrar tampoco los ojos en toda la noche atormentado por los celos y por la ira que despertaba en él el recuerdo de lo ocurrido la noche anterior en el cortijo de la Sanceda. Cansado de luchar inútilmente contra el insomnio, apenas el primer albor del día penetró en su aposento, se vistió en un periquete y se lanzó á la calle.

Ya en ella, se dirigió como empujado por la fatalidad hacia la en que Rosarito vivía y al llegar frente á la casa de esta se detuvo, pero en vano sus ojos se posaron ansiosos en el cerrado balcón, en la cerrada ventana, en la entornada puerta.

—Güenos días, cabo Vidondo—díjole en aquel momento el alcalde que, jinete en un macho de enorme alzada, se dirigía hacia las afueras del pueblo.

Contestó aquél con acento malhumorado al afectuoso saludo y ya se disponía á dirigirse hacia el casino cuando divisó en la esquina de la calle á Joseíto el Cascabeles.

Al ver á este tornó la ira á crispar sus manos, un relámpago iluminó sus ojos, un pensamiento ruin se aferró á él con incontrastable ahinco y tras un solo instante de vacilación, aparentando no haber visto á su triunfante rival, acercóse rápido á la reja, sonrió al cerrado maderamen, pronunció como furtivamente algunas palabras, movió la cabeza ligeramente como en ademán de despedida y siguió calle arriba con airoso contoneo.

Joseíto lo había presenciado todo; los celos y la duda se le enroscaron de pronto como sierpes venenosas al corazón y mudo de asombro y rugiente de ira, creyéndose burlado en su cariño, corrió lívido y descompuesto hacia el aborrecido rival con algo terriblemente amenazador en las obscuras pupilas y

—¡Yo necesito matallo á usté ahora mesmito!—rugió más que dijo al llegar junto á Vidondo, con acento entrecortado y jadeante.

—¿Aquí?—le preguntó aquél, bravo y sereno correspondiendo con una irónica y desdeñosa á la mirada fulminante del Cascabeles.

—No, aquí no, ahí más allaílla, aonde sólo sean los de Dios los ojitos que mos vean.

V

La habitación estaba á inedia luz: era la hora del bochorno; apenas si penetraban en ella algunos vagos rumores; una cigarra y una fuente invocaban al sueño con sus monótonas canturías; el cabo Vidondo, cómodamente reclinado sobre algunas almohadas pálido y demacrado, contemplaba con vaga expresión serena al doctor Ramírez qie repantigado en una vieja poltrona y cruzadas las manos sobre el crecido abdomen

—Vamos á ver—le decía expeliendo brusca y violentamente el aire por las fosas nasales—¿conque la noche no ha sido mala del todo?

—No, señor, que no ha sido mala del todo... sólo algunos dolorcillos en el costado.

—Botanas, que ya se irán gastando; ya se quedará usted como nuevo, pero en lo sucesivo...

Y el médico puso al decir esto una mirada grave en los ojos del paciente.

—En lo sucesivo—le repuso éste con voz sorda—ya veremos lo que pasa.

—Pero vamos á ver, ya usted sabe que los médicos somos como los confesores y que se nos puede decir todo. ¿Quién fué, por fin, el que lo puso á usted tan cerquita de la última frontera?

—Lo que yo he confesado ha sido la verdad; yo no vi quién fué el que me hizo el disparo.

—Pero vamos á cuenta, ¿usted no salió del pueblo con Joseíto el Cascabeles?

—Sí, señor, que con él salí del pueblo.

—Pues si salió usted con él nada tendría de particular—dijo el médico mirando á Vidondo con expresión escrutadora—que él hubiese sido el de la malita faena, porque demás sabemos todos que no era muy buena la voluntad que á usted el mozo le tenía.

—Sí, señor, todo eso es muy cierto, pero conmigo no tuvo Joseíto más que cuatro palabras y cuando se fué y tan y mientras yo lo estaba viendo irse por la trocha del lagar de los Trebujenas, fué cuando yo recibí la bala que tantísimo trabajo le ha costado á usted desencasquillarme del pecho.

—¿Y qué fué lo que hizo usted cuando recibió usted el balazo?

—¿Yo? ¿Qué quería usted que yo hiciera? Perder la vista y el sentido y caer como si me hubiesen dao un martillazo en la nuca.

—¿Entonces quién fué el que le puso á usted un tapón con un pañuelo en la herida y quién fué el que le dió el aviso al tío Candelica para que no se muriese usted como un perro en mitad de aquel barranco?

—¿Pero usté está seguro de que se cargaron conmigo esa faena?

—¡Pues no lo he de estar! ¡Pues si á eso le debe usted no estar ya á la otra vera del río!

—Pues sería algún alma caritativa que me vería tronchao y se adolecerla de mí al verme en tan malilla postura.

—Pudiera ser, pero entonces, ¿por qué el Cascabeles se ha ido á la serranía?

—¡Y qué sé yo! el Cascabeles siempre le tuvo vocación á andar entre las abulagas del monte.

Comprendió el médico que no le era fácil satisfacer su curiosidad en aquella ocasión y comprendiéndolo así dió por terminada la visita y se despidió afectuosamente del herido.

—La verdá es—murmuró éste cuando aquél se hubo marchado—que el Cascabeles peleó conmigo como bueno, cara á cara y que al verme en tierra me puso mi pañuelo en la herida y que si él no hubiera avisado al tío Candela, á estas horas no tendrían ya ni que comer por cuenta mía los gusanos.

—Además—continuó tras algunos momentos de meditación—la verdá es que yo le he buscao á ese pobre una ruina, porque si yo no me hubiese cruzao en su camino, él se hubiese casao con la mujer que quiere y no se hubiera tenío que tirar al monte, que se tiró seguramente por no conocerme bien y pensar que á mí como hombre me faltan algunas cosas para tener las cabales.

