La Flor de la Maravilla

Arturo Reyes


Cuento


I
II
III

I

Cuando, ya ordenados, sobre el pequeño mostrador, los cacharros de flores, disponíase Rosario la Pinturera á confeccionar las coronas y ramilletes que en el día anterior le encargaran sus numerosos parroquianos:

—¿Me pudiera usté decir, mi morena, cuanto es lo que vale la flor de la maravilla?—le preguntó con acento zalamero, deteniéndose delante del mostrador y mirándola con amartelada pupila, Antoñico Vidondo, más conocido por el Niño del Altozaiio, mozo de no más de veinte y cinco abriles y de regular estatura, de cuerpo fino, nervioso, flexible, de movimientos sueltos y elásticos y de rostro que pregonaba de manera elocuentísima, que algunas gotas debían correr por sus venas, de la sangre más gitana.

Contempló Rosario con desdeñosa indiferencia al que flor tan preciada pretendía y

—Esa flor—le repuso con acento aun más desdeñoso que su mirar—no nace en estos jardines.

—¿Que no nace en estos jardines? pos si ahora mismito la estoy viendo yo de cimbrearse en su tallo, prenda mia.

Y después, y siempre mirando á la gentil ramilletera con mirada codiciosa, medío canturreó, medío recitó, con ritmo dulce y quejumbroso como el de una canturía oriental.


Porque aromas cual las flores
y cómo las flores brillas,
á tí te deben llamar
la Flor de la Maravilla,


Rosario sonrió ligeramente, pero después, como arrepentida, exclamó anulando el efecto de su sonrisa con lo desabrido de su voz:

—Vamos, hombre, no me venga usté á mi con coplitas, que se pone usté siete veces más pesao que los chopos en cazuela.

No se desconcertó el Niño por la poco galante salida de Rosario, y después de poner en libertad un suspiro, patente de la robustez de sus pulmones.

—Camará—dijo—y que mal que jizo Dios en amontonar en esa presonita tantísimos primores, y en empapar esos primores en rayitos de sol y en mieles de los panales, y lástima que sea quien lo es, el abanderao de ese cuerpo tan garboso y de esa cara gitana.

—Y por que es una lástima que lo sea, el que lo es, por que es una lástima?—preguntó al Niño la florera, á la vez que se entretenía en rodear de hojas rizadas como encajes, algunos pequeños ramos de pensamientos.

—Porqué lo es—repúsole Vidondo con voz sombría—y lo que debía Dios ordenar era que no saliera ese gachó del calabozo en tanto y cuanto no fuese yo el que le firmara la boleta.

—Pos se jará usté la singa mandinga á dos sones, que no en balde le enciendo yo toas las noches tres mariposas á la Virgen de la Pena.

—Pos me parece á mí que nanai, que ese no sale tan fácilmente del jaulón, asín se gaste usté más aceite que puée dar la campiña sevillana.

—¡Camará, y que requetemalitos que tieen los centros algunas presonas!—exclamó Rosario, poniendo una mirada de reproche en el del Altozano.

—Puée ser—dijo éste con voz sorda y después encarándose con la mujer querida y mirándola de hito en hito, continuó con voz enérgica: Puée ser que los tenga, pero que le conste á usté que no los tenía, y que si ahora los tengo es por mó de quien yo sé; por mó de la que tiée la curpa de que me pese tanto la vía; por mó de una gachí, por una de cuyas pestañas solamente, daría yo gustoso, á ser mío, er cielo que me cobija y jasta el agua que bebo; por mó de una gachí que, por mi malilla fortuna, vive prendaita der tó de quien menos lo merece.

—De quién menos se lo merece? verdá?—preguntóle con voz zumbona Rosario, y después, como encolerizada por la hostilidad de que hacía blanco Antonio al hombre querido.—Pos sa menester—continuó con acento incisivo—que usté se entere de que mi Paco, alli aonde está la prenda mía, allí aonde está, teniendo que darle, pa medío vivir, la mar de coba á los mozos e vara; allí aonde está el probetico e mi corazón, teniendo que dormir sobre un mal petate, vale como cien mil millones de veces más que usté con toita su dinastía.

