De Mis Parrales

Arturo Reyes


Cuentos, colección



Al Excmo. Sr. D. Mariano Catalina,
Ilustre autor de “La Poesía Lírica en el Teatro antiguo”.

Testimonio de gratitud, admiración y cariño

A. Reyes

En la carretera

I

Cuando Lola la Azucena se asomó á la puerta de su chozajo, embellecido por las trepadoras que lo cubrían casi totalmente de hojas y flores, ya el sol inundaba la carretera, animada por el resonante bulle bulle de peones y de ginetes, y por el alegre tintineo de las esquilas de las acansinadas recuas que conducían á la capital, desde los amplios paseros de la vega, el dulcísimo y oloroso fruto de las vides andaluzas.

Ya el sol—repetimos—embellecía el paisaje; piaban alegremente los gorriones entre las ramas de los frondosos álamos y de los plátanos orientales que flanquean el camino; rendíanse los pencares al peso del fruto en sazón;fulgía como de mármol blanquísimo el risueño caserío entre el verdor ya pálido de los viñedos y el esmeralda de los huertos; una brisa fresca y acariciadora susurraba plácida en el ramaje; un arriero tumbado, boca abajo, sobre el aparejo de su cabalgadura, canturreaba, con acento rítmico y quejumbroso, una copla popular; cómodamente sentada bajo el toldo de una galera, una muchachota de tez renegrida, dientes blanquísimos y ojos dormilones, apretábase contra el conductor, un zagal greñudo y atlético en cuyo semblante notábase el efecto del contacto tentador; una pareja de la guardia civil avanzaba hacia la población con paso acompasado y marcial apostura.

Frente al chozajo, al otro lado del camino, Pepe el Boyero entreteníase en tejer una honda de esparto, no sin de vez en cuando abandonar su faena para hacer volver, al prado en que pacían, á alguno de los astados brutos encomendados á su guarda, mediante algún que otro grito gutural ó alguna que otra piedra disparada más diestramente aun que hubiera podido hacerlo antaño el más habilidoso de los honderos baleares.

La aparición de Lola en la puerta de su florido cubríl fué saludada por Joseito con un brinco de gozo, y corriendo hacia las chumberas que lo separaban del camino, y casi engarzándose entre ellas, exclamó con acento rudo, vibrante y apasionado:

—Olores; Olores, mu güenos días, Olores.

—Hola Joseito—repúsole ésta, sonriendo, al par que prendía graciosamente entre los revueltos y negrísimos mechones, siempre en rebeldía, de su cabello, algunas de las campanillas azules que acababa de arrancar de la flotante enredadera.

—¡Ay que ganitas que tenia yo ya de verte! ¡pero que ganitas que tenia yo ya de que me diera er sol de nuevo en los ojos é mi cara!

Dolores contempló breves instantes con expresión acariciadora á José; también ella habíase levantado ansiosa de que le diera de nuevo, el sol en la cara; que también ella tenía, cómo claveteada, en el pensamiento, una figura, la del boyero, con su cuerpo recio y desgarbado, con su semblante obscuro, y con sus grandes ojos de mirar apacible y melancólico.

—Oye tú, Lola, y tu padre, ¿aónde ha dío?—preguntó Joseito á la muchacha, mirándola con amartelada expresión.

—A Málaga; se fué mú trempano.

—Y tu madre ¿tamién se ha dío?

—Tamién se ha dío.

—Y ¿poique san dío dambos tan trempano?

—Pos á vender er gallo san dío.

—Por vía é Dios, y que malito que pinta toíco ogaño; cómo que, si Dios no mos da agua, vamos á tener que dir pensando en dirnos en busca de otros pejuares.

—Lo que ice mi padre que ice:


Sin agua y sin vino,
ni viven los hombres,
ni muele er molino.


—Pós á mi eso der vino me tiée sin cudiao; asina me tuvieran los ojos de una jembra que cuando me miran me erriten y cuando no me miran me matan.

La Azucena que le escuchaba con los brazos cruzados sobre el pecho, exclamó, sonriendo picarescamente.

—Ya se yo quien es esa, me lo dijo antier el Breña, que me dijo que tú estas jabaito der tó por la hija de Currito el Caminero.

—¡Yo por la hija de Currito! esas son gromas der Breña, que echa más embustes, que tramas dos olivares.

—Pos eso me dijo á mi er Señó Juan, que vino hier tarde, mismamente á la misma hora en que mos trujieron una papeleta pa que paguemos la contribución; por cierto que mos dijieron que si no la pagamos entro é ná, se queará er fisco con ésta cuarta é terreno, y... ná... se queará con ella, fijamente, poiqué suponte tú cómo vamos á pagar la contribución, cuando anoche mos acostamos á oscuras y cuasi sin comer más que un puñao de panetejos.

—Pero entonces ¿es que tú no comiste hier tarde?—preguntó como asustado Joseito.

—Sí, hombre, ya lo creo que sí, no te digo que mos comimos un puñao de panetejos.

—¿Un puñao de panetejos?

—Vaya, y que estaban más redurces que la azúcar.

—Mira, Olores, tráeme er jarro... arza ya vivo y tráeme er jarro.

—¿Y pa que quiees tú que yo te traiga er jarro?

—Pa lo que me dé la gana; dáme er jarro, te igo, ú sarto er pencar, manque me esnuque, y lo cojo yo de la choza.

—No lo traigo, que ya sé yo pà que lo quiées; pa ordeñar la vaca, y aluego si el amo se entera... ¡ya ves tu, si aluego se entera el amo!

—No se entera, y si se entera, ¡más mejor! ¡dáme el jarro te igo!

La Azucena vaciló algunos instantes, pero pensó en lo rica que estaba la leche recién ordeñada y...

—Toma—exclamaba momentos después entregándole al boyero, por encima de la chumbera, un jarro de alpujarreña estirpe.

Y mientras Lola seguíale con la vista, empinándose para dominar las chumberas, Joseito se dirigió rápidamente hacia una de las vacas, que allá, en la linde más distante, lucía sus repletas ubres, las cuales pugnaba en vano por cojer un blanco becerro, que triscaba junto á ella, tan gracioso como retozón, y tan retozón como asustadizo.

II

Y como si hubiese estado esperando á que se alejara, de la Azucena, el boyero, y saliendo de entre un macizo de cañas dulces:

—Dios te guarde rosicler—díjole á Lola, deteniéndose delante de ésta el señor Juan el Breña, un viejo curtido y algarrobado por los años, de semblante rugosísimo y vulgarote.

—Hola Señó Juan—repúsole aquella con cara de pocos amigos; y como rehuyendo su conversación, fué á sentarse en el poyo adosado al muro de la choza.

—Pos cualisquiera pensaría que lo que traigo yo, son alacranes en la faltriquera,—exclamó el viejo con acento de reproche acercándose á la muchacha de nuevo,—cuando lo que yo traigo pa tí, siempre, es grano en el pico, y güenos propósitos en er pensamiento.

—Pos déjeme á mí su mercé de granos y de güenos propósitos, que no tengo yo ganas de naica de lo que usté me puéa traer metió en su faltriquera.

—Camará, y ¡cómo seis las mujeres toas! ¡tontas er to! poiqué tonta er tó, se necesita ser pa espreciar á un hombre como on Casimiro; un hombre que entoavía no tiée ni picá tan siquiera la dentaúra; un hombre que es el de más bandera del partió; un hombre fresco y güen mozo y adinerao, tan adinerao, que es lo que él dice, que ice: Si la Azucena me ejara que yo, una vez tan siquiera, la espeinara á mi gusto, tendría aceitunas pa ella, aceitunas pa los tordos, y aceitunas pa moler lo menos en tres molinos.

—Y á usté, señó Juan, ¿no se le caen ar suelo las faiciones toas de fatiga, de venirse, á sus años, con esas cositas? ¿usté no sabe que á mí on Casimiro me pudre y me repudre la sangre? ¡On Casimiro! ¡un hombre que es más viejo que un cajorro! y, además, que sa menester que usté sepa, y que sepa on Casimiro, que yo no soy como la Peliroja, ni como la Perejiles; que á mi los ineros no me enamoran como no vengan en portamonea de mi gusto, y demasiao sabe usté cuál es el portamonea que más le gusta á Lolilla la Azucena.

—¿Quién? ¿Joseito el Boyero? ¿verdá? valientemente, serrana! ¡Un mozo que yo no sé como no da billotas! y que cuando platica paece como que estornúa.

—Pos, ¡y el que usté ice! ¡ese si que es un regalo pa cualisquiera!

—A propósito de regalos; mía tú que tumbaga, y mia tú que dos arracás más reboni, tas... ¡como que de rebonitas que son, cuasi quitan er sentio!

Y, diciendo ésto, el señor Juan sacó de entre los pliegues de la faja, un pequeño estuche que abrió, torpe y lentamente, al par que miraba al soslayo, y con expresión escrutadora, á la muchacha.

Esta posó sus ojos en el estuche, en cuyo fondo, encarnado, de terciopelo, brillaban el oro y los diamantes del anillo y de las cordobesas arracadas; y los ojos, los hermosisimos ojos, le chispearon de codicia.

—¿Qué? ¿verdá que son archisuperiores?—le preguntó el viejo con irónico acento.

—Si que lo son!—suspiró, más que dijo, la Azucena.

—¡Y que no te caerían á ti mu requetebién que digamos! y ¡que no estarías tú que pegarías tiros de bonita con ellos! cómo que es un doló que tú vivas como vives, cuando podías vivir como los propios ángeles; cómo que es el Evangelio lo que platica on Casimiro, cuando me platica de tí, que ice:—Ese proigio es tonta der tó, pero que der tó, poique si ella quisiera, yo le daría á sus viejos, sin cobralles naíca, mi cortijo La Ortigosa, que tiée más fanegas é pan sembrar, que gotas dá un aguacero; y á ella la tendría bien comía y bien servía y vestía como á una archiduquesa; con la mar de batas é cola é tós colores, y con toito lo que se le antojara, asín juera lo que se le antojara, el lucero matutino.

Lola oía al viejo con aire meditabundo; la voz acariciadora de éste, había hecho surgir ante sus ojos un panorama tentador; verdaderamente aquella vida que ella llevaba era insoportable, siempre á medío comer, siempre en cueros, cuando debía ser cosa tan rica vivir en «La Ortigoza», en aquel cortijo: uno de los mejores de la Vega, con una casa que era un palacio...

—Vaya, ¿qué es lo que te paece á tí esto que yo te igo, Olorcilla?—preguntóle el señor Juan interrumpiéndola bruscamente en su meditación.

Dolores continuó en silencio breves instantes y...

—Pos tó eso me parecería gloria santa—repúsole, por fin, con voz un tanto sorda—si tó eso me viniera á mí por mano de mi Joseito.

El Señor Juan contempló, encogiéndose de hombros, el estuche, y después, cerrándolo lentamente, volvió á colocarlo entre los pliegues de la faja, murmurando:

—Güeno, que se le vá á jacer, no siempre va á ser igual, que de to puso Dios en la viña, gandirojas y racimales, y yo ya me voy, que ya viée pa acá ese chaparro, que tanto te gusta á tí, y al que no pueo yo ver ni tan siquiera en pintura.


Joseito llegó junto á las pencas llevando cuidadosamente el jarro, en el que desbordaba la espuma; en su semblante atezado y juvenil, retratábase la impaciencia y la alegría y...

—Toma, toma, Olores, toma, antes que se enfríe—exclamó alargándole el jarro por encima del vallado.

Lola contempló con ojos acariciadores á Joseito, tomó el jarro y

—Poiqué se ha dío el señor Juan antes de que yo llegue?—preguntó, á Lola, el Boyero, al mismo tiempo que aquélla acercaba el jarro á sus labios fragantes y purpurinos.

Y Lola la Azucena se dedicó á pensar en la respuesta mientras bebía, y si algún artista inspirado, algún enamorado del color, hubiera acertado á pasar, en aquellos instantes, por la alegre carretera, seguramente hubiera inmortalizado el cuadro aquél, radiante y pintoresco; el áureo polvo del camino; las verdes ramas en que piaban alegremente los gorriones; la choza que cubrían, casi del todo, las verdes trepadoras; las chumberas tras las cuales asomaba el rostro varonil y sonriente de Joseito; y la figura de Dolores engalanada con su zagalejo encarnado, la obscura chaquetilla, las recias alpargatas de esparto y con el negrísimo cabello que desbordábasele espléndido, en relucientes, rizosos, mechones, sobre la nuca y sobre la tersa frente, adornado por una á modo de diadema de campanillas azules.

La flor de la maravilla

I

Cuando, ya ordenados, sobre el pequeño mostrador, los cacharros de flores, disponíase Rosario la Pinturera á confeccionar las coronas y ramilletes que en el día anterior le encargaran sus numerosos parroquianos:

—¿Me pudiera usté decir, mi morena, cuanto es lo que vale la flor de la maravilla?—le preguntó con acento zalamero, deteniéndose delante del mostrador y mirándola con amartelada pupila, Antoñico Vidondo, más conocido por el Niño del Altozaiio, mozo de no más de veinte y cinco abriles y de regular estatura, de cuerpo fino, nervioso, flexible, de movimientos sueltos y elásticos y de rostro que pregonaba de manera elocuentísima, que algunas gotas debían correr por sus venas, de la sangre más gitana.

Contempló Rosario con desdeñosa indiferencia al que flor tan preciada pretendía y

—Esa flor—le repuso con acento aun más desdeñoso que su mirar—no nace en estos jardines.

—¿Que no nace en estos jardines? pos si ahora mismito la estoy viendo yo de cimbrearse en su tallo, prenda mia.

Y después, y siempre mirando á la gentil ramilletera con mirada codiciosa, medío canturreó, medío recitó, con ritmo dulce y quejumbroso como el de una canturía oriental.


Porque aromas cual las flores
y cómo las flores brillas,
á tí te deben llamar
la Flor de la Maravilla,


Rosario sonrió ligeramente, pero después, como arrepentida, exclamó anulando el efecto de su sonrisa con lo desabrido de su voz:

—Vamos, hombre, no me venga usté á mi con coplitas, que se pone usté siete veces más pesao que los chopos en cazuela.

No se desconcertó el Niño por la poco galante salida de Rosario, y después de poner en libertad un suspiro, patente de la robustez de sus pulmones.

—Camará—dijo—y que mal que jizo Dios en amontonar en esa presonita tantísimos primores, y en empapar esos primores en rayitos de sol y en mieles de los panales, y lástima que sea quien lo es, el abanderao de ese cuerpo tan garboso y de esa cara gitana.

—Y por que es una lástima que lo sea, el que lo es, por que es una lástima?—preguntó al Niño la florera, á la vez que se entretenía en rodear de hojas rizadas como encajes, algunos pequeños ramos de pensamientos.

—Porqué lo es—repúsole Vidondo con voz sombría—y lo que debía Dios ordenar era que no saliera ese gachó del calabozo en tanto y cuanto no fuese yo el que le firmara la boleta.

—Pos se jará usté la singa mandinga á dos sones, que no en balde le enciendo yo toas las noches tres mariposas á la Virgen de la Pena.

—Pos me parece á mí que nanai, que ese no sale tan fácilmente del jaulón, asín se gaste usté más aceite que puée dar la campiña sevillana.

—¡Camará, y que requetemalitos que tieen los centros algunas presonas!—exclamó Rosario, poniendo una mirada de reproche en el del Altozano.

—Puée ser—dijo éste con voz sorda y después encarándose con la mujer querida y mirándola de hito en hito, continuó con voz enérgica: Puée ser que los tenga, pero que le conste á usté que no los tenía, y que si ahora los tengo es por mó de quien yo sé; por mó de la que tiée la curpa de que me pese tanto la vía; por mó de una gachí, por una de cuyas pestañas solamente, daría yo gustoso, á ser mío, er cielo que me cobija y jasta el agua que bebo; por mó de una gachí que, por mi malilla fortuna, vive prendaita der tó de quien menos lo merece.

—De quién menos se lo merece? verdá?—preguntóle con voz zumbona Rosario, y después, como encolerizada por la hostilidad de que hacía blanco Antonio al hombre querido.—Pos sa menester—continuó con acento incisivo—que usté se entere de que mi Paco, alli aonde está la prenda mía, allí aonde está, teniendo que darle, pa medío vivir, la mar de coba á los mozos e vara; allí aonde está el probetico e mi corazón, teniendo que dormir sobre un mal petate, vale como cien mil millones de veces más que usté con toita su dinastía.

—No diré yo que no valga más que yo, no diré yo que en postín y en estucao no se lleve la palma, pero no se la lleva en lo de quererla á usté, que, en lo tocante á eso, yo soy el que siempre ganaría la pelea; porqué es que si yo hubiera tenío la suerte de cara como él; si yo hubiera conseguio meter en mi camarín, como él ha conseguio meter en el suyo, á una jembra á la que Dios le dió por ojos dos ventanales y le perfumó la boca con esencia de jazmines, en ese caso, yo viviría dándole gracias á Dios por habérmelo concedió y no viviría como él bebiendo en toitos los aguaeros, y arrullando á toas las palomas en toitos los mechinales.

—¿Y eso lo dice usté por mi Paco?

—No, señora, que he de decir yo eso por su Paco de usté, ¡eso lo digo yo por el sereno del distrito!

—¡Ya! pensé que lo dicía usté por mi Paco, y mi Paco sa menester que usté sepa que no tieé más espejos aonde mirarse que las niñas de mis ojos.

—Y las de los ojos de unas cuantas mas, y si no, que vayan y se lo pregunten á Petra la Gasolina

—Eso no es mas que un farso testimonio que usté le acaba de alevantar, á ver si por ese mal camino se sale usté con la suya;—dijo Rosario con voz irritada—pero en mal sitio ha puesto usté la era, comparito, que de memoria y á clavito pasao me se yo, que mi hombre no es capaz de jacerle á quien más le quiere una tan mala partía.

—Que un divé no le quite á usted la venda, ya que es cosa de su gusto el vivir con los ojitos tapaos.

—¿Que yo vivo con los ojitos tapaos? vamos, hombre, que esas no son cosas de personas del mérito de usté, y además que en tanto y cuanto no me pruebe usté que es verdá lo que usté dice, voy á tener que estar repitiendo, á toas las horas del dia, que Dios nos libre de un testigo falso y de una malita lengua.

—Demasiao sabe usté que es la chipé lo que yo le digo; demasiao usté sabe que no soy yo el primero que lo dice.

—Pero ninguno me lo ha podío probar nunca entoavía!—murmuró con acento tembloroso Rosario, en cuyo pecho temblaba el dardo certero que acaba de clavar en él el del Altozano.

—Porqué á nadie le ha importao nunca tanto la cosa que se meta en esas jonduras; porqué á su Paco de usté son muchos los hombres que le temen; porqué en este mundo basta con atar un pañuelo en un carrizo pa ser hombre de bandera;pero,que quisiera yo probárselo á usté! y ya usté vería si le ponía yo á usté toitas las pruebas que usté quisiera en la palma de la mano.

—¿Y que pruebas me podría usté poner á mí en la parma de la mano?

—Mas que caben en una faluga; una carta de su Paco de usté, pongo por caso, en la que le dice á la Gasolina que pa él no hay más estrellas ni más luceros que los ojos é su cara, ni más goce ni más disfrute que los besos é su boca.

—¿Y dice usté que usté podía ponerme á mi esa carta en la parma de la mano?—preguntó Rosario al Niño, mirándole con expresión angustiada.

—Pos ya lo creo que podría.

—Y tiee usté en su poder esa carta?

—En mi poder mismamente no, pero la tendré en cuantito me dé la repotentisima gana, porqué es que tengo yo, muchísimas veces, cositas de jechiceros.

—Pos si eso es verdá, jagame usté el favor de traerme esa carta pa que yo me entere de esas cosas tan regraciosas como deben ser las que, según usté, le dice á Petra mi Paco.

—Esa no la traigo yo asín como asín, esa se la traería yo á usté si eso sirviera pa desengañarla y pa que se convenciera ya de una vez, de que soy yo el mozo que más la quiere y se quitara usté ya de ese sin vivir que no le producen á usté más que muchos malos ratos y muchísimas esazones.

—Es que ¡si eso fuera verdá!...—murmuró sombríamente Rosarito.

—¿Si fuera verdá qué? le preguntó el Niño mirándola fijamente.

—Pos si fuera verdá... ¡malilla tengo yo la encarnaura! y yo no sé... pero á mi, el que me la jace me la paga... y si eso fuera verdá...

Y no dijo más Rosario, pero de modo tan elocuente hablaron sus dulcísimos ojos, que extremeciéndose de júbilo, le preguntó Vidondo con voz trémula,

—¿Cuando quiere usté que yo le traiga á usté ese documento?

—¿Qué cuando?—le preguntó extremeciéndose Rosario y después y con acento impetuoso continuó—Cuanto antes mejor... ahora mismito, si usté quiere.

—No... ahora mismito no puée ser... pero puée ser aluego, esta noche, pongo por caso.

—Pos bien, sí, esta noche, esta noche le espero á usté á las ocho en punto, en cá de mi prima Rosalía.

—Pues hasta las ocho en punto, salero.