Siguió meditando el Vidondo durante algunos minutos, y poco á poco fueron entornándose sus párpados y el sueño volvió á cobijarlo de nuevo bajo sus alas, esas eternas bienhechoras de todos los que padecen.

VI

Era aquello una verdadera batida; las tres parejas se habían diseminado tácticamente para coger á los perseguidos en un círculo de fuego; Vidondo subía sin precipitación y con aire meditabundo seguido del guardia Hidalgo por una loma empinadísima; los compañeros habíanse ido flanqueando la cañada; mucho tiempo había transcurrido desde el día en que el cabo abandonara el lecho, y el deber, el ineludible deber, lo llevaba contra todo el torrente de su voluntad al exterminio de Cascabeles y su partida.

Dos horas llevaban de escalar pechos abruptos y de flanquear peligrosísimas torrenteras, cuando el sordo galopar de dos caballos le anunció la aproximación del enemigo. Hidalgo se acercó rápido á su jefe di ciándole con voz ahogada por la emoción y la fatiga:

—Parece que son dos los que vienen: mi primero.

Dos minutos después aparecían en una trocha inmediata dos de la temible partida, Cascabeles y el Mejorana, jinetes ambos en ágiles y fogosos caballos, luciendo ambos la rica indumentaria de los bandoleros andaluces, el airoso y bien ceñido marsellés, el ajustado pantalón, las bordadas polainas de cuero y en la mano la indispensable escopeta.

—IAlto!—gritó con voz imponente el guardia Hidalgo enfilando al Mejorana desde el breñal que lo defendía de ser visto por los perseguidos, los cuales, sin detenerse un punto, dispararon sus escopetas casi simul táneamente contra sus perseguidores, y tendiéndose casi sobre sus monturas, hundieron en ellas los ensangrentados acicates.

Resonaron simultáneos también otros dos disparos, y el Mejorana se incorporó rígido sobre su cabalgadura, se tambaleó un instante y cayó inerte en la pedregosa ladera»

—Mal pulso, mi primero—exclamó Hidalgo lleno de ira, corriendo desesperado tras Cascabeles, que volaba jinete en su brioso corcel por la pintoresca vertiente en dirección á los encinares cercanos.

—Malo de verdad—dijo Vidondo siguiendo tras su compañero, al perder de vista al cual, murmuró irónicamente arrojando una mirada de satisfacción hacia la bravia espesura, tras de la cual acababa de desaparecer su generoso enemigo.

—¡Muy mal pulso y muy mala punteríal


Y ya saben nuestros lectores por qué José Galindo, alias Cascabeles, iba una mañana de primavera á todo el galopar de su potro Pinturero por los montes de Arriate, canana al cinto y escopeta al arzón y dispuesto á eclipsar las glorias de aquel de quien aún canta el pueblo andaluz con melancólico entusiasmo:


«Ya murió José María,
el que á los ricos robaba
y á los pobres socorría.»

Joseíto el ecijano

I

—A esa potranquita de nácar la voy á poner yo más suave que un guante de cabritilla—dijo un día Joseíto el Ecijano al oir ponderar por centésima vez la índole altiva y desdeñosa de Lola la Pinturera, y

—Ya verá ese guachindanguito cómo, si se arrima á mí, se le va á mellar el filo y se le van á morir de repente toítas sus fantesías—exclamó Lola cuando le contaron lo que con relación á ella hubo de decir aquel famoso desbravador de potros cerriles y también famoso conquistador de mujeres de bandera.

No faltaron, como es de suponer, almas generosas que le fueran también con el cuento de lo dicho por la muchacha á Joseíto, el cual sintió, ponérsele de pie su vanidad de galanteador afortunado y desde aquel punto y hora dió principio á trabajar con las de Caín la interesante partida.

Y pasó un mes y pasó otro, y

—Camará, esa tórtola es de jierrecito colao—solía decir Joseíto cada vez que veía morir una de sus esperanzas y tenía que sufrir un sofión de la gentil capuchinera.

Y ya empeñado en juego tan peligroso, pronto empezó á llevar Joseíto casi constantemente en la imaginación el recuerdo de Lola la cual concluyó por metérsele en el alma de lo que quedó perfectamente enterado nuestro mocito al oir un día, de labios de Antoñuelo el Picapica, que un nuevo trovador empezaba á rondarle la reja á la niña de sus pensamientos, al oir lo cual sintió algo que le mordía en las entrañas y

—¿Quién es ese hijo de su madre que se ha empeñao en mojar la pluma en mi mejor aguaero?—preguntó á aquél con acento sombrío y reconcentrado.

—¿Que quién? Pues uno cualisquiera, uno á quien se le ha puesto sobre el corazón tomar ese castillito, pa intentar tomar el cual tié el mismo derecho que tú y que yo y que toíto el mundo, que no sé yo que tú le haigas podio poner vallas entodavía á esa almásiga de nardos y de claveles y de rositas tempranas.

—Es verdá—repuso Joseíto, taconeando nerviosa y acompasadamente con un pie sobre el entarimado suelo—mucha verdá, pero es que pa que yo consienta eso se necesita que antes me desangren á mí por dambos pulsos, y no creo yo que ese que tú dices, sea capaz de cargarse conmigo tan remalita faena.

Y diciendo esto, se incorporó bruscamente y se dirigió hacia la calle con paso lento y expresión meditabunda.

—Pero aónde vas, hombre?—le preguntó con aire inquieto el Picapica.

—¿Y qué sé yo? á que me dé el relente una miajita en la cara.

—Pos espérate una miajita que me voy á dir contigo.

—No, que quieo dir yo solo; que voy á ver si pueo hablar con Lola; que necesito yo hablar con esa gachí manque endispués presuma, como ya voy creyendo yo que va á poer presumir, de haber conseguío que arríe yo mi bandera.


La noche, aunque de otoño, parecía de estío; la brisa era cálida; el cielo brillaba recamado de estrellas, y Dolores, sentada á la puerta de su casa, desde la cual divisábase las obscuras laderas del Calvario, contemplaba con vaga abstracción el melancólico panorama.

