4 Cuentecillos - 1 Extravagancia

Arturo Robsy


Cuento


I. Viejo

El viejo, al sol, sentado en el poyo de la puerta, no tiene melancolía ninguna por lo que ve. Con la boina sobre las cejas mira tranquilamente el huertecillo y fuma cigarrillos liados, pues tuvo que prescindir de los que él mismo se hacía a causa de la artritis de sus dedos.

El mundo tanto puede ir bien como mal por lo que a él respecta. Todas las mañanas se despierta con el alba, y de noche en invierno, porque tiene el sueño ligero y también viejo. Pide el caldito caliente y un sorbo de gin para el frío, o para el calor en verano, porque el gin tiene especiales poderes y tanto calienta como refresca. Después, trastea en el almacén; une sus interminables ovillos de cordelillos que recoge aquí y allá; afila la navajita, casi comida, que le ha acompañado en los últimos treinta años; piensa en la cuerda, aquella colgada del garabato, que él compró antes de la guerra a un pescador que las hacía. Y , luego, al poyo de la puerta, al sol que le embriaga y a la indiferencia por tanta tierra y tanto cielo como le envuelven.

A veces —muy pocas— desciende hasta las palabras y explica algo. Oyéndole, pocos podrían decir si es entonces cuando vuelve a la realidad o cuando sale de ella, porque el viejo es todo igual, del mismo color; seco, apenas piel quemada y arrugas secas.

Y el viejo, mientras la hija hace el sofrito del "oliaigua", me señala una higuera donde duermen por la noche los pavos y, después, la pared con musgo centenario que se recoge sólo para el belén de los nietos. Se encoge de hombros y da a entender que nada de aquello le pertenece ya. Sólo quizá, siente haber dejado su vida enredada en cosas tan sin importancia como la reja del arado, los mangos de las azadas, las puntas de los bieldos o la vertedera...

Le digo, pues, cualquiera de las memeces que sobre la juventud se dicen a los viejos y él ríe.

"Mi Documento Nacional de Identidad hace años que está caducado. Los registros de mi bautismo y boda se perdieron cuando la guerra. No soy socio de ninguna cosa ni percibo nada de ninguna igual o sindicato... solamente soy un viejo".

Le repito que hay "jóvenes viejos y viejos jóvenes" y él me confiesa que, en sus tiempos, ya se decían majaderías iguales a los ancianos y vuelve a reírse.

"¿Qué me van ya a mí vuestros problemas?"

Y calla. No hablará más, de forma que le dejo prendiendo el cigarrillo liado mientras gruñe por lo bajo:

—Que me quiten lo bailado.

Uno no sabe qué decir a estos terribles y verdaderos viejos que lo miran todo de vuelta y que sólo, quizá, sienten una cosa: los años.


II. El reino de la calle

Antes —un antes de veinte o más años— las calles eran de todos. Ibas y venías por ellas alegremente y hasta te parabas a saludar a las viejas casas con enormes balconadas de madera y cristal.

Era niño entonces y me gustaba vagabundear por las calles empedradas donde, en ocasiones, otros niños organizaban un juego de pelota, una batalla campal o simplemente unas carreras.

Cada calle tenía su banda, huestes aguerridas dispuestas a defender el honor del barrio y a anexionarse, en fugar guerra relámpago, territorios ocupados por otros vecinos.

Después del combata tomábamos nuestros libros y nos íbamos al colegio, siempre por el centro de la calzada, deteniéndonos a menudo para admirar tal juguete de nuevo, reluciente y carísimo plástico, tal moto ruidosa y veloz o tal coche cuadrado y negro, lujo asiático al alcance de muy pocos.

Los coches, sobre todo, los conocíamos por la forma y el color, y sabíamos exactamente a quién pertenecían: al señor Tal, al señor Cual... Eso sí: siempre poníamos el título de señor al afortunado mortal propietario de un automóvil.

Las calles —no crean ustedes— tenían sus peligros aún entonces: los municipales que se incautan de las mejores pelotas o que te gritaban oscuras y terribles amenazas cuando te sorprendían cazando gatos o escalando árboles. Sin embargo era poco lo que un municipal redondo y uniformado podía hacer contra nuestras piernas rápidas y bien entrenadas, por lo que las calles eran exclusivamente el reino de los niños.

Hoy —ustedes lo saben— las calles ya no son de nadie en particular y en ellas mandan los automovilistas, de flaca memoria en los establecimientos y los pasos cebra; el municipio, de ágiles dedos y multas de un discriminado azul celeste; las fiestas populares, es decir, las fiestas a las que el pueblo acude para poner de su parte la asistencia únicamente, y los comercios con escaparates grandes y brillantes, tentadores...

Hoy las calles sirven especialmente a la gente que no las pisa y las bárbaras costumbres de entonces, fútbol en la calzada, pedradas y cacerías, se han extinguido, afortunadamente.

