Sangre Torera

Arturo Reyes


Novela corta



Capítulo I

Antoñuelo se sentó en una de las sillas que solían dejar en el patio las vecinas, y retrepándose contra el muro, con el cigarro en la boca y en las manos una de las revistas de toros a la sazón más en boga, dejó vagar su mirada distraída por el patio que el sol, a modo de maravilloso artífice, recamaba de oro y de resplandores.

Antonio podía contar veinte años, y era alto, descarnado, de cuello largo y musculoso, de brazos y piernas de armónica proporción y de acharranado rostro moreno que avaloraban sus grandes ojos oscuros y su boca, si grande, de blanca dentadura y labios purpúreos, y las negrísimas, hirsutas y brillantes guedejas que se le encaracolaban sobre las sienes.

En el momento en que le sacamos a escena, Antonio, luciendo un pantalón de lienzo de achulado corte, ceñidor color de grana que hacía más intenso el blancor de la pechera adornada con amplio tableado, reducido pañuelo de seda azul a guisa de corbata, y sobre la sien flamante gorrilla, dejaba vagar —repetimos— su mirada distraída por el patio, sin enterarse sin duda de lo intensamente que fulgían los geranios y las margaritas en los maltrechos arriates; de lo espléndidamente que decoraban los muros, renegridos, las trepadoras con sus a modo de faldellines, salpicados de azules campanillas; del artístico golpe de vista que presentaban Rosario la Jaquetona, poniendo de relieve sus arrogancias estéticas, golpeando con el cubo, para poder llenarlo, en las aguas dormidas del pozo de brocal de piedra carcomida, y el gato, que se desperezaba al sol con felinas elegancias, y el gallo, que prisionero entre carrizos, lucía los más bellos tornasoles en la bien alisada pluma.

El día reía y reía el patio a su conjuro; una mujer cantaba una copla gitana; llegaban hasta él los rumores de la calle, el gritar de los chaveítas encuerinos; el pregonar cadencioso de los vendedores ambulantes; las notas acordadas de algún organillo callejero, amparo de la pereza famélica,

Antonio pensaba en que muy en breve había de jugarse la carta definitiva; en que el domingo inmediato, si tenía de cara a la Santa Virgen, ya podía reírse a todo trapo de la oscuridad y de la miseria en que hasta entonces había vivido, y al pensar esto, todo su pasado resbalaba dulce y rápidamente por su imaginación.

Antonio recordó sus años infantiles, aquellos que pasara en mitad del arroyo, churretoso y encuerino; sus travesuras, su profesión, su encuentro con Maricucha, aquella chavalilla espigada, como un junco, y como el junco ondulante y suave. Maricucha había sido la hembra de sus pensamientos desde aquellos días en que, oficiando de hormiga, procuraba llevar a su hormiguero el producto de sus correrías por calles y plazas, dedicado a la busca y captura de las puntas de cigarros. Maricucha en aquellos años primeros fue su compañera de juegos y travesuras; todos los días, a las primeras luces, lanzábase nuestro mozo a la calle con su lata debajo del brazo, enseñando las carnes por entre los jirones del calzón y por los de la destrozada chamarreta, caminando alegremente hacia el puente de la Aurora, donde, a la sombra en estío, y en invierno soleándose sobre el muro, descalza y apenas vestida, pero limpia y peinada, y a veces con un matujo en el negrísimo cabello, aguardábale Maricucha, que contaría dos o tres años menos que él y que era de tez suave y aterciopelada, de grandes ojos dulces y risueños, de cabellera espléndida, de labios carmesíes y de facciones de lineal maravilloso.

La amistad de ambos rapaces nació un día en que Toñuelo, viendo que el Granzones golpeaba a Maricucha por arrancarle un cigarro casi entero que aquélla habíase anticipado a recoger, sintió que algo inusitado se le incorporaba dentro de] pecho, y sin medir el tremendo desarrollo muscular del enemigo, cerró con tal denuedo contra el colega, que, intimidado éste por tan inesperada acometida, tomó heroicamente las de Villadiego, y momentos después, no sabiendo Maricucha cómo galardonar la galantería del encuerino, desfacedor de sus agravios, ofrecíale, con los ojos aún llenos de lágrimas, y con la sonrisa en la boca, el cigarro causa del poco varonil atentado del Granzones.

Desde aquel día apenas si pasaron uno distante el uno del otro, hasta aquel en que la madre de Maricucha, que había mejorado de fortuna, gracias al decimoquinto de sus enlaces matrimoniales, al ver el desarrollo progresivo y tentador de las pantorrillas de su unigénita, y fijándose en las miradas codiciosas que empezaban a poner en ellas los de más encanecidos cabellos de los ternes del distrito, juzgó conveniente poner a salvo de espejuelos a aquella alondra descendiente de una de las más famosas de las dinastías gitanas.

Esta decisión no fue anunciada a Maricucha; ésta se lo juró cien y cien veces a Antonio al contarle lo ocurrido. Ella, al disponerse, en la mañana de un día de su santo, en que cumplía los trece años, a salir, como de costumbre, a hacer la diaria colecta, se encontró con que su madre, al verla saltar del lecho, cogiola por un brazo, y sin decir oste ni moste, y después de dejarla tal y como la pusiera en el mundo, la colocó sobre un barreño lleno de agua cristalina, empuñó casi toda una barra de jabón, y minutos después salía otra de entre sus manos y de entre las jabonosas espumas del barreño, aquella Venus de tez tostada en cuyas formas empezaba a poner la pubertad sus hechizos más tentadores.

Ya rechinante de limpia, la vistió, encima de una camisa flamante y acartonada, una falda de color de rosa de amplios volantes ribeteados de felpilla negra, que apenas si dejaba ver el pie pulidamente calzado, corpiño azul y amplio pañuelo de crespón amarillo que dejaba ver el collar de abalorios; cordobesas arracadas que casi rindieron con su peso sus orejas, casi invisibles; peinó primorosamente su gran cabello a estilo gitano, puso entre sus relucientes ondas una reducida peineta y dos claveles, y, después de contemplarla, haciéndola girar una y otra vez delante de ella, exclamó en un arranque de maternal orgullo:

—¡Eres la calé más siete veces bonita y más siete veces graciosa que parió madre en la tierra del salero!

Maricucha estaba como atontada. Cuando su madre la puso delante un trozo de espejo, le costó trabajo reconocerse; no se cansaba de mirarse reflejada en el cristal. «¿Qué dirá Toño cuando me vea?», pensó. Y un estremecimiento de alegría recorrió su cuerpecillo ondulante como el de un antílope.

La señora Rosario la hizo desfilar por delante de todos los vecinos del corralón, primero; después, por delante de todos los de la calle; por todos los del barrio, por último. Y una hora más tarde, ya terminado el desfile, decíale con acento zalamero:

—Dende mañana a pelear por la vía, que sa menester que cuando venga por mí la que nunca marra, sepas tú buscarte los picaros garbanzos. Y además, que a mí ya se me van abitocando los regatones, y pa tirar de mi cuerpo necesito yo ya cuasi dos locomotoras.

Maricucha, en medio de aquella alegría que súbitamente habíala invadido, sentía profundo desconsuelo; ya no podría estar a todas horas con Toño; se acabaron para siempre sus juegos, sus alegrías, sus paseos por la Farola, por el camino de la Caleta, por el de Churriana, por el Arroyo de los Ángeles; sus expediciones a las huertas próximas a ayudarles a recolectar sus frutos contra su voluntad a los pobres hortelanos. Todo su ayer acudió aquella noche a su imaginación, y en vano procuraba conciliar el sueño; inmóvil para que no la sintiera rebullir el matrimonio que dormía, evocaba todos los detalles de su vivir con su camarada. ¡Qué cara puso éste cuando, al llegar en busca de ella extrañado por su ausencia, se la encontró tan emperejilada! Sus ojos la contemplaron como espantados; después se miró él sus calzones sucios y rotos, su chamarreta gemela de los calzones, y su rostro se contrajo, y hundiendo rabiosamente ambos puños en los bolsillos, y dejándose por olvido sin duda la lata con toda lo recogido en el día, se alejó sin hacer caso de Maricucha, que le gritaba llena de angustia al verle alejarse tan sombrío y silencioso:

—¡Pero ven acá, tonto perdío, ven acá, por los ojos de tu cara!

Toñuelo no volvió, pero a la mañana siguiente, al lanzarse Maricucha a la calle en compañía de su madre, pensando en Antonio, éste, escondido tras una esquina, atisbaba la casa, y al ver salir y alejarse a la hembra adorada, colocó un brazo contra la pared, la cara contra el brazo, y algunas lágrimas ardientes humedecieron silenciosas la desgarrada manga de la no muy limpia chamarreta.

Capítulo II

El sol caía como una inmensa caricia de oro y de fuego sobre la plaza de la Constitución; las gentes desfilaban rápidas por las aceras al amparo de la sombra que proyectaban toldos y marquesinas; los establecimientos defendían sus puertas y escaparates con rojos cortinones; los cocheros dormitaban en el interior de sus vehículos; un elegante quiosco y dos o tres improvisados tenderetes, casi del todo cubiertos de flores, ponían en el cuadro una nota de frescura; ni la más ligera nube empañaba el azul purísimo del cielo; los vendedores de periódicos guarecíanse bajo los balcones. El Imperial rebosaba gente; junto a una de sus puertas, en lugar protegido por la sombra, jugaban a las cartas Pepe el Tano y Paquillo el Cardenales, a los que contemplaba con expresión huraña el Cartulina, cuyo rostro reflejaba la honda tristeza en que le sumergiera la deserción de Maricucha.

El primer día en que se encontró Antonio sin ella, se lo pasó solo, apenado, tendido ora acá, ora acullá. Y cuando llegó a su cubril aquella noche, tuvo que inclinar la cabeza ante los duros y justificados reproches de sus viejos. Cuando se arrojó sobre el misero petate que le servía de cama, tuvo que ahogar una serie inacabable de suspiros; antojábasele que habíase quedado solo en el mundo; ya le faltarían en lo sucesivo los poderosos estímulos que le habían hecho competir con los más expertos de sus colegas; ya no necesitaba ganar, además de lo que tenía la obligación de llevar a sus padres, algo con qué regalar a Maricucha. ¡Cómo le gustaban a ésta las chucherías, los caramelos, las chocolatinas, las sortijas aquellas de dublé y piedras monumentales que él le regalaba, y que ella guardaba en una cajita de cartón como el más preciado tesoro.

Cuando, extrañado por su ausencia el primer día, acudió a su casa y viola transtornada, quedose mirándola como entontecido; antojósele otra mujer, e intimidado por aquella metamorfosis, pareció darse cuenta de su interioridad, y un afán sordo de redención se apoderó de su alma. Él necesitaba escalar los peldaños que acababa de escalar Maricucha; él quería presentarse a ella llenándola del mismo estupor que ella le acababa de hacer sentir, y al pensar esto arrojó iracundo contra el suelo la lata de conservas, almacén de su poco lucrativa industria, y se alejó meditabundo y ensimismado, y huyendo de los camaradas que intentaban unírsele, fuese al Parque a pedirles, sin darse cuenta de lo que buscaba, inspiraciones a los grandes macizos de plantas y flores que embellecen el amplio paseo, y amparándose en una rinconada algo distante del lugar donde los automóviles hacían sonar sus sirenas, su rodar los carruajes y el tintinear de sus timbres los velocipedistas, tendiose sobre uno de los asientos de mármol artificial y sumergiose en una honda y triste meditación.

Durante algunos días vivió algo alejado, al parecer, de Maricucha; pero todos ellos se los pasó siguiendo a su ex compañera, la cual recorría diariamente el barrio acompañada por su ilustre progenitora, que acogía esponjándose de satisfacción las enhorabuenas y felicitaciones de todos los que la conocían, sin conseguir la muchacha que sus ojos tropezasen con aquellos tan queridos que no se apartaban un punto de su amante pensamiento.

—Qué, ¿no juegas? —preguntó a nuestro héroe Joseíto el Cardenales, a la vez que peinaba con manos expertas los mugrientos naipes.

Antonio movió negativamente la cabeza, y continuó mirando jugar a sus camaradas, que no tardaron en poner fin al juego, el Cardenales había hecho saltar la banca.