—No diré yo que no valga más que yo, no diré yo que en postín y en estucao no se lleve la palma, pero no se la lleva en lo de quererla á usté, que, en lo tocante á eso, yo soy el que siempre ganaría la pelea; porqué es que si yo hubiera tenío la suerte de cara como él; si yo hubiera conseguio meter en mi camarín, como él ha conseguio meter en el suyo, á una jembra á la que Dios le dió por ojos dos ventanales y le perfumó la boca con esencia de jazmines, en ese caso, yo viviría dándole gracias á Dios por habérmelo concedió y no viviría como él bebiendo en toitos los aguaeros, y arrullando á toas las palomas en toitos los mechinales.

—¿Y eso lo dice usté por mi Paco?

—No, señora, que he de decir yo eso por su Paco de usté, ¡eso lo digo yo por el sereno del distrito!

—¡Ya! pensé que lo dicía usté por mi Paco, y mi Paco sa menester que usté sepa que no tieé más espejos aonde mirarse que las niñas de mis ojos.

—Y las de los ojos de unas cuantas mas, y si no, que vayan y se lo pregunten á Petra la Gasolina

—Eso no es mas que un farso testimonio que usté le acaba de alevantar, á ver si por ese mal camino se sale usté con la suya;—dijo Rosario con voz irritada—pero en mal sitio ha puesto usté la era, comparito, que de memoria y á clavito pasao me se yo, que mi hombre no es capaz de jacerle á quien más le quiere una tan mala partía.

—Que un divé no le quite á usted la venda, ya que es cosa de su gusto el vivir con los ojitos tapaos.

—¿Que yo vivo con los ojitos tapaos? vamos, hombre, que esas no son cosas de personas del mérito de usté, y además que en tanto y cuanto no me pruebe usté que es verdá lo que usté dice, voy á tener que estar repitiendo, á toas las horas del dia, que Dios nos libre de un testigo falso y de una malita lengua.

—Demasiao sabe usté que es la chipé lo que yo le digo; demasiao usté sabe que no soy yo el primero que lo dice.

—Pero ninguno me lo ha podío probar nunca entoavía!—murmuró con acento tembloroso Rosario, en cuyo pecho temblaba el dardo certero que acaba de clavar en él el del Altozano.

—Porqué á nadie le ha importao nunca tanto la cosa que se meta en esas jonduras; porqué á su Paco de usté son muchos los hombres que le temen; porqué en este mundo basta con atar un pañuelo en un carrizo pa ser hombre de bandera;pero,que quisiera yo probárselo á usté! y ya usté vería si le ponía yo á usté toitas las pruebas que usté quisiera en la palma de la mano.

—¿Y que pruebas me podría usté poner á mí en la parma de la mano?

—Mas que caben en una faluga; una carta de su Paco de usté, pongo por caso, en la que le dice á la Gasolina que pa él no hay más estrellas ni más luceros que los ojos é su cara, ni más goce ni más disfrute que los besos é su boca.

—¿Y dice usté que usté podía ponerme á mi esa carta en la parma de la mano?—preguntó Rosario al Niño, mirándole con expresión angustiada.

—Pos ya lo creo que podría.

—Y tiee usté en su poder esa carta?

—En mi poder mismamente no, pero la tendré en cuantito me dé la repotentisima gana, porqué es que tengo yo, muchísimas veces, cositas de jechiceros.

—Pos si eso es verdá, jagame usté el favor de traerme esa carta pa que yo me entere de esas cosas tan regraciosas como deben ser las que, según usté, le dice á Petra mi Paco.

—Esa no la traigo yo asín como asín, esa se la traería yo á usté si eso sirviera pa desengañarla y pa que se convenciera ya de una vez, de que soy yo el mozo que más la quiere y se quitara usté ya de ese sin vivir que no le producen á usté más que muchos malos ratos y muchísimas esazones.

—Es que ¡si eso fuera verdá!...—murmuró sombríamente Rosarito.

—¿Si fuera verdá qué? le preguntó el Niño mirándola fijamente.

—Pos si fuera verdá... ¡malilla tengo yo la encarnaura! y yo no sé... pero á mi, el que me la jace me la paga... y si eso fuera verdá...

Y no dijo más Rosario, pero de modo tan elocuente hablaron sus dulcísimos ojos, que extremeciéndose de júbilo, le preguntó Vidondo con voz trémula,

—¿Cuando quiere usté que yo le traiga á usté ese documento?