Y cuando más sumergida parecía en sus meditaciones, llegó frente á ella Joseíto y

—Mu güenas noches,—le dijo con voz un tanto insegura á la vez que se urgaba cortesmente el ala del gracioso sevillano.

—¡Ah que es ustél Buenas noches, Joseíto—repúsole Lola, no pudiendo ocultar todo lo rápidamente que le convenía el júbilo que la proporcionara la inesperada visita.

—Sí, señora, yo que vengo con un ala á medio partir y con la otra partía.

—¡Josús y qué lástima de hombre—murmuró, sonriendo con expresión irónica, Dolores.

—Sí, señora, que es una lástima, y lo que yo le digo á usté es que esto no puée seguir asín, porque de seguir asín, una de dos, ó usté me quiée á mí á toa máquina ó yo pierdo la chabeta, y si yo llego á perder la chabeía, yo le juro á usté que van á tener que sacar la tropa de los cuarteles.

—Y to eso—dijo irónicamente la Pinturera,—na más que porque usté se salga con su cabezoná adelante.

—¡Cálle usté!—dijo con ruda expresión de sinceridad Joseíto—si yo ya estoy más arrepentío de aquello que de haber mudao la pluma; si aquello fué que yo tuve cinco minutos de tonto der tó y me fui una miajita de la lengua y dije lo que me debí callar, y ná... lo que pasa, que Dios me ha castigao y aquello que encomenzó por no ser naíta, se me ha vuelto un navio, y el navio me ha soltao toas sus anclas en mitá der corazón y en mitá der pensamiento y la vía diera yo ahora porque largara ya el velamen ese navio y no parara de navegar hasta que yo le avisara.

—Con que dice usté que se le ha vuelto un navio, ¿verdá? vamos hombre—exclamó la Pinturera mirando con expresión incrédula á su enamorado.—No comprende usté que yo ya me lo sé á usté de corrío y que á mí no me engaña usté ya por mucho que afine la puntería, y que yo ya no le quieo á usté ni manque me lo traigan á usté en un marco de peluche.

—Tampoco eso es verdá—repúsole sonriendo también incrédulamente Joseíto—usté, jugando, jugando, no se ha dejao coger como yo, toíto entero el corazón, pero algo se ha dejao usté coger en la trampa, y si usté está dentro de mí siempre, yo también estoy á ratos dentro de ese pechito de marfí que es aonde yo quisiera estar siempre pa mi gloria y mi martirio.

—¿Usté dentro de mi pecho? ¡vamos, hombre, que no hay justicia en la tierral—exclamó sonriendo la muchacha.

—Sí, señora, si no dentro der tó, casi dentro; ¿si se creerá usté que yo no tengo ojos pa ver y cencia pa adivinar; pues qué, si no fuera asín, si usté no me fuera tomando apego, como me lo está usté tomando, ¿se pondría usté tos los días como se pone detrás de los visillos na más que pa verme cuando paso por su calle presumiendo de jechuras?

—¿Yo detrás de los visillos pa verlo á usté?... vamos... hombre... ¿y usté se lo ha creío?... usté ha perdió ya tos los papeles, señor Pepe el Ecijano.

—Pudiera ser, pero tamién pudiera ser que algún día no tuviese usté metal de voz con que decirme eso que dice usté y que yo pudiese probarle que tamién le interesa á usté una miajita el corte de mi presona.

—Pues oiga usté lo que le digo; yo le juro á usté por los ojitos e mi cara, que el día que puea usté probarme á mí eso que está usté diciendo, ese día puede usté mandarle un recao urgente al cura de la parroquia, porque yo le prometo á usté que desde el punto y hora en que eso pase es el punto y hora en que ya puée usté empezar á pensar en la camita camera.

—Pos vaya usté eligiendo ya la tela pa el mosquitero que no han de pasar muchos días sin que yo la coja á usté en un renuncio, y ese día ó me cumple usté lo que me acaba usté de decir ó la mato á usté, salero.

II

—Sube, sube correndito, Dolores—gritó Pepa asomándose al corredor, desde el cual divisábase á su hermana, que junto al brocal del pozo, retorcía la ropa ya lavada, sobre un enorme lebrillo.

—Voy—exclamó aquélla, y soltando la sábana que retorcía, se dirigió rápidamente hacia las escaleras, al aire los redondos brazos, cayéndola el abundantísimo pelo en desordenados bucles sobre la curva frente y desbordándosele en negrísima crencha sobre la nuca; enrojecido por la fatigosa brega el fresco semblante, en cuyas tersas mejillas dos graciosísimos hoyuelos oficiaban, según el tío Bombita afirmaba, áejace-locos y matasanos, y poniendo de relieve al correr la suprema gallardía con que Dios la hubo de dotar al autorizar su venida al barrio de Capuchinos.

—Acaba de entrar en la calle; y te advierto que ya me va sabiendo á mí mal eso de que tos los días me pongas de centinela—exclamó Pepita con acento desabrido al ver llegar á su hermana.

Esta no paró mientes en tales protestas y se dirigió rápida al balcón, no sin cerrar antes la puerta de la sala.

—Ten cudiao no sea cosa, que te vaya á ver y te coja en un renuncio.

—No, con la sala á oscura no puée vernos, como no echemos un misto.

Y diciendo esto púsose casi de rodillas Lola, y por el limitadísimo espacio que dejaba libre uno de los visillos, posó la vista en la calle, por en medio de la cual avanzaba jinete en un caballo de gran alzada, cabos finos y enarcado cuello, Joseíto el Ecijano, oficiando casi de estatua sobre la típica montura, contorneada la musculosa pierna por el ajustado pantalón, la robusta pantorrilla por a reluciente media bota y el gallardo busto por una ceñida chaqueta, tan cerrada en el escote que apenas dejaba ver la roja corbata y el cuello de la camisa.