Sólo una cosa: cada vez veo a menos niños jugando. ¿No lo hacen ahora? ¿O esperan al verano si se van a alguna playa?

Como sea, algo es cierto: los niños ya han perdido, en la ciudad, el reino de la calle.


III. Turismo sí y turismo no

¿Conocen ustedes Cala Alcaufar? Es larga y estrecha, retorcida, con los acantilados grises y pardos, la torre al fondo, sobre la enorme cueva, y el "Torn", escollo caprichoso y puntiagudo desde donde los bañistas aventureros se zambullen en verano.

Alcaufar, como casi todas las calas, tiene aspecto desamparado y ausente en este tiempo: le faltan sol y vaivén de juventud y cansancio de excursiones que terminan en la cerveza fresca y grata de la tienda. Está desierto.

Alcaufar se ha salvado gracias a S'Algar, que absorbió a cientos de sus futuros invasores. Por eso hay poca diferencia entre el de hoy y el de hace diez o quince años: la electricidad quizás y quizás unas cuantas casas nuevas y la carretera asfaltada.

Y en Alcaufar, cerca de esa playita recoleta y rosa que llaman Cala Roig, he conocido a un extranjero, a un turista con más de treinta años de experiencia.

Fumaba sobre las puntiagudas piedras y se entretenía inocentemente con unas pocas gaviotas que volaban por allí. Hablamos entonces y pude explicarle la historia del "Camino de Caballos" y hasta el porqué de las sólidas torres de la costa. A cambio, le pregunté por su viaje. Él —Lyss se llamaba— tiene el aire de un hombre a medias inteligente, un poco bullicioso quizá, a juzgar por lo agreste de su pelo rojizo. En fin: un turista de los de avalancha; de esos que vienen en agosto en vuelo "charter" y durante quince días se queman al sol, comen malamente la famosa "comida internacional" —¡desconfíen de ella!— y se emborrachan noche sí y noche también entre canciones, guitarras o lagrimones alcohólicos... ¿Por qué la primavera? ¿Por qué ir a la cala desierta y fría? ¿Por qué no aguardar al verano tibio y bullicioso y repleto de gentes que, por dinero, facilitan vida y excursiones al turista?

Y Lyss, empalmando un cigarrillo con otro, me dijo lo siguiente:

—El turismo, como todo, tiene sus escalones. Uno empieza con la experiencia masiva y la tentación de las multitudes. Después, ansía soledad y ésta es la segunda etapa: busca nuevos lugares, playas por descubrir, paisajes vírgenes (dentro de lo que cabe hoy en día). En la tercera etapa, cuando la afluencia turística es agobiante, adelanta sus vacaciones y explota las posibilidades de la primavera y del otoño, mientras la gente suele acumular dinero para sus viajes de verano...

Lyss se detuvo y pensó en sus maletas llenas de calcomanías de hoteles españoles. Miraba con pena el mar primaveral y aquí añoraba alguna calidad del aire perfumado.

—Hay —dijo— una cuarta fase.

Le interrogué. Esto es lo que me contestó:

—Cuando de nada te sirve adelantar tui viaje y encuentras a gente como tú, que inverna en los lugares que aprecias y sientes que la soledad te ha sido arrebatada. Buscas nuevos paisajes y la cadena vuelve a empezar. Yo tuve primero la experiencia del sur de Francia; Italia después. Ahora, Menorca. Ya no podré regresar.

De vuelta de Cala Roig me iba hablando de Egipto y de Marruecos donde, según Lyss, estaba su porvenir turístico.


IV. La otra primavera

La primavera es un tema muy a propósito para dejar correr la imaginación a caballo del bolígrafo y explicar el viejo mecanismo de los botones de las plantas, de la savia, de las flores y de los árboles con hojas. Pero, en realidad, la primavera tiene otros aspectos.

Antiguamente —hace quince años al menos— la primavera venía despacito, por etapas, dejando oír cada uno de sus pequeños pasos. Los primeros en sentirla eran los almendros florecidos y, más lentamente, el campo espejeante y húmedo y los gatos con sus conciertos lúbricos y desgarrados a medianoche.

Después venían las calmas; los días arrancados de un libro de cuentos: sin aire, sin nubes, con el cielo inmensamente azul y redondo y profundo; con las mujeres avisándose del buen tiempo en los colmados y los viejos del hospital liando cigarrillos sobre los bancos de la plaza.

Por último eran los niños quienes advertían el cambio y se encontraban nuevos juguetes: los escarabajos y los gusanos; las lagartijas tostándose al sol; las mariposas más tarde. Las moras y las zarzamoras y las flores de avellana, color amarillo canario, que la gente joven consumía bajo el nombre de "vinagretas".