—¿Qué cuando?—le preguntó extremeciéndose Rosario y después y con acento impetuoso continuó—Cuanto antes mejor... ahora mismito, si usté quiere.

—No... ahora mismito no puée ser... pero puée ser aluego, esta noche, pongo por caso.

—Pos bien, sí, esta noche, esta noche le espero á usté á las ocho en punto, en cá de mi prima Rosalía.

—Pues hasta las ocho en punto, salero.

Y Antonio se alejó, sacudido por los contrarios huracanados oleajes que desataban en su corazón, por una parte, el deseo ardentísimo que abrasaba, desde mucho tiempo hacia, su pecho, de poseer los tentadores encantos de la Pinturera y por otra, los que desataba la voz de su conciencia, que gritábale, inexorable, que eran aquellos procederes indignos de su glorioso, honradísimo, historial, empedrado de altas hazañas, y de hidalguías sin cuento.

II

La Plaza de la Constitución fulgía á los rayos del sol que vertía su ardiente oleada de luz estival sobre el asfalto del suelo, los grandes escaparates repletísimos de brillante bisutería, los rojos cortinajes, los kioscos de caprichosa arquitectura, las elegantes marquesinas y los relucientes carruajes que circundaban la enorme farola que de su centro se enseñorea.

Rosarito, al amparo de un ligero toldo de lona, no charlaba alegremente, como solía hacer, con su compañera de industria, la señá Angeles, cuyo puesto lindaba con el suyo, y sentada en el taburete que le servía de sitial, pensaba grave y triste en lo que aquella mañana hubo de decirle el del Altozano.

Las palabras de éste habían despertado en su corazón la gran hidra de los celos adormecida en él desde que su Paco ingresara en la cárcel, á cumplir el castigo que el tribunal le impusiera por lo aficionadísimo que era á cascarles las nueces á los mozos de más tronio, en cuanto dos copas llenábanle el corazón de belicosos impulsos.

Ya tiempos atras aquella picara de la Gasolina había sido causa de que ella no pudiera conciliar en muchas noches el sueño y de que en una ocasión, tuviera que aventarse de su hogar para no ver más á su hombre, pero éste de modo tan cumplido hubo de probarle lo injustificado de su fuga, que ella concluyó por creer que aquellas habladurías, causa de su determinación, no eran más que miserables invenciones de los que rabiaban por poseer sus tentadores encantos.

Y en esta creencia había vivido hasta que aquel día lo soliviantara de nuevo el Niño, la nueva sospecha había penetrado á sangre y fuego en su corazón, Antonio habíase comprometido á llevarle una carta en que su Paco decíale á la Gasolina que para el no había más estrellas ni más luceros que los ojos de su cara; ni más goce ni más disfrute que los besos de su boca; al recordar lo cual, antojábasele á Rosario, que cada una de aquellas palabras convertíase en una sierpe de fuego que se le retorcía en el pecho, y en puñal aceradísimo que se lo apuñalaba; porqué era que aquello de la carta debía ser verdad, porqué aquellas eran las mismas, palabras, que el la solía decir, cuando, embriagado en sus hechizos, parecía llegar á las fronteras de la locura en sus amorosos arrebatos.

Y si lo de la carta era cierto, si era cierto que su Paco la engañaba, Paco merecía que ella le escupiese en el rostro, porqué ella por quererle, por ser únicamente suya, había tenido que tirar una y cien veces al arroyo de la calle, su buena fortuna; ella había despreciado por él á Pepe el Potrero, el mejor desbravador de potros cerriles de toda Andalucía; un mozo que ganaba el dinero por celemines y que cuando pasaba á caballo por las calles del barrio, no había moza que no se lo comiera con los ojos; y no solo á Pepe el Potrero, sino que también á Currito Heredia, el de la barbería de Puerta Nueva, y á Toftuelo el Cuchipanda y á cien más, en fin, todos ellos ilustres personalidades, dignas todas ellas de ser eternizadas en mármoles y en bronces, por cinceles y por buriles.