—¡Vaya si el niño es feo á tó meter—mur muró Pepa con ponderativa expresión contemplando fijamente, al través del limpio cristal, la cara enjuta, renegrida y pintada de viruelas, la ligeramente arremangada nariz, la boca grande de labios gruesos y encendidos y de etiópica dentadura; los rizosos tufos que invadíanle, en forma de caracol, las atezadas sienes, y los ojos, los enormes y dulces y acariciadores ojos, que ennoblecían el rostro de aquél, uno de los más famosos equitadores andaluces.

—Sí, que es feo apretao el mú charrán, y Dios no le ha debió de poner tanto rocío en la cara.

Pepa no le contestó á Dolores; pasaba en aquellos instantes por delante de la casa Joseíto con los ojos clavados en el balcón; y tanto quiso refrenar, al pasar por delante de ella, con su mano de hierro, el fogosísimo cabállo, que éste, aún no acostumbrado del todo á tales despotismos, tascó rabiosamente el freno y se revolvió iracundo.

Joseíto, habituado á tales rebeldías, le oprimió con las rodillas como con tornillos de acero el robusto lomo, hízole, recogiendo las bridas, unir la boca al pretal, golpeándolo á la vez con la ligera fusta en las redondas aucas, en tanto los vecinos se arremolinaban, hurtando el cuerpo al peligro.

El caballo, al sentir el humillante castigo hizo un poderoso esfuerzo por despedir al jinete, y hermoso y descompuesto, con la boca espumante y al aire las profusas crines, entabló una lucha desesperada, mientras Joseíto sacaba á relucir todos sus vigores y toda su agilidad y toda sus tantas veces acreditada maestría.

La lucha se prolongó algunos instantes, y cuando ya Dolores creía vencido al noble bruto, este giró vertiginoso y levantando las manos hizo perder los estribos al jinete.

—¡Que lo tiral—murmuró Dolores con voz acongojada, y

—¡Que lo tira, que lo tira!—gritaron todos al unísono en la calle, mientras Dolores, pálida y descompuesta, abría el balcón y se arrojaba de bruces sobre el amplísimo barandal.

Y, á su aparición, una sonrisa de triunfo serpeó por entre los encendidos labios de Joseíto, el cual, recobrando al punto los estribos se afianzó de nuevo en la silla, dominó instantáneamente la fogosa cabalgadura, que quedó como enclavada en mitad del arroyo y después, haciéndola avanzar caracoleando hasta llegar debajo del balcón de Lola, dijo á ésta con acento lleno de pasionales cadencias, coreado por los aplausos de los vecinos:

—Ahora mismito sí que me voy á dir en busca del cura si es que usté me lo premite.

—¡So charrán! que pa charrán vino usté al mundo, como que si yo me asomé fué porque creí que iba usté á dir á presumir en la luna.

—Aonde yo voy á dir ahora mismito es á platicar con el de la parroquia, porque yo creo que usté no tendrá más que una palabra y si no me lo cumple usté.


Me voy en busca del moro
y reniego de mi ley.
—Eso ya lo veremos esta noche.
—Pos hasta la noche, delirio.


Y rozándole suavemente con la acerada espuela los ijares, alejóse, al airoso trotar de su caballo Zapatero, Joseíto el Ecijano, uno de los más famosos desbravadores de potros cerriles de toda mi Andalucía.

Donde las dan las toman

I

Cuando Pepa la Tripicallera penetró en la sala de su madre, entreteníase ésta en hacer prodigios con la aguja en algo parecido á una chapona, acariciada por los intensos rayos de sol que inundaban el aposento y convertían en joyeles de piedras preciosas las flores que en tiestos y macetas orlaban el reducido balcón.

Entró Pepa en la estancia á modo de torbellino y sentóse sin decir oxte ni moxte en una silla, apoyó un codo en el espaldar y la mejilla en la palma de la mano y dió comienzo á redoblar nerviosamente con los tacones sobre los rojos ladrillos.

La señá Dolores desdobló el escuálido busto, se colocó las gafas á modo de venda sobre la rugosa frente y exclamó con acento de reproche, contemplando fijamente á su hija:

—¡Que Dios te los dé mu güenos!

—Usté perdone, madre, usté perdone; es que yo estoy mu malita, es que á mí mi hombre concluye por volverme loca.

—Pos hija tú tiées la culpa, pero ya á la cosa no se le puée echar tapas y medias suelas, asín es que ya sabes, ¡por un gustazo un trancazo!

—Pero si es que no se puée aguantar á ese charrán, marecita.

—Ya te lo decíamos yo y toito el mundo antes de que fueras á la parroquia.

—Sí, madre, pero es que yo tenía una venda en los ojos e mi cara.

—Y la tiées, pero, en fin, vamos á ver lo que tenemos de nuevo.

—Pos lo que hay de nuevo, es que yo no pueo más, que tengo repudría la sangre, que hace dos horas, al ir á casa de Pepita la Infundiosa, me trompecé con mi hombre y lo vide yo, yo, yo con mis ojos, pegar la hebra con Toñuela la de los Lunares, con ese estornúo de mujer, con ese tiesto, con ese gallo minino.

—¿Y qué más?

—¿Quiée usté más? Pos bien, sí señora que hubo más; porque cuando los vide me fui pa ellos y según dicen, la Toñuela ha salió un ojo como un melocotón, y... mire usté que reliquia voy á guardar metía en un guardapelo.

Y al decir esto sacó del bolsillo y mostró á su madre una maraña de pelo rubio y sedoso.

—Pos mira tú, bien podías regalármelo pa un añadió—dijo la vieja con acento irónico, y después recobrando la gravedad preguntó á la muchacha.

—¿Y qué pasó después que tú le jurgaste á la trenza á la Lunares?

—Pos pasó que á mi hombre, que está pidiendo á gritos lo que yo me sé, me llevó á la casa y asin tuviera yo rentas como tengo hoy en mi cuerpo cardenales.

Y al decir ésto, un borbotón de lágrimas desbordó en los bellísimos ojos de la Tripicallera.