—Si tú tuvieras er canto de un duro de vergüenza, na más que er canto de un duro, me darías la revancha jugando de palabra. Pero como te falta ese canto que yo digo...

—Por eso los mozos de Colmenar llevan los cuellos tan tiesos...

El Tano se desesperó; él necesitaba recuperar el capital perdido a todo trance, y dirigiéndose con acento suplicante al Cartulina:

—Bien poías tú emprestarme una torda tan siquiera —le dijo con acento quejumbroso.

Y ante el gesto negativo de aquél, continuó:

—Vaya, empréstamela y te dejo el cajón en prenda.

Antonio fue a negar al Tano lo que éste le pedía, pero una idea le hizo variar de propósito.

—Güeno, te lo emprestaré —le dijo, sacando las últimas monedas de cobre en que consistía todo su capital.

Ya con el cajón en la mano, penetró en la calle de Larios y se detuvo delante de uno de los más importantes hoteles.

—¡Eh tú, capitalista, a ver si me los dejas como si fuesen de cristal de roca! —díjole un señoritingo de terno de corte achulado y amplio pavero, señalándose el elegante calzado.

Antonio vaciló un punto, pero esta vacilación fue de un segundo, y cuando una hora después se encontró con que en este tiempo había conquistado lo que solía ganar en toda una jornada, una sonrisa de satisfacción asomó a sus labios, y cuando al llegar la tarde se le presentó el Tano a suplicarle la devolución del cajón, le repuso con resuelta actitud:

—Te lo merco, si es que me lo quieres pulir horita mesmo. ¿Tú sabes?

El trato quedó ultimado. Antonio le dio dos de las tres pesetas que había ganado en aquel día, y aquella noche soñó nuestro héroe que se presentaba ante Maricucha vestido también de gala, con un terno flamante, con una gorrilla también flamante, de seda, y luciendo, en lugar de miserables alpargatas, elegantísimos brodequines.

Un mes y pico transcurrió durante el cual apenas si consiguió Maricucha echar la vista encima a Antonio. Esto la tenía apenadísima; no podía acostumbrarse ella a no ver a su amigo; a todas las horas del día y de la noche teníale como claveteado en el pensamiento; sabía por varios de sus amigos que Antonio habla abandonado el oficio, y que había ingresado en el gremio de limpiabotas con no contraria fortuna.

Dos meses después, aproximadamente, se levantó Antonio un domingo casi de madrugada; la impaciencia no le había permitido cerrar los ojos en toda la noche y en cuanto el gallo de la casera dejó oír su toque de diana, se lanzó sigilosamente del lecho, junto al cual y sobre una silla, su madre había cuidado de dejárselo todo preparado: la camisa de pechera tableada, el pantalón de abotinado corte, los zapatos de becerro amarillo, la guayabera de pana gris como el pantalón; el pañuelo de seda azul y la flamante gorrilla de seda oscura.

Antonio se lavoteó impaciente, procurando no despertar a sus padres, que roncaban, y alumbrado por la luz de una mariposa, y cuando las primeras claridades del día alumbraron vagamente el corredor, salió de puntillas de la estancia, con los zapatos en la mano, y, ya en el corredor, se los puso y se dirigió a la calle, embriagado de gozo y de esperanza.

Cuando penetró en el hondilón del Marimoña, el tabernero, en mangas de camisa, con el rostro aún abotagado por el sueño, limpiaba los vasos y copas en la gran pileta de cinc, colocándolos después en correctas filas sobre el mostrador, en tanto dejaba oír sus hervores la gran cafetera dorada.

—¡Camará, chiquillo, pos di tú que viées más repinturero que un loro!

Antonio se contemplaba reproducido en la puerta de cristales de uno de los anaqueles, donde algunas tandas de bollos de aceite aguardaban las famélicas acometidas de los más madrugadores de los parroquianos.

Estos casi tributaron una ovación al Cartulina.

—¡Lo que es la compostura, chavó! —murmuró Pepe el Sereno, en tanto le contemplaba llena de admiración Lola, la sobrina del Marimoña, una chavalilla de ojos brillantes y de reducida estatura.

Paladeando su triunfo, se dirigió Antonio hacia donde abrigaba la esperanza de tropezarse con Maricucha, a la cual hacía dos semanas había dejado por fin sin andadores la señora Rosario.

—¡Camará, pos di tú que si no te pones un letrero no va a haber quién te conozca, saleroso! —díjole al verle pasar por delante de su puesto la señora Dolores la Quinquillera.

Antonio sonreía a cada nueva frase que arrancaba su metamorfosis, y al pensar en la mujer amada un dulce atosigamiento se apoderaba de él, y espoleado por la impaciencia ya se disponía a dirigirse hacia casa de su ídolo, cuando de pronto palideció intensamente: una voz dulce y de timbre armónico y quejumbroso acababa de llegar hasta sus oídos, dulce voz conocida que pregonaba:


Niñas, las randas mejores,
encajes que son primores,
lo mejor de lo mejor;
sal ya, niña, a la ventana,
que ya está aquí la gitana
con toa la gracia de Dios.
 

El encuentro de Maricucha y Antoñuelo hizo enmudecer un punto a ambos; a la primera se le quitaron las ganas de pregonar, y su semblante se demudó, a la vez que sus grandes ojos brillaban pletóricos de alegría y de sorpresa; Antoñuelo se comía con los suyos a su ex compañera.

—¡Toño! —musitó por fin la muchacha, poniendo una caricia intensa en las trémulas inflexiones de su voz.

—¡Maricucha! —murmuró él con acento vibrante de pasión.

Maricucha se arrepintió de su exclamación de gozo; ella había estado acariciando durante muchos días la idea de vengarse de Antonio por las horas amargas que habíale éste hecho pasar, y haciendo un gracioso mohín:

—La verdá es que yo debo haber vendío la vergüenza uno de estos días atrás, cuando te miro a la cara.

Antonio la escuchaba como embelesado. ¡Qué ganas que tenía ya de volver a oír aquel metal de voz tan dulce y tan querelloso!

—Pero ¿es que tú no oyes lo que yo te digo? —volvió a preguntarle Maricucha.

Antonio sonrió zalamero, y

—¿Y eso poiqué? —le preguntó, y antes que ella pudiera contestarle—: Poique no he vinío en busca tuya, ¿verdá? —continuó. Pos bien: no he vinío poique er día úrtimo que fui a tu casa, al verte tan requetebién jateá, se me cayeron los palitos der sombrajo; como que no puées tú figurarte las ducas de muerte que he pasao, y er corazón me hubiera yo jugao a la raba aquel día por haberme poío poner elante e ti con cuatro plumas encarnás y cuatro plumas azules.

—Y lo que se me importará a mí que te pongas un plumero... ¡Por más que estás asín pa que te chillen, salao!

—Como que por darles gusto a esos dos luceros que un divé te puso en la cara, he peleao yo pa poer presentarme a ti como si acabase de arrecoger una herencia.

Durante todo aquel día apenas si se separaron los amantes. Antoñuelo no cogió los trebejes del oficio, y al despedirse de ella al llegar la noche, ya habían dejado hecho un pacto: él, todas las mañanas, la aguardaría en la calle del Cañaveral y la acompañaría durante una hora; después se iría de nuevo al trabajo, a seguir buscándose la vida de aquella nueva y más decorosa manera.

Capítulo III

Cinco años eran transcurridos cuando volvemos a poner a plena luz a nuestros protagonistas, años durante los cuales apenas si alguna que otra nube de verano había logrado empañar el radiante cielo de aquellos juveniles amoríos; en vano los padres de Maricucha habían intentado romper aquellos tan dulces lazos; sus consejos habíanse estrellado en la firmeza de la muchacha, y en vano también los mocitos de más bandera habíanla puesto tenaz amoroso asedio. Ante sus muros habían tenido que abatir sus pendones los más irresistibles ternes del distrito. Paco el Tulipa, Juan el Jeqüero, Curro el Ventolina; aquel trío inmortal en las tradiciones percheleras y trinitarias había sufrido la humillación de verse preteridos al Cartulina; éste habíase visto precisado a abandonar el oficio que adoptara años antes. Maricucha habíase ingeniado para dejar la cesta de los encajes y ya no callejeaba pregonando rítmicamente sus mercancías. Todos los días de subasta acudía a las agencias de su predilección, y revendiendo los lotes de alhajas que en ellas adquiría, fue progresando hasta el punto de poder trabajar por cuenta propia, en tanto su madre pasábase el día charlando en el patio del corralón, y su viejo en cualquiera de las tabernas próximas, poniendo cátedra de vago y de alegre y de chirigotero.

Este paso de avance de la gitana hízole a Antonio pensar en abandonar para siempre el humilde oficio, decisión que le hizo llevar a la práctica Maricucha, que hubo de decirle un día señalándole los útiles de su industria:

—La verdá es que tengo ya la mar de ganitas de que tires ese trasto a la mar salá, a ver si se lo come ya de una vez un rancho de calamares.

Estas palabras hicieron que Antonio se decidiese, y al siguiente día, cuando su madre, como de costumbre, le despertó para que fuera a buscarse la vida, repúsole el muchacho con acento decidido y en resuelta actitud:

—Eso ya se acabó, marecita. Yo ya no güervo a limpiarle el calzao más que a quien yo sé cuando a mí me dé la repotentísima gana.

—Pero ¿es que vas a poner un bazar en la Alamea?

En vano la señora Frasquita se mesó las grises y no muy limpias aceitosas guedejas; en vano el señor Curro hizo algunos mohínes como si estuviera a punto de llorar; en vano recurrieron después, ya a la desesperada, a más contundentes e impropias razones; todos sus esfuerzos se estrellaron en la inconmovible actitud de Antonio.

Una noche en que éste paseaba silencioso y meditabundo por las calles del barrio, hízole su buena fortuna tropezarse con Pepe Fajardo, un torerillo en agraz, vivaracho y alegre como un repique, el cual habiendo bebido más de lo que necesitaba para que se exacerbaran sus ternuras, diole el exceso del montilla por adorar al ex limpiabotas, al cual invitó a cenar en celebración de lo bien que él había quedado en la última capea, en que luciera su habilidad, y media hora después, sentados frente a frente a una mesa en Los Corales, decíale Pepe al Cartulina:

—Mía tú: a mí tú me eres la mar de simpático, y me alegraría yo de que tú te atrevieras a ser uno de mis peones o uno de mis banderilleros.

—¡Yo tu peón! Pero, chiquillo, si yo no pueo ver cerca una vaca de leche sin que me dé una alferecía.

—Pero, guasón, si eso de ponerse delante de un toro es más fácil que cantarse unas serranas; si los toros cuasi tos tienen los pitones como pilones de azúcar.

Antonio quedó perplejo. Bien podía ser aquélla una solución inesperada; él siempre había tenido amor decidido a los toros, y si no se había metido en la afición era porque él no había creído nunca que tuviesen los pitones de azúcar, como Fajardo decía. Antonio vaciló; la oferta no era de las más tentadoras, porque para llegar a ser algo de provecho hacíase preciso no ir a lucir sus facultades a Moclinejo o Totalán; para llegar a ser algo hacíase preciso lucirlas en los grandes ruedos. Pero también es verdad que principio quieren las cosas, y al pensar esto se acordó de Pepe el Mangano, su compañero de estudios, el cual, al año no cabal de meterse en harina, había llegado a convertirse en uno de los de más cartel de todos los novilleros, tanto que la última vez que hubo de tropezarse con él, por poco si le da un síncope al ver los brillantes que lucía el mozo en la pechera de la camisa.

—Qué, ¿te atreves? —insistió Pepe Fajardo, que le contemplaba con ojos escrutadores.

Antonio pensó en que si dejaba perder aquella ocasión, tal vez no la volviera a encontrar, y sin darse cuenta de lo que decidía y viendo solamente relampaguear ante sus ojos los brillantes del Mangano y los bellísimos ojos de Maricucha:

—Pos ya lo creo que sí, que me atrevo —le repuso por fin con voz firme.

No tardó en presentarse una oportunidad en que el mozo pulsara sus facultades en una capea en Cártama.