Y al pensar que pudiera aquel hombre burlar, ingrato, á la que tantas amarguras había gustado por él, á la que no más que para él vívía, trabajando como una negra porqué á él no le faltara ni gloria santa, en la cárcel; á una mujer en fin que tantas y tantas veces habíase quitado el pan de la boca porque á el no le faltara, al pensar en ésto, las lágrimas corrían silenciosas por sus pálidas mejillas, y el sollozo pugnaba por brotar de su garganta.

Cuando más abstraída estaba en sus tristes meditaciones.

—¿En que está pensando mi lucerillo de la tarde?—exclamó deteniéndose delante de ella su padrino el Señor Curro el Baticola—decano de los caldereros y de la gente de ácana del distrito; hombre de más de sesenta años, de tez cetrina, blanca patilla de clásico corte andaluz, reciote, panzudo y jateado con relativa típica elegancia que hacia recordar, en algunos detalles, el gusto de los majos de la pasada centuria.

Un relámpago de gozo animó los ojos de Rosario y

—¡Ay padrino de mi vía!—exclamó al verle, incorporándose rápida y gallardamente—que llega usté que ni recetao por el médico.

—Pos mía tú que yo ya no estoy pa servir de medicina—repúsole aquel sonriendo con expresión picaresca.

—Es que pa lo que yo lo necesito á usté es no más que pa que me sirva de pinza más que de medicina;es que pa lo que yo lo necesito á usté es pa que me saque un jierro envenenao que me ha metió esta mañana en rnitá del corazón, una malita presona.

—Pos no ha tenío que ver muchas cosas bonitas el gachó que haiga sío, pa llegar jasta un sitio tan reservao.

Padrino, por los ojitos é su cara! míe usté que estoy que me ajogo con un torzal de sea, mié usté que no estoy yo pa que me venga usté con chuflas y chilindrinas.

—Gueno, mujer, ya me tiees más serio que un perro é presa; y vamos á ver que espina es esa que te han clavao á ti »n un sitio tan delicao?

Si no ha sío una espina padrino, si ha sío una puñalá trapera que me han dao; si es que me ha dicho una cosa mu grande de mi Paco, el Niño del Altozano.

—Camará y que á pecho que ha tomao ese gachó el meterse en ese sitio aonde tú dices que te ha dao la puñalá, y eso que, según creo yo, ya jace muchísimo tiempo que tú le recetaste los Oleos á ese mocito.

—Asín como sus cuarenta mil millones de veces se los he recetao, pero es que ese gachó se ha creío aquello de que una piedra se quebranta á fuerza de darle golpes y soplando tengo que estar cuasi tó el día, pa que no me caiga como una mota en un ojo.

—Pos mala cosa es esa, porque el día que cumpla Paco y salga á la calle se va á armar un eslrupicio que va á sonar en la Habana, porqué es que el Niño, es más apretao que un braguero y como Paco en cuantito le da un beso á un chato ya lo tenemos más valiente que el Ci.... por velay tú.

—Como que estoy siempre con las carnes abiertas, y ya el otro día cuando fui á llevarle la ropa limpia y el tabaco, me tiró una punta, y en las jieles me vi pa quitarle de la cabeza lo que en la cabeza le habia metió alguna malita lengua.

—¿Y que ha sío lo que te ha dicho á tí el Antonio esta mañana?

—Pos una cosa que si fuera verdá... no sé, pero si fuera verdá... era cosa de meterse en un bergantín y largarse á la tierra de los loros pa no ver más á ese arma mía.

—Pero que fué lo que te dijo, ese mal arate, que tanto te rejalea?

—Pos lo que me ha dicho es que mi Paco está más enreao que una cereza con Petra la Gasolina.

—Vamos mujer, y que saliíta más serrana! yo pensé que era otra cosa la que tú me d¡bas á dicir: tu Paco con la Gasolina? vamos mujer! pos apenitas es aseáo tu hombre pa que pudiera transigir con una jembra pa medío sacar en luz á la cual, se necesita más jabón que da una almona!

—Eso creía yo, pero ya se acordará usté que una vez tuve que salir de estampía de mi cubril por mó de lo mismo y que cuando el río tanto y retantísimo suena...—Eso—exclamó con voz grave el famoso decano de los caldereros de Málaga—no ha sio más sino que al Niño se le ha orviao esta mañana que tiée que afeitarse por lo menos un dia si y otro nó, y te ha dicho lo que te ha dicho, por si cebando de tan malita jechura, los chambeles, puée meterte en la canasta; pero ten tú la seguría que eres tú la única gachí que le sabe á tu Paco más mejor que un caramelo.