—Vamos, no me llores tú—exclamó su madre besándola en las húmedas mejillas.

Y minutos después, decíale empujándola suavemente hacia la alcoba:

—¡Anda, anda ya y métete dentro, que ya estará al venir, y no tengas tú cudiao que lo que es hoy, va á salir de aquí el gachó con la saliba amarga como la tuera.

II

Toño sospechaba donde estaba su Pepa; durante una hora logró dominarse, no sin dar fin á una botella de Montilla, ayudado por Juanico el Torozona, en la taberna del Ballenero; pero después se le puso algo de pie en la conciencia, algo que le hubo de decir:

—No seas bruto, hombre, no seas bruto; tu Pepa es más bonita que el sol, más buena que un bálsamo, te quiere con delirio y tú eres un animal, porque después de faltarla un día sí y otro no y el de en medio, con toditos los jarambeles con que te tropiezas, le amoratas el cutis de terciopelo, y eso es una perrá, y el día menos pensao va á cansarse tu rosicler de aguantarte y va á remontar el vuelo, y ese día te va á dar á ti el tifus y el cólera, y hasta la fiebre amarilla, y vas á andar por esas calles de Dios haciéndole la competencia al Melena y al Joseíto el de Vélen.

Y pensando en aquello que le decía lo que se le había incorporado en la conciencia, no pudo aguantar más y...

—Ya vuelvo le dijo al Torozona, y salió de estampía sin prestar oído á lo que le decía casi á gritos su asombrado compañero.

Cuando nuestro hombre penetró en la habitación de la señá Dolores, se incorporó ésta violentamente, se dirigió y se detuvo delante de él, cruzó los brazos y exclamó con sordo acento de reproche:

—Ya te saliste con tu gusto, so pendón, ya te saliste con la tuya; y tenía que pasar, ¡no había de pasar! si lo estabas pidiendo á voces; si tú no podías tener á la vera un relicario como era la hija de mis sentrañas.

—Como era y como es—exclamó sordamente Toño.

—No; como es nó, como era; porque ya se ha enturbiao la fuente, y ya has conseguío lo que tú tanto querías.

—¿Qué es lo que yo he conseguío?—rugió Toño abriendo enormemente los ojos—¿qué es lo que dice usté, agüela?

—iQue quiées que yo digal Yo te di lo que no merecías, una prima hermana de la virgen del Carmen, y tú, que no distingues, te creístes que era una chanca y te empeñastes en tirarla á la calle y la tirastes, y es natural... como Julián el Tormenta estaba en la acera de enfrente esperando la luna... ¡pos velay tú!

No pudo continuar la vieja. Toño al oir aquello, había sentido morderle un tigre en el corazón; ¡su Pepa con el Tormenta

La señá Dolores se asustó de su obra, quiso enmendar el yerro, pero Toño, lívido y arrebatado, se lanzó hacia la escalera sin oir á la vieja que le gritaba.

—Ven, ven acá, por Dios, Antonio, mia que tó es mentira!...

III

Una hora después, estaban de regreso Pepa y la señá Dolores, en el aposento de ésta; habían recorrido todo el barrio, cada una de ellas por un lado, sin encontrar á Toño.

Apenas hubo tomado resuello un instante, exclamó la primera:

—Yo me voy, madre; yo me voy otra vez hasta encontrarlo; yo me estoy muriendo; á mí no me llega la camisa al cuerpo. ¡Virgen Santa, ¡Virgen Santísima y qué va á pasar, si mi Antonio se topa con el Tormental

Y cuando ya se dirigía Pepa hacia la puerta, se abrió esta violentamente y apareció en el umbral el Torozona, jadeante, sudoroso y con el semblante contraído.

Toro zona ¿y mi Toño? ¿dónde esta mi Toño?—preguntóle la Tripicallera con voz angustiada y cogiéndole violentamente por un brazo:

—¿Tu Toño?... tu Toño?

—Sí, sí, mi Toño ¿aonde está mi Toño¿

—En la cárcel—repúsole con voz sombría el recien llegado.

—¿En la cárcel? ¿y qué ha hecho, que ha sio lo que ha hecho?

—¡Pos no ha hecho cuasi na el angelito! diez años de chirona tiene el probe lo menos.

—Pero ¿por qué, Dios mío, por qué?—exclamó Pepa, rompiendo en desesperados sollozos.

—Pues por na cuasi; porque le ha metió una puñalá al Tormenta que no ha dicho pío tan siquiera. ¡Valiente puñalá! Como que parece que se la ha dao con el espolón del Carlos V.

Una exclamación de horror brotó de la garganta de la Tripicallera, mientras que la señá Dolores decía al Torozoiia con voz desgarradora:

—Y tó por mó de mí, Torozona, tó por mó de mí; vaya usté, por Dios, corriendo por un piquete pa que me den lo menos cuarenta tiros.

—Mejor será que sus traiga este pañito de lágrimas—exclamó el Torozona asomándose á la puerta del cuarto y volviendo con Antonio cogido por un brazo.

Y un minuto después, decíale Toño á Pepa mirándola con infinita ternura:

—Yo te había visto, mujer, yo te había visto; cuando tu madre me dijo aquella barbaridá, tú fuiste á salir de la alcoba y yo te vide esa carita graciosa, pero como el mal trago ya me lo habían jecho beber y se me había puesto al revés el corazón y había visto amortajaítas pa siempre las alegrías de mi pecho, dije yo—aonde las dan las toman—y pa que no juegues más con pistolas vizcaínas te voy á dar la esazón, y te la di; pero ya se acabó toíto y yo te perdono y tú me perdonas, y si tu madre y mi amigo lo premiten, te voy á dar un beso en esa clavellina que un divé te puso por cara pa quitarme una miajita del amargor que me habéis puesto en la boca.

Y se dieron el beso anunciado y algunos más, mientras la señá Dolores y el Torozona, sonrientes y satisfechos, contemplaban cómo brillaban iluminados por el sol cual si fuesen de riquísimas pedrerías las rosas y los claveles de las pintadas macetas.