Y Antonio se alejó, sacudido por los contrarios huracanados oleajes que desataban en su corazón, por una parte, el deseo ardentísimo que abrasaba, desde mucho tiempo hacia, su pecho, de poseer los tentadores encantos de la Pinturera y por otra, los que desataba la voz de su conciencia, que gritábale, inexorable, que eran aquellos procederes indignos de su glorioso, honradísimo, historial, empedrado de altas hazañas, y de hidalguías sin cuento.

II

La Plaza de la Constitución fulgía á los rayos del sol que vertía su ardiente oleada de luz estival sobre el asfalto del suelo, los grandes escaparates repletísimos de brillante bisutería, los rojos cortinajes, los kioscos de caprichosa arquitectura, las elegantes marquesinas y los relucientes carruajes que circundaban la enorme farola que de su centro se enseñorea.

Rosarito, al amparo de un ligero toldo de lona, no charlaba alegremente, como solía hacer, con su compañera de industria, la señá Angeles, cuyo puesto lindaba con el suyo, y sentada en el taburete que le servía de sitial, pensaba grave y triste en lo que aquella mañana hubo de decirle el del Altozano.

Las palabras de éste habían despertado en su corazón la gran hidra de los celos adormecida en él desde que su Paco ingresara en la cárcel, á cumplir el castigo que el tribunal le impusiera por lo aficionadísimo que era á cascarles las nueces á los mozos de más tronio, en cuanto dos copas llenábanle el corazón de belicosos impulsos.

Ya tiempos atras aquella picara de la Gasolina había sido causa de que ella no pudiera conciliar en muchas noches el sueño y de que en una ocasión, tuviera que aventarse de su hogar para no ver más á su hombre, pero éste de modo tan cumplido hubo de probarle lo injustificado de su fuga, que ella concluyó por creer que aquellas habladurías, causa de su determinación, no eran más que miserables invenciones de los que rabiaban por poseer sus tentadores encantos.

Y en esta creencia había vivido hasta que aquel día lo soliviantara de nuevo el Niño, la nueva sospecha había penetrado á sangre y fuego en su corazón, Antonio habíase comprometido á llevarle una carta en que su Paco decíale á la Gasolina que para el no había más estrellas ni más luceros que los ojos de su cara; ni más goce ni más disfrute que los besos de su boca; al recordar lo cual, antojábasele á Rosario, que cada una de aquellas palabras convertíase en una sierpe de fuego que se le retorcía en el pecho, y en puñal aceradísimo que se lo apuñalaba; porqué era que aquello de la carta debía ser verdad, porqué aquellas eran las mismas, palabras, que el la solía decir, cuando, embriagado en sus hechizos, parecía llegar á las fronteras de la locura en sus amorosos arrebatos.

Y si lo de la carta era cierto, si era cierto que su Paco la engañaba, Paco merecía que ella le escupiese en el rostro, porqué ella por quererle, por ser únicamente suya, había tenido que tirar una y cien veces al arroyo de la calle, su buena fortuna; ella había despreciado por él á Pepe el Potrero, el mejor desbravador de potros cerriles de toda Andalucía; un mozo que ganaba el dinero por celemines y que cuando pasaba á caballo por las calles del barrio, no había moza que no se lo comiera con los ojos; y no solo á Pepe el Potrero, sino que también á Currito Heredia, el de la barbería de Puerta Nueva, y á Toftuelo el Cuchipanda y á cien más, en fin, todos ellos ilustres personalidades, dignas todas ellas de ser eternizadas en mármoles y en bronces, por cinceles y por buriles.

Y al pensar que pudiera aquel hombre burlar, ingrato, á la que tantas amarguras había gustado por él, á la que no más que para él vívía, trabajando como una negra porqué á él no le faltara ni gloria santa, en la cárcel; á una mujer en fin que tantas y tantas veces habíase quitado el pan de la boca porque á el no le faltara, al pensar en ésto, las lágrimas corrían silenciosas por sus pálidas mejillas, y el sollozo pugnaba por brotar de su garganta.

Cuando más abstraída estaba en sus tristes meditaciones.

—¿En que está pensando mi lucerillo de la tarde?—exclamó deteniéndose delante de ella su padrino el Señor Curro el Baticola—decano de los caldereros y de la gente de ácana del distrito; hombre de más de sesenta años, de tez cetrina, blanca patilla de clásico corte andaluz, reciote, panzudo y jateado con relativa típica elegancia que hacia recordar, en algunos detalles, el gusto de los majos de la pasada centuria.

Un relámpago de gozo animó los ojos de Rosario y

—¡Ay padrino de mi vía!—exclamó al verle, incorporándose rápida y gallardamente—que llega usté que ni recetao por el médico.

—Pos mía tú que yo ya no estoy pa servir de medicina—repúsole aquel sonriendo con expresión picaresca.

—Es que pa lo que yo lo necesito á usté es no más que pa que me sirva de pinza más que de medicina;es que pa lo que yo lo necesito á usté es pa que me saque un jierro envenenao que me ha metió esta mañana en rnitá del corazón, una malita presona.

—Pos no ha tenío que ver muchas cosas bonitas el gachó que haiga sío, pa llegar jasta un sitio tan reservao.

Padrino, por los ojitos é su cara! míe usté que estoy que me ajogo con un torzal de sea, mié usté que no estoy yo pa que me venga usté con chuflas y chilindrinas.

—Gueno, mujer, ya me tiees más serio que un perro é presa; y vamos á ver que espina es esa que te han clavao á ti »n un sitio tan delicao?

Si no ha sío una espina padrino, si ha sío una puñalá trapera que me han dao; si es que me ha dicho una cosa mu grande de mi Paco, el Niño del Altozano.

—Camará y que á pecho que ha tomao ese gachó el meterse en ese sitio aonde tú dices que te ha dao la puñalá, y eso que, según creo yo, ya jace muchísimo tiempo que tú le recetaste los Oleos á ese mocito.

—Asín como sus cuarenta mil millones de veces se los he recetao, pero es que ese gachó se ha creío aquello de que una piedra se quebranta á fuerza de darle golpes y soplando tengo que estar cuasi tó el día, pa que no me caiga como una mota en un ojo.

—Pos mala cosa es esa, porque el día que cumpla Paco y salga á la calle se va á armar un eslrupicio que va á sonar en la Habana, porqué es que el Niño, es más apretao que un braguero y como Paco en cuantito le da un beso á un chato ya lo tenemos más valiente que el Ci.... por velay tú.

—Como que estoy siempre con las carnes abiertas, y ya el otro día cuando fui á llevarle la ropa limpia y el tabaco, me tiró una punta, y en las jieles me vi pa quitarle de la cabeza lo que en la cabeza le habia metió alguna malita lengua.

—¿Y que ha sío lo que te ha dicho á tí el Antonio esta mañana?

—Pos una cosa que si fuera verdá... no sé, pero si fuera verdá... era cosa de meterse en un bergantín y largarse á la tierra de los loros pa no ver más á ese arma mía.

—Pero que fué lo que te dijo, ese mal arate, que tanto te rejalea?

—Pos lo que me ha dicho es que mi Paco está más enreao que una cereza con Petra la Gasolina.

—Vamos mujer, y que saliíta más serrana! yo pensé que era otra cosa la que tú me d¡bas á dicir: tu Paco con la Gasolina? vamos mujer! pos apenitas es aseáo tu hombre pa que pudiera transigir con una jembra pa medío sacar en luz á la cual, se necesita más jabón que da una almona!

—Eso creía yo, pero ya se acordará usté que una vez tuve que salir de estampía de mi cubril por mó de lo mismo y que cuando el río tanto y retantísimo suena...—Eso—exclamó con voz grave el famoso decano de los caldereros de Málaga—no ha sio más sino que al Niño se le ha orviao esta mañana que tiée que afeitarse por lo menos un dia si y otro nó, y te ha dicho lo que te ha dicho, por si cebando de tan malita jechura, los chambeles, puée meterte en la canasta; pero ten tú la seguría que eres tú la única gachí que le sabe á tu Paco más mejor que un caramelo.

—Es que el Niño ha quedao en ir esta noche á las ocho en punto á cá de mi prima Rosalía, á llevarme una carta en la que mi hombre le dice á esa que necesita más jabón que dá una armona, que pa él no hay más estrellas ni más luceros que los ojos é su cara, ya ve usté, los ojos é su cara que le gotean más que un cirio.

El señor Curro había fruncido la frente oyendo á Rosario; convencidísimo estaba él de que lo que aseguraba el del Altozano era tan cierto como lo que en la misa se dice, pero su alma noble y leal en la cual nunca había podido encontrar abrigo ruindad ninguna, rebelábase contra el villano proceder de Antonio, al que él no había creído jamás capaz de esgrimir armas tan miserables y mezquinas; pero dominando sus impresiones exclamó, sacudiendo ligeramente los hombros, y sacando á relucir una petaca de imponentes dimensiones.

—Pos ten tú la seguridá que to eso que te ha dicho ese guasón, no ha sio más que un pretexto pa poer platicar contigo esta noche, y ya veras como una de dos, ú nó va á la cita y si va es pa dicirte que to lo que te ha dicho no ha sío más que onjana pa darte chingares en pago de lo muncho que tú le estás jaciendo penar con no mirarlo á la cara cómo él quiere que lo mires.

—Pero entonces usté cree que es onjana to lo que á mi me ha dicho ese mal intencionao?

Onjana, mujer, na más que onjana, tan segura tuviera yo la gloria como que pa tu Paco no hay más que dos cosas de su gusto, en toito lo que el sol calienta, dos cosas que son: una, el puro de los Moriles y la otra, esa carita morena.

Las palabras del viejo empezaban á oficiar de rayos de sol, barriendo y borrando en el rostro de la gentil ramilletera las sombras de los celos y las contracciones déla ira, no obstante lo cual, no queriendo darse, del todo, por convencida tan pronto, murmuró suspirando:

—Es que como á mi Paco le gustan tantísimo las mujeres pegajosas y como según dicen toitos los que la tratan, es goma arábiga lo que suda esa señora.

—Asín sea goma laca, y sino ya verás tú como lo que yo digo es la chipé, y como esta noche no parece ese gachó por cá de la Rosalía.

Rosario tomó á fruncir de pronto, de nuevo, el ceño; una nueva sombra acababa de llenar de desolación su pensamiento y mirando fijamente al Baticola que á su vez la contemplaba con expresión de vaga inquietud.

—Güeno—dijo con voz sorda y sin apartar la mirada de aquel—yo ya voy creyendo cuasi del tó lo que usté me acaba de decir pero pa que yo lo crea der tó sa menester que antes de dirse me jaga usté un juramento.

—Un juramento!—musitó con voz ligeramente turbada el Baticola.

—Sí Señor, un juramento: eso es lo que yo necesito pa quearme tranquila del tó; lo que yo necesito es que usté me jure por la memoria de su hija Angeles, que si usté se trompieza aluego con el Niño, no le dirá usté al Niño ni ésto de lo que dambos hemos platicao.

Y Rosario se mordió el extremo de una uña con las dos sartas de perlas que habíale concedido por dientes la Divina Providencia.

No ya el ceño, si no toda la frente del anciano se hizo un fruncimiento: Rosario acababa de dar en el blanco, echando por tierra sus planes generosos; y lo peor era que al hacerlo no se había ido por las ramas, Rosarito, que el juramento que ésta le exigía era el sagrado, el inviolable, el mas solemne de todos los juramentos que le pudieran exigir al Baticola.

—Qué ¿no jura usté?—le preguntó ansiosamente Rosario.

El viejo sonrió forzadamente y

Pos ya lo creo que te juro yo toíto lo que tu quieras, chalaita der tó, pos no habia yo de jurar!

Y extendiendo la mano en grave actitud, continuó con acento solemne:

—Por la memoria de mi Angeles de mi via, que no le digo yo ni una sola palabra de lo que dambos hemos platicao, al Niño del Altozano.

III

El Señor Curro penetró en El Zócalo, uno de los centros del barrio, donde más á maravillas apréndese á distinguir el de dos del de tres cepas; el Faraján del de Jubrique; á jugar al dominó y á las cartas, haciendo con éstas maravillosos juegos de prestidigitación; á cambiar algunos viajes en las más gallardas actitudes; á cantarse con todo primor un garrotín ó unas carceleras; á platicar de modo capaz de hacer ponérsele el pelo de punta al mozo de más riñones; y lugar en fin, donde además de aprender tanta brillante asignatura, puédese cojer una indigestión y olvidar un punto las más hondas penas de la vida, gracias al bien abastecido mostrador, sobre el que, á todas horas, figuran los fiambres más ricos y sabrosos y gracias á las bien olientes cuarterolas y á las botellas que de etiquetas vestidas, aparecen, en correcta formación, en los bien pintados anaqueles.

En el momento en que penetró en el Zócalo el Baticola, todos los allí congregados tuvieron para él una sonrisa, una frase de cariñosa bienvenida ó una cortés inclinación de cabeza.

—Cómo á estas horas por aquí, Señó Curro? le preguntó el tabernero, que en mangas de camisa, desnudos hasta la mitad los brazos, bien ajustado el rojo ceñidor al soberanamente abultado abdomen y en la coronilla la reluciente gorra de seda, avanzó solícito hacia el ilustre calderero.

Este que al penetrar en el hondilón había paseado por todos los rincones, alumbrados por múltiples mecheros de gas, una mirada escrutadora, sentóse junto á una de las mesas desocupadas y repúsole al tabernero:

—Pos que hoy el terral pica más que el colorín en la seca y como pasaba por aquí y me píe el cuerpo una miajita de algo fresco... pos velay tú.

—Y que lo tengo yo to como si fuera cuajaita, camará—dijo aquel, á la vez que pasaba un paño, más por costumbre que por necesidad, por el tablero de la siempre limpia mesa de pino.

—Y qué, el negocio como vá? tiñe bien ú se destiñe?

—Pos no va del tó mal, señó Curro, es dicir, no pa fincarse ni pa mercar una tartana, pero sí gracias á Dios, pa que los churumbeles se acuesten tifos manque no sea más que de fideos tallarines.

Cuando ya eran más de dos las copas, que sibaríticamente paladeadas, habían refrescado las resecas fauces del viejo, penetró en el hondilón Antoñico el del Altozano, el cual después de saludar á los allí reunidos, se dirigió hacia uno de los extremos del establecimiento con paso lento y con la frente fruncida.

—Aonde vá el amo de toítas las simpatías?—exclamó el señor Curro en el momento en que aquel pasaba por su lado.

Sacado el Niño de su abstracción por la voz del viejo, se detuvo y al ver á éste repúsole sonriendo algo forzadamente:

—Ahí que es usté, señó Curro!, usté perdone, pero diba la mar de distraio pensando en cómo cantan los chamarices cuando se meten en celo.

—Ya lo he notao yo, pero asientate que tengo yo gusto en que te bebas dos copas conmigo, que son mu contás, pero que mu contás, las presonitas con quienes me gusta á mi chocar la cristalería; que mu contaítos son los que se merecen que se jurgue uno, al verles pasar, el alita del sombrero.

—Muchas gracias, señó Juan, esos son los güenos ojos con que usté me mira, dijo el Niño á la vez que se sentaba tomando de manos del señor Curro la copa que este le ofrecía.

—Y que te pasa á ti hoy pa andar como andas pensando en los chamarices?

—Pos ná, que á lo mejor le encomienza á dar á uno guertas y más guertas la picara imaginación...

—Asín á tos en er mundo les diera, la suya, las mismas guertas que te pueé dar á ti la tuya, camará, que es ya más difícil encontrarse con un mozo de los cabales que encontrar un vitalicio.

Y tras algunos instantes de silencio continuó:

—En mis tiempos era de otro color la zarzamora, pero ahora, camará, ahora el que no amarga rejelea, asín es que cuando me doy de cara con algunos de los mu poquitos que se parecen á los que yo conocí y traté allá cuando yo tenía el corazón más verde que una alloza, me gusta más jechar con él un palique y beberme con él dos copas, que me gustaba, en mis tiempos, bailar con una guena gachí, más juntos que dos obleas.

Antonio miraba al viejo un tantico sorprendido; jamás éste habíase manifestado con él tan acariciador en su lenguaje, nunca había tenido para él palabras tan lisongeras y ligeramente turbado.

—Esos son los ojos con que usté me mira—repitió con voz balbuciente.

—Que ojos ni que ocho cuartos y medíol lo que yo te digo te lo digo porqué me sale de lindes aentro der corazón, una jaza aonde nunca floreció la mentira, porqué es que lo he dicho muchas veces á espaldas tuyas; que no hay ocasión en que no suene mi trompeta más que la de Jericó, platicando de tu presonita y no será porque tú á mi me muelas, en tus molinos, lo que dan mis olivares, por lo que digo yo que tú eres del mu poquito oro de ley que sale de los filones.

El Niño sonrojóse ligeramente; los elogios de aquel veterano de la guapeza y la hidalguía andaluza, empezaban á amargarle de modo intensísimo, acordándose de la faena que aquella mañana se cargara con la Pinturera y de la carta que, traicionando á la Gasolina, disponíase á depositar en las manos de aquella.

Durante algunos instantes quedaron silenciosos ambos interlocutores, silencio que fué el viejo el primero en romper de nuevo diciendo:

—Pero es que no se puée saber que es lo que te pasa á ti hoy, que cuando entraste parecía como que te habías dejao, vendías á retro, en la puerta, las alegrías e tu corazón?

—Pos ná—repúsole aquel procurando ocultar lo que sentía á la vez que miraba al viejo con algo de recelo en la mirada—que hay días que se alebanta uno con el caráite desmangarrillao y no hay medío de desenviangarrillarb y el día de hoy es pa mi uno de los que nos ponen amargo jasta er cielo de la boca.

—Pos mira tú—exclamó el viejo como si no se diera cuenta de lo mucho que empezaba á abusar del tema—eso que yo te acabo de decir es la santa verdá; como que yo no sé porqué, pero es la chipé que ca vez se va perdiendo más la guena semilla y el otro día me lo dicía el señó Pedro el Talabartero, que ya sabes tú que es un hombre to racimal, que me decía:—Esengañate tú, Curro, esengañate, en esta tierra sa perdió ya la guena simiente, y aparte de cuatro ó cinco chavales de ley como los son el Quiqui, el Pestaña, el del Altozano y dos ó tres más, tos los mocitos que yo conozco, deberían vestirse los días e gala con mantones e Manila. Con que ya ves tú... y mía tú que el señor Pedro es un gachó que no encuentra de güen tomar ni el barquillo con merengue.

—Pos que Dios les pague á usté y al señor Pedro las güeñas ausencias y si usté quiee jecharemos un tute—dijo Antonio impaciente por poner término á aquel diálogo que empezaba á oficiar de galga poderosa para con él, en sus poco generosos propósitos.

—Pos á jugarnos ese tute... á ver tú, el de Cártama...á ver si te traes una baraja—exclamó acento jovial dirigiéndose al tabernero, y después sacando á relucir un enorme reloj de plata:

—Jasta las nueve—continuó dirigiéndose al Niño—estoy á tu disposición, porqué á las nueve tengo que dir á cá de Cío to la Chiripera, que me ha mandao un recao urgente, pa que vaya, con Trini la del Encaje.

—Yo también tenía que dirme una chispititilla antes de las ocho, balbuceó más que dijo el del Altozano.

Y lo dijo repetimos, balbuciente y cómo acobardado; ya no se sentía tan decidido á llevar á cabo su proyecto; indudablemente los elogios del Baticola nacíanle á éste en el corazón; Antonio había sospechado en un principio que el viejo estuviese al tanto de lo que él dijera aquella mañana á Rosario, pero si ésta se lo hubiese dicho, seguramente el Baticola hubiera, en evitación de males mayores, abordado franca y rudamente el asunto, sin recurrir á habilidades iudignas de su fama, de su lealtad y de lo expeditivo de sus procedimientos, cuando de cosas de hombre se trataba,

Y convencido de que aquellas frases tan halagadoras, eran nacidas de una, para él, honrosísima convicción, empezó á vacilar pensando en el desencanto que haría sufrir, seguramente, al cantor de sus bizarras excelcitudes al enterarse éste de los poco bizarros procederes que pensaba utilizar, no para ganar, sino para posesionarse, de los hechizos de la mujer ambicionada.

Una vez que dieron comienzo al juego, Antonio no daba pié con bola, y tan desgraciado y torpe hubo de estar en las primeras jugadas, que concluyó el Señor Curro por decirle con voz en la que cualquier oido algo delicado hubiera podido apreciar cierto dejo de ironía.

—Camará, ¡y que bien miraillo que debes andar tú por toas las jembras en este valle de lágrimas!

—Sí, la mar, pero que la mar de bien miraillo—exclamó con voz llena de amargura el del Altozano.

—No te quejes hombre, no te quejes, que de mas de cuatro se yô que al Gurugú ¡rían descalzas y con una vela en cá mano, por ganarse tu presonita; pero que no te arrecoja ninguna es lo que sa menester, que eso no trae más que quebraeros de cabeza; y sino, y sin dir más lejos, ¿tú sabes pa que me llama á mí la Cloto la Chiriperaf pus pa lo que me llama es pa que le jeche una manita, porque es que á esa gachí anda queriendo meterle el diente un tal Juanico Candela, una mujercilla vestía con pantalones, que porque la Cloto ca vez que se lo trompieza, jace como si se le arrebotara el estógamo, le ha dío á su hombre con un cuento pa desavenir el matrimonio, y ganas tengo yo de trompezarme con ese mar bicho, porque es que yo le tengo voluntad á la Cloto, por mujer de bien que es la probetica mía, y en cuantito me trompiece yo con ese gachó le voy á dicir un puñao de acertajones.

