I
—Pero, chiquilla, ¿qué es eso que te pasa?—preguntó la señá Rosario, la Veterana, á su sobrina Trini, la Gorgoritos, al verla llegar con el semblante arrasado en lágrimas, el pelo cayéndole en revueltos mechones sobre la frente, convulsa, desaliñada y jadeante, acusando toda ella marcadísimo dolor y no menos marcadísimo desaseo.
—¿Qué quiée usté que me pase? repúsole con voz entrecortada por el sollozo la Gorgoritos.—Que mi Pepe, ese personaje con la vergüenza perdía, me acaba de plantar en la del rey; que mi Pepe me ha tomao aborrecimiento; que ya es usté el único aniparo que me quea y que á su amparo me vengo.
—Vamos, mujer, tú estás picá de la tarántula; vamos, vamos pa entro, que no hay necesiá ninguna de poner pasquines por las esquinas.
Y cogiendo por un brazo la orondísima anciana á Trini, hízola penetrar en el portal, delante de cuyo escalón improvisaba ella á diario su puesto, donde, según voz de su numerosa parroquia, podíanse adquirir siempre al precio más módico, y pesadas como la equidad ordena, las mejores hortalizas y verduras, hoy casi única alimentación de los que andamos por este picaro mundo sin conseguir verle la cara á la fortuna.
—Vamos á ver, hija mía, si se te desengurruña el corazón y me cuentas la verdá de lo que te ha pasao con ese guasón de cuerpo entero que te tocó en el reparto.
Y esto se lo dijo la señá Rosario á su sobrina apartándole con ambas manos los revueltos mechones de pelo, que limpio hubiera merecido sobradamente ser cantado por los poetas.
Trini sollozó más fuerte, y
—¡Pero es que tú vas á ganar hoy un jornal llorando y gimiendo! ¡Pos ni que lloraras por apuesta, sentrañas mías!
—Es que lo que me pasa á mí no le pasa á nadie.. Es que lo que ese hombre ha jecho hoy conmigo no tiée perdón de Dios. ¡Tirarme á mí á la calle! la mí, á la hija de mi madre, que Dios tenga en su santísima gloria!
—¿Pero es que te ha tirao á ti á la calle?
—Cuasi, cuasi... á mí... á mí que pudiera estar á estas horas, si hubiera querío, en una urna y vestía de terciopelo; á mí que por mó de él he despreciao al Liíri y al Bolinas y al Betunes; á mí que...
—Tó eso es verdad—exclamó interrumpiéndola la señá Rosario,—mucha verdá, y no fué una vez sola, que fueron más de milenta mil las que te lo canté jasta por serranas; pero tú tenías una venda en los ojos, no veías más que por los de tu Pepe... pero, en fin, agua pasá no muele molino y lo que pasó, pasó, y lo de hoy es lo que me más interesa; con que vamos á ver qué es lo que te ha pasao á ti con tu señor esposo, á quien un divé le dé sarna jasta que yo se la rasque.
—¿Qué quiée usté que me pase? que el hombre ya me ha tomao manía, y ángeles que yo pinte son ya pa él demonios encendíos, y esta mañana se alevantó por los pies de la cama y embistió conmigo y empezó á decirme improperios, y como yo no soy de gutapercha, pos velay usté, se me calentó también la boca, y total que si no salgo pronto de la casa, me parece que á estas horas estaría yo ya en el hospital ú tal vez en el cementerio.
—¿Pero eso por qué? Le has dao tú motivos de cabeza; has mirao tú á argún otro hombre?
—Quién, ¿yo mirar á otro hombre?
Y de tal modo hubo de decir esto la Gorgoritos, que convencidísima la señá Rosario de lo sincero de la exclamación, continuó preguntándole:
—¿Entonces es que él mira á otras mujeres?
—¡De eso no hay que hablar tan siquiera! Er día que yo vea que mi Pepe no me la pega, manque no sea más que una vez ca veinte y cuatro horas, ese día se enterará tó el mundo, porque pondré colgauras en el balcón; eso en él no tiée cura, tía Rosario, lo tiée en la masa de la sangre.
—Es verdá—dijo suspirando la Veterana.—Y á tu tío, que Dios tenga en su santo seno, le pasaba tres cuartos de lo propio; er día que no tenía un extraordinario, se acostaba con calentura; pero, en fin, eso hay que aguantárselo á tos los hombres, que peor estaríamos si hubiéramos nació en el Moro.
—¡Toma, por eso se lo he aguantao tantísimas veces!
—Pero, en fin, ¿podré yo enterarme del por qué de tu llanto y de tus encogimientos de corazón?
—Pos no se ha de poder usté enterar; ya lo creo que sí, como que á eso vengo, á decirle á usté lo que me ha pasao, á decirle lo que me ha dicho ese mal hombre, que como no tiée na que echarme en cara, me ha alevantao un farso testimonio, y lo mismo que le hubiese podio dar por cantar guajiras, le ha dao por dicir que se quiere aseparar de mí, porque él se casó con una rubia y le ha resurtao morena... Ya ve usté, yo morena, cuando lo que yo tengo en la cara es paño que me ha caío de tanto pasar ducas de muerte por esa mala presona.