La Gorgoritos

I

—Pero, chiquilla, ¿qué es eso que te pasa?—preguntó la señá Rosario, la Veterana, á su sobrina Trini, la Gorgoritos, al verla llegar con el semblante arrasado en lágrimas, el pelo cayéndole en revueltos mechones sobre la frente, convulsa, desaliñada y jadeante, acusando toda ella marcadísimo dolor y no menos marcadísimo desaseo.

—¿Qué quiée usté que me pase? repúsole con voz entrecortada por el sollozo la Gorgoritos.—Que mi Pepe, ese personaje con la vergüenza perdía, me acaba de plantar en la del rey; que mi Pepe me ha tomao aborrecimiento; que ya es usté el único aniparo que me quea y que á su amparo me vengo.

—Vamos, mujer, tú estás picá de la tarántula; vamos, vamos pa entro, que no hay necesiá ninguna de poner pasquines por las esquinas.

Y cogiendo por un brazo la orondísima anciana á Trini, hízola penetrar en el portal, delante de cuyo escalón improvisaba ella á diario su puesto, donde, según voz de su numerosa parroquia, podíanse adquirir siempre al precio más módico, y pesadas como la equidad ordena, las mejores hortalizas y verduras, hoy casi única alimentación de los que andamos por este picaro mundo sin conseguir verle la cara á la fortuna.

—Vamos á ver, hija mía, si se te desengurruña el corazón y me cuentas la verdá de lo que te ha pasao con ese guasón de cuerpo entero que te tocó en el reparto.

Y esto se lo dijo la señá Rosario á su sobrina apartándole con ambas manos los revueltos mechones de pelo, que limpio hubiera merecido sobradamente ser cantado por los poetas.

Trini sollozó más fuerte, y

—¡Pero es que tú vas á ganar hoy un jornal llorando y gimiendo! ¡Pos ni que lloraras por apuesta, sentrañas mías!

—Es que lo que me pasa á mí no le pasa á nadie.. Es que lo que ese hombre ha jecho hoy conmigo no tiée perdón de Dios. ¡Tirarme á mí á la calle! la mí, á la hija de mi madre, que Dios tenga en su santísima gloria!

—¿Pero es que te ha tirao á ti á la calle?

—Cuasi, cuasi... á mí... á mí que pudiera estar á estas horas, si hubiera querío, en una urna y vestía de terciopelo; á mí que por mó de él he despreciao al Liíri y al Bolinas y al Betunes; á mí que...

—Tó eso es verdad—exclamó interrumpiéndola la señá Rosario,—mucha verdá, y no fué una vez sola, que fueron más de milenta mil las que te lo canté jasta por serranas; pero tú tenías una venda en los ojos, no veías más que por los de tu Pepe... pero, en fin, agua pasá no muele molino y lo que pasó, pasó, y lo de hoy es lo que me más interesa; con que vamos á ver qué es lo que te ha pasao á ti con tu señor esposo, á quien un divé le dé sarna jasta que yo se la rasque.

—¿Qué quiée usté que me pase? que el hombre ya me ha tomao manía, y ángeles que yo pinte son ya pa él demonios encendíos, y esta mañana se alevantó por los pies de la cama y embistió conmigo y empezó á decirme improperios, y como yo no soy de gutapercha, pos velay usté, se me calentó también la boca, y total que si no salgo pronto de la casa, me parece que á estas horas estaría yo ya en el hospital ú tal vez en el cementerio.

—¿Pero eso por qué? Le has dao tú motivos de cabeza; has mirao tú á argún otro hombre?

—Quién, ¿yo mirar á otro hombre?

Y de tal modo hubo de decir esto la Gorgoritos, que convencidísima la señá Rosario de lo sincero de la exclamación, continuó preguntándole:

—¿Entonces es que él mira á otras mujeres?

—¡De eso no hay que hablar tan siquiera! Er día que yo vea que mi Pepe no me la pega, manque no sea más que una vez ca veinte y cuatro horas, ese día se enterará tó el mundo, porque pondré colgauras en el balcón; eso en él no tiée cura, tía Rosario, lo tiée en la masa de la sangre.

—Es verdá—dijo suspirando la Veterana.—Y á tu tío, que Dios tenga en su santo seno, le pasaba tres cuartos de lo propio; er día que no tenía un extraordinario, se acostaba con calentura; pero, en fin, eso hay que aguantárselo á tos los hombres, que peor estaríamos si hubiéramos nació en el Moro.

—¡Toma, por eso se lo he aguantao tantísimas veces!

—Pero, en fin, ¿podré yo enterarme del por qué de tu llanto y de tus encogimientos de corazón?

—Pos no se ha de poder usté enterar; ya lo creo que sí, como que á eso vengo, á decirle á usté lo que me ha pasao, á decirle lo que me ha dicho ese mal hombre, que como no tiée na que echarme en cara, me ha alevantao un farso testimonio, y lo mismo que le hubiese podio dar por cantar guajiras, le ha dao por dicir que se quiere aseparar de mí, porque él se casó con una rubia y le ha resurtao morena... Ya ve usté, yo morena, cuando lo que yo tengo en la cara es paño que me ha caío de tanto pasar ducas de muerte por esa mala presona.

—Pos lo malo no es que lo haiga dicho—murmuró con acento de reproche la señá Rosario.—Lo malo es que eso que dice es cuasi tan verdá como lo que se dice en la misa.

Y al decir esto, paseaba sus ojos la vieja con implacable y escrutadora expresión por la gentil figura de la Trini; por su rostro oval y bellísimo de tez que pregonaba inexplicable abandono; por su pelo abundante, y por su ropaje, que parecía reclamar de modo urgentísimo una poca de lejía, un poco de jabón y un par de planchas calientes.