El Niño no contestó al anciano y durante algunos minutos continuaron jugando, sin que ninguno osara despegar los labios hasta que al terminar una de las jugadas:

—Mira—dijo el último volviendo á mirar el reloj—que si es cosa urgente lo que tu tiées que jacer á las ocho en punto, ya debes estar saliendo de estampía, que mú poquito es lo que va á tardar el que suene la campana.

El rostro del Niño reflejaba la lucha que sostenían en su espíritu, su amor á Rosario y, tal vez más que su generosidad de alma, su vanidad; la de ser juzgado como uno de los de sus parrales, por hombre de tantos prestigios como el que de modo tan caluroso acababa de hacer su apología, y venciendo, por fin, en el silencioso torneo, su generosidad ó su orgullo, exclamó, tras algunos instantes de silencio, y dirigiéndose al dueño del hondilón, con voz enérgica y sonora.

—A ver tú, Cartameño, á ver si te traes una botella más de la que beben los Papas.

—¿Pero eso?...—le preguntó el viejo disimulando la alegría del triunfo mediante un poderoso esfuerzo de su voluntad.

—Pos ná, que lo que tengo que jacer á las ocho no es cosa urgente, y tengo yo más gusto en darle á usté compaña jasta que á las nueve se vaya usté á cá de la Chiripera.

—Pero mira tú que si la cosa es urgente...

—No... no señó, no es urgente, vamos á jechar otro tute, á ver si ahora tengo más de cara la fortuna.

—Pos más vivo—exclamó aquél, cogiendo de nuevo los naipes y dando principio á peinarlos con habilidad suprema.


Y al dia siguiente, cuando la Pinturera con el rostro radiante y desbordándosele el gozo, en fulgidos centelleos, en las bellísimas pupilas, entreteníase en colocar en hilera, sobre el reducido mostrador de pino, pintarrajeado de azul, los cacharros, cuyos matices rememoraban los de los azulejos del Alcázar granadino, acercóse á ella en reposada actitud el Baticola y

—Qué, mi morena, ¿fué ó no fué por fin anoche ese caballero á enseñarte esa carta, á cá de tu parienta Rosalía?—le preguntó con voz al parecer indiferente.

—Cá, padrino, cá—exclamó aquella con acento alborozado—ni fué anoche y ni ha guerto el mu charrán hoy por aquí, á preguntarme si tengo ú si no tengo la flor de la maravilla.

Y minutos después alejábase del puesto de flores, con paso mesurado y con expresión risueña, el señor Curro el Raticola, murmurando con acento complacido.

—Pa que aluego digan los envidíosos que son faroles míos, cuando yo me pongo á dicir que chanelo yo siete veces más que tos los sabios de Grecia.

En la venta del Tiznao

—Yo nací en Alcalá de los Gazules, jeché los colmillos en Estepa y me afeité por primera vez en Jerez de los Caballeros.

—Pos yo di er primer jipío en Teba, pero como los que me trujieron ar mundo eran trajinantes, pos trajinando, trajinando, se puée icir que me he criao en las provincias de Jerez, de Graná, de Málaga y de Armería.

—Pos mi vato era belonero, y mú hombre de bien, mejorando lo presente, y natural de Benamocarra y se llamaba Juan Caéna, pero era más conocío por el Panales, poique era hombre tó miel, y á mi madre le dicían la señá Catite.

—Camará, pos tendrá osté durce jasta la perilla del ombligo.

—¡Digo! cómo que según ice to er mundo yo soy cuasi caramelo.

—Pos ajúntese osté conmigo, que soy to azúcar, y vamos á poner ya mesmo, entre dambos, una confitaría.

—Menester era, poiqué lo que es el oficio no va dando ya ni pa jechá jumo, tan siquiera; como que ya se alumbran elértricamente jasta en el Torcal Antequerano.

—Pos no le digo á osté ná del mío; yo soy albardonero y de los de punta, pero ¡lo que pasa! tó está ca vez más peor, poique es que el que tiée una bestia la tiée, además de esmayá, como quien dice, en cueros vivos.

—La verdá es que la vía es una cuesta ca vez más empiná, y sa menester saber jasta latín pa poer arrecoger un puñao é trigo, ú tres manojos de espárragos, ú cuatro gotas de aceite pa jacer unas malas migas.

—Como que si no juera poique á uno no le sale de aentro, ni le rempuja la inclinación, debía uno ya haberse tiráo por un mal balate.

—¡Digo! como que si no juera poique á mi to lo que güele á caéna perpetua me pone er pelo e punta, á estas horas debería yo estar en uno é los puertos é la sierra, con el alto en la boca y la escopeta en la mano.

—No, hombre, eso nó; la hombría é bien es lo primero; ¡qué diría en el otro mundo la seña Catite al verlo á osté en un tan mal terreno, y en tan malilla postura!

—Me paece á mí, que eso lo ice osté con una miajita de quéa, compadre.

—¿Yo? cá, hombre, cá, ésto que yo igo, lo igo con er corazón en la mano; es que á mí esa vía aperreá me da miéo; como que yo no sé como se podrá vivir á sarto é mata y sobre tó cómo puée jechar un rengue sosegáo el hombre que tiée una mota en la consencia.

—Ni yo tampoco lo compriendo, camará, que hay cosas que na más que de pensallas le dan á uno repelusnos y escalofríos.

—¿Y tieé osté en su cubril muchos gazapos, compadre?

—Milenta mil mal contáos y tos entoavía con ombliguero; y osté tiene muchos gurripatillos?

—Milenta mil millones: si no se puée ya ni mirar á las jembras, si es que yo no jago más que mirar á la mía, y entovía no la he mirao, y ya está escupe que te escupe.

—¿Y cómo puée osté llevá tanto grano pa tanto pajarico?

—Ahí verá osté; y osté ¿cómo se arregla, compadre?

—Pos ahí verá osté; como osté se arreglará fijamente; comiéndose jasta las crines!

—Y ahora hacia aónde se camina?

—Pus pa el Burgo, yo soy argo pariente der cura; mejor dicho, de una parienta der cura... la Olores, la hija mayor de los Atnargosos, una jembra que de un estornúo parte un ladrillo y comba un plato... pero mujer de bien, eso sí, mu mujer de bien, y aparte de unos belenes que tuvo con Perico el del Borge y con los Panchos e Granaillo, no se le conoce ná no limpio en sus jarapos.

—Y ¿qué? ¿osté no va allí más que á su calor?

—Voy poique siempre que voy, er cura me dá argo pa que me vaya pronto der pueblo, poique como siempre que voy me esmejoro, er cura, que me estima bien, me ice que aquel clima me sienta mal, y lo que pasa, como el hombre tiée güen fondo, pos me alivia... Dios se lo pague... que á ese güen señor pa jacer obras é cariá lo echó su madre á éste mundo!

—Pos míe osté; no cría Dios dos cosas más desiguales; yo tamién tengo un pariente, que es cura y lo del parentesco es por condurto de una sobrina suya que es tamién argo parienta mía y pasa to lo contrario; siempre el hombre está á güertas con que me quée en er pueblo sin más obligación que jacer to lo que él y la parienta me manden.

—Pos camará, yo no sé en que está osté pensando; ¡pos si ese negocio es más bonito que la Girarda!

—Calle osté, hombre, ¡osté sabe lo pesailla que es la Cuira, y el mar genio que tiée er cura!

—Y eso qué importa, ¿tiée osté más que tener resirnación cuando platique con ella, y que ser humirde cuando le platique el otro?

Y solo el Supremo Hacedor sabe hasta cuando hubiera durado el diálogo de nuestros dos benditos protagonistas á no haber penetrado en aquel momento en la Venta del Ventolera, que así designan en Humaina y Roalabota el lugar donde aquellos dos nobles patricios platicaban, un nuevo personaje, hombre ya pasado, plegado, arrugado y casi del todo torcido por más de setenta navidades, vestido típica y pobremente y envuelto el escuálido busto en una manta que debió empezar á prestarle sus servicios, sin duda, allá en sus ya más que remotas, remotísimas mocedades.

El ventero que había estado escuchando el diálogo mantenido por el albardonero y el hijo de la Señá Catite, panza arriba sobre el empedrado suelo y con un albardón por almohada, medío incorporóse á la entrada del nuevo personaje y

—Ah, que es usté, tío Cantales—exclamó tumbándose de nuevo sobre el no muy bien mullido lecho, después que hubo conocido al recién llegado.

Este paseó una mirada por el interior de la cocina y

—Que Dios te bendiga y tamién á la compaña —exclamó, avanzando lentamente hacia el ventero.

—¿Y de aónde viée usté á estas horas, á pique de un repique?

—Pos ná, que me entretuve una miaja en el lagarillo del Serenito y aluego que me han entretenío tamién en la Jaza de los Picapica, el sargento del puesto con dos de los suyos, que sigún parece van esta noche á cazar alondras con los cencerros.

—Y en qué te entretuvieron esas palomas torcaces?

—En preguntarme jasta con qué me quito la caspa, camará... ¡y que no preguntan los gachones con mucha fantesía!¡y no le contestes, y te zumban una de tortas que se te cae jasta el apellío!

—Lo dicho por el tío Cantales parecía haber interesado en grado sumo á los nacidos en Teba y en Alcalá de los Gazules, y

—Oiga osté, agüelo,—preguntóle éste al tío Cantales, con acento un tantico inseguro—¿Jacia aonde irigían el ala esos güenos mozos? poique es que yo me tengo que dir, y quisiera tirar por el mesmo camino que ellos y dir á su amparo, que no quisiera yo que cuatro chavicos que llevo me los manoseara el Muleta, ese mal nació, que, que según icen, trae de cabeza á toitos los del tricornio.

—No me miente osté ar Muleto tan siquiera que se me quita er jálito,—exclamó el de los albardones incorporándose como asustado, al oir que podía tropezarse con aquel en su camino—no me lo miente osté, que me ha puesto osté que me ajogo en una saliva!

—Y que no es solo el Mulefo el que anda ahora por estos andurriales—exclamó el dueño de la venta con acento lleno de ironía, que no es ese solo, que si antes teníamos un cangro en er partió, ahora tenemos dos cangros, poique, sigún parece, se ha corrío jacia acá dende la serranía é Ronda el Niño del Vizcaíno.

—¡Virgen Santa é los Dolores!—exclamó el descendiente der tío Panales, con asustada expresión,—¡er Niño er Vizcaino ahora si que me voy yo tamién en busca de los del correaje amarillo y no me aseparo de ellos jasta que entremos en poblao.

—Esos mozos no se meten con los probes, y lo que es yo no les tengo mala volunta—exclamó el tío Cantales encogiéndose de hombros; y tan no les tengo mala voluntá que yo que no me los he trompezao entoavía, si me los trompezara ahora mismo, pongo por caso, y yo hubiera visto como he visto á los del tricornio, les diría.

—Oye tú, Muleto, y oye tú Niño, á ver si sus largáis de aquí, que sus va á goler la cabeza á pórvora y sería un contra Dios que sus pasara cosa de tan mal arate.

Y al decir esto sonrió irónicamente el viejo mirando con ojos radiantes de malicia á los para él, sin duda, desconocidos.

Estos posaron la interrogadora mirada en el tío Cantales; después miró el de Alcalá de los Gazules al hijo ilustre de Teba, sonriéronse disimuladamente ambos y

—¿Qué, mos vamos pa allá, en amor y compaña, no sea cosa que vayamos á tener un mal trompiezo por esos malos caminos?—preguntó el primero al segundo.

—Pos mié usté, no ha pensao usté malinamente, poique la verdá es que está la noche una miajita primatérica y siempre ven más cuatro ojos que dos, y siempre pueen más que un retaco dos retacos.


Y minutos después salían ambos proceres de la venta saltando los bardas del corral y decíale el tío Cantales al ventero con acento tranquilo y reposado:

—Camará, y que mó de poner pies en porvorosa! Pos ni que jueran esas dos criaturitas el Mule to y el Niüo del Vizcaino.

El ventero miró, con expresión socarrona, al tío Cantales, se rascó la cabeza después y canturreó:


«Yo soy un hombre cabal,
y lo soy por dos razones:
porque me gustan las jembras
y protejo á los ladrones».

Playa de levante

I

Caen los rayos del sol como intensa y luminosa caricia sobre el pintoresco paisaje: sobre el mar, que rompe sobre la extensa playa en cristalinas espumas; sobre las barcas, que parecen contemplar la radiante lejanía desde el varadero, con sus ojos de azul y bermellón pintarrajeados en sus finas proras; sobre las humildes viviendas de muros de bálago y techumbres de tablas y trepadoras; sobre las redes tendidas en las arenas; sobre los montes que vienen á morir casi, como si intentaran verse en ellas reflejados, en las ondas azules, luciendo sus tonos rojizos, los verdinegros de sus olivares, los rientes de sus viñedos y acá y acullá sus pintorescos caseríos...

Fuma á la sombra de la barca ó del chozajo el hercúleo jabegote, desnuda la renegrida pantorrilla, mal ceñida la roja faja, entreabierta en el robusto pecho la usadísima chamarreta, y hasta la rodilla el típico calzón obscuro de campana por debajo del cual asoma el interior, de limpísima muselina.

Brilla el espacio como de cristal purísimo; cabriolean los rapaces mojando los desnudos pies en las olas, que se comban al morir deshaciéndose en refulgente crestería; cose á la sombra del frondoso parral la humilde hembra del pescador, mientras éste reposa de la fatigosa lucha, tendido entre la nasa en que el gallo luce la tornasolada pluma y entre el perro que dormita; las nítidas gaviotas cruzan unas el ámbito radiante, como á golpes de elegantísimos remos, y se columpian dulcemente otras sobre la serena superficie del mar, y allá lejos un vapor va dejando tras sí densas espirales de humo que apenas si rompe ó agita el viento adormecido.

En uno de aquellos pobres albergues, en los que apenas si asomó alguna vez su faz riente la fortuna, pasea la sefiá Dolores la Chumacera sus ojos, ya casi sin expresión, por todo aquello que le habla de su Toño; por la red, ya inútil, pendiendo rota de una escarpia; por los remos un día tan briosamente manejados por aquel que tanto quiso y el cual habíase llevado con él, al fondo de los mares, sus últimas alegrías y sus últimas esperanzas.

Ya no volverá nunca más su hijo, su pobre hijo; habíanselo tragado las olas... como á su padre... como ásus abuelos... Ya nunca más se recrearían los ojos de su cara viéndole llegar, ágil y gallardo, todo juventud y todo energía, con los ojos llenos de luces y cariños y de besos y de canciones la boca.

Y pensando está como siempre en cosas tan tristes la pobre anciana, cuando:

—Que Dios te bendiga,Dolores—exclama empujando la puerta y penetrando en la casa el tío Francisco el Boqueronero, un jabegote de rostro rugoso, pelo blanquísimo, ruda expresión y de imponente estatura.

—Y á tí que no te or vie—le responde la Chumacera con voz sorda y apagada.

El tío Francisco se dirige hacia la mesa de pino, desocupa silenciosamente sobre ella un pañuelo que lleva en la mano y

—Pero es hoy á tí á quien le toca el turno?—pregúntale la vieja arrojando una mirada indiferente sobre el puñado de sardinas que aquel acababa de colocar sobre el tablero de la limpia mesa de pino.

—Ya lo ves—le contesta el jabegote encogiéndose de hombros.

—Ay! si no juera por los güenos corazones, qué sería de mil Ay! si mi Toño alevantara la cabeza! Ay! si la alevantara la alegría ya muerta de mi corazón!

—Hoy por mí y mañana por ti... Asín es la vía... la perra vía... Una mano lava la otra y dambas lavan la cara...

—Es que hoy una sardina vale más cuasi que un copo; como que, sigún me ha dicho la Bitácora, la mar se ha cerrao der tó á la banda.

—Gracias á la Virgen Santísima, por mucho que se cierre, argo se le escapa siempre á esa picara señora.

—A cuánto se han repartió hoy los de la tralla?

—A dos puñaos —dícele el Boqueronero volviendo á encogerse de hombros; y dicho ésto remueve con el dedo meñique el contenido de la pipa y exclama al par que se atraganta de humo, dirigiéndose hacia la puerta de la calle:

—Vaya, jasta otro día, Chumacera.

—Adiós, y que Dios, que tó lo paga, te lo pague á tí, Francisco.

II

—Oye tú—dicele á éste el Anclote, cogiéndolo por un brazo—sabes tú que esta noche pasá no he podío pegar los ojos?

—Y por qué?

—Por lo que tú ya sabes: por lo que pasó ayer... No jago más que pensar en la probe de Olores... Y tú, tú tiees la curpa, tú que me ijiste que argo le quearía der día anterior y me aconsejaste que me llevara lo mió pa mis gurripatos.

—Y qué dibas á jacer si no salíais con lo que sus tocó á tres sardinas por barba.

—Pero ¿y esa probetica vieja, que no tiée ya á naide en el mundo?

—A esa probetica vieja no tengas tú cudiao, que no le han fartao sus espetones.

—Entonces es que tú le diste los tuyos?

—Naturalmente que si!

—Pero le diste tó tu puñao?

—Yo no sé jacer las cosas á medias; además yo soy más solo que la una y yo con ná me alimento.

—Entonces te habrás pasao to er día de ayer tirando flato á la calle?

—¿Yo, flato yo? Pos no jué ná que digamos lo que yo me comí anoche!

—Y cómo jué eso?—pregunta al Boqueronero el Anclote abriendo desmesuradamente los ojos.

—Pos mú fácilmente; que anoche me conviaron.

—Anoche? Cuándo y quién?

—Que cuándo? Pos apenitas me tumbé panza arriba en mi petate y entorné los ojos y me quedé dormio, vinieron á conviarme, y chica paella! chica paella, camará, chica paella que me metí entre pecho y espalda! Como que entoavía tengo el estómago embotao, y embotao el paladar.

—Y quién jué el que te convió—le pregunta el Anclote contemplándole con expresión llena de ironía y de ternura.

—¿Pos quién había de ser, hombre, quién había de ser sino el difunto Toño, el mesmísimo Toño en presona que me jizo comerme un pavo por cá una de las sardinas que le había dao á su probetica vieja?

Y tan seriamente y con tal aire de convicción hubo de decir ésto el Boqueronero, que nadie al oirlo hubiera dudado de la veracidad de aquel generoso y envejecido jabegote de la costa levantina.

La hora del triunfo

I

Dolores se dejó caer desfallecida en la vieja poltrona; su rostro aparecía cadavérico; sus ojos, enormes, hundidos, rodeados de anchos círculos violáceos, centelleaban febriles; la negrísima guedeja caíale en revueltos mechones sobre la sudorosa frente; el viejo pañuelo de crespón dejaba ver el principio del seno escuálido, descarnado, anatómico; la contracción de su boca daba á su rostro, de pómulos salientes y encendidos, la expresión de un dolor lento y abrumador.

El sol, penetrando por la ventana, abierta de par en par, daba paso á la luz del día, que amortiguaba, hasta casi esfumarla del todo, la de la mariposa encendida delante de una imagen de la Santísima Virgen, colocada sobre vieja mesa de caoba.

El mobiliario hablaba de modo elocuentísimo del temporal deshecho que la miseria hiciera descargar en aquel nido juvenil; en uno de los extremos veíanse el modestísimo lecho matrimonial, con los jergones cubiertos por un trozo de yute descolorido, que oficiaba de cobertura; varios cuadros de marcos oscuros, algunas sillas de Vitoria, una pequeña mesa de pino, un ropero y varias macetas de bien oliente albahaca que lucian sobre el alféizar de la ventana, en la que, una pequeña roja cortina de percal, defendía el interior de la sala de las miradas curiosas de los transeúntes, componían el menaje, ó mejor dicho, los restos que del naufragio de su bienestar pudiera poner en salvo el, hasta entonces, bien poco afortunado matrimonio.

Pocos momentos permaneció sola Dolores: la señá Rosario la casera, su hija Trini, Dolores la Sopitipando, Petra la de los Rizos y la señá Antonia la Buñolera, las más íntimas amigas de aquélla, poco tardaron en penetrar de nuevo en la habitación, poniendo una nota animada en aquella estancia, en la cual, no obstante los intensos rayos de sol que la invadían, parecía flotar algo triste y amenazador.

—¿Qué, cómo sientes el cuerpo, hija mía?—preguntó á Lola, acercándose á ella, solícita, la casera y pasándole cariñosamente la mano por la frente.

Sonrió con melancólica expresión y

—Regular, señá Rosario—le repuso con voz suave y doliente Dolores.—¡Porque es que el corazón me está pegando cá brinco de espanto!... ¿Qué hora es?... ¿usté lo sabe?

—Entoavía estará seguramente en el corral ensayándose pa salir la mar de pinturero; ¡y á bien que no le cae bien el terno de luces á tu castigo!

—Sí que está la mar de bien con él; como que parece que lo ha llevao toa su vía, ¡y vaya si menea superiormente los brazos!

Y esto lo dijo moviendo los suyos con airoso contoneo la de los Rizos.

Una vaga sonrisa entreabrió los labios exangües de Dolores; la verdad, y verdad reconocida por todos, era que su Paco tenia planta de torero.