Maricucha se opuso fieramente a la decisión de Antonio; ella no quería que fuese torero así lo emborrizaran en polvos de diamantes. Las mujeres de los toreros tenían que vivir muriéndose. No, ella no quería sufrir tan horrible martirio; estopa y pez le costó al mozo convencerla de que en aquella ocasión no había nada que temer; se lo había dicho Pepe Fajardo, que ya conocía íntimamente las vacas que se habían de lidiar: eran tres buenas mozas que no podían con las ubres y a las cuales él sabía que hasta los cuernos, antes de correrlas, se los echaban en remojo.

Tuvo que resignarse, aunque siempre protestando, Maricucha, y un amigo de Antonio proporcionó a éste un capote de raso de algodón azul rabioso.

Cuando el novel lidiador regresó de Cártama, tuvo necesidad de quedarse en cama dos o tres días, a consecuencia de que a una de las de los cuernos en remojo habíanselo resecado, sin duda, el terral, y el mozo salió de su ensayo taurómaco con el cuerpo dolorido y con todos los colores del iris en su gallarda persona.

—Con que aprendas a menear una miajita el percal, tenernos en ti la mar de gente, porque bien puées dicir que estás elante de los toros como si estuvieses elante del casero de tu casa.

En esto no mintió Fajardo: Antonio al verse delante de aquellas imponentes cornalonas no se habla sentido intimidado ni mucho ni poco; a cada acosón con que le hacían rodar por tierra, entre el griterío del pueblo entusiasmado, levantábase más y más encoraginado y con más decisión tornaba a colocarse delante de aquellas testuces imponentes para al minuto volver a rodar molido y maltrecho.

—¡Camará, pos di tú que te ha parío cuarenta y siete veces esta tarde la señá Frasquita! ¡Vaya un mo de aguantar achuchones! —díjole ya terminada la corrida el Cardenales.

Antonio fue el héroe de la jornada, todos los que presenciaron la capea entonaron un himno en honor suyo.

—¡Vaya un mozo con condinga! ¡Vaya un gachó con toa la sigüela! Pa dicir to lo bruto que es se necesita una bula pontificia.

Antonio se esforzó en ocultar a los ojos de Maricucha su quebranto físico, pero no lo consiguió del todo; a veces un movimiento brusco le arrancaba un quejido ahogado.

—¿Lo ves tú? —decíale entonces la muchacha en dulce expresión de reproche— ¡Si te lo venia diciendo! ¿No ecías tú que le echaban en remojo los pitones a los toros? Pos bien: esta vez pase, pero lo que es otra vez no toreas tú como no sea un bote de barsamina.

Antonio empezó a gustar la gloriosa compensación a los achuchones recibidos; la buena nueva corrió como por regueros de pólvora. Pepe Fajardo y su cuadrilla habíanse convertido en trompeta difundidora de sus proezas, hasta tal punto que los padres de Maricucha, que apenas si se dignaban antes mirarle, dijeron a su hija con acento complacido:

—¿Conque según parece va a resultar otro Gallo esa gallinita de Guinea?

Maricucha encogiose de hombres, y no obstante lo mucho que la contrariaba que Antonio se hubiese aventurado por aquel derrotero, no pudo evitar que una vaga sonrisa serpeara en sus labios oyendo ensalzar la serenidad ante los toros del hombre que llenaba su alma de ternuras, y de luz sus amantes pensamientos.

Antonio desde aquel día empezó a dejarse la trenza y a asistir la tertulia que formaba en la entrada del Pasaje de Álvarez cuando no tenía ninguno de los contertulios con qué pagar una convidada, o en la cervecería cuando no carecían de los medios necesarios para pasar el rato de manera más confortable.

Un mes después tuvo ocasión el Cartulina de probar de nuevo su resistencia ante la tarascada de las fieras, y al año escaso había conseguido eclipsar los esplendores de Pepe Fajardo, merced a su arrojo matando dos novillos en lino de los pueblos próximos a la capital.

Aquellas dos muertes fueron a modo de zancos sobre los cuales se encaramó el Cartulina, logrando, merced a esto, empezar a destacarse sobre la turba de coletas que hormigueaba en esta tierra de nuestros amores.

—Ustés no saben —decíale una tarde a su regreso Pepe Fajardo a su pintoresco auditorio, sentado en la cervecería—; ustés no saben qué fenómeno es el Antoñuelo matando, ¡camará!, y qué mo de cruzar y de perfilarse y de jarrear más rerto que una vela y de doblar entre los mismos pitones, y de mojarse las uñas y de vaciar, como si en lugar de estar entre dos pitones estuviera entre dos merengues de fresa.

La aparición en la cervecería de Antoñuelo fue acogida con una salva de aplausos. Antoñuelo, merced a lo ganado durante aquel año, había conseguido patentizar su amor a las galas típicas, y su figura, que habíase redondeado un tanto, había acrecido en gentileza y en elasticidad; un ceñidor asomaba por bajo del marsellés de urdimbre gris perfectamente entallado; el pantalón, de la misma tela, modelaba sus caderas a modo de malla; su calzado era pulido; todo cuanto ganara casi en sus expediciones a los pueblos próximos, gastábalo en ataviarse con arreglo al gusto imperante entre los que han tenido el buen gusto de no divorciarse de lo típico y de lo tradicional, tan bello y tan sugestivo.

Capítulo IV

Antonio contestó sonriendo a los que le jaleaban, y sentándose junto a Pepe Fajardo, dijo a éste:

—Tengo que darte una buena noticia: es muy posible que atoreemos el mes que viene en el circo antequerano.

Pepe y los que le rodeaban posaron una mirada de sorpresa y alegría los menos, de envidia o de incredulidad los más, en el Cartulina. ¡Torear en Antequera!

—¿Y eso cómo? —le preguntó Pepe, más con la mirada que con los labios.

—Pos na —repúsole el Cartulina, echándose hacia atrás el flamante pavero gris y apoyando el codo en la muleta de hueso del roten—, que esta mañana entré a tomar un cortaíllo en ca del Pipiricuando y me trompecé con el Chiripa, y como el Chiripa es mu amigo de don Marcelino, el empresario, pos lo que pasa, que encomenzamos a platicar de toros y de toreros, y al Chiripa se le ablandó el muelle rial con la miajita de zarzaparrilla que mos habíamos bebío, y... na, que me dijo que o se sale con la suya y atoreamos en Antequera, o que pierde las narices, y ya ves tú que es cosa difícil eso de que el Chiripa se quée sin sus narices.

La noticia fue la comidilla de todos; cada cual expuso su criterio: el Llerena y el Clavijo opinaron que aquello no era más que un farol del Chiripa; el Cuqui y el Clavicordio, que era un arranque del de Jubrique, del que tanto solía abusar aquél; Pepe Fajardo y el Cartulina confiaban en él: el Chiripa era hombre de tanta palabra como narices.

Cuando se quedaron solos Pepe Fajardo y Antonio, echaron a volar ambos su imaginación; la promesa del Chiripa había iluminado como una aurora boreal el horizonte que a diario ellos ensanchaban, recorríéndolo en alas de su ambición. Indudablemente el Chiripa lograría su objetivo, y ni que decir tenía que ellos habían de quedar como los mismísimos ángeles, después de lo cual, las contratas caerían sobre ellos como lluvias torrenciales; la fama llevaría sus nombres coreados por vítores y aplausos de zona a zona, y la Prensa reproduciría sus rostros y sus hechuras en todos los momentos más solemnes y culminantes de su vivir. Este tan dulce divagar les llenó el corazón de júbilo, y aquella tarde, al pasear su garbo y su bizarría por las calles más populosas del barrio, lo hicieron como si ya llevasen en la mano la palma de la victoria.

El Chiripa cumplió lo prometido, lo cual puso en un brete a nuestros noveles espadas; se aproximaba el momento ansiado, y no era cosa de tirarse ya seriamente al ruedo sin más atributos taurómacos que cuatro pelos más bien o más mal trenzados, y las algo deterioradas zapatillas. Y espoleados por lo urgente del caso, lanzáronse en busca de algunos ternos de luces con que poder engalanar las personas, logrando, tras infinitos esfuerzos, Antonio que le prestara el que un tiempo luciera el hermano de un famoso carnicero.

No estaba en muy buen uso el terno encontrado, terno de un verde bilioso y de una plata inempeñable, terno en que la suciedad celebraba sus bodas de plata con el zurcido, es decir, que a poder sentirse orgulloso, orgulloso hubiérase sentido aquel terno de luces de sentir, en el ocaso de su vida, latir un corazón de hombre bajo su deteriorada urdimbre.

Antes de devolvérselo, algunos días después, a su dueño, tuvo necesidad la señora Frasquita de lavar la taleguilla y de zurcirle el tremendo desgarrón que dejara en él el asta del cornúpeta, que antes de caer hecho un taco a los pies del Cartulina, dejó a éste un recuerdo doloroso que le tuvo en el hospital cerca de dos meses, bajo la amenaza de que le tuvieran que amputar una de las extremidades pedestres.

Durante todo el tiempo que permaneció en el lecho no dejaron de ir en las horas que les era permitido, además del señor Curro y de la señora Frasquita. Pepe Fajardo y los que formaban la cuadrilla, y lo que más contribuyó a que recobrara en plazo más breve la salud, la gentil Maricucha, la cual al recibir la noticia del grave percance, por poco si cae al suelo accidentada.

El primer día que llegó junto al lecho en que yacía Antoñuelo, al ver a éste pálido, sudoroso, con los ojos hundidos y la mirada febril; con el cabello apelmazado sobre la frente, sintió que una congoja se apoderaba de su corazón, y en vano quiso contener la hirviente avalancha de llanto que asaltaba de modo irresistible sus ojos, y estrechando entre las suyas la mano que el paciente le tendía, pretendiendo enmascarar con una sonrisa sus dolores, no pudo evitar que una contracción angustiara su rostro, y que algunas lágrimas rebeldes oscilaran un punto en sus larguísimas pestañas antes de resbalar por sus empalidecidas mejillas.

—¡Si te lo tenía dicho, si por algo no quería yo que te tiraras al redondel, si es que me lo estaba dando el corazón, malditos sean los parneses!

—Pero no te apures tú, tonta perdía, que esto que tengo no vale naíta. Esto se cura con una salivilla de tu boquita granate. Como que ni tan siquiera me cortan la pierna, que era lo que yo más temía, que quiero yo cuando vaya a tu verita que digan las gentes al verme pasar: «¡Vaya dos mozos juncales!»

Los enfermos que reposaban en los limpísimos lechos que en correcta formación ocupaban los laterales de la sala, en cuyo fondo destacábase una bellísima Dolorosa, se incorporaron, los en estado de poder hacerlo, para recrear sus ojos en la belleza de Maricucha, que ponía con sus típicos colorinescos atavíos una nota exótica y brillante en aquel escenario, al que daban los dolores mudos y las miradas calenturientas un sello extraño de austeridad y tristeza, que no podían esfumar del todo el sol que bordeaba los alféizares de las simétricas ventanas, ni el blanco reluciente de los estucados muros, ni las nevadas coberturas de las camas, ni el piar de los pájaros en las ramas de los árboles que asomábanse regocijantes por los amplios ventanales; ni la suave serenidad de los rostros de las hermanas que iban de unos a otros prodigando consuelos y administrando pócimas, con sus sayales azules, sus manguitos de igual color y sus cofias nítidas y las no menos nítidas cornetas.

Los enfermos —repetimos— se incorporaban algunos; los más jóvenes y menos combatidos por el dolor, contemplaban con sensuales codicias a Maricucha, en tanto los más viejos y doloridos la miraban indiferentes; algunos ni aun movían los párpados; varias mujeres y hombres del pueblo consolaban a sus deudos. Maricucha entregó un pequeño envoltorio a su amado.

—¿Qué es esto? —le preguntó éste poniendo en ella una mirada curiosa.

—Un retrato mío, pa que no te quées tan solico cuando yo me vaya, y además te traigo un diario que habla de ti.

—¿De mí?

Y una llamarada de júbilo iluminó los ojos del paciente.

—Sí, de ti, y te dice unas cuantas chuflas, pero también te dice la mar de cositas güenas. A mí me lo trajo la Melindres, la sobrina del Chapuces, y me lo leyó Pepe el Churro.

—¿Y qué es lo que dice de mí?

—Pos dice que en ti hay la mar de cosas metías, que si sigues, que no seguirás con salú que Dios me dé, jarreando pa alante, que sé yo, yo no me acuerdo ya de las muchísimas cosas que el periódico te dice.