—Es que el Niño ha quedao en ir esta noche á las ocho en punto á cá de mi prima Rosalía, á llevarme una carta en la que mi hombre le dice á esa que necesita más jabón que dá una armona, que pa él no hay más estrellas ni más luceros que los ojos é su cara, ya ve usté, los ojos é su cara que le gotean más que un cirio.

El señor Curro había fruncido la frente oyendo á Rosario; convencidísimo estaba él de que lo que aseguraba el del Altozano era tan cierto como lo que en la misa se dice, pero su alma noble y leal en la cual nunca había podido encontrar abrigo ruindad ninguna, rebelábase contra el villano proceder de Antonio, al que él no había creído jamás capaz de esgrimir armas tan miserables y mezquinas; pero dominando sus impresiones exclamó, sacudiendo ligeramente los hombros, y sacando á relucir una petaca de imponentes dimensiones.

—Pos ten tú la seguridá que to eso que te ha dicho ese guasón, no ha sio más que un pretexto pa poer platicar contigo esta noche, y ya veras como una de dos, ú nó va á la cita y si va es pa dicirte que to lo que te ha dicho no ha sío más que onjana pa darte chingares en pago de lo muncho que tú le estás jaciendo penar con no mirarlo á la cara cómo él quiere que lo mires.

—Pero entonces usté cree que es onjana to lo que á mi me ha dicho ese mal intencionao?

Onjana, mujer, na más que onjana, tan segura tuviera yo la gloria como que pa tu Paco no hay más que dos cosas de su gusto, en toito lo que el sol calienta, dos cosas que son: una, el puro de los Moriles y la otra, esa carita morena.

Las palabras del viejo empezaban á oficiar de rayos de sol, barriendo y borrando en el rostro de la gentil ramilletera las sombras de los celos y las contracciones déla ira, no obstante lo cual, no queriendo darse, del todo, por convencida tan pronto, murmuró suspirando:

—Es que como á mi Paco le gustan tantísimo las mujeres pegajosas y como según dicen toitos los que la tratan, es goma arábiga lo que suda esa señora.

—Asín sea goma laca, y sino ya verás tú como lo que yo digo es la chipé, y como esta noche no parece ese gachó por cá de la Rosalía.

Rosario tomó á fruncir de pronto, de nuevo, el ceño; una nueva sombra acababa de llenar de desolación su pensamiento y mirando fijamente al Baticola que á su vez la contemplaba con expresión de vaga inquietud.

—Güeno—dijo con voz sorda y sin apartar la mirada de aquel—yo ya voy creyendo cuasi del tó lo que usté me acaba de decir pero pa que yo lo crea der tó sa menester que antes de dirse me jaga usté un juramento.

—Un juramento!—musitó con voz ligeramente turbada el Baticola.

—Sí Señor, un juramento: eso es lo que yo necesito pa quearme tranquila del tó; lo que yo necesito es que usté me jure por la memoria de su hija Angeles, que si usté se trompieza aluego con el Niño, no le dirá usté al Niño ni ésto de lo que dambos hemos platicao.

Y Rosario se mordió el extremo de una uña con las dos sartas de perlas que habíale concedido por dientes la Divina Providencia.

No ya el ceño, si no toda la frente del anciano se hizo un fruncimiento: Rosario acababa de dar en el blanco, echando por tierra sus planes generosos; y lo peor era que al hacerlo no se había ido por las ramas, Rosarito, que el juramento que ésta le exigía era el sagrado, el inviolable, el mas solemne de todos los juramentos que le pudieran exigir al Baticola.

—Qué ¿no jura usté?—le preguntó ansiosamente Rosario.

El viejo sonrió forzadamente y

Pos ya lo creo que te juro yo toíto lo que tu quieras, chalaita der tó, pos no habia yo de jurar!

Y extendiendo la mano en grave actitud, continuó con acento solemne:

—Por la memoria de mi Angeles de mi via, que no le digo yo ni una sola palabra de lo que dambos hemos platicao, al Niño del Altozano.