—Y es á las cuatro y media cuando encomienza la corria, verdá?—preguntó Lola, por centésima vez desde que Paco saliera, á la señá Rosario.

—A las cuatro y media en punto, pero él lo menos hasta las cinco no se meterá en jarina.

Trini y Petra intentaron distraer á la mujer del torero; pero ésta no oía los saladísimos decires de las que la rodeaban: allí, en la vieja poltrona, no estaba más que aquel pobre cuerpo suyo aniquilado por la fiebre y destrozado por el dolor, su alma y su pensamiento estaban lejos, muy lejos de allí, en la plaza, junto á su Paco, al que veía con su traje cobalto y plata, todo bordado de lentejuelas, traje que á fuerza de súplicas y recomendaciones pudo ella conseguir que le prestara la familia de un difunto banderillero. Durante algunos instantes su imaginación reprodujo tan sólo en su misteriosa lente el cuadro risueño y deslumbrador, la muchedumbre alegre y vocinglera; los palcos desbordantes de mujeres hermosas, lujosamente ataviadas; el vistoso tropel de picadores, jinetes en jacos esqueléticos; el remolino de raso y plata y oro de los toreros, que brillaban al sol como brazadas de flores... De pronto se estremeció Lola y tuvo que hacer un esfuerzo poderoso para que no chocaran sus dientes los unos con los otros, como en los accesos de frío de la calentura, al ver, de modo mental, salir á la arena la fiera, á la que tenía que rendir, en breve, su Paco; y su Paco jamás habíase visto delante de un toro; su Paco jamás había tenido vocación por aquello; su Paco habíase lanzado al toreo terriblemente espoleado por la necesidad, buscando un puñado de oro aunque fuese á cambio de su vida.

Su mal recompensado oficio no le daba lo suficiente para vivir como su espíritu le exigía; él no habia nacido para ahogarse lentamente, para verla á ella morirse, lentamente también, en aquel tugurio, sin ropas apenas conque cubrir sus carnes. No su Paco no había nacido para soportar tan terrible suplicio; Paco soñaba con otras cosas; no con las que estaban fuera de sus aguas, pero si con tener una casita humilde, limpia y soleada, adornada no con lujo, pero sí con todo lo indispensable, donde tenerla á ella, á su mujer, tal como ella había visto deslizarse el albor de su vida en casa de sus padres; teniendo siempre un vestido de gala que ponerse en los dias festivos, con otros conque avalorar, en su rincón y á los ojos de él, sus hechizos; él tenia derecho á que, en su enfermedad, ella no careciese de lo que el médico le prescribía en cumplimiento de un deber implacable: aires puros... los montes... una alimentación restauradora... vida higiénica y distraída... ¡Oh, los médicos!

—Pero, chiquilla, en qué piensas?—le preguntó la casera al advertir su ensimismamiento.

Dolores la miró llena de sobresalto, como si la acabara de despertar bruscamente de un sueño, y de pronto palideció intensamente, sin que la sangre matizara más que sus pómulos, y posó sus ojos en la imagen de la Virgen, iluminada por un rayo de sol y por la pálida luz de la mariposa.

—Pero ¿es que te sientes peor?—le pre guntó Petra con la inquietud retratada en su expresivo semblante.

—¿Quieres que te hagamos algo?

Un golpe de tos, seca y cavernosa, tos que parecía serpear ronca y sibilante por entre hondas oquedades antes de estallar en los labios, impidió contestar durante algunos momentos á la enferma, la cual al toser aferrábase, con ambas manos crispadas, á los brazos de la poltrona. Después, cuando la tos hubo cedido algo en su violencia, necesitó de algunos minutos para abastecer de un poco de aire sus pulmones doloridos.

Todas las allí reunidas la contemplaban con expresión de piedad infinita, y Trini, cogiendo un extremo del delantal, lo pasó por la frente de Lola, bañada por un sudor tan glacial como el de la muerte.

II

Qué, le ha pasao algo á mi Paco?—preguntó, incorporándose rápida, no obstante su debilidad, Dolores, y avanzando hacia Pepillo el tarrido, que acababa de penetrar en la habitación como una bomba.

Todas las que acompañaban á Lola se apresuraron á interponerse entre ella y el recién llegado, al cual guiñaban, desesperadamente, todas, los ojos, como si quisieran amordazarlo con la mirada.

El Carriolo, cuyo rostro brillaba alegremente, exclamó atropellándose por más pronto decir lo que decir quería:

—Qué le ha de pasar ná? chavó! pos si la cosa le ha salió que ni dibujá; ustés, ya saben que Paco era el segundo, porque el Pcnita ha trabajao, como novillero, en yo no sé cuantos reondeles; pos bien, el primero que salió era un bicho más chico que una castaña...

—¡No, los de mi Paco, los de Paco!—exclamó ansiosamente Lola, apoyando una de sus manos contra la pared, y con los ojos llenos de extraña expresión de gozo, de angustia y de impaciencia.

—Sí, los de Paco.

—Y han aplaudió mucho á Paco?

—¡Por vía é Dios! ¡Pos pregunten ustés algo, camará! ¡Pos ni que yo tuviera una boca en cá poro!

—Güeno, vamos á ver, dinos tó lo tocante á Paco.

—Pos bien; el primero que le salió á Paco fué un zaino, mu capaz de llegar con los pitones al lucero matutino; ¡valiente toro! y vaya si achuchaba de verdá!... Como que se cargó tres automóviles en menos que se ice pío.

—Pero ¿y Paco?, acaba por Dios, Carriolo, ¡acaba por Dios y por su Santísima Madre!

Carriolo se puso serio; la voz de Dolores había sido un grito de angustia; su rostro era el de una muerta, y, al notar ésto, se apresuró á decir el muchacho:

—Pos Paco, mu bien en tós; pero que mu requetebién, pero que como los mismísimos ángeles! Como que apenitas salió el primero, se fué pa él, y lo que tos dicían, que dicían: dónde ha aprendió esta criatura á jacer eso? Porque es que jizo un quite que, sigún dicen tós, es de los de canela del Gallo; y aluego, camará y aluego!...Como que cuando llegó la hora de la verdá, se jartó de toro, pero que se jartó; tan se jartó, que sacó toa la mano llena de sangre de puro embraguetarse; como que icen toitos que en cuantito el gachó aprienda una miaja á menear la percalina, le va á quitar la mar de jumo á la mar de acorazaos.

Los ojos de Dolores centelleaban de júbilo; una inmensa laxitud habíase apoderado de ella; sus piernas flaquearon, se tambaleó, y

—Pero, qué es eso?—le preguntaron sus amigas, rodeándola con cariñosa solicitud.

—¿Pero no viene?—preguntó Lola, con voz desmayada, al Carriolo.

—En seguiíta, en cuantito lo dejen; como que lo han sacao en hombros, y si yo ya estoy aquí es porque yo me adelanté pa traerle á usté la notisia.

Dolores fué conducida de nuevo á la vieja poltrona, donde se reclinó; una serenidad luminosa enseñoreábase de su rostro; el triunfo de Paco la acariciaba como con labios de luz. Sin duda su pensamiento enervábase ante el cambio de decoración de su vida; jadiós, horas de miseria y de angustias!, horas en que el alma se retuerce forcejeando por romper los dogales del dolor; ya su Paco no era un desconocido: al siguiente día todo el barrio, alborozado, repetiría su nombre, ensalzando sus proezas; ella sería festejada por todos, porque para eso era la compañera del torero triunfante; para eso ella habíase quitado el pan de la boca, en ella la sonrisa, para que él lo comiera creyéndola ahita; para eso ella no había tenido más ambición que la de verle contento; para eso había pasado tantas noches en vela, quemándose las pestañas, para ayudarle en la fatigosa lucha; para eso no había tenido él una sola amargura que devorar que ella no hubiese compartido.

Verdad que aquella vida que le esperaba era de constantes peligros; pero ella no se apartaría jamás de los pies de la Santa Virgen, que era la que en aquel día había sido su salvaguardia; por algo habíale ella hecho colgarse al cuello, á su Paco, el divino escapulario; por algo teníala encendida ella á su Virgen una mariposa desde el día de la contrata.

—Ya debe llegar de un momento á otro—dijo Trini, que no dejaba de ir y venir á la reja.

Dolores intentó incorporarse, pero sus piernas se negaron á sostenerla; un tropel de mozos del barrio penetró alborozado en la habitación; Dolores les miró con expresión interrogadora.

—¿Y mi Paco?—les preguntó, por fin, con voz apenas perceptible.

La casera, que la miraba con inquieta expresión, se inclinó sobre ella.

—Son sus amigos; y?, debe tardar mú poquito, hija mía, mú poquito—díjole, acariciando suavemente su rostro con su mano.

—Le estoy viendo—musitó dulcemente Dolores clavando sus enormes ojos en el espacio, á la vez que una sonrisa inefable resbalaba por sus labios descoloridos.

—Me paece que Lola se pone mú malita—dijo, asustada, la casera á la de los Rizos.

Los que habían penetrado en la habitación habian enmudecido al ver el rostro de la mujer de Paco, y se miraban los unos á lo otros con grave interrogadora expresión.

—Qué, ¿te sientes mal, hija mía?—volvió á preguntar la señá Rosario á Dolores.

En aquel momento, el rodar de varios carruajes atronó la calle: cien voces vitoreaban al triunfador; éste, embriagado de gfozo, saltó rápido del vehículo, penetró como una centella en la casa y,

—¡Paco! ¡mi Paco!—gritó Lola, incorporándose como un fleje que se desdobla, al verle aparecer en la habitación rodeado de los que le vitoreaban y brillando al sol con su terno cobalto y plata; y

—¡Paco, mi Paco!—susurró dulcemente, dejando caer la cabeza, como flor que se troncha, sobre el homhro del hombre querido.

Y un grito, mitad sollozo, mitad rugido, un grito, estridente de desesperación y espanto, brotó en la garganta del torero viendo, al levantar la cabeza de la amada compañera, los ojos de ésta inmóviles; al notar que su cuerpo se desplomaba entre sus brazos; y al sentir, en la hora del triunfo, en fin, aquel inmenso martillazo que el Destino asestaba en su corazón, un borbotón de lágrimas desbordó en sus ojos, y

—¡Lola, mi Lola!—sollozó más que exclamó, besando con desesperado ahinco aquel rostro demacrado, sobre el que la muerte empezaba á extender sus dulces alas bienhechoras.

Lo que puede una lágrima

I

No sabía Dolores la Milagrito á qué carta quedarse ni por qué calle tirar en aquella á modo de encrucijada en que acababan de colocarla los inesperados requerimientos de amor de Joseito el Caramelo, y después de una noche de insomnio y de vuelcos y más vuéleos en la cama, y de suspiros y más suspiros, tiróse del lecho, y con el cabello todavía en desorden y sin mirarse, quizás por primera vez en sus veinte años, al espejo, salióse al patio, ansiosa de respirar, á pleno pulmón, la brisa de la mañana.

Esta, como todas ó casi todas las de estío en Andalucía, era fresca y perfumada, y un viento suave agitaba mansamente las verdes pámpanas de las higueras y las prendas que, puestas á secar sobre sogas y tomizas, fingian á modo de gallardetes y de blanquísimas banderolas.

Dolores respiró con avidez el aire fresco y perfumado, y sentándose en la silla en que solía dormir la siesta la Señá Pepa la Tulipanes, entregóse de nuevo á sus tristes cavilaciones.

Y tan cavila que te cavila estaba nuestra gentil protagonista, que ni cuenta se dió por lo pronto de que entreabriéndose una de las puertas de las habitaciones del patio, daba paso á la señá Pepa, á una viejecita además de enflaquecida, encorvada, con la barba en el pecho y en la barba la punta de la nariz y casi en las orejas la comisura de los labios, y vestida con una falda limpia y zurcida, una chaquetilla de la misma tela y un pañuelo obscuro que le cubría, casi del todo, el pelo, escaso y blanco como la nieve.

La señá Pepa avanzó lenta y silenciosamente apoyándose en una caña, y se detiene delante de Dolores contemplando su figura juvenil y gallardísima, su rostro de regulares facciones, de ojos rasgados y obscuros y boca algo grande y de labios purpurinos; de tez de tonos suaves y sangrientos, obscurecidos junto á la oreja, en el entrecejo, y en el labio superior, por matices aterciopelados y tan obscuros, casi, como sus cejas pobladas y como su rizosa y abundantísima cabellera.

La señá Pepa, tras contemplarla en silencio durante algunos instantes, golpeó con la caña en tierra, y exclamó con voz cascada y falta de ritmo:

—Güenos días, madrugaora de mis ojos, Dios te dé mú güenos días.

Dolores levantó la cabeza y le repuso sonriendo melancólica:

—Mu güenos, señá Pepa, mu güenos mos los dé un dize, que güeña farta que mos jace.

Avanzó la vieja hasta llegar junto á Dolores, la cual habíase levantado para dejarle su asiento, y después de sentarse, sin llenar el requisito de cortesía de darle las gracias, exclamó:

—Y ¿cómo levantaíta tan tremprano? ¿qué ha sío lo que no te ha dejao de dormir? ¿los mosquitos ó ¡as cavilaciones?

—¡Los mosquitos! ¡no son malos mosquitos los que me tien quitao á mí er sueño, señá Pepa!

—Pos si no son los mosquitos, quereles tieen que ser: que á tus años, Lola, «cuando no se duerme y se vela, es porque el querer mos castiga».

—Yo no sé si son los quereles; lo que yo sé es que no he podío pegar los ojos en toa la noche, y que tengo la cabeza abierta de tanto pensar y el cuerpo dolorío de tanto volverme y revolverme sobre mi jergón de crin y mis armojás de lana.

—Peroles que te ba tocao la quinta, ú qué es lo que le pasa á una niña más bonita que un lucero?

—Pos lo que á mí me pasa es... que voy á dar un reventío, si es que Dios no lo remedia.

—¿Un reventío tú?

—Sí, señora, un reventío yo.

—Y eso ¿por qué?

—Pus porque... usté sabe que jace ya la mar de tiempo que yo estoy cuasi al habla con Toñico el Carameño, ¿verdá que lo sabe usté, señá Pepa?

—Pos naturalmente que sí; ¡como que eso está á chavo y á cuarto en toita la provincia!

—Y ¿usté sabe tamién que ayer se me arrimó, cuasi con er corazón encogío, Joseito el Cartujano?

—Eso no lo sabía yo; no sabia yo que se te había arrimao ese confite.

—Y ¿usté sabe quién es Joseito el Cartujano?

—Vaya!., pos dejuro que lo sé... el hijo de Cañamaque... un gachó no mal plantao, y que paece que está jecho de cartulina y prendió con alfileres.

—Y ¿á Toño lo conoce usté mucho, verdá?

—Vaya... como que muchas veces le canté la nena... Como que cuando nació yo vivia paré por medío, con su madre, que esté en gloria, la probe Catalina; un arma é Dios, ¡con un corazón más grande que una torre, y un pico pa jaberas y pa polos que quitaba, pero que quitaba, toitas las tapaeras der sentío!

—Pos bien; lo que á mí me pasa, señá Pepa, es que Toño me quiee á mi bien; Toño anda etrás e mi cuasi dende que yo enseñaba entoavía las pantorrillas, y manque Toño no me llena á mi del tó, la verdá es que le tengo güena voluntá á Toño; pero Toño... Toño... Toño...

—Toño... qué?

—Pos que Toño no tié más que la noche y el dia y...

—En eso me paece que tú no estás en la fija—exclamó interrumpiéndola bruscamente la Tulipanes—porque Toño gana, ñopa pasear en carricoche ni pa poner una ruleta, pero sí lo bastante pa que no se le ajile nunca el velo del paladar y pa no tener que andar nunca en cueros vivos.

—Eso también es verdá, que ganar... gana... pero no le luce... no le luce, y fijamente será que tendrá el hombre arguna hipoteca... argun saliero; que pa arrecojer las aguas se jicieron las canales.

—Pos él no es vicioso, ni es vicioso, ni tiee malas jechuras, y como simpático lo es jasta dejárselo de sobra.

—Si no digo yo que nó, pero vamos á lo que más me interesa; y lo que más me interesa es, que, como le he dicho á usté, se me ha arrimao Joseito el Cartujano y me ha pidió compromiso, y compromiso pa que mos casemos á rota batía; y usté sabe mu bien que el Cartujano habiyela la mar de partieses, y que además de habiyelar la mar de partieses no es mal mozo; y además... lo que dice mi madre, que me dice.—No seas tú lila, Dolores, que con los quereles no se come, que del gusto nace el disgusto y que la necesiá es como el zarzal, tó pinchos; conque vamos á ver si te dejas tú de cosas, y si el Cartujano viée como Dios manda, duro con el Cartujano jasta que se te errita, y si á Toñico le sabe la cosa á jieles, que se bañe ú que no se bañe, ú que se tire por el Morro, ú que emigre á la Argentina.

—Tu madre siempre pensó asín; pa tu madre nunca hubo ni más Dios ni más Santa Maria que las de circulación forzoza; y por eso, por eso siempre le lució retantísimo la cabellera, y siempre vivió como los propios ángeles, y no calzó nunca más que botas é tafilete ni vistió nunca más que batas de sea, ni se adornó los déos nunca más que con cintillos de rubíes.

Y con tanta ironía hubo de decir ésto la señá Pepa, que exclamó Dolores con acento suplicante y mirándola de hito en hito:

—Si lo que yo quiero, agüelita, si por lo que yo me he salió trempano al patio es na wás que por que usté me aconseje.

Mia tú. Olores—repúsole la vieja haciendo un mohín de desagrado—á mi no me pías consejos porque no te los voy á dar; ¿tú te enteras? Y no te los voy á dar porque me duele ya el alma de meterme en camisas de once varas, y de salir siempre jechita un pingo de toítas las custiones.

Ahora bien, lo que yo te digo es que... yo, manque te parezca mentira, tuve tamién veinte años, y si no juí ninguna maravilla, tampoco juí ningún pantasma; y á los primeros vuelos me salieron como á ti dos pajaricos con ganitas de embragarme, el uno Juan el Rana y el otro mi Paco, hoy mi señó Frasquito, y el Rana tenía más billetes que celdas tiee un panal y arvellanas un arvellano, y mi señó Frasquito tío tenía más que un trapito atrás y otro alante y dos pares é carcetines; y yo me casé con mi señó Frasquito porque asi me lo dirtó el corazón, y si bien es verdá que pasé muchos tramojos y muchísimas fatigas, tamién es verdá que si es siempre duro el coscorrón, tamién es verdá que son blandos, y más que blandos á veces, los migajones.

II

Lo que aquella mañana hubo de decirle la señá Pepa á Lola, traía á ésta hecha un mar de confusiones, y llegada que fué la hora en que Toñico solía ir á su casa á quedarse tonto de gusto, mirándola, salióse, como siempre, al patio, y sentóse junto al brocal del pozo, junto al cual solía sostener sus sabrosas pláticas con su fiel enamorado.

—Pero oye tú, Lola—le preguntó la sefiá Rosalía, la casera, con voz llena de retintines—¿es que esta noche no tiée mejor empleo en la ventana tu presonita graciosa

—Eso será sigún lo que me pía el cuerpo—repúsole aquélla con acento malhumorado.

—Pos Joseito el Cartujano es quien lo dice; él es el que dice á tó el que lo quiere oir que esta noche viee á las diez á tu reja, pa tratar contigo de las primeras amonestaciones.

—Eso será sigún y como, ¿verdá tú,Olores?—preguntó á ésta el tío Paco el Cenachero; y al ver que ésta no le contestaba, continuó:

—La verdá es que yo tampoco sabría por qué camino tirar, y yo en et pellejo del Carlameño, armaba un jollín que había de sonar más que una retreta.

Pronto se generalizó la conversación entre los vecinos, y ya empezaba á sentirse cansada Dolores, cuando penetró en el patio Toñico el Car lame fio, el cual, con el semblante triste y contraido, después de saludar á la concurrencia con voz sorda, dirigióse á Dolores, cogióle bruscamente una mano, la contempló con angustiosa ansiedad, con una mirada toda pena, toda súplica, toda amor, y preguntóle con voz trémula, con voz casi asustada y tan apagada que no pudo ser oida más que por Dolores.

—¿Es verdá, Olores, lo que me acaban de dicir? ¿es verdá que vas á dejarme por uno al que le dicen Joseito el Cartujano?

Dolores contempló á Antonio con mirada cobarde, y repúsole, procurando sonreír, y «on acento tembloroso:

—Y ¿quién ha sío el malita sangre que te ha dío á ti con esa mala noticia?

—¡Qué importa quien haiga síol... uno... y, ¡camará si me dieron tentaciones de matar al que me lo dijo! pero aluego recapacité, y como yo comprendo que yo no me merezco que tú seas pa mí, me dije: puée que sea verdá... puée que no me quiera... pueé que quiera á ese otro, y si ella quiee á ese otro, peirle que deje de quererlo sería como si me dijierau á mí, manque me lo dijiera el rey en presona, que dejara yo de querer á la que es aun más que el agua que bebo, y que el aire que respiro.

—Pos ¡no he de quererte yo á tí, Toño! no he de quererte yo á tí, mi Toño!—exclamó Dolores, á quien, más que las palabras, el acento vibrante y hondo, y casi sollozante de aquél empezaba á lastimar el corazón y á despertar la conciencia.

