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—Pero ¿es que tú no oyes lo que yo te digo? —volvió a preguntarle Maricucha.
Antonio sonrió zalamero, y
—¿Y eso poiqué? —le preguntó, y antes que ella pudiera contestarle—: Poique no he vinío en busca tuya, ¿verdá? —continuó. Pos bien: no he vinío poique er día úrtimo que fui a tu casa, al verte tan requetebién jateá, se me cayeron los palitos der sombrajo; como que no puées tú figurarte las ducas de muerte que he pasao, y er corazón me hubiera yo jugao a la raba aquel día por haberme poío poner elante e ti con cuatro plumas encarnás y cuatro plumas azules.
—Y lo que se me importará a mí que te pongas un plumero... ¡Por más que estás asín pa que te chillen, salao!
—Como que por darles gusto a esos dos luceros que un divé te puso en la cara, he peleao yo pa poer presentarme a ti como si acabase de arrecoger una herencia.
Durante todo aquel día apenas si se separaron los amantes. Antoñuelo no cogió los trebejes del oficio, y al despedirse de ella al llegar la noche, ya habían dejado hecho un pacto: él, todas las mañanas, la aguardaría en la calle del Cañaveral y la acompañaría durante una hora; después se iría de nuevo al trabajo, a seguir buscándose la vida de aquella nueva y más decorosa manera.
53 págs. / 1 hora, 33 minutos.
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Publicado el 27 de abril de 2020 por Edu Robsy.
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