III

El Señor Curro penetró en El Zócalo, uno de los centros del barrio, donde más á maravillas apréndese á distinguir el de dos del de tres cepas; el Faraján del de Jubrique; á jugar al dominó y á las cartas, haciendo con éstas maravillosos juegos de prestidigitación; á cambiar algunos viajes en las más gallardas actitudes; á cantarse con todo primor un garrotín ó unas carceleras; á platicar de modo capaz de hacer ponérsele el pelo de punta al mozo de más riñones; y lugar en fin, donde además de aprender tanta brillante asignatura, puédese cojer una indigestión y olvidar un punto las más hondas penas de la vida, gracias al bien abastecido mostrador, sobre el que, á todas horas, figuran los fiambres más ricos y sabrosos y gracias á las bien olientes cuarterolas y á las botellas que de etiquetas vestidas, aparecen, en correcta formación, en los bien pintados anaqueles.

En el momento en que penetró en el Zócalo el Baticola, todos los allí congregados tuvieron para él una sonrisa, una frase de cariñosa bienvenida ó una cortés inclinación de cabeza.

—Cómo á estas horas por aquí, Señó Curro? le preguntó el tabernero, que en mangas de camisa, desnudos hasta la mitad los brazos, bien ajustado el rojo ceñidor al soberanamente abultado abdomen y en la coronilla la reluciente gorra de seda, avanzó solícito hacia el ilustre calderero.

Este que al penetrar en el hondilón había paseado por todos los rincones, alumbrados por múltiples mecheros de gas, una mirada escrutadora, sentóse junto á una de las mesas desocupadas y repúsole al tabernero:

—Pos que hoy el terral pica más que el colorín en la seca y como pasaba por aquí y me píe el cuerpo una miajita de algo fresco... pos velay tú.

—Y que lo tengo yo to como si fuera cuajaita, camará—dijo aquel, á la vez que pasaba un paño, más por costumbre que por necesidad, por el tablero de la siempre limpia mesa de pino.

—Y qué, el negocio como vá? tiñe bien ú se destiñe?

—Pos no va del tó mal, señó Curro, es dicir, no pa fincarse ni pa mercar una tartana, pero sí gracias á Dios, pa que los churumbeles se acuesten tifos manque no sea más que de fideos tallarines.

Cuando ya eran más de dos las copas, que sibaríticamente paladeadas, habían refrescado las resecas fauces del viejo, penetró en el hondilón Antoñico el del Altozano, el cual después de saludar á los allí reunidos, se dirigió hacia uno de los extremos del establecimiento con paso lento y con la frente fruncida.

—Aonde vá el amo de toítas las simpatías?—exclamó el señor Curro en el momento en que aquel pasaba por su lado.

Sacado el Niño de su abstracción por la voz del viejo, se detuvo y al ver á éste repúsole sonriendo algo forzadamente:

—Ahí que es usté, señó Curro!, usté perdone, pero diba la mar de distraio pensando en cómo cantan los chamarices cuando se meten en celo.

—Ya lo he notao yo, pero asientate que tengo yo gusto en que te bebas dos copas conmigo, que son mu contás, pero que mu contás, las presonitas con quienes me gusta á mi chocar la cristalería; que mu contaítos son los que se merecen que se jurgue uno, al verles pasar, el alita del sombrero.

—Muchas gracias, señó Juan, esos son los güenos ojos con que usté me mira, dijo el Niño á la vez que se sentaba tomando de manos del señor Curro la copa que este le ofrecía.

—Y que te pasa á ti hoy pa andar como andas pensando en los chamarices?

—Pos ná, que á lo mejor le encomienza á dar á uno guertas y más guertas la picara imaginación...

—Asín á tos en er mundo les diera, la suya, las mismas guertas que te pueé dar á ti la tuya, camará, que es ya más difícil encontrarse con un mozo de los cabales que encontrar un vitalicio.

Y tras algunos instantes de silencio continuó:

—En mis tiempos era de otro color la zarzamora, pero ahora, camará, ahora el que no amarga rejelea, asín es que cuando me doy de cara con algunos de los mu poquitos que se parecen á los que yo conocí y traté allá cuando yo tenía el corazón más verde que una alloza, me gusta más jechar con él un palique y beberme con él dos copas, que me gustaba, en mis tiempos, bailar con una guena gachí, más juntos que dos obleas.