—Sí, ¡si yo no digo que no me quieras!., ¡no digo yo que no!... tú me querrás, pero como se quiee á un amigo... á un amigo... ¡qué pena más grande! Dolores, ¡qué pena más grande! yo, desde jace mucho, muchísimo tiempo, no he pensao en nadie más que en tí; tú has sio siempre el rosal que me ha llenao el alma y el pensamiento de flores; cuando tenia un pesar, una duquita de muerte, pensaba en tí y se me orviaba mis ducas; cuando me dolía el cuerpo de tanto trabajar, día y noche, decía yo: «anda y paese y rómpete si sa menester, cuerpo mío, que es por ella y pa ella lo que sufres y lo que paeses, que es pa juntar pa que á ella no le farte naita, pa que tenga gloria que se le antoje»; y yo trabajaba, y trabajaba, y juía de los amigos y no pisaba una taberna, y á juerza de suores y de fatigas, tenía ya, sin que la tierra se enterara, toítas las plumas pa fabricar mi nío, y cuando pensaba en dicirte, mía, Dolores, aquí tiées mi corazón y mi 11 ío, dambos pa tí, si es que tú los quieres; cuando temblaba tó de alegría... cuando me creía haber ya ganao la gloria, cuando...

Y tuvo que enmudecer Toñico el Carianteno y una lágrima, una sola, osciló entre sus largas y negrísimas pestañas.

Dolores vió aquella lágrima, vió á Toño restregarse brutal y rabiosamente los ojos con los puños cerrados, y algo, noble y tierno, se le incorporó en el alma, y

—Pero ¿quién ha sío el remalita sangre que te ha dicho á tí, que yo no quieo pa raí tu nío y tu corazón? ¿quién ha sio el que me ha alevantao ese farso testimonio?


Y una hora después, mientras Toño el Cartameño, radiante de gozo, veíase retratado en las anchas pupilas de Dolores, y el Cartujano alejábase, aburrido y desesperado, de la calle, cansado de lucir el garbo de su persona por delante de la cerrada reja de la mujer en vano solicitada; las vecinas seguían cuchicheando animadamente en pintorescas agrupaciones, y la señá Pepa, y el señó Frasquito, sentados en el umbral de su sala y bañados en luz de luna, recordaban, sin duda, con melancólica vaguedad, al contemplar á Toño y á Dolores, su ya bien remota juventud, y sus muertas alegrías.

El Campanillita

I

Como claveteado en la típica montura jerezana, recto en ella como una pica; en una mano las riendas y la otra apoyada en la cadera; bañado en luz; luciendo el flamante marsellés de pana, el encarnado ceñidor y el amplísimo pavero, avanzaba el señor Joseito el Campanillea por la carretera de Almería una mañana de estío, ginete en una yegua, grande como la del Apóstol, que con la boca en el pretal, rectas como rehiletes las orejas, enarcado el robusto cuello y ondulante la larguísima cola, movía como por música los finísimos remos cuando...

—¿Aonde vá lo más retepinturero de los de pámpana amarilla de mi tierra?—preguntóle afectuosamente Isabel la Gallardota, asomándose á la puerta del ventorrillo que resguardaba del sol un enorme parral, del que pendían aterciopelados racimos.

—Hola, ¡primor de los primores! pos pá Cala der Morá; voy á ver si arrecojo unos pencos en sarmuera!—repúsole aquél, refrenando el paso de su cabalgadura.

—Y ¿no quiee su mercé hoy ni catar, tan siquiera, la sargalona?

—Pos ¿cuándo dije yo que nones arguna vez á cosas tan de mi gusto?—murmuró el señor Joseito; y después, arrojando una mirada escrutadora en el interior del establecimiento, continuó:—Pero tu hombre ¿por donde anda? ¿se lo han llevao los civiles?

—Mi hombre—repúsole la Gallardota dejando escapar un hondo suspiro—mi hombre anda aventao, desde jace ya cuatro días no le veo ni el pelo de la ropa, ni le jurgo los carcetines.

—Y eso ¿cómo y por qué? ¿es que le ha tocao la quinta?

¡Otra cosa es la que le debía tocar! pero ¿por qué no desmonta usté, y se sienta usté y se bebe usté un par de cholos, der que tenemos pá cuando vienen los príncipes?

El tío CampaniUüa no se hizo repetir la invitación, y saltando en tierra con relativamente pasmosa agilidad, sentóse bajo el verde emparrado, no sin atar ligeramente sa cabalgadura al tronco de la parra, y no sin acariciar al noble animal paseándole la huesuda mano por la redonda grupa.

Y sentádose que hubo el señor José, tiró el sombrero al poyo adosado á la fachada de la casa; se limpió el sudor con un pañuelo de seda encarnado, que delataba en él casi seniles coqueterías; y empezó á canturrear, con voz un tantico fuera de uso, una guajira, mientras sus ojillos grises y chispeantes paseábanse un tantico descarados por la figura de la Gallardota, de la cual, justo es decir, en honor á la verdad, que no obstantes sus casi cuarenta y pico de otoñadas, no dejaba de justificar el mote con la gentileza de su figura, y su renombre de bonita, con su semblante aún aniñado, de facciones delicadas, de tez blanquísima y suave, de boca de gracioso dibujo y de ojos pequeños y acariciadores llenos de dulzuras y de malicia.

—Pero, vamos á ver qué es lo que aquí ha pasao de nuevo; porque gordo tuvo que ser el repique pá que er Canela agüecara el alacon tantísima voluntá—exclamó el viejo al ver llegar á la Gallardota con un cañero en la mano.

La Gallardota dejó escapar un nuevo suspiro que nada tenía que envidiar al anterior, y sentóse, un tantico meditabunda, frente á frente al CampaniUila, no sin colocar previamente sobre la mesa el cañero, cuyo contenido brillaba al sol con transparencias de cristal y reverberaciones de topacio.

II

—Conque, vamos á ver, paloma, ¿cuántos días jace ya que izó el ancla y puso próa á la mar er que siempre te tiée como con hidropesía, salero?

—Con hoy jace ya cuatro, según reza el armanaque—repúsole aquélla con acento lleno de ira y de tristeza.

—Y ¿cual ha sío la causa de que el hombre se haiga arremangao tan de súpito, y tan de veras, los pantalones?

—Y ¡qué sé yol señó José; porque la verdá es que no ha pasáo naita; jque me den una puñalá si es mentira lo que le digo á usté! ná ha pasao, ná; que le dije cuatro chuflas, y que como él lo que tiée es ganas de perderme de vista ya de una vez pá siempre, y como lo tieen tan engreío cuatro jarticas é roar... pos velay usté.

—¡Lo de siempre! Si eres tú, y na más que tú, la que tiee la curpa de toíto lo que te pasa; si er Canela, por lo retegüenísimo que le parió su madre es por lo que lleva veinte años, estiando y sortando bilis; si es que tú eres más malita que un cangro en un riñón ó que un avispero en er cogote.

—Y ¿por qué soy yo más malita que un cangro? Yo, que cuasi desde que sorté el ombliguero no he tenio á mi vera más hombre que ese lobo rabioso; yo, que si ha habió jamón, jamón he comío, y si viruta, con viruta me he alimentao; yo, que me he pasao toa mi juventú con un trapito atrás y otro alante; yo, que he sio siempre una negra, una esclava, unjarambé, un pingo; yo que apesar de tó eso, no tengo por qué agachar mi frente ni ante el mismísimo rey de España, ¿yo mala? señó José, ¿dice usté que yo soy mala?

—Si, señora, eso digo yo, que eres mala cinco veces pares y cinco veces pares más; eso es lo que yo te digo.

—Y ¿me pudiéra usté explicar cómo y por qué soy yo tan malita diez veces pares sigún reza esa cuentesilla tan gitana?

—Mira, Isabel, ascúchame con pacencia, que por tu bien voy yo una vez más á pisarle las lindes ar vecino; pero primerito que ná, lo que vas tú á jacer es contestarme á lo que yo te pregunte, con er corazón en la parma de la mano.

—Pos encomíense usté á preguntar lo que usté quiera, que con él en la mano le voy yo á contestar, señó Joseito.

—Güeno, vamos á ver si me dices tú, si tu Juanico es aficionao á verlas de venir en puertas ó fuera de puertas, lo cual que naita tendría de particular.

—Pos no, señó, que no lo es, ni nunca lo ha sio.

—Y ¿es, ú ha sio arguna vez, aficionao al de Canalla, ú al de Faraján, más de lo que Dios manda, y á la vergüenza le conviene?

—No, señó, que no lo es, ni nunca lo ha sío.

—Entonces, ¿es que tiée argún vicio ocurto tu hombre?

—Qué va á tener ná de eso mi Juanico! Vicios ocurtos! vamos, hombre, que no hay justicia en la tierra!

—Güeno, mujer, no hay que arborotarse por tan poquilla cosa, y dime si es aficionao tu Juan á dirse de la mano, y si es... vamos, cómo lo diré yo? aficionao á... eso, á darte de asperón, ú de piedra pómez, ó de ungüento de acebuche cuando le dá la calentura.

—A mí, mi Juan no me ha alevantao la mano en tó er tiempo que llevo á su vera; y si me la fuera á alevantar ya lo pensaría mu bien antes, que por algo me puso á mi Dios cinco dátiles en ca mano!

Y al decir esto mostraba, en amenazadora actitud, sus manos blancas y pequeñísimas la graciosa ventorrillera.

—Y oye tú—continuó impasible el señor José—los pameses que gana ¿te los dá á ti, á se los lleva ar Banco, ú los gasta en bizcotelas?

—Pos naturalmente que me los dá á «sí! Como que si no me los diera ¿con quédiba yo á amasarle á mis gallinas? Pos no faltaba más si no que no me diera los partieses!

—¿Y tu Juan es aficionao á dormir ar sereno ú á arrecojerse de madvugá con mucha frecuencia?

—No señó, que se arrecoje siempre aquí y siempre trempano!

—Güeno; entonces resurta que tu Juanico no es borracho, ni es jugaor, ni es trasnochaor, ni es gastaor, ni es manilargo, ni tieé ningún vicio que se sepa; no es asín?

—¿Pa qué vamos á seguir, señó José? queaHJ03 en que mi Juanico, sigún usté, es Santo Tomás de Aquino ú San Francisco de Sales.

—Sigún yo, no; y sobre tó, vamos despacio, salero, vamos despacio, y dime ni ahora cuáles son las espinas de ese rosal de tus quereles.

—Pos las espinas de ese rosal—exclamó colérica Isabel colocándose ambos puños en la cintura, son que si él pudiera, se cargaba á la bandola jasta la luna, ¿usté se entera? jasta la luna! Porque es que en custión dejarapos no hay medío de que tome la arsoluta, que no la toma ni á tiros; que pa él no hay mujer sagrá; que en cuantito vé unas enagaas, manque sea sin armión, se le arborota la sangre y pierde la chaveta: ¿sabe usté? Además que ná le cae bien al hombre y que ea cuantito se le platica una miajita arto, ó con una miajita é quéa ya está dando borbotones, ¿sabe usté? Que aquí tos tenemos que ser monos sabios ó perros de agua; que si er tose, á tos mos tié que dar en er gallillo; que es mu raro, sabe usté? pero que mu raro, y más celoso que un turco, y que no sabe escupir más que por el colmillo, y, vamos, señó José, vamos, que es mucho hombre mi hombre, y que si me valiera, si me valiera, amanecía yo er dia menos pensáo en Tetuan ú en el puerto de la Habana.

—Pos no es tu hombre, te digo y te ripito, er que tieé la curpa de lo que pasa; si no tú y naide más que tú, que tamién el me ha platicao con er corazón en la mano, y si no fuera por la volunta que el hombre te tié, jaría ya la mar de tiempo que, sin dirte tú á Tetuan ú á la Habana, ya te habría perdió él de vista; porque, créelo tú, no hay Dios que aguante, toa la via á una mujer tan sin pupila como tú, manque sea más güeña que er mismísimo Nazareno.

Isabel la Gallardota, ante tan rotunda afirmación, quedóse mirando grave y pensativa al señor José, y tras algunos instantes de silencio, le preguntó con acento lleno de irónica mansedumbre:

—¿Entonces, qué es lo que usté cree que yo debo jacer pa que no pasen las cosas mayores?

El Campanillita permaneció meditabundo durante algunos momentos, y después exclamó encarándose con aquella, al par que señalaba con la mano su caballo:

—¿Tú ves ese bicho tan requetebonito tan requetegracioso?

—Pos naturalmente que lo veo.

—Pos bien, ese caballo se lo merqué yo á Periquillo el Tisnao.

—Güeno, y qué tenemos con que se lo mercara usté á Periquillo el Tisnao?

—Pos tenemos que ese bicho es el que le partió una pata á Periquillo y tú sabes porqué le partió la pata á Periquillo?

—Pos le partió la pata á Periquillo, porque el Periquillo dá corcho cá cinco años; tú te enteras? El Tisnao mercó este jaco, y como el hombre chanela tanto de caballería como yo de jacer una casulla, pos el hombre no se enteró de que el bicho era la mar de sentío y la mar de sucertible y la mar de delicao de boca y la mar de fitio de ijar; y como no se había enterao de naíta de esto, pos apenitas lo cojió, patapúm, toma leña por aquí, y toma leña por allí, y toma jierro por aquí, y toma jierro por allí, y toma y toma, y toma; y tanto le dió, que er bicho, que tieé pórvora en la sangre, y tieé decoro, pos se jartó de aquellos malos tratos; y un día se abroncó de chipé, y al sentir ar Tisnao encima, pegó un brinco que llegó mu cerquita de un lucero, y allá fué er Tisnao como si hubiera salió de una escopeta vizcaina; y ná... ya sabes tú que desde entonces el Tisnao no puée andar sino jaciendo reverencias á toito er que pasa por su vera.

—Pero á mí qué me cuenta usté con tó eso?—exclamó ya impaciente la Gallardota.

—Aspera, mujer, aspera, que tengo que icirte entoavía que como er jaco encojó ar Tisnao, y yo merqué al jaco cuasi por ná, cuasi con dineros encima, que me los quería dar porque me lo llevara, y como yo tengo muchísimo pesqui, pos encomencé á cuidar al jaco, á darle coba al jaco, á acariciar al jaco, tal y como si er jaco fuera mi ojito erecho, y LuccIII o por aquí, y Lucerito por allí, y en fin... ná, lo que pasa, que ya boy con un torzal, pero que con un torzal de sea, soy yo capaz de llevar á mi caballo á las Islas Baleares.

Y dicho esto, apuró la última caña, saludó sonriendo afablemente á Isabel, y momentos después perdíase de vista allá á lo lejos, envuelto en una nube de polvo que el sol doraba, el señor Joseito el Campanillita, uno de los más requepintureros de los de pámpana amarilla de los hombres de mi tierra.

A la sombra de un chaparro

El sol caía á plomo sobre la desierta carretera; lucía el cielo su más deslumbrante azul; la montaña, los tonos más brillantes y más rojizos de sus laderas, el verde más lozano de sus viñedos y el obscuro más intenso de sus retorcidos olivares; ora medío escondidos entre los repliegues del monte, ora sobre sus bien soleadas cumbres, destacábanse acá y acullá, los blancos caseríos sombreados por copudos algarrobos...

El pobre jamelgo enganchado á la polvorienta diabla manotea con todos los músculos en desesperada tensión y el pescuezo estirado, por dominar uno de los repechos, mientras que con el látigo en una mano y con la otra aferrada á uno de los rayos de las ruedas pugna el Bellotero por ayudar al pobre animal en su desesperado esfuerzo.

—Riá, riaaá, Poderosa, riaá, riaá, niña de mis ojos, riaá, riaaá, prenda mía!—grita el Bellotero, sin que su voz logre prestar al pobre penco los vigores que necesita.

—Esto no puée ser, hombre exclama saltando del vehículo un mozo bien plantado, de rostro curtido, ojos relampagueantes y luciendo rico traje de los más típicos de Andalucía.

—Y qué le jago yo! riaá, riaaá, Poderosa

—Deja á la Poderosa que tome resuello ú dale una miajita de somatose, camará que es lo que le está jaciendo muchísima falta; no ves que la pobre, si la sigues achuchando, va á morir sin testar, entre tus brazos.

—Pero si es que yo no sé lo que hoy le pasa á este bicho; si este animal tira más que la «yunta de las ánimas»l

—Pos déjala que escanse una miaja y tan y mientras jecharemos un cigarro!

—Pos lo jecharemos.

Y mientras el Bellotero colocaba á la sombra que proyectaba sobre el camino una cortadura del monte, al animal, el desconocido sentábase al pie de uno de los árboles que brindan, acá y acullá, en el empinado camino, un sombroso refugio al caminante.

Y sentado, momentos después, á su lado, el Bellotero, preguntábale mientras vaciábase en la palma de la mano tabaco en cantidad suficiente, no ya para hacer un cigarro de grueso calibre, sino para rendir al fumador más empedernido:

—Y se puée saber, amigo, y usté isimule la curiosiá, á qué va su mercé á jacer en Triquitraque?

—Pos en busca de corcho que voy—repúsole en tono de zumba el desconocido.

—Ah, entonces es que su mercé trafica en corcho?

—Sí, señó, que aquí aonde usté me vé, tengo en Sivilla una fábrica de tapones.

El Bellotero miró al desconocido con expresión incrédula; aquello de la fábrica de tapones habíale sonado á quéa, y rascándose sin necesidad la cabeza, exclamó con acento lleno de ironía:

—Pos mié usté, pa mi que ló que es corcho no farta en estos manchones y menos en Ttiquilraque.

—Y apropósito de Triquitraque; cómo andan los Ventolinas?

—Er señó Paco superior... como que jace ya la mar de tiempo que no dice esta boca es mía.

—Pero qué, murió el pobre señor Paco?

—Pos sa menester venir de la luna pa preguntarlo! ¡Pos no jace ya fecha que agüecó el ala y se fué á la otra vera der rio!

—Y la señá Frasquita?

—Esa entoavía parpaguea, pero jechita la mar de dobleces; como que está que cabe en un canutero!

—Y Rosario, qué ha sio de ella?

—¿De quién? de Rosario? Esa si que está que jierve de guena moza ¡camará! como que no se le puée mirar un rato seguío porque se le jace á uno la lengua estopa y la saliva goma laca: ¡es mucha jembra la Rosario!

—Y se mantiene sortera?

Y esto lo preguntó el forastero como se pregunta algo que se teme saber.

—No, señó, que está casá desde jace mu poquito: tres ú cuatro meses hará que se subió á la bolina. Como que ya tenían brotes las cepas!

—¡Ah, conque se ha casao!—exclamó el desconocido con voz sorda, arrugando entre sus dedos el cordobés que mantenía sobre sus rodillas mientras una ráfaga tempestuosa resbalaba por sus negrísimos ojos.

—Vaya!—continuó el Bellotero sin parar mientes en lo que á su compañero le ocurría—y con un mozo que, mejorando lo presente, nunca le podrá pagar á Dios lo que Dios le dió á manos llenas; güeñas rentas, güen corazón, güen tronco, y mejores ramas; pero si usté lo conocerá; si con quien se ha casao ha sío con Currito, el hijo de los Tramoyas, los de Echevarria.

—No, no lo conozco; pero la Rosarito, no tenía un novio?

—Sí que lo tenía, y por mó de ese novio ha pasao la probe más fatigas que un asmático; porque como cuando su novio, un zagalete más vivo que un rayo, sigún dicen, tomó el portante y se largó en busca de fortuna á Chile ú al Perú, ella le prometió esperarlo diez años largos é talle... pos velay usté... cuando se le arrimó Currito, pos le dijo á Currito que perdonara por Dios; pero como Currito tiée para comer y pa que le cante un ciego y del novio que se le había dío no tenían noticias ningunas, y ya se les había muerto el señor Paco, y se habían quedao diciendo aquello de «hoy ayuno y mañana no me esayuno»... pos velay usté; la señá Frasquita empezó á apretar más que un tornillo pa que la Rosario apechugara con Currito, y Rosarillo le contestó que de casarse con arguien se casaría con él, pero que no lo jacía hasta que pasasen los diez años que había prometío esperar al otro; y Curro se conformó, y ná, que pasaron los diez años, y como el que se había dío ar Perú no ha dicho pío tan siquiera... pos velay usté... la Rosario ya hoy es toica entera del hijo de los Tramoyas, Currito el Abulaguero.

Al desconocido, á medida que el Bellotero hablaba, habíasele ido poniendo lívido e semblante, y cuando aquel hubo dado fin á su pintoresca plática, exclamó con acento en que había puesto sus más roncas inflexiones la pena:

—Jízo bien! pero y si el zagalete, su novio primero, no la hubiera olvidao y hubiera agenciao pa compartirlos con ella cuatro maraveíses y ahora vorviera del Perú;¿qué es lo que harías tú en lugar del zagalete?

—Pos míe usté; si á mi me pasara eso, pos agüecaría el ala y me iría en busca de otra paloma, porque Rosario ha cumplió como guena aguantando diez años de carencias y pesaumbres, y si ahora la probe está tranquila, no sería yo, en el pellejo del zagal, el que le quitara el vivir á gusto con su marío entre sus cuatro paeres!

—Y eso, eso mismo haría fijamente el zagal si volviera alguna vez de las Indias... Pero mira tú, sabes que ya no tengo más ganas de seguir pechos arriba?; conque vámonos pa abajo, que ya vorveré otro día.