—La boca me duele también de repetírtelo—siguió diciendo la señá Rosario con tono de reproche,—y no creas tú que tu Pepe no tenga razón pa dirse alguna vez del seguro, ¡que á los hombres hay que tenerlos embragaos con cintas de color y con ropita marioná y con chorritos del agua!

—Pero si yo no tengo que gustarle ya á nadie—gimió Trini con acento de protesta.

—¡A él, á él tiées que gustarle, y yo en tu lugar y con tus méritos lo tendría marnetizao, y de topacios tenía que estar fabricá la gachí que á mí me lo quitara, manque no fuera más que por un rato!

—No, tía, crea usté que no, que es que no me quiée Pepe, que ya no me puée ver ni en pintura.

—¿Que no te quiée? Más que á las niñas de sus ojos te quiée á ti tu moreno.

—Si me quisiera no me hubiera mandao aquí como me ha mandao, con el encargo de que no vuelva jasta que consiga que me empreste usté una miajita de lo mucho que dice que á usté le sobra y que á mí me farta.

—¡Y vaya si te lo emprestaré!—exclamó la Viderana arrojando una mirada de legítimo orgullo sobre su persona albeante de limpieza y por el modesto mobiliario de su portal, que delataba de modo elocuentísimo las dotes de indiscutible pulcritud que adornaban á su famosa inquilina.

II

Iba cayendo la tarde; vecinas y vecinos salíanse á las puertas, donde sentados en animadas y pintorescas agrupaciones, disfrutaban de la fresca brisa que bacía ondular suavemente las flores que en tiestos y macetas decoraban las ruinosas ventanuchas y los ennegrecidos balcones de las más humildes viviendas.

Joseíto el Campanudo desembocó en la calle, no sin haber vacilado, y no poco, antes de decidirse á llegar á casa de la señá Rosario á recoger á su Trini, á aquella mujer, á la cual—Eegún él decía en sus más íntimas expansiones—tenía sentada en el corazón por lo buena y lo rebonita que la había hecho Dios, y en la boca del estómago, por lo poco amante que era á desabrigarse el cutis y toítos los distritos de su presonita gitana.

Y desembocando en la calle—repetimos—dirigióse con paso gallardo y rostro grave á casa de la Veterana, al llegar cerca de la cual detúvose sorprendido.

Allí, cerca del portal recién regado, sentada en una silla junto á su tía, estaba la Gorgoritos, pero la Gorgoritos transfigurada, con la dorada guedeja peinada primorosamente, ahuecada en limpios bucles sobre la nuca y sobre la cabeza en reluciente coco adornado con un clavel de bengala; el rostro, como de leche y rosa; llenos de melancólica expresión los magníficos y azules ojos; los rojos labios, dulcemente entreabiertos por una maliciosa sonrisa; rechinante de limpia la falda de percal, que delataba las líneas de la pierna redonda y robusta, y limpia la chaquetilla que amenazaba romper el espléndido y encarcelado seno sobre el que un pañuelo de crespón azul moldeaba curvas tan arrogantes como tentadoras.

Pepe quedóse mirando á la Gorgoritos —como si mirara un paisaje nuevo para él; aquélla si que era su mujer, su Trini, aquélla por quien un tiempo hubiérase jugado á cara y cruz la vida; aquella que tantas veces habíale embriagado con sus hechizosen la florida reja donde acudiera tantas noches á cantarla su pasión en miradas fulgurantes, en suspiros ahogados y en frases ardentísimas, noches que había creído ya perdidas para siempre... para siempre.

—¿A qué viées tú por aquí?—le preguntóla señá Rosario, al par que lo miraba con socarrona y triunfante expresión.

—¡A qué quiée usté que vengal A darle á usté un beso que la pille toíta entera, y á llevarme á este delirio que me va á quitar del mundo.

Y al decir esto miraba con apasionada fijeza á la Gorgoritos.

—Yo no me voy más á la vera tuya; á mí no me echas tú más de tu palacio encantao—exclamó ésta con acento de reproche.

—Es que la que yo eché de mi verita no eras tú, sino otra, y á esa otra como la vuelva á ver yo por allí, la mando otra vez con su tía, porque no es á la otra, sino á ti ¿L quien yo quieo con toas las veritas de mi corazón, serrana.


—Y—Paece mentira lo que puéen un estropajo y un peazo de jabón y una miaja de blandurilla—murmuraba momentos después la señá Rosario, al par que seguía con mirada gozosa á Trini, que cogida del brazo de su Pepe alejábase contoneándose gallardamente y sembrando envidias y murmullos y deseos entre las mozas y mozos, sentados acá y acullá, en pintorescas y animadas agrupaciones, en los umbrales de sus humildes viviendas.

Los últimos los primeros

Cumplida su misión huyen las nubes a par que las sombras de la noche, y el sol, apareciendo triunfante en un horizonte de zafir, vierte sus rayos de oro sobre la tierra húmeda y engalanada en sus más rientes verdores.

Cruzan las palomas el espacio azul como saetas nítidas, despéñanse los arroyos en las pintorescas cañadas donde el torrente despojó el adelfal de sus flores carmesíes; lanza el mirlo su nota estridente en el espeso zarzal; cruzan los campesinos por los accidentados senderos que ponen en comunicación los blancos caseríos, que se destacan como arropados por árboles añosos en cumbres y en laderas; casi escondidos por los florecientes matujos ramonean acá y acullá los rebaños, haciendo resonar el melancólico sonido de la esquila; discurren las aldeanas por entre los maltrechos bancales de los huertos; camina con paso perezoso por la carretera flanqueada de altos pencales, la acansinada recua, y allá en lo distante parece que para unirse al mar, descendió el horizonte ó que para unirse al horizonte elevó el mar su onda azulada y cristalina.

Al canto del gallo que lanza desde el corral su reto matutino, entreabre Dolores la puerta del lagar y pasea sus ojos llena de zozobra, por todos los atajos del monte; están pálido su semblante moreno y tristes sus ojos, de oriental estirpe, y caída en desorden la negrísima guedeja sobre la espalda que tantas veces le quemó y requemó el sol al verla segando las escasas mieses, por prestar también en aquella ruda labor su concurso al cansado compañero.