Cuando se quedó a solas Toñuelo, colocó el retrato debajo de la almohada, desdobló el diario paseando su mirada por sus nutridísimas columnas y lamentando el no haber aprendido a leer con don Leandro —maestro de todos los menesterosos del barrio—, y aprovechando algunos momentos en que quedaron solos los enfermos, díjole a uno de los que la suerte habíale deparado por vecino:

—Oiga osté, señó Pepe, ¿sabe osté leer, por casolidá?

—Pos ya lo creo que sí, pero no por casolidá, sino porque a mí me educaron cuasi en el extranjero, y si ahora trabajo en la fragua es por mo de que mi padre, que esté en gloria, que era tambor del regimiento de Chiclana, perdió hasta el parche por una gachí de Écija que de güena moza que era no podía andar sin agrietar los ladrillos, y como es natural, se gastó en ella to lo que tenía agenciado, que no era poco gracias a lo rumbosa que fue pa con él una señora alicantina que había ya matao a fuerza de jacerles caricias a tres turroneros de su tierra, y...

—¿Y me jaría osté el favor de leerme lo que dice este periódico? —le preguntó interrumpiéndole, impaciente el Cartulina.

—Ya lo creo que sí, hombre, horita mesmo.

Y minutos después leía el hijo del difunto tambor de Chiclana, en tanto Antonio le escuchaba con los ojos en la techumbre y una sonrisa de íntimo regocijo en los descoloridos labios.


Toros en Antequera

«Según nos dice nuestro corresponsal en su crónica, que no insertamos íntegra por falta de espacio, en la corrida de novillos celebrada allí el domingo pasado, se dio a conocer como una esperanza en el arte de Pepe Hillo, el joven malagueño Antonio Heredia y Heredia, más conocido en la buena sociedad por Toñuelo el Cartulina, el cual mató alternando con Pepe Fajardo, otro chavalete que también se trajo al mundo lo suyo para no tener que pedir a préstamo los riñones que le sobran.

Según pudimos apreciar, el joven del mote tan poco resistente viene dispuesto a eclipsar las glorias de Garros y de Vedrines, pues al menos, en muchísimo menos tiempo que éstos lo pudieran hacer, en el modelo más perfeccionado y con el más poderoso motor, se elevó hasta los espacios interplanetarios con billete de vuelta, sin más artefacto que la taleguilla, una que lloraba sin duda la ausencia de su legítimo dueño, y merced al ímpetu de dos pitones, casi centenarios, que tenían su poderosa raigambre en el testuz de un bueyancón del más plebeyo origen.

Pero en honor a la verdad —dice nuestro diligente corresponsal—, debemos decir que el mozo, que en cuanto se relaciona al arte vive todavía en una desnudez paradisíaca, nos parece un hombrecito cuando llega el momento de jugarse capital e intereses, pues en los imponentes ancianos que le correspondieron, metió la barriguita como un hombre, se perfiló como si estuviese delante de una cámara fotográfica, y cuando sonó la hora de tocar a tarará, entró las dos veces a por azúcar de pilón, con tan buenísima voluntad, que casi se quedó dormido en el morrillo, y los bicharracos dieron la última voltereta sin adoptar disposiciones testamentarias.

En el último que le correspondió quiso el hombrecito tomarle el hociquillo al mastodonte, pero éste, que no quería morir abintestato, hizo por el diestro, el cual salió enganchado, y gracias a que al bicho no le quedaban fuerzas para firmar el protocolo, que gracias a esto no ha puesto ya fin a su carrera de modo trágico el chavalillo, al cual recomendamos que estudie, que aprendiendo a defenderse tardará muy poco en sonar más que una salva.

En cuanto a Pepe Fajardo, el chavalete está más enterado de para lo que sirve el percal, y en la hora suprema, sin conseguir ponerse delante de su compañero, tampoco se queda en el tendido.

Si el Cartulina se corrige y estudia, y no pierde la golosina que parece traer, creemos que aquí hay gente y riñón para que un día pudiera venirle largo a Paco Madrid y a Rafael Gómez, nuestros valientes paisanos, y quién sabe si alguna vez le pudiera hablar de tú por tú a Machaquito y al Gallo y al Bomba y hasta al mismísimo Guerrita.»

A Antoñuelo no le sonó muy bien aquello de las latitudes interplanetarias, pero como el último plato que el corresponsal le servía habíale sabido a mieles, después de agradecer el servicio que acababa de prestarle el señor José y de guardar el periódico en el cajón de la mesa de noche, entornó los cansados párpados y dio rienda suelta a su imaginación, que empezó a volar por horizontes bañados en luz y en alegrías, y en el que vogaban como divino tropel de nevados cisnes, las más dulces y risueñas esperanzas.

Capítulo V

—En tres o cuatro meses no hay que pensar en toros, si no quieres ir a manejar la muleta a la estrella polar —díjole el médico al darle de alta.

Y Antonio, al abandonar el benéfico establecimiento apoyado en el brazo de su colega, comprendió que lo que el médico habíale dicho era la santa verdad; la pierna lesionada no prestaba el debido acatamiento a sus mandatos, y desde el siguiente día cualquier buen observador hubiera podido notar que el señor Curro pregonaba con mayor brío que de costumbre su habilidad en el arreglo de cerraduras y llaves, y que la señora Frasquita no abandonaba ningún día el campo de batalla hasta ya bien entrada la noche, lo cual, como comprenderán los que nos lean, obedecía a un imperativo ineludible: a la necesidad de atender mejor al mozo en su convalecencia y a las palabras del Chiripa, que le hubo de decir al día siguiente del ingreso de Antonio en el hospital:

Acabo de hablar con el médico, que me ha dicho que de momento no hay naíta que temer, felizmente, porque confía en que quedará bien del todo, y si queda bien, esto le servirá de enseñanza para que, de aquí pa alante, se entere mejor de que los toros tiran con las de Caín, pero tamién me ha dicho que será preciso que en dos o tres meses vea a los toros tos los días, pero a cachos y después de pasarlos poquito a poco por las parrillas.

—Un divé le oiga a su mercé —repúsole, gimoteando, la vieja—. Porque supóngase usté qué sería de nosotros si por desgracia lo escupiera la Virgen Santísima de los bordes de su manto.

—Y aluego que sería un dolor que se malograra un chavalete como él, que si sigue jaciendo lo que Dios manda, de aquí a dos años van ostés a tener jasta quien les jaga cosquillas cuando tengan ganas de reírse.

Los progenitores de Antonio quedaron como maravillados; el Chiripa era un a modo de Zaragozano en todo lo que se relacionaba con los toros; sus palabras eran escuchadas por chatos y narigudos con más respeto que un tiempo las de la famosa sibila. El Chiripa, tal vez protegido por su mote, jamás se había equivocado, y si aquella vez acertaba, ¡adiós para siempre llaves y cerraduras! ¡Adiós para siempre alhucema y orégano y cuerdas para el pelo! ¡Tal vez llegará un día en que, deseoso de reír el matrimonio, pudiera ordenar que le hicieran cosquillas en las extremidades pedestres, como decía el profeta.

—Entonces, ¿es que usté cree que el chavalillo...?

—Yo creo que el chavalillo tiene en él una mina de oro si no se amanera, si no se acoquina y si no se echa a perder, y que cuando les llegue a ustedes su hora van ustedes a llevar un coche de los de ocho caballos por lo menos.

Desde aquel día, y sobre todo desde que el mozo abandonó el hospital, pudieran notar —repetirnos— los más observadores del barrio que los pregones del matrimonio habían ganado en intensidad, y sus piernas, en bríos; los viejos comprendieron que se hacía preciso extremar el cuido con su presunto heredero, al objeto de que éste recobrara lo más pronto posible la perdida elasticidad de su pierna lastimada.

Durante aquellos meses de forzosa inacción entreteníase el Cartulina ora recurriendo, en los días de mayor apuro, a su vieja maestría con los naipes en la mano, ora charlando en la tertulia de la cervecería y escuchando el simpático divagar y los atinados consejos del Chiripa y platicando con Maricucha, unas veces en la puerta de su casa, otras en la ventana; algunas noches, las menos apacibles en la sala con alcoba, no sin el beneplácito de los padres de ella, a los que había ablandado un tantico el corazón lo que de su probable futuro yerno la gente decía.

A los dos o tres meses, la generosa sangre juvenil del mozo consiguió devolver a su pierna la perdida elasticidad, pero el Chiripa comprendiendo que para aligerar su total restablecimiento, y para que pudiera volver a pisar los terrenos de los toros, conveníale al chavalillo ir haciendo algunos pinitos, consiguió que el contratista encargado de abastecer el matadero de carnes importadas del litoral mauritano, le permitiese ejercitarse con aquellos moruchos tábiros, y pronto se encontró nuestro mozo en mejores condiciones físicas que nunca, merced a la experiencia adquirida en sus ensayos con las reses destinadas a ser colgadas en los garabatos de las carnicerías malacitanas.

Y ya de acuerdo con Pepe Fajardo andaba nuestro protagonista a caza de contratas, cuando una tarde en que paseaba su aburrimiento con el Cardenales por la plaza de la Constitución, tropezáronse manos a boca con el Chiripa, que paseaba también su boquerismo crónico y el gran bagaje de sus ilusiones muertas y el cual, uniéndose a ambos mozalbetes, díjoles con acento complacido:

—Que me pudra si no me alegro de trompezarme con la flor del romero y con la flor de la canela, porque es que estoy tan der to, que estaba pensando en qué sería mejor, si tirarme a la mar u si tomarme un veneno.

—Pos lo mejor sería que nos tomáramos un cristalito en ca der Paco el Marimoña.

—Mia tú —dijo el Cardenales—: pos la mar de veces que me han preguntao allí por ti, sobre to la Lola, su sobrina, que ya se ha vestío de largo y está que tira de espaldas de requetepinturera.

—Cudiao, caballeros, con no peír del de N. P. U., que no llega a una colunaria to lo que puée mal parir la faltriquera.

—No hay cudiao —dijo el Cartulina con aire de protección—, que esta tarde he dejao al Cascabeles con menos ropa que un misto; como que seis lúganas que tenía se prendaron de mi manera de cimbrar er talle y aquí las tengo a disposición de las empresas.

Cuando llegaron a casa del Marimoña, éste, con la barba en el ombligo, las manos cruzadas sobre el pecho y el semblante congestionado, roncaba de modo lento y resonante, en tanto Lola, su sobrina, acodada sobre el mostrador, avizoraba con ojos avispados a Joseíto el Cangrejo, que se multiplicaba para poder atender a la numerosa parroquia.

—Oye tú, Lola —exclamó, dirigiéndose a la muchacha, el Cardenales—, aquí te traigo a Toño, al que le he dicho que si no venía pronto a verte dibas a caer en cama con un tendón encogío.

—Como que ya estaban pensando tos los que bien me quieren en una junta de méicos.

Y al decir esto, una mirada intensa y acariciadora desmentía la sonrisa burlona que serpeaba en sus labios encendidos.

Antonio contempló con descarada insistencia a Lola; ésta acababa de cumplir los dieciocho años, y era de mediana estatura, de formas precozmente opulentas, de talle que acortaba la curva de su seno de excepcionales arrogancias y la amplitud de su cadera; su rostro, de tez cálida y suave, era de facciones vulgares, embellecidas por la expresión hondamente sensual que adormecía sus ojos; una sonrisa vaga dejaba ver sus dientes primorosos.

Su cabellera, profusa y abundante, encrespábasele sobre la frente, adornada con vistosos peinecillos; un cuerpo de batista floreado contorneaba su seno temblador; entre los pliegues de su garganta perdíase una ligera cadena de oro que sostenía sobre su pecho, en un relicario de oro, el retrato de su difunta madre; las mangas cortas dejaban desnudo el antebrazo carnoso y sonrosado; un delantal blanco orlado de encajes brindábale abrigo, en sus coquetones bolsillos, a sus enjoyadas manos diminutas.