—Pero si la Poerosa en descansando una miaja es capaz de llevarnos al pico del Tenerife.

—No, eja ya hoy al animal y vámonos ya pa abajol que ya se me ha quitao la gana de dir á Triquitraque.

Y cinco minutos después...

—Riá, riaaá, Poerosa—gritaba el Bellotero á la vez que crugía hábilmente el látigo; el eaballo desherrábase galopando por las pendientes más suaves y el desconocido, graves y sombríos los negrísimos ojos, arrojaba sobre los rojizos montes una de esas miradas con que solemos despedirnos de una alegría quese va ó de una esperanza que muere.

El vendabal

I

El sol que se ponía, velado por densos nubarrones, daba tristísimas claridades al panorama; el mar modulaba, al romper en la arena, á modo de roncas y tristes lamentaciones; las gaviotas regocijábanse dejándose arrebatar por el viento ligeramente huracanado.

—Ya se nos vino encima el Levante—exclamó el tío Julián el Trallero, dirigiéndose á Joseito el Anclote... al par que reanimaba con el dedo meñique el fuego de la bien curada cachimba.

Se encogió desdeñosamente de hombros Joseito y repúsole al viejo con voz sorda:

—Pos si el patrón pensara como yo, á pesar del Levante, entro é ná estaría largando al viento la vela nuestra Pastora.

—El patrón no está como tú, dejao é la mano é Dios, ni tiée las ganas que tu tiées de que te llegue el agua por encima del bichero.

—Tamién eso es verdá—exclamó, como si hablara á solas, el Anclote.

Quedaron en silencio ambos interlocutores; el tío Julián exploraba con sus ojillos grises la brumosa lejanía, arrojando continuamente por boca y nariz densos espirales de humo azulado; Joseito respiraba con fruición las rachas de viento frió que le azotaban siempre con creciente violencia.

—Oye tú, Joseito—dijo el viejo dirigiéndose á éste al par que clavaba en él sus ojoa con escrutadora expresión—conque, sigúdicen, tu prima Dolores sigue emperrá ea casarse con ese mal bolichero de Perico?

La pregunta del viejo debió obrar á modo de termocauterio en el corazón del Anclote, el cual, extremeciéndose todo, repuso tras breves instantes de vacilación, como si mordiera las palabras antes que brotaran de sus labios contraidos:

—Eso icen, que se van á casar...

—Pero á tí también te lo ha dicho la Dolores?

—A mi? A mí entoavía no me ha dicho Dolores una palabra ni yo me he atrevió á preguntárselo, tío J ulián... No me he atrevió.

—Pos yo, te lo confieso con el corazón e» la palma de la mano: la jembra que es capaz de escojer al Anguila pudiendo escojer al Anclóle, esa mujer está pidiendo á voces que la piquen el mesana; ¡por via é la Virgen Santísima, mi Patrona; casarse con el Anguila

Y el viejo tornó á quedar en silencio mientras Joseito, con el curtido rostro lleno de sombras, pensaba en Dolores, en aquella Dolores con quien había compartido los juegos en la niñez, en aquella cuya posesión había sido la única aspiración de su penosísima existencia; por ella, por lograr ser su dueño, había peleado como un león contra las adversidades; por ella había conseguido su fama de valeroso, y cuando después de varíos años de lucha y de sacrificios empezaba á creerse con títulos y alientos bastantes para decirle cara á cara lo que tímidamente habíanle repetido cien y cien veces sus ojos, Pedro puso los suyos en Dolores y Dolores los puso en Pedro y...

—¿Qué te pasa, Joseito?—preguntóle el Trallero al notar que el rostro de aquel se contraía «le modo amenazador y algo pare«ido á un sordo quejido se escapaba de su pecho.

—Na, tío Julián, na me pasa—repúsole José procurando dominar la ira y los celos que le devoraban el corazón.

—Mia tú—exclamó el tío Julián mirándolo con honda y ruda expresión de cariño—los hombres no solamente lo son porque miren á la muerte cuando se la tropiezan sin pestañear tan siquiera; eso es lo de menos; á mí nunca logró darme un mal rato esa señora, y yo, que la he visto de cerca un montón de veces, te pueo dicir que no tiee tan mal perfil como el perfil conque la pin tan

—Bah! á mi nunca me asustó tampoco esa señora y hoy... hoy algo diera yo porque me picara la quilla—dijo José interrumpie«de al anciano.

—Pos lo que sa menester—exclamó éste con tono grave—es que no te la pique, y que en cambio tú se la piques á eso que te está dando tanto suplicio, que jembras hay en er mundo más que lisas en la escollera. Y de mañana no pasa que yo platique con el patrón pa que haga que Pedro se vaya á tripular otro barco—añadió de modo que nolo pudiera oir el más preferido por él de todos sus compañeros.

II

—Y ¿qué quiere que yo le haga, Joseito? en el corazón no se manda; yo á ti no te pueo querer más que como te quiero, como si fueras algo mió; pero en lo tocante á casarme, yo no pueo casarme á gusto con más hombre que con Perico el Anguila.

—Pero suponte tú que por mano de Dios ó por mano del demonio ese hombre no se pudiera casar contigo...

Dolores posó sus grandes ojos en el rostro de José como si quisiera llegar con ellos hasta el fondo de su alma, y después, y con voz algo inquieta, le preguntó:

—Y qué me quies dicir tu con eso?Poiqué Pedro no diba á poer casarse conmigo?

—Pos suponte tú que Dios lo matara, pongo por caso.

Dolores se puso pálida; el acento sordo, la mirada rencorosa de José, habíanle llenado de pronto el corazón de inquietudes; conocía ella al hombre que tenía delante, y asustada por aquellas enigmáticas palabras, en las que acababa de traslucir algo amenazador para el hombre querido, repúsole con acento firme y vibrante, en la misma actitud conque una domadora asesta un fustazo á la fiera enfurecida:

—Si Dios matara á mi Pedro, ten tú la seguridá de que yo me tiraría á la mar de cabeza y de que te aborrecería á ti con tos mis cinco sentios.

Y dando media vuelta, penetró rápida en su casa sin esperar la contestación que pudiera darle el Anclóle.

Este siguió con mirada indefinible á Dolores; permaneció inmóvil algunos instantes, y después, dejando escapar un suspiro, se dirigió hacia la playa repitiendo con voz sorda:

—Con tós sus cinco sentios!

La luna caía sobre el paisaje como una inmensa caricia de plata y de cristal; ni una nube empañaba el horizonte purísimo; una brisa fresca traía á las costas húmedas y salinas emanaciones. La Pastora balanceábase gallardamente sobre el dormido mar y el patrón, Antonio el Camarote, impacientábase por la tardanza de Joseito mientras los compañeros de éste charlaban en animados corrillos.

—Lo que yo le digo á usté, patrón—exclamó dirigiéndose á éste el Ttaltero—es que dentro de una hora vamos á tener encima el vendabal, y milagrito va á ser que no mojemos las ropas.

El patrón asintió á la profecía del Trallcro, pero Perico el Anguila, aficionado á llevar siempre la contraria á todos, exclamó con acento irónico, al par que paseaba sus ojos por la serena lejanía:

—Me parece, agüelo, que lo que es esta noche nos falla el Zaragozano.

Dos horas después había el vendabal confirmado la profecía del viejo: el mar, flagelado por el huracán, semejaba movibles y espumantes cordilleras; la Pastora, despojada de su latina vela por un rachazo, parecía juguetear sobre el embravecido oleaje; el cielo habíase vestido de negros y cárdenos ropones, al través de algunos de cuyos pliegues filtraba la luna algún que otro rayo de luz cárdena y medrosa; el mar atronaba el espacio con sus lúgubres bramidos; los tripulantes de la barca remaban silenciosos y desesperados.

Todos ellos curtidos en aquellas trágicas lides, luchaban valerosos; el viejo profeta sondaba con mirada grave y tranquila la obscuridad, en que sólo blanqueaban los remolinos de espuma; Pedro, asustado, pensaba en Dolores.

Y en Dolores pensaba también Joseito, que respiraba con delicia el viento frió que azotaba su rostro varonil y hacia bailotear sobre su frente los mechones rizados de su pelo hirsuto y negrísimo. Una en aquellos momentos extraña expresión de complacencia inundaba su rostro; tal vez pensaba en que el mar parecía dispuesto á llevárselo á sus profundidades con todas sus penas y con todas sus amarguras; pero ¿qué importaba si al llevárselo á él se llevaba también á su rival victorioso?

El patrón, inmóvil al parecer tranquilo, seguía en su lugar procurando alejar la barca de la costa, que sólo le ofrecía en aquellos momentos la rompiente por refugio.

—Allá va la Virgen del Carmen—gritó el tío Julián, sin lograr que lo oyera más que el Anclóle y señalando una mancha blanquecina que huía veloz por lontananza.

Una ola barrió en aquel instante la barca, y un grito imponente del Camarote y una tremenda sacudida del barco anunció el más temible de los percances.

—Se rompió el timón—exclamó sombríamente el Trallero.

—Duro y avante; todos avante—gritó el Camarote con voz que dominó un punto la borrasca.

—Faltan dos hombres!—gritó el Coquinero al no ver en su lugar á Pedro el Anguila ni á Tobalo el Maroma, pasado que hubo la ola que acababa de barrer la cubierta.

Joseito, al grito de su compañero, exploró con su mirada las sombras, y notando la falta de su rival y acordándose de Dolores, recordó las palabras de ésta; parecióle que la oía repetirle con voz airada.

—Si Dios matara á Pedro, yo te aborrecería á tí con tos mis cinco sentios.

Y momentos después:

—Qué jaces?—gritábale el tío Julián abandonando el remo al ver á Joseito inclinarse sobre la borda y saltar rápido por encima de ella al embravecido oleaje.

III

Cuando el tío Julián hubo concluido de contar por centésima vez lo ocurrido, llegó al grupo que formaba con sus oyentes en el playazo, el tío Currito el Cangrejo, y preguntóle con voz quejumbrosa:

—Conque tan guapamente se portó el probe de Joseito?

—Tan guapamente... Curro, tan guapamente... como que cuando vió á Pedro en el charco... patapún, allá fué él, y como el mozo nadaba como un derfin, pos es natural, pescó al otro por las greñas cuando ya el otro estaba borracho perdió, y ná que lo arrimó al remo, y que en dispués... en dispués... probe Joseito... porque es que era tó un hombre el probe de Joseitol

Y el Tmllero se enjugó con el dorso de la renegrida mano dos lágrimas, dos lagrimones que oscilaban entre sus recias pestañas.

En los montes

I

—Veinte años mal contaos son los que tiée y veinte mil millones se necesitarían pa poer dicir tó lo retegüena moza que es Loli ha la Pizarrera.

—Eso serán los ojos conque tú la miras: con ojos de potrico cartujano!

—No jeñó y que no soy yo sólo el que lo ice; que lo icen tós los que no son múos en la provincia. Suponte tú una jembraque pueé darle un beso, sin empinarse, en la peineta á un ciprés; con un pecho en el que se puéen tender manteles;con un talle tábiroque es un esparto; con unas caeras más reondas que la copa e un pino; con una mata de pelo rizao que le pueé servir de túnica á un nazareno; con unos ojos que son dos soles; con una boca que es la flor de la maravilla, con una...

—Basta, hombre, basta ya, que me está entrando, oyéndote, una canina que no veo, y tenemos er pan á una legua de la dentaura.

—Pos no te digo tiá si la vieras y si oyeras er metal de su voz; como que yo cá vez que platico con ella, me tengo que dir y meterme en cama y que llamar al méico.

—Y esa jembra, te tiéeá ti voluntá?

—Hombre, te diré: á mí unas veces me paéce que sí y otras veces me paéce que no pero jueron mis padres conmigo tan poco rumbosos cuando me jocharon ar mundo, que la verdá es que cuando me pongo á la vera de ese proigio, en cuclillas paece que estoy, y eso que me estiro jasta lastimarme las coyunturas!

—Es que los hombres no se míen por varas como la muselina morena,

—Eso igo yo; pero no lo dirá ella; y aluego, como el Iotovias me está jaciendo guerra galana, y er Totovías, si ella puée besar la copa de un ciprés, el pueé darle un cabezazo á la luna, y además es mu güen mozo, por más que sea más tonto que Pichóte; y como además tieé leña arrejuntá pa calentarse toa la vía, por más que séa más cerrao de fartriquera que las puertas pa el matute; pos velay tú, las de Caín son las que yo estoy pasandol

—Y crees tú que Dolores está más por el Totovías que por tu presona?

—Mia tú, yo creo que sí y creo que no; yo creo que le gusta más en él el tronco y en mí el fruto; que si yo le llegara tan siquiera á la barba me corgaba yo á la bandola al Totovías.

—Y oye tú ¿ese Totovías es tan tonto como su hermano el Chaparrales, que es el que yo conozco una miaja?

—No, tanto, no, muchísimo, pero que muchísimo más que el Chaparrales!

—Pos oye tú; quisiera yo conocer á ese fenómeno!

—Pos esta tarde te espero en el cruce del Pisaverde y mos iremos allá; cabalmente como he platicao tantas veces de tu presona, se alegrarán los Pizarreros de verte por sus cubrí Ies.

—Conforme de toita conformiá.

Y dicho esto estrechó, el Chiquitín la mano del Niño del Pajarero, echóse al hombro la vizcaína y se alejó ágil y gallardo por la Torrentera del Molino.

II

Gusto daba ver el lagarillo del Pizarrero, en la espléndida tarde otoñal en que conducimos á él á nuestros lectores, con su casa de paredes blanquísimas, con sus copudos árboles que sombrean el edificio; con sus viñas despojadas á la sazón de pámpanos y racimos y casi perdidas entre los matujos silvestres; con su huerta fértil y lozana; con sus á modo de reducidos bosques de naranjales y limoneros; con sus sendas que serpean como cubiertas de polvo de oro por entre apiñadas chumberas; con sus acequias sombreadas por guindos y por zarzales, entre cuyas fragantes espesuras lanzaba el mirlo sus notas argentinas, y con sus rozas de tierra roja y fecunda en que una yunta arrastraba con desesperante lentitud el fuerte arado, que convertía el rastrojal en barbecho.

Dolores la Pizarrera descansaba de los fatigosos quehaceres del día, sentada en el muro adosado al edificio; ya la casa estaba que relucía de limpia y hervía á borbotones sobre los rescoldos del hogar la enorme puchera, y ya disponíase nuestra protagonista á sustituir el vestido del trabajo con las galas conque por las tardes avaloraba sus encantos, cuando los alegres ladridos del Perdiguero, un garabito de aspecto imponente, anunció la llegada del famoso Totovías.

—Güeñas tardes, paloma—exclamó éste aproximándose lenta y torpe y desgarbadamente á la muchacha, y aproximádose que hubo á ella, colocóse debajo del brazo un á modo de bastón según afirmaba su dueño, y á modo de palo de mesana según nosotros; colocó en triángulo las fornidas piernas para mejor conservar el equilibrio, echó manos á la faja, sacó un pañuelo que más que tal parecía una colcha camera, y se limpió el sudor, que le corría casi á borbotones por la reducida frente y por los relucientes y mofletudos carrillos.

Dolores contempló sonriendo afectuosamente al Totovías y

—Ven con Dios, milano—repúsole con voz tan sonora como si fuera producida por un crótalo de cristal.

—Y tu páe? Por aónde anda tu páe?

—Ha dío al jigueral.

—¿Y tu máe; aónde ha dío tu máe?

—Está arriba.

—Y er Chiquitín, ha venío hoy?

—Entoavía no ha vinío.

—Pos me alegro; si jeñora, que me alegro de que no haiga vinío.

—Y poiqué te alegras?

—Pus poiqué... por eso mismamente.

Y el Totovías, no atreviéndose sin duda á exteriorizar su pensamiento, enmudeció lleno de turbaciones.

—Pos tan y mientras tú lo piensas, voy yo á meter la carita en lo que dan los manantiales.

Y dando media vuelta, penetró en el hogar la Pizarrera, poniendo de relieve al andar con paso lento y rítmico, sus tentadoras curvas y sus arrogantes gallardías.

El recien llegado quedósele mirando con ojos llenos de ternuras y deseos, y penetrado que hubo en la casa Dolores, sentóse aquél en el poyo y murmuró sacando una petaca capaz de contener holgadamente una preusada de Canillas:

—Pos señó, por tonto y por majaero que me parió á mí mi mae, se me vá á correr el pájaro y me lo vá á marcornar ese saltamonte de Perico; y como me lo marcóme ese saltamonte, lo voy á cojer y lo voy á meter en un panal pa que los zánganos se lo coman.

Y hubiera seguido platicando solo seguramente el Totovías, á no aparecer en escena en aquel momento el Tarajalcs agobiado y casi oculto del todo por una carga de reseco tomillo y de bien oliente retama.

—Camará, es usté ú es er pollino?—exclamó el Totovías al ver avanzar hacia él aquella enorme carga de resecos y perfumados matujos.

—A ver si me ayúas, arma condená—gritó una voz cascada bajo la reseca leña; y llegádose que hubo al dueño de la voz el Totovías y librádolo que hubo también de la enorme carga, vió aparecer la sudorosa y escuálida figura del tío Juan el Tarajales.

—Y ¿cómo tú por aquí tan trempano, Totovías?

—Qué quié usté que jaga si estoy más loco que un garduño acorralao? Como que me voy á morir; como que ni duermo ni asosiego; como que no me alimento más que de la raiz del querer.

—Pos di tú que alimenta esa raiz más que un venao!

—Estas que yo tengo no son carnes; son esazones y celeras, que como no me caben en el corazón, pos es natural, se me reparten por to el cuerpo.

Y tras algunos instantes de silencio, continuó, dirigiéndose al leñador que había quedado también en silencio:

—Y por aonde se ha dejao usté al Pizarrero?

—En la linde del Belonés me lo dejé mismamente.

Y mientras el Totovías dirigíase en busca del Pizarrero, murmuró el Tatajales con acento quejumbroso:

—Qué lástima que sea tan bruto! Porque lo que es como güen mozo, lo es; y como güen corazón, mu pocos serán los que puean golpearle los nuillos contra el tablero.

III

El llano de la casa, una espaciosa planicie rodeada de macizos de margaritas y geránios en flor y por algunos árboles de sombra, presentaba un animado golpe de vista.

Bullían en él alegremente Dolores la Pizarrera, tocado de flores el abundantísimo cabello y sobre los hombros un pañolón granate de crespón, departiendo con las hijas del de los Tomülares, que también engalanadas con los trapitos de cristianar habían descendido de su casa del monte para saludar á los Pizarretos. La madre de Dolores flaca y de reducida estatura, parecía orgullosa como siempre, al mirar á su hija, de haber echado al mundo tan espléndido retoño, y alrededor de las muchachas mariposeaban alegremente el Totovías, el Chiquitín y el Niño del Pajarero, mientras el Pizarrero y el Tarajales fumaban y charlaban gravemente, medío tumbados al pie de uno de los copudos algarrobos.

El Totovías empezaba á sentirse con ganas de echarlo todo á barato; al ver como el Niño andaba desde que llegó buscándole las cosquillas ayudado del Chiquitín que lo aturdía con sus chispeantes decires é intencionadas donosuras,

Las hijas del de los Tomillares sentíanse mortificadas por las pocas atenciones de que eran objeto por parte de los mozos y

—Vamos á jacer algo que nos distraiga—exclamó la mayor de ellas encarándose con Dolores.

—Pos más vivo—repúsole ésta—qué es lo que vamos á jacer que más sea de tu gusto?

—Pos vamos á que er Chiquitín toque la guitarra y mosotras cantaremos.

—Sí, sí, eso es, nosotras cantaremos—repitió con acento alborozado la hermana menor, confiadísima en ser la triunfadora, como casi siempre le ocurría en aquella clase de lides.

—Eso será—gritó el Chiquitín—si yo quiero tocar de balde.

—Y lleva osté mu caro por jacer esas monerías?—preguntóle con acento irónico la Pizarrera.

—No jeñora que es mu barato; poique lo que yo pío pa jacello hoy, es esa flor que tiee usté como puesta por los mismísimos ángeles en su matita de pelo rizao.

Casi no había terminado de hacer su petición el Chiquitín cuando ya Lola, con la flor en la mano, parecía dispuesta á satisfacer la exigencia del mozo, cuando una mirada triste, tristísima, una mirada grotescamente dolorosa que éste puso en ella, vino á detenerla en sus propósitos; y tras un instante de incertidumbre:

—Es esta la flor que usté píe?—preguntóle al Chiquitín mostrándosela con aire turbado.

—«Esa mesmita; esa es la que quiéo yo guardar en mi corazón», como si juera mesmamente una reliquia.

—Pos lo siento, pero ésta no puee usté guardalla tan jondo, poique no es usté solo el que me la tiee pidia.

—Pos to se puée arreglar—exclamó el Niño del Pajarero acercándose á Dolores, no sin sonreirle antes furtiva y maliciosamente al Chiquitín.

—Y cómo?—preguntó una de las del Tomillares sonriéndole al Niño con los ojos á la vez que con los labios.

—Pos verá usté como es la cosa más lisa que un palustre; y si no, verá usté; déme usté la flor; esta flor será pa quien se la sepa ganar.