Dolores se sienta sobre el múrete que circunda la limitada planicie que sirve de antesala á la reducida vivienda, mas la inquietud que la tortura le hace incorporarse á poco y dirigirse hacia el hogar gritando con voz de timbre de plata:

—Tía Pepa, yo me voy á alargar á la trocha, que ya estoy la mar de acongojaíta, que yo no he podio pegar en toa la noche los ojos.

—Ya te he sentío, mujer; pero no seas tan cavilosa y no te acongojes asina, que no es la cosa pa tanto.

—Es que ha sío mucha el agua que Dios mos ha concedío, y milagrito será que no se haigan jinchao toícos los arroyos; no tiée usté más que ver el de los Mimbrales que muje que mete espanto.

—¿Pero tú crees que tu padre y que tu marío son dambos dos inocentes? No tengas tú mieo, que ya se habrán puesto en seguro y se habrán queao en la venta del Ajojolíú en el lagar del Pizarro.

—No, tía Pepa, ni mi Toño ni mi padre han juío el cuerpo á la lluvia ni á la ventolina, y cuando ya no están aquí, es poique están aniaos ó calaicos, y sá menester no orviarse de que mi Toño, á pesar de sus apariencias, es más delicao que una tórtola en el celo.

—Pos de perder, perder le tocaría fijamente al que á ti te trujo al mundo, poique el suyo es muchísimo más peor que el camino por aonde habrá jechao tu Toño, y además que él tiée los güesos abitocaos y tu Toño está en sus propios amaneceres.

—Eso se piensa su mercé, pero mi Toño no vale ogaño lo que antaño, y si lo ha cogío la tormenta en el camino, ya verá su mercé cómo eso le cuesta la mar de días en cama.

—¡Camará, y quien eres! ¡Pos ni que á tu Toño lo hubiera empollao un arzacola! No seas asina, mujer. Lo que tú debes jacer es estarte quieta y no salille ar paso, que no poique tú le salgas ar paso, vas á conseguir amasar de nuevo el pan que ya se han comío.

Dolores se encogió de hombros y se dirigió rapida hacia la falda del monte, desdeñando la vereda, y saltando ágil como un corzo por la inclinada vertiente.


—¿Has llegao jasta la trocha!

—Jasta el olivar de Joseíto el Candela.

—¿Y no has vÍ3to á naide en el camino?

—Ni un pájaro, y sólo al golver me di de cara con Toval el Cencerrete que venía de los Pencares y que ice que ha pasao las de Evélica pa cruzar por el vao de los Granizos.

—¿Y no se ha trompezao ni á tu padre ni á tu Toño en su verea?

—A ninguno de dambos; pero él se cree que como el uno pasa por la venta del Ajojolí y el otro por la del tío Cambronero, se habrá guareció en ellas del turbión que, según dice Tovalo, ha sío por allá arriba de los que ajogan las ramas.

—Pos vete tú ya pa entro y vé poniendo en el fuego la puchera, que lo primero es lo primero.

—Póngala su mercé, que no estoy yo pa ocuparme de naíca.

Y mientras la anciana penetraba en el hogar, sentóse Dolores de nuevo en el poyo adosado al muro, clavando los hermosísimos ojos en las floridas sendas, sin que lograran arrancarla de su abstracción los halagos del escuálido mastín que también paseaba como, impaciente su mirada por la radiante lejanía ni el alegre bandurrio de gallinas que acaudilladas por un gallo de roja cresta y de pluma recamada de oro, removía la tierra acá y acullá con alegre cacareo, ni Churrete el pastor, que resguardando del relente las manos bajo sus axilas, dirigíare hacia la cercana cumbre á la retaguardia del reducido rebaño que despuntaba al paso alegremente los bien mojados matujos.

Dolores no pudo continuar sentada; la inquietud hízola levantarse de nuevo como si el movimiento amortiguase su zozobra, y ya disponíase á dirigirse de nuevo hacia el olivar del Candela, cuando un resonante ladrido turbó el silencio del monte, y el mastín, tras un instante, tras un solo instante de vacilación, corrió impetuoso y alborozado hacia la trocha de los Cipreses.

Dolores dejó escapar una exclamación de júbilo, y

—Ya están aquí—gritó al divisar casi simultáneamedte allá al final de la vereda por la que corría el mastín, á su padre, el señor Paco el Tardío, que avanzaba arrebujado en su manta, sobre el viejo pollino que parecía vacilar al peso de su carga y de sus años; y allá por la vereda de los Rosales, al brioso trotar de su fuerte cabalgadura, á su marido Toño el Bizarro, que confirmaba su mote con la gentileza de su gallarda persona.

Y también Dolores, como el mastín momentos antes, vaciló un punto, solo un punto, y decidiéndose, rápida y vibrante de alegría al ver huir en tropel sus inquietudes, corrió, ágil como una ardilla y riente como una alborada, hacia su dueño, luciendo al correr la bien torneada pantorrilla bajo la mancha sangrienta de su zagalejo encarnado.

Y momentos después, mientras el Bizarro sonreía y posaba sus labios sensuales, ávidos de caricias, sobre los húmedos y purpurinos de Dolores, y el sol irisaba el cuadro al conjuro de su ardiente centelleo, allá en lo alto de la trocha de los Cipreses, arrebujado en su manta raída, acariciaba el anciano con sus escuálidas manos al también viejo lebrel que le mostraba su amor con su resonante ladrar y con sus alborozados escarceos.

Y acariciado que hubo al viejo mastín, murmuró el señor Paco el Tardío, tras arrojar un suspiro y al par que ponía una hosca mirada en el grupo formado allá en el opuesto camino por el Bizarro y Dolores:

—¡Lo mesmo le hubiera pasao conmigo á su madre, á la que Dios me quitó, á la que me dejó tan solico... á la mía compañera!


Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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