Desde el día en que Lola apareciera detrás del mostrador ayudando a su pariente, fue aumentando el marchanterío. Lola ponía una nota alegre en el hondilón, y sin querer, su presencia fue mejorando la parroquia: los que antes achabacanaban el lenguaje sin darse cuenta de ello fueron moderándolo; los que tenían el vino más belicoso, cuando era llegado el momento de tener que pedir o negar explicaciones íbanse a la del rey, y un bandurrio de mozos, muchos de ellos aún con el bozo en gestación, declaráronse pelmazos crónicos de la taberna, donde se pasaban la vida charlando de cosas heroicas o jugándose las convidadas, bebiendo en actitudes aprendidas de los más pintureros decanos de la gentileza, y procurando aprisionar a la muchacha entre las redes de sus varoniles incentivos.

Lola manteníase en un estratégico término medio, que ni la comprometiera ni ahuyentara a sus cortejadores; pero justo es decir que ninguno de aquéllos había conseguido ocupar su imaginación ni una sola noche, y que el único chavalete que de vez en cuando asomábase a ella sonriéndola con expresión acharranada y sugestiva era Toñuelo el Cartulina.

Este conocía a Lola desde rapaza; cien y cien veces habíala visto en el arroyo de la calle jugando con sus amigas o bailando en torno de los organillos callejeros, asediada casi siempre por un bandurrio de rapaces que parecían dormirse en la contemplación de su seno incipiente y de sus imponentes pantorrillas, pero Antonio no había engrosado nunca las filas de sus admiradores; jamás los encantos infantiles de Lola habían tenido para él imantación bastante para someterle a su yugo, y por tanto nunca se pudo dar cuenta de que siempre que él estaba cerca de ella, los ojos de Lola posábanse en él con persistente dulcedumbre, y que un gesto de contrariedad entristecía su semblante ante su desdeñosa indiferencia.

No obstante, al llegar aquella noche a la taberna, se sintió gratamente sorprendido; sus sentidos se exaltaron un punto ante el paisaje tentador, y alentado por el mirar francamente más que tolerante, provocativo, de Lola, dejó que sus ojos rebasaran las lindes de lo prudencial, se quedaron como descansando en el nacimiento del seno y en los labios húmedos y rojos y sensuales de la Marimoñita.

—¡Conque ya se estaba pensando en una junta de méicos! —murmuró sonriendo con expresión jactanciosa Antonio, y después—: Pos mira tú —continuó con voz dulce—, no una junta de méicos, sino el argahijo es lo que voy a necesitar yo de aquí a un rato, si sigo mirando toíto lo que Dios te dio en un arranque de rumbo!

—¿Y quién te manda a ti mirar lo que mardito lo que se te importa?

—Eso es lo que no sabes tú. ¡A mí siempre me importó lo mío!

—¡Lo tuyo!

Y una carcajada infantil se desgranó en notas perlinas en los labios de la muchacha.

Sentáronse nuestros amigos cerca del mostrador, y momentos después uníase a ellos el tabernero, al cual habían impedido —según decía— coger el sueño aquellos pícaros maletas.

—Pos, ¡camará!, usté no dormiría, pero los ronquíos se estaban oyendo en Santo Pita.

—Es que yo jago el carretón como los gatos cuando estoy a dormivela.

El rato de conversación fue un himno entonado en honor de Antoñuelo; el Chiripa aseguró repetidas veces, en la más solemne actitud, que el Cartulina tenía que pasar forzosamente a la posteridad en glorioso ramillete con el Súpito, con el Canela, con el Cantimpla, con el Tarasca y con todos los que por aquel entonces fulgían en el horizonte visible de la tauromaquia como astros de primera magnitud.

Y a la vez que el jaleado escuchaba, esponjándose de orgullo, aquella anticipada apología de sus aún problemáticos triunfos, Lola sentía agítársele la respiración. Antonio era el mozo más de su gusto de todos los que hasta entonces habían desfilado por delante de ella; además, según opinión de todos los que podían pintarla de angures, probablemente llegaría a ser uno de aquellos que ella veía retratados en las primeras planas de los periódicos y revistas más importantes, y si Antonio conseguía llegar a ser uno de aquéllos y ella lograba encadenarle a su yugo, ¡Dios de los altos cielos!, si Antonio conseguía escalar aquellas cúspides supremas y ella realizaba sus aspiraciones, ni que decir tenía que ella también saldría en los papeles la mar de bien jateada, en las más gallardas actitudes, y que su vida deslizaríase como un manso río de venturas y de alegrías.

Aquella noche, cuando Antonio se fue a su diario palique con Maricucha, estuvo algo distraído, hasta el extremo que hubo de preguntarle la muchacha:

—Pero ¿qué es lo que a ti te pasa esta noche, so guasón, que paece que te han dao una toma pa que se te muera to el salero?

Capítulo VI

¡Que no reculo yo como los cangrejos! i Que no voy yo más a capear madres e familia; que yo o me contrato pa matar toros distinguíos en redondeles aonde u me sangren los bichos o gane fama y renombre, o no güervo a coger la percalina!

Y esto lo dijo Antonio con tan resuelta actitud y con acento tan decidido, que Pepe Fajardo se encogió de hombros y dijo:

—¡Pero es que tú y yo y los compañeros estamos que por una ancha semos capaces de meterle un estoconazo al torreón de la Alcazaba! Como que dende que atoreamos en Antequera no ha habío quien nos diga por ahí te pudras, más que los que antes nos contrataban.

—Pero ¿tú no comprendes, so ciego der to, que si la gente ve que gorvemos a lo del prencipio y que no nos contratan como novilleros, endispués de haber trabajao como novilleros, van a icir que es que nosotros no teníamos más que dos onzas de chocolate y que nos las hemos tomao de una sola vez en una jícara?

—Güeno, no iremos a Alfarnatejo, poro lo que yo te digo es que ya les he corrío tos los puntos a las trinchas de íos pantalones, porque es que eso de no alimentarse de otra cosa que de sopas e ruío, no puée durar mucho tiempo sin que entregue uno toítos los documentos.

El Chiripa, interesado en la reaparición de Antonio, no descansaba poniendo por las nubes a su protegido. Por fin, un día sus ojillos chispearon de gozo; uno de sus compadres le pedía condiciones para que trabajaran sus protegidos en el circo de La Malagueta.

Cuando le dio la noticia a Antonio, casi tocó éste en las nubes con la coleta, del brinco que le hizo dar la alegría; aquello era lo que él esperaba: volver a lucir su entereza y lo que había progresado ante un público de los que dan y quitan. Las condiciones fueron rápidamente pactadas; los chavales dieron plenos poderes a su protector, que cerró el trato, y dos días después decíales una tarde a sus patrocinados:

—Pos ya se arregló toíto gracias a un divé der cielo, y no este domingo que viene, sino el otro, matan ustedes seis desechos de los de don Perico Castuera, vecino de Algatocín, y ya podéis encomenzar a disponer ca uno de un billete de veinte chuscos y de otro de diez, que es toíto lo que he podío sacarle al empresario después dé meterle en prensa.

El Chiripa estuvo a punto de morir entre los brazos de los toreros, que se echaron inmediatamente a la calle en busca de lentejuelas con que concurrir a la solemnidad en que iban a figurar como pontífices soberanos.

Cuando Antonio más desesperado estaba, se fue en busca de consuelo a casa de Maricucha, la cual, al enterarse de lo que ocurría, frunció el gracioso entrecejo y

—Pero ¿es que tú vas a volver a las mismas? —le preguntó con voz sorda y parpadeando nerviosamente.

¡Pos no he de seguir, chiquilla! ¿Qué quiées tú que jaga yo? ¿Que ponga un taller de plancha?

—Pero es que tú me has prometío no gorver a pisar ese terreno.

—Eso te lo prometí pa que no me dieras más matraca, porque es que cuando se te pone una cosa entre ceja y ceja...

—Pos no puée ser eso, ¿sabes tú?, no puée ser porque es que tú me tiées que cumplir tu juramento, porque es que no quieo yo morir de angustias y de congoja, ¿sabes tú?, porque desde lo que pasé cuando te cogieron en Antequera, jasta me calzo de lona por no ponerme zapatos e becerro, que no quieo pensar los sobones que me di yo rezándole al Señor de Coluna y Azotes pa que te salvara, y además que le prometí una cosa, y... na, que no puée ser eso, que antes de salir tú de aquí te corto yo la coleta.

—Pero, chiquilla, ¿es que me vas a dejar tú con la caspa al relente? ¿Te crees tú que a mí me va a coger otro toro? Pos no estás tú mu chalaíta, ¡camará! Aquel me cogió a mí porque me dio un calambre en un tobillo, pero ya sé yo con qué se curan esos calambres, y sobre to que yo ya tengo veintiún años y no tengo oficio ni beneficio, y a mí me gusta vestir bien y comer bien y vivir bien y que me traigan y que me lleven en lenguas a toas las horas, y además que ensoñando vivo yo con que llegue er día en que te puea yo coger por ese mimbre que Dios te puso por talle y llevarte al cubril que yo te haiga ya preparao, que te tendré, Dios mediante, más rebonito que un estuche, con tos los muebles doraos y forraos de telas azules y colorás, con muchísimos espejos biselaos y muchísimas cortinas de terciopelo granate y con muchísimas flores, y con muchísimas alfombras, y con muchísimas...

—Con mucho menos quieo yo vivir, ¿sabes tú? —exclamó interrumpiéndole Maricucha—. Que lo que yo quieo es que te metas en un trajín cualisquiera que te dé a ganar un chusco, porque con uno que tú ganes y otro que gane yo, son dos chuscos, y con dos chuscos diarios y contigo a la mía verita, me río yo de tantísimo espejo biselao y de tantísimo terciopelo. ¿Tú te enteras?

—Pero es que si tú te conformas con eso, yo no me conformo; es que yo quieo que tú vivas como los mismísimos serafines.

—Es que yo le tengo jecho a Nuestro Señor de Azotes y Coluna la promesa de no casarme con ningún torero.

—Eso se lo prometiste tú al Señor en voz tan baja que no te oyó fijamente.

—No lo tomes tú a chunga, Antonio, que eso se lo prometí yo al Señor, y yo al Señor no le falto a mi promesa.

—Vamos, de eso se platicará cuando yo salga de la corría.

—No, te repito que no, Y tan de chipé te lo ripito y tan con toítas las veras e mi corazón, que si estás decidido a torear, sa menester que matemos nuestros quereles.

—¿Qué ices? Pero ¿qué es lo que tú ices? —preguntó a la muchacha, palideciendo, el Cartulina.

—Lo que oyes, que si atoreas, ya puées estar poniéndole una cruz a nuestro cariño.

—Pero ¿platicas en serio?

—Y tan en serio como te platico.

Antonio miró adusto a Maricucha; era aquélla la vez primera en que la muchacha declarábase tan franca y rudamente en rebeldía; además, en sus ojos entristecidos se reflejaba su decisión.

Antonio juzgó aquello una astucia femenil para apartarlo de aquel camino; en el fondo agradecía a la moza su actitud, porque comprendía que la causa de ella era el cariño que le profesaba, pero a la vez sintió profundo desconsuelo; él necesitaba quien le alentase, quien le arropara en ilusiones, al verle proseguir por aquel derrotero que tan caro había ya podido costarle, y la hostilidad de la hembra, dueña de su corazón, le robó bríos, le robó ilusiones e hizo palidecer sus esperanzas.

—Pos yo vengo mañana a la noche, como tos los días —díjole seriamente al despedirse.

—Pos si vienes es pa que yo te corte la trenza.

—Antes me punzo yo er corazón que cortarme la coleta.

Capítulo VII

Antonio no creyó capaz a Maricucha de llevar a cabo su amenaza, y a la siguiente noche se encaminó, como de costumbre, a su reja, pero al llegar a ella díjole la señora Rosario con acento zalamero, como si quisiera consolarle de la noticia que le iba a dar:

—Mía, Toñuelo: mi Mari se ha dío a ca de Mariquita la Chacona, y me dijo al dirse que si venías te preguntara si estabas dispuesto a lo que tú sabes, y que si estabas le avisase enseguía, y que si no venías dispuesto, no le avisara manque tú me lo dijeras.

—Pos na, no tiée usté que avisarle —le repuso secamente Antonio, y dando media vuelta se alejó irritado y sombrío.