Antonio miraba al viejo un tantico sorprendido; jamás éste habíase manifestado con él tan acariciador en su lenguaje, nunca había tenido para él palabras tan lisongeras y ligeramente turbado.

—Esos son los ojos con que usté me mira—repitió con voz balbuciente.

—Que ojos ni que ocho cuartos y medíol lo que yo te digo te lo digo porqué me sale de lindes aentro der corazón, una jaza aonde nunca floreció la mentira, porqué es que lo he dicho muchas veces á espaldas tuyas; que no hay ocasión en que no suene mi trompeta más que la de Jericó, platicando de tu presonita y no será porque tú á mi me muelas, en tus molinos, lo que dan mis olivares, por lo que digo yo que tú eres del mu poquito oro de ley que sale de los filones.

El Niño sonrojóse ligeramente; los elogios de aquel veterano de la guapeza y la hidalguía andaluza, empezaban á amargarle de modo intensísimo, acordándose de la faena que aquella mañana se cargara con la Pinturera y de la carta que, traicionando á la Gasolina, disponíase á depositar en las manos de aquella.

Durante algunos instantes quedaron silenciosos ambos interlocutores, silencio que fué el viejo el primero en romper de nuevo diciendo:

—Pero es que no se puée saber que es lo que te pasa á ti hoy, que cuando entraste parecía como que te habías dejao, vendías á retro, en la puerta, las alegrías e tu corazón?

—Pos ná—repúsole aquel procurando ocultar lo que sentía á la vez que miraba al viejo con algo de recelo en la mirada—que hay días que se alebanta uno con el caráite desmangarrillao y no hay medío de desenviangarrillarb y el día de hoy es pa mi uno de los que nos ponen amargo jasta er cielo de la boca.

—Pos mira tú—exclamó el viejo como si no se diera cuenta de lo mucho que empezaba á abusar del tema—eso que yo te acabo de decir es la santa verdá; como que yo no sé porqué, pero es la chipé que ca vez se va perdiendo más la guena semilla y el otro día me lo dicía el señó Pedro el Talabartero, que ya sabes tú que es un hombre to racimal, que me decía:—Esengañate tú, Curro, esengañate, en esta tierra sa perdió ya la guena simiente, y aparte de cuatro ó cinco chavales de ley como los son el Quiqui, el Pestaña, el del Altozano y dos ó tres más, tos los mocitos que yo conozco, deberían vestirse los días e gala con mantones e Manila. Con que ya ves tú... y mía tú que el señor Pedro es un gachó que no encuentra de güen tomar ni el barquillo con merengue.

—Pos que Dios les pague á usté y al señor Pedro las güeñas ausencias y si usté quiee jecharemos un tute—dijo Antonio impaciente por poner término á aquel diálogo que empezaba á oficiar de galga poderosa para con él, en sus poco generosos propósitos.

—Pos á jugarnos ese tute... á ver tú, el de Cártama...á ver si te traes una baraja—exclamó acento jovial dirigiéndose al tabernero, y después sacando á relucir un enorme reloj de plata:

—Jasta las nueve—continuó dirigiéndose al Niño—estoy á tu disposición, porqué á las nueve tengo que dir á cá de Cío to la Chiripera, que me ha mandao un recao urgente, pa que vaya, con Trini la del Encaje.

—Yo también tenía que dirme una chispititilla antes de las ocho, balbuceó más que dijo el del Altozano.

Y lo dijo repetimos, balbuciente y cómo acobardado; ya no se sentía tan decidido á llevar á cabo su proyecto; indudablemente los elogios del Baticola nacíanle á éste en el corazón; Antonio había sospechado en un principio que el viejo estuviese al tanto de lo que él dijera aquella mañana á Rosario, pero si ésta se lo hubiese dicho, seguramente el Baticola hubiera, en evitación de males mayores, abordado franca y rudamente el asunto, sin recurrir á habilidades iudignas de su fama, de su lealtad y de lo expeditivo de sus procedimientos, cuando de cosas de hombre se trataba,

Y convencido de que aquellas frases tan halagadoras, eran nacidas de una, para él, honrosísima convicción, empezó á vacilar pensando en el desencanto que haría sufrir, seguramente, al cantor de sus bizarras excelcitudes al enterarse éste de los poco bizarros procederes que pensaba utilizar, no para ganar, sino para posesionarse, de los hechizos de la mujer ambicionada.