—Pos lo malo no es que lo haiga dicho—murmuró con acento de reproche la señá Rosario.—Lo malo es que eso que dice es cuasi tan verdá como lo que se dice en la misa.
Y al decir esto, paseaba sus ojos la vieja con implacable y escrutadora expresión por la gentil figura de la Trini; por su rostro oval y bellísimo de tez que pregonaba inexplicable abandono; por su pelo abundante, y por su ropaje, que parecía reclamar de modo urgentísimo una poca de lejía, un poco de jabón y un par de planchas calientes.
—La boca me duele también de repetírtelo—siguió diciendo la señá Rosario con tono de reproche,—y no creas tú que tu Pepe no tenga razón pa dirse alguna vez del seguro, ¡que á los hombres hay que tenerlos embragaos con cintas de color y con ropita marioná y con chorritos del agua!
—Pero si yo no tengo que gustarle ya á nadie—gimió Trini con acento de protesta.
—¡A él, á él tiées que gustarle, y yo en tu lugar y con tus méritos lo tendría marnetizao, y de topacios tenía que estar fabricá la gachí que á mí me lo quitara, manque no fuera más que por un rato!
—No, tía, crea usté que no, que es que no me quiée Pepe, que ya no me puée ver ni en pintura.
—¿Que no te quiée? Más que á las niñas de sus ojos te quiée á ti tu moreno.
—Si me quisiera no me hubiera mandao aquí como me ha mandao, con el encargo de que no vuelva jasta que consiga que me empreste usté una miajita de lo mucho que dice que á usté le sobra y que á mí me farta.
—¡Y vaya si te lo emprestaré!—exclamó la Viderana arrojando una mirada de legítimo orgullo sobre su persona albeante de limpieza y por el modesto mobiliario de su portal, que delataba de modo elocuentísimo las dotes de indiscutible pulcritud que adornaban á su famosa inquilina.
II
Iba cayendo la tarde; vecinas y vecinos salíanse á las puertas, donde sentados en animadas y pintorescas agrupaciones, disfrutaban de la fresca brisa que bacía ondular suavemente las flores que en tiestos y macetas decoraban las ruinosas ventanuchas y los ennegrecidos balcones de las más humildes viviendas.
Joseíto el Campanudo desembocó en la calle, no sin haber vacilado, y no poco, antes de decidirse á llegar á casa de la señá Rosario á recoger á su Trini, á aquella mujer, á la cual—Eegún él decía en sus más íntimas expansiones—tenía sentada en el corazón por lo buena y lo rebonita que la había hecho Dios, y en la boca del estómago, por lo poco amante que era á desabrigarse el cutis y toítos los distritos de su presonita gitana.
Y desembocando en la calle—repetimos—dirigióse con paso gallardo y rostro grave á casa de la Veterana, al llegar cerca de la cual detúvose sorprendido.
Allí, cerca del portal recién regado, sentada en una silla junto á su tía, estaba la Gorgoritos, pero la Gorgoritos transfigurada, con la dorada guedeja peinada primorosamente, ahuecada en limpios bucles sobre la nuca y sobre la cabeza en reluciente coco adornado con un clavel de bengala; el rostro, como de leche y rosa; llenos de melancólica expresión los magníficos y azules ojos; los rojos labios, dulcemente entreabiertos por una maliciosa sonrisa; rechinante de limpia la falda de percal, que delataba las líneas de la pierna redonda y robusta, y limpia la chaquetilla que amenazaba romper el espléndido y encarcelado seno sobre el que un pañuelo de crespón azul moldeaba curvas tan arrogantes como tentadoras.
Pepe quedóse mirando á la Gorgoritos —como si mirara un paisaje nuevo para él; aquélla si que era su mujer, su Trini, aquélla por quien un tiempo hubiérase jugado á cara y cruz la vida; aquella que tantas veces habíale embriagado con sus hechizosen la florida reja donde acudiera tantas noches á cantarla su pasión en miradas fulgurantes, en suspiros ahogados y en frases ardentísimas, noches que había creído ya perdidas para siempre... para siempre.
—¿A qué viées tú por aquí?—le preguntóla señá Rosario, al par que lo miraba con socarrona y triunfante expresión.
—¡A qué quiée usté que vengal A darle á usté un beso que la pille toíta entera, y á llevarme á este delirio que me va á quitar del mundo.
Y al decir esto miraba con apasionada fijeza á la Gorgoritos.
—Yo no me voy más á la vera tuya; á mí no me echas tú más de tu palacio encantao—exclamó ésta con acento de reproche.
—Es que la que yo eché de mi verita no eras tú, sino otra, y á esa otra como la vuelva á ver yo por allí, la mando otra vez con su tía, porque no es á la otra, sino á ti ¿L quien yo quieo con toas las veritas de mi corazón, serrana.
—Y—Paece mentira lo que puéen un estropajo y un peazo de jabón y
una miaja de blandurilla—murmuraba momentos después la señá Rosario, al
par que seguía con mirada gozosa á Trini, que cogida del brazo de su
Pepe alejábase contoneándose gallardamente y sembrando envidias y
murmullos y deseos entre las mozas y mozos, sentados acá y acullá, en
pintorescas y animadas agrupaciones, en los umbrales de sus humildes
viviendas.