Aquella noche, cuando se metió en la cama no pudo conciliar el sueño; no se explicaba él aquella decisión de Maricucha; cierto era que desde que abandonara el hospital había ella dado principio a librar la gran batalla; cierto era que habíale exigido juramento de que se dejaría ya para siempre de toros y que él se lo había prometido, pero él habíaselo prometido pensando que llegada que fuese la hora él podría convencerla. Y cuando en la noche anterior la vio tan decidida se sintió irritado; aquello, más que súplica, se le antojó una orden despótica, y esto le ensoberbeció. ¿Había sido aquello un pretexto para poner fin a sus relaciones? ¿Sería que otro hombre...? Ante esta idea, un sudor frío inundó copioso su frente; los celos habían hecho de pronto su aparición en su alma, pero no como otras veces, de un modo fugitivo y sin consistencia, sino sombríos y preñados de amenazas trágicas. Y a su aparición tembló todo. Sin Maricucha no quería él ni glorias, ni aplausos ni dineros; jamás habíasele pasado a él por las mientes que aquella mujer pudiera pertenecer a otro hombre; habíala creído siempre tan suya que le pareció que disputársela siquiera era un atentado contra las dos alas de su corazón. Y asustado ante aquella idea, su pensamiento empezó a buscar, sin lograr dar con él, al causante de aquella decisión tan inesperada de Maricucha.

Antonio se arrojó del lecho, y cuando los primeros claros del día despertaron a los gorriones que dormían en los mechinales del tejado vecino, se volvíó a echar en ella; la luz del nuevo día encalmó un tanto el embravecido oleaje de su espíritu y puso en dispersión los fantasmas amenazadores que tanto le hubieron de atormentar durante aquellas horas de insomnio.

Irritado contra la causante de sus congojas e inquietudes, ya mediado el día, empezó a acariciar imprecisados proyectos de venganza. ¡No le perdonaba él a la gitanilla las angustias que le había hecho sentir! No sería el hijo de su madre, seguramente, el que volviera a su ventana a adormecerla con sus arrullos. ¡Pues a bien que no había mujeres en el mundo! La culpa era suya, que teniendo como tenía a su disposición un serrallo casi, no había tenido nunca más aspiración amorosa que Maricucha. Bien decía el Chiripa: «Para que una mujer lo quiera a uno de verdad, es preciso que lo quieran muchas de mentirijillas.» No, pues ya se enteraría ella de que lo que a él le sobraban eran chaponas; a bien que la Lola no andaba metiéndole por los ojos aquel seno tan retador que no ardía al conjuro de tantos ojos incandescentes como en él se recreaban por misericordia divina.

Al acordarse de Lola, se dirigió hacia la taberna dispuesto a cruzar el puente levadizo que tanto tiempo le tenía echado, invitándole a pasar tan graciosa fortaleza.

Cuando llegó al hondilón era la hora del pardillazo; algunos concurrentes habíanse guarecido en el recientemente bien regado establecimiento. Lola cosía sentada detrás del mostrador; un pañuelo de crespón de un rojo sangriento contorneaba su pecho de nodriza santanderina; un clavelón del mismo color del pañuelo brillaba como un borbotón de sangre entre las relucientes, negrísimas, guedejas; un imperdible de oro limitaba el escote; dos pulseras doradas relucían en sus muñecas.

Cuando vio penetrar a Antonio, una sonrisa asomó rápida a sus labios, y sus ojos brillaron con inusitado alborozo.

—¡Camará, y yo que venía buscando una miajita de fresco! —musitó Antonio, acodándose sobre el mostrador y echándose previamente hacia atrás el amplio rondeño.

—Y qué, ¿no le parece a usté que jace fresco en esta casa?

—Yo lo que sé es que al entrar me ha encomenzao a jechar borbotones y a jacer espuma er corazón.

Lola le miró algo sorprendida; antojósele que aquel día tenía otra cara el mozo; que era otra su sonrisa, otro su modo de acariciarla con los oíos, y halagada por el cambio para ella tan lisonjero,

—Josús! —dijo, poniendo al descubierto la nívea dentadura—. No creía yo que le pudiera a usté pasar nunca eso en esta casa.

—¿Pos dónde mejor? ¿Dónde hay dos ojos que sean dos tabardillos a la vez que dos luceros?

—¿Habrá que jacerle a usté un vaso de cuajaíta?

—El Santolio pa hombre es lo que va a ser preciso peir si me mira usté dos veces seguías como me acaba usté de mirar.

—Pos diga usté que yo le estoy a usté acariciando con los ojos.

—Y con las pestañas.

—Pos jeche usté fantesía.

—¿Qué quiere usté? Yo soy asín. ¿Usté sabe lo que me acaban de dicir sus ojos?

—Los habrá usté entendío mal. Mire usté que los míos suelen platicar muchísimo en chirigota.

—Pos si eso es asín, no he dicho naíta.

—No, hombre, no; yo le prometo decirle a usté si se ha dequivocao o no. Con que vamos a ver, ¿qué ha sío lo que le han dicho mis ojos?

—Pos lo que han dicho ha sío que si yo me empeño va a llegar un día en que no se van a entornar más que pa darles gusto a los míos.

—¿Y no le han dicho a usté más que eso?

—Sí, señora, que me han dicho muchas cosas más, pero ya se las iré diciendo a usté poquito a poco, pero mu poquito a poco.

—Pos una cosa deben haberle dicho a usté si es que han sabío explicarse.

—Y esa cosa es...

—Que el hombre que ha de cruzar con las mías sus pestañas tiée que ser uno que se puea dar tono jasta con el Guerra.

Una sonrisa contrajo los labios de Antonio, y después, mirando fijamente a la muchacha, sugestionado por su mirar hondamente pasional y voluptuoso, le dijo con voz ligeramente suspirante:

—La vía, pero que la vía diera yo por...

—¿Por qué? —le preguntó ella, entornando retadora y maliciosamente los párpados y dejando subir a las niñas de sus ojos todo el torrente de sus deseos.

Antonio sintió que la sangre quemaba sus mejillas y que su hálito parecía brotar de un horno.

—Pos mire usté —balbució—, algo diera yo por ser el amo y jacer lo que me diese la repotentísima gana con ese cuerpecito de marfí y con esa carita de náca.

—Hombre, por Dios, ¿quiere usté que venga Maricucha y me asesine?

Al recuerdo de la hembra querida se inmutó Antonio, pareciole que la veía delante de él con el reproche en los oios y en los labios, y casi se sintió arrepentido; pero recordando a la vez la decisión de la mujer amada, tan mortíficante para su vanidad, exclamó, encogiéndose de hombros:

—Eso de Maricucha lo trajo un levante, y un terral se lo ha llevao.

—Pero ¿es verdá lo que me está usté diciendo? —le preguntó, trémula de gozo, la Marimoña.

—¡Y tan verdá! —repúsole sombríamente el Cartulina.

—¿Me lo jura usté?

Antonio vaciló un punto, y

—Pos sí, señora —le repuso—; se lo juro a usté, y que si miento, que un toro me jaga der corazón una criba garbancera.

Capítulo VIII

Maricucha había perdido el sueño y el apetito; desde el día en que, quemando las naves, bubo de decirle a Antonio que porra dentro o porra fuera, era su vivir un continuado martirio. Ella había creído que el amor hacia ella era mayor en el mozo que sus ambiciones, pero al recibir el recado que se apresuró a llevarle su madre a casa de Mariquita la Chacona,sintió que el arrepentimiento le retorcía algo en el corazón, y de seguir los naturales impulsos, hubiérase ido en busca de Antonio y a fuerza de caricias y besos le hubiera arrancado el perdón de aquella ligereza suya nacida de su profundo cariño. Pero como no era cosa de dar su brazo a torcer, a la primera de cambio, ocultó sus inquietudes dispuesta a mantenerse firme en tanto no se le saltara uno de los bordones a la guitarra, como ella solía decir en su constante monologar.

Ya iban transcurridos varios días durante los cuales sólo había vuelto a ver al Cartulina más que una o dos veces desde lejos, veces una o dos que estuvo a pique de un repique, pues al verle sintió que se le quitaba la vista, que se le llenaban de lágrimas los ojos y que se le demudaba el bellísimo semblante. Pero al notar que aquél, después de verla, seguía al parecer impasible su camino, hizo de tripas corazón y siguió también el suyo aparentando indiferencia, pero con el llanto en los ojos y con la agonía en el alma.

Pronto una noticia llegó como una bomba a sus oídos convirtiéndola casi en estatua; una mañana díjole la casera con mentido acento de indignación:

—¿Has visto cómo ese charrán de Antonio se arrima al sol que más calienta? Si es lo que le digo yo a mi Angustias, que en er mundo no ha nacío más que uno güeno, y como era Hijo de Dios, pos le crucificaron en el Gólgota.

—Pero ¿qué es lo que está usté diciendo? —le preguntó la muchacha, cuyo rostro había adquirido repentinamente lívidas tonalidades.

—Pos na, que, según acaba de dicírme Mariquilla —la Rabicortona, el mu charrán que, según parece, Jace tiempo venía cimbeleando a la Lola, la sobrina del Marimoña, ha tirao el ancla en aquella badía.

Nunca necesitó Maricucha hacer esfuerzo tan supremo para no caer al suelo como herida por el rayo; ya se explicaba ella la actitud de Antonio. Ella, sin querer, habíale facilitado la retirada, cuya idea seguramente venía acariciando hacia tiempo el mozo.

—Pero, chiquilla, ¿te vas tú a apenar por ese trasto? —le preguntó irónicamente la casera, que no podía olvidar que su Angustias había intentado inútilmente prender en la red de sus encantos al torero.

Maricucha recurrió a todas sus energías, y una sonrisa despuntó en sus labios, y procurando dominar los temblores de su voz, dijo:

—¿Y qué me importa a mí ya el Cartulina?

—Vamos —dijo socarronamente la señora Frasquita—, que no será tan poquilla cosa, que como el panal de la cera se te ha puesto esa carita gitana.

Cuando Maricucha penetró en su sala, se sentó en la mecedora en que solía hacerlo Antonio cuando alguna vez le era permitida la entrada en la habitación, y sus lágrimas corrieron silenciosamente por sus mejillas y tuvo que morderse los labios para refrenar el sollozo.

Realmente, mientras más pensaba en ellos, más y más se convencía de que aquellos amoríos de Lola y el Cartulina eran cosa ya pactada misteriosamente, cuando aún ella no habíale exigido a Antonio seriamente que abandonase el toreo.

Pensando en la ingratitud del mozo, súbitamente se apoderó de ella un ardiente deseo de venganza; ella tenía los hombres a puñados. Por él, por no causarle el más pequeño motivo de enojo, ella había desdeñado a los de más tronío. ¡Pocas veces habían ido en su busca, de modo misterioso, las más famosas protectoras de la hermosura y la juventud desvalida para susurrar en sus oídos las ofertas más tentadoras!

Indudablemente Antonio no merecía su sacrificio, por más que su sacrificio no lo era, porque es que a ella no le tiraba la inclinación; a ella le asqueaban aquéllas, un tiempo sus amigas, a las que veía pasar por su lado renegando de su origen gitano, casi desnudas con arreglo a la moda imperante; poniendo a chavo y cuarto los detalles más recónditos de sus hechizos estéticos, pintarrajeadas los rostros, teñido el pelo, empapadas en esencias. No, a ella no le tiraba aquello; ella prefería la realización de sus ensueños de amor; ella había soñado muchas veces en un porvenir honrado y apacible; con una casa pequeñita y blanca, con muchas macetas y con un mobiliario limpio y modesto; una mesa consola con su tablero de piedra, y encima del tablero una imagen del Cristo adorado por los de su estirpe; un sofá, varias mecedoras, varias sillas, una alfombra, algunos cromos con molduras relucientes, y en la alcoba una cama dorada con su gran colcha azul y con las vueltas llenas de bordados, y además de la cama y de una mesa de noche, un ropero con una gran luna, y...

Y la imaginación de Maricucha no olvidaba detalle alguno para engalanar el nido en que soñaba acubrilarse para toda su vida con aquel mozo que tan adentro habíasele metido en el corazón desde el día en que por defenderla desafiara la tremenda pujanza muscular de Joseíto el Granzones.