Una vez que dieron comienzo al juego, Antonio no daba pié con bola, y tan desgraciado y torpe hubo de estar en las primeras jugadas, que concluyó el Señor Curro por decirle con voz en la que cualquier oido algo delicado hubiera podido apreciar cierto dejo de ironía.

—Camará, ¡y que bien miraillo que debes andar tú por toas las jembras en este valle de lágrimas!

—Sí, la mar, pero que la mar de bien miraillo—exclamó con voz llena de amargura el del Altozano.

—No te quejes hombre, no te quejes, que de mas de cuatro se yô que al Gurugú ¡rían descalzas y con una vela en cá mano, por ganarse tu presonita; pero que no te arrecoja ninguna es lo que sa menester, que eso no trae más que quebraeros de cabeza; y sino, y sin dir más lejos, ¿tú sabes pa que me llama á mí la Cloto la Chiriperaf pus pa lo que me llama es pa que le jeche una manita, porque es que á esa gachí anda queriendo meterle el diente un tal Juanico Candela, una mujercilla vestía con pantalones, que porque la Cloto ca vez que se lo trompieza, jace como si se le arrebotara el estógamo, le ha dío á su hombre con un cuento pa desavenir el matrimonio, y ganas tengo yo de trompezarme con ese mar bicho, porque es que yo le tengo voluntad á la Cloto, por mujer de bien que es la probetica mía, y en cuantito me trompiece yo con ese gachó le voy á dicir un puñao de acertajones.

El Niño no contestó al anciano y durante algunos minutos continuaron jugando, sin que ninguno osara despegar los labios hasta que al terminar una de las jugadas:

—Mira—dijo el último volviendo á mirar el reloj—que si es cosa urgente lo que tu tiées que jacer á las ocho en punto, ya debes estar saliendo de estampía, que mú poquito es lo que va á tardar el que suene la campana.

El rostro del Niño reflejaba la lucha que sostenían en su espíritu, su amor á Rosario y, tal vez más que su generosidad de alma, su vanidad; la de ser juzgado como uno de los de sus parrales, por hombre de tantos prestigios como el que de modo tan caluroso acababa de hacer su apología, y venciendo, por fin, en el silencioso torneo, su generosidad ó su orgullo, exclamó, tras algunos instantes de silencio, y dirigiéndose al dueño del hondilón, con voz enérgica y sonora.

—A ver tú, Cartameño, á ver si te traes una botella más de la que beben los Papas.

—¿Pero eso?...—le preguntó el viejo disimulando la alegría del triunfo mediante un poderoso esfuerzo de su voluntad.

—Pos ná, que lo que tengo que jacer á las ocho no es cosa urgente, y tengo yo más gusto en darle á usté compaña jasta que á las nueve se vaya usté á cá de la Chiripera.

—Pero mira tú que si la cosa es urgente...

—No... no señó, no es urgente, vamos á jechar otro tute, á ver si ahora tengo más de cara la fortuna.

—Pos más vivo—exclamó aquél, cogiendo de nuevo los naipes y dando principio á peinarlos con habilidad suprema.


Y al dia siguiente, cuando la Pinturera con el rostro radiante y desbordándosele el gozo, en fulgidos centelleos, en las bellísimas pupilas, entreteníase en colocar en hilera, sobre el reducido mostrador de pino, pintarrajeado de azul, los cacharros, cuyos matices rememoraban los de los azulejos del Alcázar granadino, acercóse á ella en reposada actitud el Baticola y

—Qué, mi morena, ¿fué ó no fué por fin anoche ese caballero á enseñarte esa carta, á cá de tu parienta Rosalía?—le preguntó con voz al parecer indiferente.

—Cá, padrino, cá—exclamó aquella con acento alborozado—ni fué anoche y ni ha guerto el mu charrán hoy por aquí, á preguntarme si tengo ú si no tengo la flor de la maravilla.

Y minutos después alejábase del puesto de flores, con paso mesurado y con expresión risueña, el señor Curro el Raticola, murmurando con acento complacido.

—Pa que aluego digan los envidíosos que son faroles míos, cuando yo me pongo á dicir que chanelo yo siete veces más que tos los sabios de Grecia.


Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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