Y tomándola de manos de la Pisan era, dirigióse á uno de los árboles más débiles de los que rodeaban el edificio, y arrojando hábilmente la flor á lo más alto de sus ramas, añadió dirigiéndose á los risueños espectadores;

—Er que quiea oro que lo sué; vamos á ver quién es er guapo que se gana la bandera.

Todos aplaudieron la ocurrencia del Niño; hasta la misma Dolores no le supo mal que se librara por una flor suya tan acrobático torneo, solo el Totovías no aplaudió; sólo éste miró de modo uraño y agresivo al Chiquitín y ál Niño del Pajarero.

—Y quién, quién vá á ser el primero en subir á la cucaña?—preguntó el Chiquitín con acento alborozado.

—Er Totovías! er Totovías primerol—gritaron las del de los Toinülares, asociándose de todo corazón á la jugarreta del Niño.

—Güeno, el Totovías será el primero—gritó éste,—pero que se sepa que hay que cojer la flor con toas las de la ley y que no se premite tirar piedras ni valerse de carrizos ni de escaleras.

—No, er Totovías nó—gritó Dolores sintiendo reaccionar en ella su índole generosa;—que es mucho hombre pa tan poquísimo árbol y se puée romper la rama y... vaya que no quiéo yo eso; que no me dá á mí la repotentísima gana.

—Déjalo, que no me caigo—exclamó el Totovías con voz y en actitud llenas de resolución y sin dejar de mirar rencorosamente al Chiquitín y al Pajaero.

Y adelantándose decidido, llegó al árbol entre cuyo verde ramaje blanqueaba allá en lo más alto, la flor que poco antes luciera en su pelo la mujer querida; afirmó bien los pies sobre el endurecido suelo, restregóse briosamente las manos; abrazóse después al débil tronco; transcurrieron algunos segundos, durante los cuales fuésele enrojeciendo el semblante al Totovías, se hincharon amenazando estallar las venas de su frente y de pronto, tras atirantar sus músculos en formidable tensión, crugieron sus huesos como si se rompieran y

—¡Qué bruto, pero qué brutol—gritó la concurrencia, asombrada al ver como al terrible esfuerzo del Totovías, tumbábase lentamente el árbol dando al aire sus desenterradas raíces.

IV

—Y er Chiquitín y el Niño del Pajarero, han venio?—preguntaba al día siguiente el Totovías ¿Dolores, que sentada sobre el muro adosado al edificio, contemplaba llena de admiración y ternura, á su formidable enamorado, al que repuso encogiéndose desdeñosamente de hombros;

—Cá, esos ya no güerven más por aquí, ni por rúa pa un remedío.

Y la verdá, Olores, dime la verdá; te da á ti pena que no venga más er Chiquitín á este aguaero?

Dolores meditó un instante, y después, acariciando con sus ojos al Totovías un momento y clavándolos después en tierra con expresión turbada, y doblando y desdoblando maquinalmente un pico del delantal le repuso:

—No... no me daría pena... pero que ninguna pena.

—Y si juera yo en lugar de él, te daría pena5—preguntóle el mozo temblando de emoción.

La muchacha posó sus grandes ojos en el Totovías con expresión tímida, inclinó la cabeza después y

—Sí... Joseito... sí... que me daría pena—pero que muchísima pena, balbuceó dulcemente.

Y terminado que hubo el amoroso diálogo, quedaron ambos en silencio, contemplándose como sumergidos en voluptuoso éxtasis y acariciados por los últimos rayos del sol, que vestía el horizonte de púrpura y de oro.

La traición del Colmenares

I

Como la noche era fría y lluviosa y mucho el viento que penetraba por las rendijas del enorme portalón de la posada, todos los que en esta convertían en alcoba el amplísimo zaguán y en jergones y cabezales los aparejos de sus respectivas cabalgaduras, habíanse congregados, huyéndole al relente, junto á la gran chimenea de campana.

Reliados en las mantas, abrigadas las cabezas por el típico pañuelo de yerba atado sobre la nuca, y con el cigarro entre los labios dormitaban algunos de aquellos tumbados alrededor de la alegre fogata.

El tío Pretales habíase acomodado también cerca del fuego, cuyo rojizo resplandor iluminaba fantásticamente su figura ya casi senil, que, aunque flaca y rígida, aun recordaba remotas gentilezas y ya pasadas bizarrías; su rostro enjuto y de mejillas escuálidas, su nariz ligeramente acaballada, sus ojos, si ya hundidos, grandotes y de dulce mirar; sus labios gruesos y aún sostenidos por una dentadura burladora del tiempo, y su cabello si ya blanco como la nieve, aun tan abundante que salíasele por bajo del pañuelo en anillados y revueltísimos mechones.

El traje que vestía era fiel testimonio de los gustos de los jacarandosos de antaño, y aun llevaba con garbo relativo el típico marsellés con sobrepuestos obscuros, el calzón rematado en la rodilla por relucientes caireles; ya en mal uso la polaina un tiempo embellecida por vistosísimas labores; zapatos de baqueta, y amplísima faja color de sangre que hacía resaltar el blancor de la pechera, en que ya confundíase el antiguo bordado con el reciente zurcido.

Sentado sobre la manta, envuelto tal vez en la cual retara antaño lluvias y tempestades, y fumando en silencio un cigarro de imponentes dimensiones, oía el viejo la conversación de los allí congregados, en un silencio desdeñoso; y sólo de cuando en cuando cruzábase afectuosa su mirada de león envejecido con la del tío Zarzamora, dueño de la posada, que sentado sobre unas cajas de pasas entreteníase en picar un poco de tabaco con una cachicuerna de Albacete.

La conversación recayó sobre la aparición del hijo del famoso Julián Heredia el Mochuelo en la misma serranía donde su padre marcara con sangre y con tropelías el rápido y violento zig zag de su azarosa existencia, y

—Pos lo que es el chavalete parece que se las trae—exclamó Tobalico, el cosario de Teba, como si recordara complacido alguna de las hazañas del joven bandolero.

—De casta le viee al galgo ser rabilargo! Que el que jizo que lo trajeran al mundo, entoavía cuasi no había sortao los calostros cuando ya andaba caballeando con un retaco al arzón y con el alto en la boca.

—Aquellos eran otros tiempos y otros hombres—murmuró suspirando el tio Zarzamora.

—Otros los tiempos!—exclamó con rudo acento Juan el Baqueta.—Los hombres sernos siempre los mesmitos; pero es que los que usté dice no tenían como ahora el ferrocarrí jasta en el cielo de la boca cuasi, ni daba er campo como dá ahora más civiles que madroños la serranía.

—En eso tieés razón tú—díjole el posadero con expresión de hombre convencido.

—No la he de tenerl Pos si no juera por eso, no estaríamos cuasi tós los probes dándole el alto jasta á las agachaeras der río? Lo que pasa es que hoy no se tiran ar monte más que los que no tieen más remedío que jacer eso ó corgarse de la copa de un árbol de los que llegan ar cielo con las ramas.

—En eso tamién hay argo que arrebajar; y si no, poiqué se ha tirao al campo el hijo del Mochuelo? Poique ese no ha sio por necesiá, poique toito er mundo sabe que tieé suyas de su pertenencia, más obras e viñas que garbanzos dá Alfarnate y sombreros Almogía.

—Lo der Mochuelo no ha sío por necesiá; eso lo sabemos tós que ha sío por custión de jarapos y jaraperas; poique si él se ha tirao ar camino ha sio por lo de la puñalá á Don Paco, el amo del lagar del Trabuco, que andaba simbeleándole su chanelo; y como él sabe que, endispués de lo jecho, si lo trincan, del rempujón que le van á meter va á dir á parar á Ceuta ú ar Peñón, pos velay usté; él se habrá dicho, entre morirme coiniíto de miseria en er Peñón ó que me metan una de á onza en el cuerpo, pos habrá escojío la más de su gusto y... eso, la de á una onza será la que el mozo andará buscando!

—Pos se la encontrará fijamente—dijo sacando yesca y eslabón para encender de nuevo el cigarro el tío Pretales—se la encontrará, poique lo que es hoy no se pueé caballear como no sea montao en el rabo de una estrella, y hoy pa ganarse honramente un padre de familia un bocao de pan en ese negocio, sa menester tener dos ángeles de la guarda sentaos á la cabecera.

Y el tío Pretales dejó escapar un suspiro.

—Y oiga usté, tio Zarzamora—preguntóle á éste Toño el Bambusa—el padre del Mochuelo no fué tamién de la partía der Be Iones?

—Sí que lo jué!

—Y es verdá lo que icen der Beloncs, que era más valiente que el Ci?

—Vaya si lo era! Y quince veces más; aquel sí que era un hombre aonde se ponen los hombres.

—Sí que lo era—exclamó con voz sorda el ti o Pretales.

—Lo conoció su mercé acaso?

—Que si lo conocí! Vaya si lo conocíl—murmuró tristemente el viejo—Probejulián; aquel sí que era un mozo de chipé, y aluego más güeno que el pan, y si pa sus enemigos era un león, pa con sus amigos era en cambio un mansísimo cordero.

—Y á ese lo mataron tamién en el campo?

—Lo mataron; pero no los que andaban cazándolo, si no sus penas; lo que le pasó en el lagarillo del Colmenares jué lo que se lo llevó á la seportura, poique como er probe estaba ya apuntaillo pá ético desde er tiro que le metieron entre pecho y espalda una vez en el Tajo de los Cipreses!

—Y qué jué lo que le pasó en lo del Colmenares?

—Que lo cuente er Zarzamora—dijo el viejo, á quien la conversación aquella parecía haberle entenebrecido el semblante.

—Pos cuéntelo usté, tío Zarzamora.

—Sí, cuéntelo usté, agüelito.

—Pos lo contaré, caballeros, lo contaré—repúsoles aquél metiéndose la cachicuerna en la faja, mientras curiosos y no curiosos se arremolinaban á su alrededor, para no perder palabra del, sin duda para ellos, interesantísimo relato.

II

—Pos, señor—dijo el río Zarzamora no sin antes sacudirse de las palmas de las manos algunas partículas de tabaco. Era allá por los tiempos en que yo entoavía miraba á una jembra y la dejaba paralítica, cuando ya andaba por esos campos dando más sartos que una pelota, Julianillo el liciones, que, mejorando los presentes, era un mozo de una vez, con el pelo jaro, los ojos azules; con el cuerpo una miajita flaco y con la cara una miajita de mal color, pero simpático y garboso como er que más; con el corazón como una ternera de grande, la mano pronta, la vista de lince, y además mejor ginete que el mismísimo Santiago.

—¿Tenia mucha edá cuando se dió á conocer entre las abulagas der monte ese mocito?

—Cuando se echó por primera vez al campo, veinte, añillos mal cumplios; pero cuando yo digo, ya llevaba cinco ú seis de cumplir con su obligación, pero sin jacer más daño que alijerarle la faltriquera á los ricos que se topaba en el camino.

—Asina deben ser los ladrones.

—Pos bien, una tarde en que andaban casi jurgándole la baticola los que lo perseguían, tuvo que ampararse del largar del Colmenares, donde si él no conocía, tenía mucha vara alta su tiniente.

—Y quién era su tiniente?—preguntó el Tarajallo el, cual, con los codos en las rodillas y la barba en las palmas de las manos como en un á modo de barbuquejo, parecía interesadísimo en el relato del Zarzamora.

—Pos no ricuerdo yo ahora el nombre de aquel pájaro,—repúsole el posadero después de cambiar una furtiva mirada de inteligencia con el tío Pretales.

—Lo mesmo dá, siga usté contando ese sucedió—díjole impaciente el Bambusa.

—Pos bien, como diba diciendo, llegaron capitán y tiniente al lagar, aonde fueron recibíos cómo con palmas y olivos, sobre tó por Dolores la Campechana, ú sea la hija del arrendaor: una jembra que á Dios tronchaba por lo rebonita que era, y lo era poique lo era, poique tenía un cuerpo de los que resucitan á los difuntos y una cara de las que quitan er sueño á un catalértico.

El Betones, que era hombre de gusto, entoavía no había acabao de ver á la Campechana cuando empezó á jacérsele agua la boca, y como el hombre se tuvo que quear escondió allí unos cuantos días, pos ná, lo que pasa, que en aquellos dias se entendieron los muchachos y se colaron en el querer, cosa que, sigún parece, hubo de sentarle mu malillamente al Colmenares. Y como éste era un viejo que se le podía recomendar á cualisquiera pos en cuántico se comió la partía de lo que pasaba en su cubril, trincó una tarde al Belones, se lo llevó á lo más escondió del arroyo y le dijo que se había dequivocao de medío á medío, que él no habia criao con tantas fatigas á su Lola pa que se la robara er primero que llegase y que á él naide le metía el corazón en un puño á rumbo de valentía, y que si él tenía un retaco él tenía dos escopetas y que si él tenía el alma en su sitio, él no se la había dejao orviá en ninguno de los cajones de su cómoda de caoba.

—Pos ya debía ser tatniéu durito de marcar el Colmenares!

—Duro y con las tripas más negras que er jollín y con el corazón más grande que una cantera.

—Y er Detones, qué? no le metió ningún crujió ar viejo?

—Dos ó tres veces estuvo el hombre tentao de metelle una dentellá; pero como la hija le había cojío er corazón de medío á medío, pos el mozo se acordó de la hija y aguantó al padre, el cual, comprendiendo que el otro no quería pelear con él, le juró jaciendo una cruz con los déos y besándola, que si gorvia á poner los piés en Colmenares lo mataba ú daba el soplo á los encargáos de rizarle toita la cabellera.

—El Betones que era hombre capaz de comerse sus propios riñones, se encogió de hombros y endispués de haber dejáo las cosas como dibujá, montó aquella tarde en su jaco y se largó otra vez á la sierra á seguir jaciendo méritos y valentías.

—¿Y qué?—preguntóle el Tarajallo al Zarzamora al ver á éste detenerse en su relato.

—Aspera hombre que voy á escupir y á tomar una miajita de resuello.

—Si hombre, escupa usté tó y toico lo que usté quiera.

—Pos bien—continuó el Zarzamora tras breves instantes de reposo—como cuando er querer se mos agarra á los sótanos es más peor que un tigre, pos lo que pasa que el Beloties y la Campecharía ya que no podían verse á la luz del sol, pos se veían á la de las estrellas y arguna estrella hubo de dirle fijamente con el cuento al Colmenares, poique éste se enteró mu prontito, de que el Betones se había colgao jacía ya tiempo á la bandola, ar tesoro de su casa y que tós los sábados ó cuasi tó los sábados se descolgaba por allí á media noche, y que su hija le abría la puerta der corral y que allí se estaba jasta que empezaba á clarear el nuevo día.

Enterarse de esto el Colmenares y empezar á ahullar fué tó uno, pero como el viejo tenía una voluntá más firme que un yunque, pos se tragó tó er veneno y un anochecer en que la Campechana esperaba ar Bcloncs, creyó notar la Campechana algo que no era lo de tós los dias en los ojos de su padre y de su hermano y llenito de arfileres er pensamiento al ver que aquellos se metían en el pajar, arrimóse como púo á ellos sin ser vista y cuando se aseparó der pajar llevaba la probe la muerte en los ojos y la muerte en el pensamiento.

—Pos que había sio lo que habia pasáo en el pajar?

—Pos lo que pasó en el pajar jué que er padre y el hijo estuvieron platicando y el segundo le dijo ar primero que estaba jecho su encargo y que en cuanto se metiera en la ratonera er Belones iría él á avisalle á las gentes y que ya reunios se pondrían en acecho unos en el atajo de los Cubriles y otros en el camino de los Claveles tan y mientras los Colmenares se emboscarían en la veréa que le queaba libre pa golver á la montanera.

—Poseí Colmenares jué un Jiias; milenta mil veces un Júas—exclamó lleno de generosa indignación Joseito.

—Y que jué lo que jizo la Campechana?—preguntóle lleno de impaciencia otro de los oyentes al Zarzamora.

—Pos la Cainpechana—dijo éste—cuando oyó aquello pos cuasi se murió de ripente, pero como era una jembra de una vez, viendo que ya no tenía tiempo pa avisalle á su hombre, esperó á que su hermano y su padre se salieran del lagar á acechar el arribo del Betones, el cual á la media hora estaba llamándola ya como siempre, imitando el canto del cuco.

—La Campechana que era de las que saben morderse, cuando es preciso, el corazón, lo recibió como si no ocurriera naita y respondió con agasajos á sus agasajos y le dijo que se subiera á su sala tan y mientras ella diba á ver aonde estaba su padre que la traia una miaja soliviantá aquella noche.

—El Betones que era hombre que si debía no temía, se jué tan tranquilo á la sala de su Lola, y la Lola se salió al patio, pero no con su zagalejo encarnáo, ni con su corpiño de percal, ni con su delantal de encajes, sino vestía á lo varoní, con unas ropas de su hermano, una ropa que lo mismo podía ser las de su hermano que las del Betones y apenitas hubo salió der corral, se asomó á la puerta y apenitas se asomó, cuando lo primerito que se tiró á la cara jué á su hermano y á su padre, seguios de los encargaos de arreglalle el tupé á su hombre, y entoavía no los había acabáo de filar cuando plantóse de un brinco en la yegua del Belones, trincó la escopeta y metió las espuelas al animá que salió arroyo arriba más disparáo que una bala.

—Y qué?—que jué lo que pasó?—pi eguntaron simultáneamente varios de los cosarios y arrieros.

—Pos lo que tenía que pasar y lo que se había propuesto la Campechana, ú sea que los Colmenares y los otros se creyeran que ella era el Belones, y tan se lo creyeron tós que al verla salir de estampía, pos se tiraron

la cara la escopeta y pun... pun,., pun... y na que á la primera descarga le tumbaron la yegua de un balazo!

—¿Y la Campechana?

—La Campechana á la que entoavía no le había jurgao un plomo y á la que le convenía armar mucho estrupicio pá que su hombre pusiera piés en porvososa pos se alevantó como púo y largó los dos tiros der retaco y siguió de pira jasta las Madroñeras, aónde una bala que le entró por un costáo la hizo caer agonizando sobre unos zarzales y allí mismito la cobraron ya muerta los que la perseguían, que por cierto fueron los primeritos en llegar los mismísimos Colmenares.

—Vaya una jembra con alma y con corazón y con volunta!—exclamó uno de los del auditorio; y después continuó interrogando al narrador.—Y qué dijieron los Colmenaes al trompezarse con ella en las agonías?

—Pus por poquito si revientan allí de la rabia y de la pena que Ies dió á dambos; como que jasta á los civiles se le sartaron las lágrimas y les dolieron las sentrañas.

—¿Y el Belxmes?

—El Belones que al olor de la pólvora se había puesto en salvo, cuando se enteró de aquello, encomenzó á toser más y más y á escupir más y más y tanto escupió y tosió e probe que á los seis meses estaba ya en el otro mundo con la Campechana.

—Y al Colmenares? no le pasó ná al Colmenares?

—Al Colmenares le dieron lo suyo: un día amaneció con más puñalás que boquetes tiée una regaera, en el mismísimo arroyo de su casa.

—Y quién fué el guapo que le dió su mereció?

—Dicen que fué el tiniente der Betones.

—Y como se llamaba su tiniente?

El Zarzamora volvió á mirar con interrogadora expresión al tio Pretales, el cual correspondió á la suya interrogadora, con otra mirada despótica y hasta llena de amenazas.

—Pos la verdá es que no lo ricuerdo—murmuró encogiéndose de hombros,—pero ya sus lo diré cuando me acuerde, que ya me acordaré. Dios mediante, yo algún día.

Y media hora después roncaban cosarios y arrieros, todos cerca de la lumbre, con los aparejos por jergones y almohadas y reliados en sus mantas, mientras el tío Pretales seguía fumando y contemplando el llamear de la lefia en el hogar con ojos llenos de honda y vaga, de negra melancolía.

Hombres de bandera

La escena representa el interior de un hondilón en forma de túnel; en cada una de las laterales se eleva triple hilera de cuarterolas sobre renegridos caballetes; en el centro unas cuantas mesas de pino rodeadas de sillas de Vitoria; en el fondo un pequeño mostrador con tablero de zinc.

En el momento en que penetramos en el hondilón, el señor Paco el Canela—hombre de cincuenta otoñadas, rostro mofletudo y bronceado y de aun gallardo empaque, se entretiene en ordenar los limpísimos chatos junto á la dorada cafetera. Toño el Niño de las Tabairas, sentado junto á una de las mesas, retrepado en la silla, con el pavero echado hacia atrás, canturrea con voz de simpático timbre uno de los tangos más en boga; Joseito el Cangrena levanta la cortina encarnada que resguarda, en la puerta, de los rayos del sol, el establecimiento y arroja en el interior una mirada escrutadora, y al ver al de las Tabarras, penetra en decidida y arrogante actitud y se dirige hacia la mesa donde aquel se acompaña, en su canto, tamborileando con los dedos sobre el borde de la mesa, sobre la cual habla de modo elocuente de su afición á la de Sanlücar un ya desocupado cañero.

Escena única

Paco el Canela.
Toño el Niño de las Tabarras.
Joseito el Cangrena.

EL CANGRENA.—A la paz e Dios, señores.

EL CANELA.—Para servir á usté, caballero.

El CANGRENA.—(Acercándose á la mesa junto á la cual está sentado Antonio y urgándose cortésmente el ala del pavero). ¿Por casolidá es usté Antoñico Urdíales más conocio por el Niño de las Tabarras?