La situación de ambos muchachos fue definiéndose de modo más brioso a medida que los días pasaban. Maricucha, ansiosa de venganza y tal vez acariciando la idea de que los celos pudieran ser sus mejores aliados, había dado comienzo a coquetear con don Paco el Musiquero, uno de los tenorios de más renombre de los que por aquel entonces mariposeaban en los barrios populares, sembrando el terror entre amantes y maridos, con su figura gallarda, con su semblante atrayente y con el buen gusto con que siempre acicalaba su persona, a la vez que con su facilidad en poner a contribución la por su buena fortuna constantemente bien repleta faltriquera.

Don Paco, que hasta entonces había intentado inútilmente adueñarse de aquel castillito de plata fina, como él designaba a la graciosísima vendedora, un día en que viéndola pasar por delante de él, después de haber asestado contra ella la artillería de mayor calibre de sus pintorescos piropos, al verla acoger sus requiebros con una mal reprimida sonrisa,

—¡Te veo! —murmuró sonriendo irónico.

Y media hora más tarde decíale a la señora Paca la Golondrina, a la que acababa de encontrar en la sala en que ésta vivía en el corralón de las Flores.

—Menester es que te dejes caer por casa de Maricucha y que empieces a trabajar la partía, que me parece a mí que lo que es esta vez no vamos a salir con las manos en la cabeza.

—¡Cualquier día me meto yo en esa jaza! Que es mu capaz la Maricucha de dejarme pidiendo a voces un bisoñé y con to er cuerpo dolorío.

—Cuando yo te digo que vayas es porque he visto algo que me ha llenao el cuerpo de esperanza. Ya sabes tú que ese ganao sé yo cuándo está en voz y cuándo no lo está. Pos bien: la Maricucha está más fría que an ajo con la mala partía del Cartulina, y está que muerde por hacerle purgar lo suyo, y al verme a mí se ha dicho pa sus adentros: «Pues éste ha caío como del cielo pa que yo lo arrecoja en los pliegues del capote, y ahora lo utilizo ya pa lo que me conviene, y después, cuando ya me haya hecho el avío, tomo el olivo y que te alivies, moreno!»

—¡Pos si usté comprende eso...! —exclamó mirándole sorprendida la señora Paca.

—Es que si las mujeres no se pasaran, no habría quien pudiese con ellas. Tú haz lo que yo te digo; tú te dejas caer a ver si la pillas sola, y si la pillas sola, empiezas a hablar de mí, de lo mucho que padezco del lao izquierdo por mo de una estrella; que tú no sabes lo que a mí me ha pasao de poco tiempo a esta parte, que no encuentro gachí que sea de mi gusto, que la una porque pía y la otra porque no pía, he perdío de tal modo el punteao que te crees tú que la gachí que me tiene a mí embragao al querer podía convertirme en un carrete y sacar de mí más hilo que to el hilo que se lleve una cometa.

Cuando don Paco concluyó de dar sus instrucciones a la Golondrína, salió del corralón con el semblante sonriente y lleno de esperanzas el corazón y de cálidas visiones el pensamiento.

Capítulo IX

La fecha en que había de celebrarse la corrida se aproximaba; ya en los quioscos y en los cuadros anunciadores veíanse los carteles rojos y amarillos donde en letras de a tercia destacábanse los nombres de Antonio Heredia el Cartulina y el de Pepe Fajardo el Bienvestío.

Ambos novilleros no se cansaban de ver sus nombres en los carteles, y no pasaban una vez delante de uno de ellos que no se detuvieran a contemplarlos como en éxtasis; además, la afición no se ocupaba de otra cosa. Todos se sentían profetas; el papel de Antonio subía como la espuma; Antonio iba a quitarle la mar de moños a la mar de gente; indudablemente con el capote no estaba en condiciones todavía de eclipsar los resplandores del Gallo, pero matando, ¡Dios de los cielos! Matando no había quién le hiciera inclinar la cerviz ni besarle la porrilla.

Antonio había conseguido encontrar un terno. Gracias a la protección del Marimoña, que recordando su amistad con el señor Paco, un recobero de Triana, tío segundo del Canguelo, consiguió que éste, que tenía la misma estatura que Antonio, le prestara uno de los suyos, y algunos días después de haber escrito al recobero recibía el Marimoña por paquete postal uno grana y oro, vestido con el cual pavoneose durante casi una hora el Cartulina delante de un espejo que al objeto le hubo de prestar la señora Dolores, la casera.

Todas estas alegrías no consiguieron, no obstante, hacer desarrugar el entrecejo a Antonio ni desentenebrecer su espíritu más que a ratos. Antonio no podía olvidar a Maricucha; el no verla iba haciéndosele cosa intolerable; cada noticia que llegaba a él de sus coqueteos con don Paco le hacían pasar horas de suprema angustia; los celos se le enroscaban al corazón como serpientes venenosas; el amor y la vanidad seguían batiéndose en su alma con silencioso forcejeo; durante las noches el amor se imponía a la vanidad; en todas ellas decidíase a, en la siguiente mañana, dirigirse en busca de la mujer querida para decirle que él no podía vivir sin su cariño, y a pedirle que por Dios no le cerrara con su terquedad las puertas del porvenir glorioso que quería compartir con ella; todas las noches se decidía —repetimos, pero al conjuro de la luz solar, tornaba a flaquear en sus propósitos; indudablemente Maricucha ya no le quería como antes, y el haberle puesto en aquel dilema no obedecía más que a sus deseos de romper aquellas lazadas que la unian a él desde niña, y seguramente al verle llegar a ella humilde y suplicante, se crecería llena de arrogancia y le volvería las espaldas, para comentar después sabrosamente con don Paco, con aquel aborrecido rival, su actitud de súplica. ¡No, y cien veces no! La suerte estaba echada; además, él estaba casi comprometido con Lola; ésta sí que le quería..., es decir, le quería a juzgar por sus miradas ardorosas, por su hablar anheloso, por las atenciones de que le hacía objeto; mientras él estaba en la taberna no había que pensar en que ella tuviese una mirada para otro hombre, pero...

En la víspera de la corrida vio Antonio a Maricucha. Se celebraba en el barrio el bautizo de un hijo del Trompeta, el carnicero; éste colgó la casa para celebrar la solemnidad. Numerosas lámparas eléctricas iluminaron la planta baja del edificio; ésta fue aligerada de muebles para que las gentes pudieran bullir con todo desahogo; cuando llegó la hora de que los padrinos reintegraran al regazo materno el Trompetita en pañales, ya estaba puertas adentro lo más florido del barrio.

En la puerta del patio formaban animado corrillo el Cartulina, el Cardenales, Pepe Fajardo y el Niño de la Portera, en torno de los cuales apiñábase un tropel de mocitos por cuyas actitudes y galas adivinábanse sus aficiones taurómacas.

Antonio estaba elegantemente ataviado; el sastre del barrio habíase confiado en su palabra honrada, y merced a su ayuda lucía nuestro mozo, con elegante desenvoltura, un elegante marsellés, y pantalón que dibujaba sus caderas armónicas y caía graciosamente abotinado sobre el calzado pulido de charol; la pechera de la nívea camisa era el bizarro alarde de una bordadora privilegiada...; un ceñidor azul aprisionaba su talle elástico; un broche dorado cerraba el cuello bajo de la camisa, una cadena de fino metal adornaba el entreabierto chaleco; su cabello limpio y reluciente anillábase a un lado y otro de la raya a usanza casi femenil.

—Sabes tú que está Antoñuelo pa que le chillen? —dijo Mariquita la Clavija a Lola, que jadeaba a consecuencia de la tremenda tiranía del corsé, que poníale casi a nivel de los labios el arrogante seno y en cuyas mejillas parecía pronta a saltar la sangre.

Lola, que no apartaba sus ojos de Antoñuelo, sonrió oyendo a Mariquita; se aproximó a aquél como si temiera que fuesen a arrebatárselo, la inquietud no la dejaba sosegar. Habíanle dicho que Maricucha estaba invitada a la fiesta, y esto le traía a mal traer; sentíase intimidada por la belleza de su rival y por el largo historial de aquellos amores.

La animación crecía por momentos; la madre del recién nacido tuvo necesidad de ampararse en una de las habitaciones más retiradas para que no turbase la alegría de la concurrencia el sonoro berrear del infante, que parecía haber venido al mundo con dos cornetines por pulmones; el padre, orgulloso, paseaba su vanagloria por entre sus amigos y camaradas.

La entrada de Maricucha fue un éxito. Maricucha penetró acompañada de Pepita la Picúa y de Mariquita la Chacona, dos chavalillas de gitanesco abolengo, cuyos encantos palidecían ante los de aquélla, que avaloraba los suyos con una falda de percal azul, corpiño de igual urdimbre y un gran pañuelo de Manila en el que fulgía sobre la delicada curvatura de su seno un relicario de plata. Su gran cabellera relucíale cayéndole sobre la nuca y partida en dos bandas sobre la frente y lucía en la castaña dos clavelones y una peineta de argentina labor cordobesa, igual que la de las grandes arracadas que abrumaban con su peso sus orejas diminutas.

Un rumor lisonjero para ella acogió su entrada. No las prendas humildes que vestía, sino aquel cuerpo suyo espigado, flexible, ondulante, aquel talle prodigioso, su cuello grácil y tornátil que distanciaba armónicamente el rostro del seno; sus piernas cuyo robusto dibujo delataba lo dúctil de la urdimbre; sus brazos largos y bien modelados; su pie arqueado y breve; el perfume a limpieza y a juventud que manaba de todo su ser y la expresión dulce y picaresca de su rostro a la sazón pálido, hicieron que todos los hombres dejaran escapar, en honor suyo, unos, resonantes suspiros; otros, una exclamación; otros, algún que otro ardiente piropo.

Este rumor hizo volver el semblante a Antoñuelo, el cual al ver a Maricucha tembló todo, y olvídándose de que a pocos pasos de él estaba Lola, posó sus ojos llenos de ansiedad en la hembra de sus pensamientos.

Ella también vio a Antonio; le vio en el instante en que aquél ponía en ella su mirada. Pareció como que los ojos del torero hurgaban los suyos acariciándoles; un punto parecieron dispuestos a saludarse, pero a la par ambos se replegaron instintivamente. El espíritu de la discordia arrojó un nuevo haz en la hoguera por ambos encendida al ver que amenazaba con extinguirse, y Maricucha recordó los incipientes amoríos del Cartulina con la Marimoña, y Antonio los coqueteos de Maricucha con don Paco, y ambos se aprestaron a continuar la enconada lucha convirtiendo la casa del Trompeta en misterioso campo de batalla.

—¡Ay, Toño, y qué ganitas que tengo de que pase er día de mañana y le vea a usté entrar en mi casa a hombros de sus amigos! Porque yo supongo, primero, que le sacarán a usté en volandas del reondel y, segundo, que su primera visita será pa mí y pa mi tío, ¿verdá usté?

Y al decir esto oprimía dulcemente con el suyo el brazo del torero, en que apoyábase con dejadez retadora a la vez que acercaba su rostro congestionada por el calor, por las copas de manzanilla que habíanla hecho beber y por el deseo que le resecaba los labios, al par que las fauces al de Antonio, que ardía al conjuro de aquel hálito juvenil de mujer hermosa y enamorada y procuraba embriagarse en él para no mirar el coqueteo de Maricucha con don Paco, que había sacado a relucir, para con la gitana, todo su vasto repertorio de habilidades y tunanterías de hombre ducho en tales andanzas y aventuras.

Antonio no contestó a la pregunta de Lola; en el momento en que ésta se la hacía había visto él, sin mirarla, pasar por su lado a Maricucha perseguida por el Musiquero, que decíale a media voz y con acento amartelado:

—Por los ojitos de su cara, martirio, que me permita usté que vaya, yo mañana por la noche a morirme de alegría delante de su ventana.

Antonio no pudo oír la contestación de Maricucha, pero sus manos se crisparon y sin darse cuenta fue a seguir tras la gentil pareja que se alejaba riendo. Pero en aquel instante el brazo de Lola le contuvo, y ya se disponía, irritado, a echar por las calles de las imprudencias y de la descortesía, cuando la mirada de reproche que en él pusiera la Marimoña hízole detenerse; en verdad, Lola no merecía aguel pago. Lola no tenía ojos para mirar más hombres que él, ni oído para oír más palabras que las suyas.