Los que menos caso hacían de estos asombrosos asuntos eran los hombres serios, padres de familia que se tomaban el café a las siete o a las ocho —según— y se iban al trabajo, a buscar el buen dinero de cada día un poco enfadados, quizá, por tener que encerrarse cuando era tan bueno el tiempo.

Las madres, en cambio, iban retirando lentamente los pesados abrigos y las engorrosas gabardinas, y sacaban a flote desde el fondo de baúles oscuros las antiguas cazadoras, los jerseys de lana fina y las otras adecuadas ropas que la polilla había respetado.

Era todo un proceso que empezaba por la flor del almendro y acababa en las mariposas de los gusanos de seda y en las excursiones al puerto con la caña de pescar bajo el brazo.

Hoy, sin embargo, la primavera ha empezado el veinte de marzo (no el veintiuno). Lo ha dicho la televisión y la gente, sin más problemas, lo va repitiendo por las calles.

Pero es falso o, al menos, se trata de otra primavera.


V. Extravagancia experimental

Hoy me he muerto. A causa de mi edad la sorpresa pudo ser terrible de no mediar un electrocardiograma sentenciador y meses de enfermedad desesperada.

Han venido los indicados: mis padres, por supuesto; la mujer que iba a ser la mía; la abuela, antaño sonriente y hoy con los labios demasiado prietos; el amigo del alma que todos tenemos al lado en nuestros funerales y que se empeña en velarnos mientras duda si fumar será lo correcto en un caso así; el inevitable jefe, ya que, desgraciadamente, se haga lo que se haga, de alguien dependemos siempre; el compañero —Biel— que siente quizá remordimientos porque mi puesto le conviene y no es capaz por eso de sentir mi muerte.

En otro orden de cosas, los vecinos; esos señores y señoras sobre los que te has formado una rígida opinión a fuerza de verles por la ventana y saludarles con un "buenos días" indiferente y poco comprometido. Alguno de ellos te aprecia, superficialmente; algún otro te odia en profundidad a causa de tu nariz más hermosa, de tu libertad menos restringida o de tu utilitario con más nervio que el suyo. Otros hay para los que eres un perfecto desconocido y que acuden sólo para asegurarse de que estás muerto y bien muerto y ensayar sus frases de luto con vistas a una representación más importante; están los que no te quisieron simplemente porque no tuvieron motivos serios para hacerlo.

Desde la cama, convenientemente amortajado, les contemplo y advierto sus pequeñas manías de siempre: el que se tira del cuello como asfixiado; la que se palpa automáticamente el borde de la falda por si combinación asoma silenciosamente; el que se pellizca el puente de la nariz mientras frunce el ceño o la que enmascara el gesto de la boca con una rápida y discreta mano.

Y yo, cadáver, me río de estos y los otros señores y considero pacientemente mi libertad reciente, donde ni jefes, ni vecinos, ni amigos tengo y necesito. Pienso con sinceridad —¡por primera vez!— en mis pedacitos de vida. En aquel maestro que, señalándome, decía serenamente a un amigo suyo: "en no muchos tiempo oirás hablar de él". En la chica aquella, en la ciudad desconocida, que me daba un beso mientras a mí me temblaban espantosamente los labios. En la feliz experiencia de la embriaguez despaciosa siguiendo el rito de los tragos cada vez más largos. En mi madre explicándome a duras penas —niño yo— el por qué de taulas y talaiots...

Ciertamente es divertido esto. Dentro de un momento resucitaré y veré su desencanto, porque la gente gusta de tener muertos cumplidores y sin problemas. Pero, ¿comprenden?

Yo puedo resucitar: no en vano les veo y les siento a mi alrededor; no en vano les sigo juzgando y, en el fondo, queriendo a medias. Como experimento es suficiente, diga lo que diga el fúnebre cardiograma y atestigüe lo que atestigüe la firma del médico que ha extendido mi permiso —permiso, sí— de defunción legal.

Ahora me trasladan en ataúd. Es de caoba; chapado en caoba, mejor dicho, con bonitas asas de bronce y forro almohadillado en raso carmín, mi color favorito.

Hago, pues, el esfuerzo. Y no resucito. Lo intento aún. Desesperadamente quisiera mover mis dedos, levantar la voz para explicarlo todo; para lanzar un grito. Nada. Inútil. Siento el miedo que antes no tuve. Se me eriza de angustia el alma mientras, los buenos vecinos dicen por lo bajo una oración cualquiera.

Alguien se abalanza sobre mí con la tapa por delante: me abandonan. La soledad en lo sucesivo. El silencio. ¡Cómo quisiera gritar, volver al momento en que el maestro me auguraba un éxito precoz; preguntar de nuevo por qué el talaiot y por qué la taula!

Me viene un escalofrío. Y, ahora, empieza a rozarme, despacio, como un suspiro bueno, un sueño lento... lento... amigo.


Publicado en el Diario Menorca el 3 de abril de 1973.


Publicado el 1 de mayo de 2022 por Edu Robsy.
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