TOÑO.—(Incorporándose y urgándose también el ala del sevillano). Sin casolidá, ese que usté dice soy yo, pa lo que usté guste mandarme.

EL CANG.—Por muchos años; ¿y usté no sabe quién soy yo?

TOÑO.—Como usté no me lo diga...

EL CANG.—Pos yo soy Joseito Oliveros, más conocío por Joseito el Cangrena.

TOÑO.—Pos que quiera un divé que no mos caiga nunca su mote de usté en ninguna parte de nuestras presonas respectivas, caballero.

EL CANG.—Es que yo soy el Cangrena de Cazalla.

TONO.—Pos ya me es usté la mar de simpático, pero que la mar de simpático.

EL CANG.—Por lo del aguardiente ¿verdá?

TOÑO.—Como que el de la tierra de usté, es mejor, pero que muchísimo mejor, entoavía, que el paliano.

EL CANG.—Lo que yo voy viendo es que usté no se ha enterao bien de quien yo soy.

TONO.—Camará, pos si me lo ha dicho usté ya dos veces, y las dos cuasi seguías.

EL CANG.—¿Y sabe usté que yo no soy hombre de mucho torno y que á mí no se me puée jurgar á las ancas porque respingo enseguía?

TONO.—Eso no quiee dicir más sino que tiée usté mu sensible ese sitio que usté dice.

EL CANG.—¿Y usté sabe á qué he venío yo de Cazalla de la Sierra?

TOÑO.—Y qué sé yol Tar vez á recrearse mirándome las jechuras.

EL CANG.—Camará que tiée usté cosas que parecen jechicerías.

TOÑO.—Como que yo tengo un pesqui según dicen tós, que no me lo merezco.

EL CANG.—Ya me lo habían dicho á mi también; y las ganas que tenía yo de jechar un palique con usté y de beberme dos cañas con usté y de lo que Dios quiera que pase entre usté y el hijo de mi madrela señá Rosalía, la de Jerez de la Frontera!

TABER.—(Enjuagando las cañas en la pileta)—Allá va el señor Paco, que tiée mejor corazón que la mismísima Samaritana.

EL CANG.—Muchas gracias, y ahora, y tan y mientras, me va usté á jacer un favor; y ese favor es dicirme qué es lo que le debe á usté mi Cloto; porque como la Cloto es como si fuese mismamente mi mujer, pos naturalmente, lo que ella debe es este cura el que lo tiée que pagar; y yo no puéo premitir que nadie piense que yo no pago lo que debo, ni que nadie me jur gue á mi niña, ni me la pellizque) ni me la miente tan siquiera.

TOÑO.—Y to eso lo dice usté por mí, verdá?

EL CANG.—Pudiera ser, hombre, pudiera ser que fuera por usté lo que yo digo.

TOÑO.—Eso tiée de malo beberse dos copas con una mujercilla como Toño el Talabartero.

EL CANG.—A mí no me ha dicho naita Toño el Talabartero; á mí eso me lo ha dicho una gitana que lo adivina tó na más que con mirarle á uno el sitio de las sangrías.

TOÑO.—No es mala calé la que á usté lehadicho tó eso; pero, en fin, lo que yo le digo á usté es que la culpa no la tiée el Talabartero, sino yo yo, que la otra noche estuve una miajita de tremontana y me lo trompecé en ca der Quiqui, y el hombre me convió y á mí me dió fatiga de jacerle un desprecio, y lo que pasa; á mí cuando se me sube er solera al palomar, se me sale por la boca lo que tengo en el reservao; y como es verdá que su Cloto de usté me debe una partiita de quinquillera que me jugó, y la cual yo me tragué de lila, pos naturalmente, el Talabartero encomenzó con las é Caín á tirarme de la lengua... Pero, en fin, como yo no le he alevantao ningún falso testimonio á su Cíoto de usté, y como además yo soy hombre al que le gusta pisar tos los terrenos aonde lo llevan... pos ná se ha pirdío; aquí estoy á su disposición pa tó lo que usté guste mandar; pero antes de que yo vaya con usté aonde usté quiera, me quisiera llegar en un voletón á darle un recaillo urgente á Toño el Talabartero.

TABER.—(Colocando dos relucientes cañeros sobre la mesa).—Aquí está esto que es cuasi gloria divina.

EL CANG.—¿Y pa qué quiée usté buscar al Talabartero?

TOÑO.—Hombre, le diré á usté: yo quieo buscar á ese gachó pa lisiarlo de un ala antes de que mosotros ajustemos esas cuentas que á usté se le ha metió entre ceja y ceja ajustar con mi presona.

EL CANG.—Pos yo dentro de un rato le diré á usté aonde puée dir á buscar á ese mozo; pero antes quisiera yo que me contara usté eso que le paso á usté con la niña de mi gusto.

TOÑO.—Yo, cuando no he bebío mucho, no cuento nunca á ningún hombre lo que me pasa con las mujeres; pero le pueo contar á usté una historia que puée que no le esazone á usté el cuerpo que yo se la cuente.

EL CANO.—Pos más vivo, porque eso de las historias son cosas por las que yo prevelico.

TOÑO.—Pos entonces allá voy yo, y cuento y cuento que era una gachí más requetebonita que er cielo y que se llamaba María de los Dolores, pongo por caso, que es el nombre de la Madre de la pena, y esta gachí tenía más gentes que le jicieran la rueaque madroños un madroñal; y entre tós los que le tiraban los chambeles, relucían más que los otros tres puntos, á uno de los cuales le llamaban el Calzones, que era un gachó más malito que su mote de usté; otro que se parecía á usté como se parecen dos chícharos, y otro que tenía la mar de pareció conmigo, cuando yo entoavía no había jechao esta miajita de panza que me tiée siempre con el chaleco desabrochao.

EL CANG.—Pos sabe usté que me va interesando á mí ese cuento, sobre tó por lo de los parecíos.

TOÑO.—Pos verá usté, la tal Mariquita de los Dolores, que era una gachí que sabía más que los siete sabios, estaba que jacía pum, como las gaseosas, por uno de aquellos gachones que yo digo, por el que se parecía tanto á usté, que era un hombre con toa la barba y que no venía aquí más que de cuando en cuando, porque vivía en un pueblo de la provincia, aonde el gachó se las buscaba contrabandeando como Dios manda; es dicir, cara al sol y jugándose á pares y nones la via entre tomillos y abulagas tó el año, en la picara serranía.

EL CANG.—Pos mire usté, ya me va gustando á mí ese gachó que tenía tanto pareció conmigo; y el que se parecía á usté tampoco creo yo que me hubiera desazonao el cuerpo conocerle.

TOÑO.—Calle usté, hombre; el que se parecía á mí era un probetico de mú güeña índole y sin naita de malicia; un angelito, dicho sea esto sin agraviar á los presentes.

EL CANG.—Y á ese que se parecía á usté le gustaba también la María de los Dolores?

TOÑO.—¡Josús! más que á un zángano las cormenas.

EL CANG.—¿Y al Calzones tamién?

TOÑO.—¿Al Calzones? Tanto le gustaba al Calzones, que, según yo me enteré endispués, una noche que la vió en la ventana se arrimó á ella, y porque ella le dijo que no se había criao en tan regüenos pañales pa que con su presona se recreara un gachó que golía tanto á lo que él golía, el hombre encomenzó á pegar brincos y á jurarle á la muchacha que gachó que se arrimara á ella, gachó que debía dir pensando en ponerse bien con Su Divina Majestad por conducto del cura de la parroquia.

EL CANG.—¿Y era el Calzones hombre capaz de cargarse esa faena?

TOÑO.—El Calzones, al que Dios lo tenga en su santa gloria, era un lobo con un corazón más negro que la endrina y más duro que un martillo.

EL CANG.—¿Y qué fué lo que le contestó la María de los Dolores?

TOÑO.—La Maria de los Dolores se calló; y como el que á ella le alegraba las niñas de los ojos era el que tanto se parecía á usté, y el que se parecía á mí no le golía á claveles ni á jazmines ni á matitas de heliotropo;y como además sabía que el Calzones era un perro de presa, pos la mu señora de tó mi respeto, pa quitarle de su atajo el bicho al hombre que más era de su gusto, se jizo el ama del otro gachó con solo tres mirás traicioneras, y asín que se jizo el ama, pos el alma mía lo echó á pelear con el Calzones, y tan requetebién jugó la gachí la partía, que cuando el otro, el del pueblo, el que se parecía á usté como se parecen dos chícharos, vino en su busca, estaban ya el Calzones en la trena y el que se parecía á mí en el hospital, y cuando dambos pisaron la calle otra vez, bajo fianza, se encontraron conque la tórtola de su gusto había agüecao el ala y se había dío con el que se buscaba los garbanzos cara al sol, dando caballás por toita la serranía.

EL CANG.—¿Y qué fué entonces del Calzones?

TOÑO.—El Calzones, el probe, se murió de ripente, de una puñalá que le dieron estando paseándose á la luz de la luna, en el camino de Ardales.

EL CANG.—Pos mire usté, ¿sabe usté que estoy pensando que el que se parecía tanto á usté tenía razón pa estar más negro que el jollín y con ganas de cobrarle algo á la tal Mariquita?

TOÑO.—Tenía razón; pero yo, que lo conozco mucho, sé que ya no le guarda rencor ninguno, y si no fuera porque él es hombre al que, por la tremenda, no se lo lleva nadie á ningún lao, casi podría dicirle yo á usté, que lo único que dice de Mariquita, cuando se va de la lengua, es que esa gachí le debe á él una malita faena que se cargó con su presona gitana.

EL CANG.—Pos mire usté, más razón que nadie tiée ese que tanto se parece á usté; y si á mí me tocara algo la Mariquita, lo que yo le diría mú á gusto á ese gachó era:—Oiga usté, mozo güeno, mi Mariquita está en deuda con usté y aquí estoy yo pa pagar; y yo pago de dos maneras, una—que no me gustaría—bailándome con usté una mazurca en un sitio solitario, y otra, que es la que me gustaría más, diciéndole á usté:—Aquí está mi mano, y cuando yo se la doy á un hombre antes me pongo encimita del pulpejo el corazón, (le tiende la mano).

TOÑO.—Y yo, si fuera el que tanto se parece á mí, le apretaría á usté esa mano, de este mó y de esta jechura.

TABER.—Camará, caballeros, que me han tenío ustés un rato con el corazón encogío y cuasi con el pito de carretilla en la boca.

EL CANG.—Pos véngase usté pa acá y tráigase, de camino, otros dos cañeros, que esos los pago yo.

TABER.—El que los paga soy yo, y que vivan los hombres de chipé y los hombres de pelo en pecho, los que Dios ha jechao al mundo con toita la bandera.

Casa de préstamos

—Mire usted—me dijo el prestamista sonriendo benévolamente—en estacasase admite todo, y á esto y á una poca de conciencia que tengo se debe la prosperidad de mi casa. Aquí se dá dinero por todo; aquí vienen todos los afligidos y todos se van relativamente consolados; y puesto que dice usted que su visita es principalmente por estudiar la miseria del pueblo en este establecimiento, suelte usted el sombrero, siéntese en esa mesa como si fuese un nuevo empleado y así podrá usted presenciar las cien escaramuzas que tengo que librar á diario con mis enemigos, que solo esgrimen, como armas, las lágrimas, el ruego, la astucia y á veces hasta la amenaza.

—¿Y no resulta usted nunca vencido?

—En un principio si, muchas, muchísimas veces, las primeras; pero ya es muy difícil: en este negocio se puede ser algo tirano con la vanidad, pero no con el hambre; lo que deja de ganarse con esta se gana con la otra... Pero póngase usted en su sitio, que ya diviso alguna guerrilla del ejército enemigo.

Y tomé posesión del puesto que me indicaba, y pronto vi atravesar la puerta de cristales una vieja rugosa, plegada y carcomida, con el vestido sucio, chancleteando torpemente y con un envoltorio en el delantal.

—Dios lo bendiga á osté, señó Don José; cómo está osté de salú?; y el ama?; y la señorita Rosario?... Qué requetebonita que está la señorita Rosario... Cuánto rocío que le ha puesto Dios en la cara!

—Y qué traes hoy por aquí?—contéstale Don José, tecleando sobre el mostrador como sobre un piano.

—Qué quieé usté que me traiga; lo é siempre; esto no es viví, señó Don José; esto no es vivir; qué malito que está tó; como que si no juera por usté, tendríamos ya tos polillas jasta en el cielo de la boca. Supóngase usté: mi hijo paráo, como usté sabe mu bien, dende jace un montón de meses; mi nuera pa caer en la cama, con la barriga en la boca; sus chavales, si no se mueren de frío es poique tiéen concha como los galápagos... En fin, un dolor, señó Don José, pero que un dolor... Como que entrar en aquella casa es salir aluego con er corazón partió.

—Válgame Dios, mujer, válgame Dios; y qué, qué es lo que hoy traes por aquí?

—Pos lo único que me quéa; míe usté, esta tumbaga, que como valor no tieé valor ninguno, pero como virtú vale un millón... Mírela usté bien... Usté vé esto que tiée en la rosa?... Pos eso es una cosa bendecía y tó el que se pone esta tumbaga y es calvo le crece el pelo... No se ría usté, señó Don José, por la salú de tos sus difuntos, que es verdá, y si no, se acuerda osté de Mariquita la Pelona?... Pus por qué si no por causa de esta tumbaga tieé hoy un pelo que le arrastra? Y Pepa... ya sabe usté, Pepa, la hija del Betunero, aquella que tenía er casco como si le hubieran dao barniz de muñequilla...

—Vamos, mujer, bueno, qué más traes?

—Pos traigo estas dos cucharas.

—Pero mujer, ¿no ves qué malitas están?

—¿Cómo quieé osté que estén las probes, si jace una eterniá que no catan alimentos...? Ah, y esta camisa... Quién le diba á dicir á esta camisa!... Supóngase usté que er peto de encajes sólo, me costó tres pesetas... Como que fué la que me puse la noche de novia... Ay, si esta camisa hablara!

—No, mujer, no, que no hable... Conque vamos á ver; y cuánto es lo que necesitas?

—Yo necesitar... er Perú... pero como yo no le voy á peir á osté lo que necesito, ni lo que valen etas cosas tan siquiera, pos con que me dé osté pa ponerle hoy er puchero á esos esgraciaos, tan agraecía.

—Pero cuánto necesitas para el puchero?

—Pos mire usté: dos perras gordas de guifa, una perrilla de añejo, otra de garbanzos y una gorda de arroz, son cuatro gordas, y otras cuatro pa un pan... míe osté, señó Don José, conque me dé osté una pesetatan agraecía.

—Pero, mujer, cómo te voy á dar una peseta si todo lo que me traes no vale una siguirilla gitana?

—Que no vale; pos si no más que la tumbaga...

—No, si la tumbaga te la vas á llevar otra vez; si lo que quedan son las cucharas, que de malitas que están parecen tenedores, y la camisa está buena para cazar luganos ó chamarices.

—Pero señó Don José; por los clavos é Cristo, que una peseta no es más que una peseta, y que mi hijo está parao dende jace un montón de meses, como sabe osté mu bien, y mi nuera con la barriga en la boca.

—Y quién le manda á tu nuera?...

—Pos qué, quiée osté que se ajilen? Cudiao con el hombre... cudiao con las cosas que se le ocurren á esta criatura; como que es que está sembrao.

—Toma, toma la peseta, mujer, tómala vete.

—Si no le doy la peseta estoy sembrando hasta la tarde—decíame momentos después el prestamista.—Con esta gente no hay más remedío que transijir; pero ya tenemos un nuevo moro en campaña.

—Es verdad!—murmuré al ver penetrar en el establecimiento un hombre de unos cuarenta años, flaco, renegrido, ligeramente encorvado, vestido á la más elegante usanza del barrio, con el sombrero sobre la frente, las manos en los bolsillos de la chaqueta y el aspecto de persona ensombrecida y amargada por la vida.

—Güenos dias, señó Don José—dijo con voz ronca el desconocido tocándose ligeramente el ala del sombrero.

—Buenos días, Joseito—repúsole aquél con voz afable.

—Güenos? no son malos, camará... Como que hoy es uno de esos días en que por un chusco me comería yo las sentrañas de Judas Iscariote.

—Pues qué es lo que te pasa á tí hoy?

—Pos cuasi ná... Que al gobernaor jace unos días le dió el desayuno por asesinar á los probes, y le dijo al jefe de policía que ni el Nuncio jugaba aquí como no fuese á la gallina ciega y al zurro que le VI, y ya tiée usté un montón de padres de familia quitándose el órcido de las glándulas á guantazos. Como que las cosas están ca vez más peores y ca vez lo jacen peor los que gobiernan, y aluego chillan... Pos supóngase usté que yo desesperao pierdo la chaveta y que me meto á revolucionario, y que jago la revolución, y acabo con la monarquía... Pos na, si jiciera eso aluego dirían tos que si patatín... que si patatán.

—Tienes muchísima razón—le dijo Don José tornando á redoblar distraídamente con los dedos sobre el mostrador.

—Vaya si tengo razón! Y apropósito de razón, deme usté un cigarro.

—Toma, hombre.

—Tieé usté un misto?... Si usté no sabe como estoy yo hoy... Como que anoche nos acostamos tos los é la familia á pistolete por barba, y hoy... hoy ya desesperao empecé jasta á desconchar las paeres por si encontraba qué traerle á osté, y qué... naíta... Total, que aquí le traigo á usté lo que más quiero en er mundo, pa que me empreste usté manque no sea más que tres púas de las de curso forzoso.

Y diciendo esto y sin darnos tiempo á ver cómo y de dónde lo sacaba, presentó á Don José un cuchillo de empuñadura de hierro, de vaina de metal y de imponentes dimensiones.

—Tres pesetas?—murmuró vacilante Don José.

—Y ni un céntimo menos; y si no me las dá usté me voy ahorita mesmo ála calle, y entoavía no la he pisao y ya está usté oyendo los pitos de carretilla.

Y de tal modo hubo de decir esto Joseito, que momentos después salía de la casa con las tres colunarias en la faltriquera, y cruzábase en la puerta con una tercera visitante, señora de rostro bonachón, de pelo encanecido y decorosamente vestida.

—Hola, mi doña Rosario; tan temprano por aquí?

—Sí, señor, tan temprano—dijo la aludida depositando sobre el mostrador su correspondiente envoltorio—aquí me tiene usté... Como mi Angeles es tan caprichosa, esta noche pasada soñó que le pedía relaciones un hombre que á ella le es muy simpático... muy simpático... perdone usted que no diga quién es... pero, en fin, un joven que le es muy simpático.

—Pero no veo la relación que pueda tener...

—Sí, la tiene; es que cuando ese joven solicitaba ser correspondido, tenía ella puesto el vestido verde botella.

—Ah!—exclamó el prestamista—ya comprendo.

—Eso es,—continuó la buena señora—y apenitas echó Dios sus luces esta mañana se tiró de la cama mi niña—Y, mamaita, mamaita... yo quiero el vestido verde botella; y aunque yo no soy supersticiosa... como dicen que los sueños á veces son presentimientos... pues, nada, aquí le traigo á usted el de color de café con leche, para que me haga usted el favor de cambiármelo por el otro.

Y cuando ya despachada á su gusto esta tercera visitante, disponíame yo á despedirme del amableDon José, divisé un cuarto afligido, hombre de cuerpo recto y enjuto, rostro de acentuadas y correctas facciones, chupadas mejillas, ojos azules y serenos, mosca y bigote de un rubio sospechoso y de empinadas guías conque dábale al recién llegado marcial aspecto, un calabrés echado sobre la oreja y la actitud llena de dignidad y tristeza.

—¿En qué puedo servirle, caballero?—preguntóle de modo adusto el usurero, neutralizando lo atento de sus palabras con la seca expresión de su semblante.

El recién llegado, grave y silencioso, desató el bulto que llevaba y colocó sobre el mostrador un lienzo en que una mano maestra y una imaginación privilegiada había derrochado la inspiración y el talento.

Don José arrojó una mirada desdeñosa sobre aquella figura, que parecía como pintada con ráfagas de luz, y murmuró secamente:

—Es muy bonito, pero aquí ya no se admiten esas cosas.

—Es que lo que deseo es una pequeñez... El que me lo encargó está fuera... y un apurillo de momento... Así es que lo que solicito es poco... cualquier cosa... lo que usted decida—exclamó con voz trémula el desconocido.

—Lo siento mucho, pero no puedo ofrecerle nada, caballero!

Y el prestamista volvió á redoblar con los dedos sobre el mostrador, mientras el deseonocido se alejaba grave, silencioso y sombrío.

—Pero si es una obra de arte!—exclamé indignado encarándome con el prestamista.

Este se encogió de hombros y me repuso:

—Y quién lo duda ni lo niega? Sé de quien se trata; sé que es un buen artista, pero, qué quiere usted que haga yo con eso?

—Pero no me decía usted que aquí se admite todo?

—Naturalmente que sí; ya lo ha visto usted; pero nada de arte, amigo mío, nada de arte; eso no hay quien lo compre después ni al peso, ni con dineros encima!

Y dicho esto, y mientras yo me alejaba lleno de pena y de rabia, el bueno de Don José siguió tecleando con los dedos sobre el mostrador de su establecimiento de préstamos, el más popular del barrio de Capuchinos.


Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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