—Conque será pa mí su primera visita, ¿verdá? —volvió a preguntarle la muchacha con voz persuasiva y acariciadora, transcurridos que fueron algunos instantes.

—Pos naturalmente que sí —repitiole Antonio con voz iracunda, con voz que parecía querer clavetear cada una de sus palabras en los oídos de la moza—. Pos de juro que la primera visita será pa usté. Pa usté mi primera visita y pa usté mi...

—Para mí ¿su qué?...—le preguntó ansiosamente Lola, estremeciéndose de gozo al pensar que Antonio se aprestaba a franquear la linde que aún le separaba de ella.

Antonio enmudeció irresoluto; él no debía, él no podía contraer con mujer alguna un compromiso que pudiera pesarle en lo sucesivo, y replegándose al pensar esto rápidamente, balbució hurtando su mirada a la ávida de caricias de Lola:

—Y la mar de agradecimiento por el cariño con que usté me trata.

El rostro de Lola retrató su desencanto, pero dominándose al punto,

—Pero irá usté a mi casa cuando arremate la corría, ¿verdá? —le preguntó con acento mimoso, y sus ojos se posaron con honda expresión de ansiedad en los del gentil novillero.

Capítulo X

La salida de la plaza fue en hombros de sus antiguos colegas, como le profetizara la Marimoña. El novel matador no había burlado las esperanzas de sus amigos: en los tres toros que le hubieron de corresponder acreditó una vez más la casi completa desnudez de arte en que estaba con el percal en la mano; pero, en cambio, ¡qué modo de plantarse entre pitón y pitón! ¡Qué modo de clavarse en el terreno del enemigo y de dormirse metiendo hierro! ¡Qué modo de vaciar el cuerpo sintiendo el asta del bruto llevarse los alamares de la reluciente taleguilla!

Lola, trémula, anhelante, embriagada de satisfacción y orgullo, seguía con mirada ávida todos los detalles de la lidia desde la grada en que en compañía de su tío, lucía su seno voluptuoso, motivo de cien y cien requiebros, procaces los más, y blanco de cien y cien miradas descaradamente codiciosas.

Cuando herido por el sol vio aparecer en el ruedo al Cartulina, al frente de sus peones y banderilleros, andando casi musicalmente, terciado airosamente el capote de paseo y arqueado el brazo libre, al oír, estremecida, los aplausos y vítores de la multitud, un escalofrío de entusiasmo recorrió su cuerpo. ¡Qué alegría más grande poder decir que aquel hombre tan gallardo, tan airoso, el más airoso y gallardo de todos los que en aquel momento pisaban la arena, era el destinado a ella por su buena fortuna! Porque era indudable que Antonio había olvidado ya del todo a Maricucha; en un tris estuvo que en la noche anterior no le confesara su amor y le implorara ser correspondido. No se atrevió, y no se atrevió, sin duda, por temores a un descalabro; por esta razón aplazó el decírselo, sin duda, para cuando ciñera ya sus sienes el laurel de la victoria.

—¡Camará, vaya si tiée planta de torero el chavalillo! —murmuró el Marimoña, y después, bajando la voz, continuó—: Y que paece que lo cortaron pa él el terno de Joseíto el Canguelo.

Antonio estaba nervioso. Al penetrar en la plaza había intentado inútilmente dejarse el recuerdo de Maricucha en la puerta. Maricucha no se apartaba un punto de su imaginación llenándole de ira y de pena. Desde el punto y hora que oyó a don Paco pidiéndole permiso para ir a hablar con ella por la ventana, comprendió que peligraba su felicidad. Don Paco era un rival temible; don Paco era famoso por su garbo, por su rumbo y, además de sus simpatías, por su jarabe de pico; espejuelo el más eficaz, y como tal reconocido, para la caza de corazones románticos.

Cuando mirándolas, en la noche anterior, a la una cerca de la otra, comparó a Lola con Maricucha, la figura de aquélla quedó completamente esfumada y empequeñecida. ¿Dónde iba a compararse con Maricucha la Marimoña?

Las palabras de ésta no dejaban de resonar en sus oídos con ritmo especial, con un ritmo que le irritaba. Lola, las horas que pasó junto a él la noche anterior, se las pasó ella hablándole de sus futuras heroicidades: «¡Qué alegría si consigue usté pegar y encaramarse como se han encaramao muchos otros! ¡Qué ganitas que tengo de oír pregonar sus valentías!»

—Es que puede ser que lo que oiga usté pregonar sea la cogía y muerte de Toñuelo el Cartulina —díjole él con amarga ironía.

—¡Quién piensa en eso! —refunfuñó, encogiéndose de hombros desdeñosamente, la muchacha.

Al oír estas palabras, Antonio sintió como si de pronto una ola congeladora cristalizara de repente sus entusiasmos. ¡Buena diferencia entre Maricucha y Lola! Ésta encogiéndose de hombros al pensar en una probable cogida. ¡Aquélla riñendo con el hombre querido por no querer que se expusiera a un desastre, por reunir dinero con que poder ofrecerla un porvenir glorioso y risueño!

Ya en el corral acercósele Pepe Fajardo, y

—Mira, ven acá —le dijo con voz ligeramente turbada.

Y haciéndole entrar tras uno de los burladeros, continuó:

—Porque es que si no cumplo el encargo y te pasa algo, aluego me voy a morir de reconcomio de consencia.

—¿Y ese reconcomio por qué?

—Pos porque... Mira: esta mañana, al pasar por ca de Maricucha, me llamó Maricucha y me jizo que le jurara que había de darle gusto en el favor que diba a peírme.

—¿Un favor? —le preguntó lleno de mal disimulado regocijo el torero.

—Pos sí, señó; un favor que yo no diba a jacer, por si a ti te caía mal la cosa, pero es que ya estando aquí, tengo un desasosiego, y... na, que pa eso te he llamao, pa que me jagas el reverendo favor de colgarte al cuello este escapulario de la Virgen del Carmen que Maricucha me jizo prometerla que te había de poner con mi propia mano antes de pisar la arena.

Antonio lo tomó, depositó en él un beso ferviente y, arrojando el capote sobre el maderamen, colocó en su cuello el escapulario, nuevo testimonio de amor de la gentil gitanilla. Cuando a los acordes de la música pisó Antonio la arena, iba lleno de gozo: la imagen de la Virgen, su patrona, y el recuerdo de Maricucha llenáronle de confianza.

—Mira a la Marimoña —tuvo que decirle Pepe Fajardo para que correspondiera con una mirada y una sonrisa displicentes a los reiterados saludos de aquélla, que parecía empeñada en que todo el mundo se enterase de que ella era la que saludaba al héroe de la jornada.

Cuando terminó la corrida y Antonio se encontró de nuevo en su casa, después de los naturales achuchones de su padre y el lloroso besuqueo der su madre y de las felicitaciones de los vecinos, que formaban cola en la puerta del corralón, exclamó dirigiéndose a los que llenaban la sala:

—Pues si ustedes me lo permiten, me voy a jechar un ratillo, a escansar una miajita.

—¡Que va a dormir! ¡Que va a dormir! —empezaron a decir todos ya en voz baja para no espantar los propósitos de reposo del nuevo ídolo, y con extremoso caricaturesco alarde de respetuoso silencio, hubo quien salió casi de puntillas y aguantando la respiración del humilde nuevo santuario.

Cuando quedó a solas el Cartulina, en tanto sus padres se miraban como felicitándose de haber sido ellos los que trajeron al mundo tal prodigio, quitose éste el terno de luces que le prestara el sevillano y se vistió el flamante de calle con que en el día anterior asistiera al bautizo del primogénito del Trompeta.

—Qué ¿vas de paseo? —le preguntó Pepe Fajardo, que llegó en el momento en que aquél pisaba la puerta de la calle.

Y ante el silencio de Antonio, continuó:

—Yo vinía pa que mos fuéramos a comer a ca del Marimoña, que me ha encargao que venga a conviarte en nombre suyo y en el nombre de su sobrina.

Antonio sonrió a su colega, y

—Eso me parece mu propio, pero antes...

—Antes ¿qué?

—Antes quisiera llegarme en un vuelo a ca de Maricucha pa darle las gracias por lo del escapulario.

—A mí eso me parece mu propio también, con tal que no me vayas a tener sin comer jasta que pite er sereno.

— ¡Ca, hombre, ya verás! En un periquete espacho yo eso. Espérame en ca de Juanico el Cortijano.

—Pos anda, y te dejaré en la esquina de la calle.

Antonio y Pepe tardaron media hora en recorrer dos de las callejas del barrio. Todos les detenían para felicitarles; algunos rapaces vendedores de periódicos se desgañitaban pregonando las proezas de Antoñuelo el Cartulina.

Este se impacientaba, no por llegar pronto a dar las gracias a Maricucha, sino por ver si se encontraba en la ventana de Maricucha con don Pedro el Musiquero.

Capítulo XI

La sala estaba sumida en medrosa claridad; una mariposa encendida delante de una imagen de la Virgen la iluminaba vagamente. Maricucha estaba sola; Maricucha sentíase contenta; ya era pasada la hora de peligro.

No se merecía Antonio los malos ratos que ella había pasado, los que le hiciera pasar toreando en Antequera y lo sufrido en aquel día. La lengua y el corazón dolíanle de tanto rezar por él, como que no había cesado de hacerlo hasta que entró el señor Frasquito diciéndole:

—¡Camará, superió, pero que superiormente que ha quedao el hombrecito!

—Pero no le ha cogío ningún toro, ¿verdá?

—¡Qué le había de coger! Pa que vuelva a coger a ése un toro sa menester que se lo pongan delante metío en una licorera.

Ya tranquilizada, pensó en él de nuevo con ira. No, sin duda Antonio habíale perdido todo el apego que le tenía. En la noche anterior pudo convencerse; durante toda ella permaneció impasible ante sus coqueteos con don Paco; verdad que hubo varios momentos en que le vio palidecer, en que creyó notar en él aquellos movimientos iracundos que tan conocidos le eran, pero lo cierto es que había permanecido toda la noche de palique con Lola. ¡Y cómo le miraba Lola! ¡Qué modo de querer comérselo con los ojos! ¡Qué manera de imitar a las gatas moriscas en los meses invernales!

Pensando en esto se sentó junto a la ventana; un chiquillo pasó voceando el periódico en que daban cuenta del éxito del torero, e incorporándose rápida al oírlo, se abalanzó a las rejas, y

—Dame uno —dijo al muchacho, alargando su mano diminuta por entre los hierros.

Y como si hubiese estado esperando que apareciera ella en la ventana, exclamó en aquel momento Antonio, que acababa de llegar, al oír a la mujer querida:

—No lo compres, chalaíta der to. ¿No ves tú que vengo yo a contarte toíto lo que ha pasao jasta por seguirillas gitanas?

Pepe Fajardo estaba desesperado; diez veces habíase asomado a la esquina de la calle, y las diez veces había visto al gran matador inmóvil delante de la reja de Maricucha; sin duda, éste no estaba dispuesto a ir a casa de la Marimoña. Pepe Fajardo se alegró; el empaque de Lola era cosa que llenaba sus sueños de ensueños ardentísimos, y cansado de esperar, se dirigió, por fin, hacia la taberna con paso rápido, y momentos después decíale a Lola, que paseaba nerviosa por el establecimiento, desde el mostrador a la puerta, y desde la puerta al mostrador:

—Pos tiéen ustés que perdonar, pero me parece a mí que lo que es Antoñuelo no va a poer venir a comer, porque va ya pa hora y media que se pegó a la ventana de Maricucha y ni que tuviese jalapa la reja, ¡camará!, como que ni se mueve tan siquiera.

Lola apoyó una mano sobre una mesa, y una contracción angustiosa quitó hechizos a su semblante y quedó en silencio, en un silencio triste. Las palabras de Pepe Fajardo acababan de desgajar las más bellas de todas las flores que habían brotado en el árbol de sus ambiciones.

Y en tanto Lola metíase en su cuarto para poder dar rienda suelta a sus lágrimas, decíale Maricucha al Cartulina con acento acariciador:

—Pos pa cumplirle mi promesa a la Virgen del Carmen, voy a tener necesiá de to el aceite que den los olivares e Córdoba y de toíta la cera que den los panales de mi tierra.


Publicado el 27 de abril de 2020 por Edu Robsy.
Leído 10 veces.