A Rey Muerto

Arturo Robsy


Cuento


Isaac Valls Pujol llegó a ser el Rey de la Bisutería. Cuando su fábrica española empezó a perder mercados a causa de la competencia oriental, tuvo arrestos para quemar sus naves: vendió, viajó a Taiwan y allí, juntando sus pesetas y los créditos del gobierno para la inversión, empezó a explotar a los chinos.

Tanto éxito tuvo que fue coronado Rey de la Bisutería mientras aquellos chinos, que no sabían lo que era un sindicato, trabajaban para él por una vigésima parte del salario de un español. Y dando las gracias.

Un mal día pasó la Estigia, meditando.

Dejaba tras él un imperio y un desasosiego. Sobre sus últimos momentos se había derramado la luz del entendimiento y tuvo tiempo para comprender que había despilfarrado su vida: no sólo no podía llevarse el fruto de sus explotaciones chinescas, sino que el resto de su equipaje para la eternidad era ridículo: un alma polvorienta y con telarañas a causa del desuso, y el dolor de ver como la humanidad seguiría portándose como él, como si la muerte no existiera, como si fuera posible embarcar las riquezas en un cohete y mandarlas, expresas, la cielo.

Su testamento tuvo, además, la virtud de aumentar las tiradas de la prensa sensacionalista: dejaba toda su fortuna china al hombre más bueno del mundo. No al mejor. Al más bueno, o sea, al que dispusiera de más bondad. Albaceas, un juez retirado y un fraile pobre como las ratas. El resultado, verdaderas peregrinaciones con memorandos que llevaban una detallada explicación del debe y el haber de la bondad de los aspirantes.

La humanidad, tan enorme, da mucho de sí: había héroes que salvaron cientos de vidas y humildes que cuidaron a su anciana madre con devoción y entrega. La prensa aireaba la bondad humana como antes exhibió la perversión o los desnudos. Para bien o para mal, la fortuna del Rey de la Bisutería, al hacerla rentable, despertaba interés hacia la santidad.

Las mejores cadenas de televisión y radio tuvieron pronto programas en los que se mostraba a hombres y mujeres buenos que relataban sus experiencias: el que consagró su vida a educar ciegos; el que enfermó cuidando leprosos por amor de Dios; el que dio su dinero a los pobres para vivir después pobre él, pero en paz...

Cientos de periodistas daban batidas por el ancho mundo, levantando bondadosos. Luego los atrapaban y los conducían, entre sonrisas, a los medios de comunicación: no en vano los anuncios que entreveraban esos programas eran los de mayor audiencia.

El juez retirado y el fraile soportaban un gran trabajo vigilando todas las emisiones. Varias agencias especializadas les pasaban resúmenes exactos y abreviados de aquella ola de bondad que sacudía al mundo. Ellos mismos jamás pensaron que hubiera tanta gente buena, sacrificada y callada. Pero había un reparo: abandonaban su discreto silencio por el interés de hacerse con la herencia. Decían, sí, que la usarían para obras de caridad. Pero la querían.

Confiaron más en una agencia de investigadores que, sigilosamente, buscó entre los que no se atribuían bondad alguna.

Dos años después, cuando remitía la fiebre de las buenas acciones como espectáculo, los albaceas dieron con su candidato perfecto: alguien que ni siquiera se daba cuenta de su bondad. No había salvado vidas; no saltó continentes en busca de la salvación; ni siquiera dedicó su vida a una misión elevada. Cultivaba su tierra en un pueblo perdido y era bueno.

—Tenga. —le dijeron, al visitarle en su casa.— En conciencia creemos que usted es el legítimo heredero del Rey de la Bisutería.

El hombre, muy sorprendido, se admiraba. Por un lado, de ser el elegido y, también, de la fortuna que caía sobre él: una verdadera multinacional de la imitación y del oropel.

Firmados los documentos, cientos de altos cargos cayeron sobre él: tras dos años de dirección colegiada, los ejecutivos emprendían la trepa y trataban de hacerse con la amistad de nuevo amo que, si era tan bueno como se decía, sería un mal conocedor del género humano. Pudo decirse que un ángel malo le arrebató de sus tierras y le depositó en un Consejo de Administración. Allí, como rey absoluto, su sí era Sí, y su no, No.

Comprendió pronto el mundo en el que había caído. Empezó a discernir verdades de mentiras y, con ello, aprendió a sospechar, a disimular, a jugar a varios paños y a pensar en sus propios intereses.

Comenzó a disfrutar de los halagos y, después, a exigirlos y pagarlos. En consecuencia, aprendió a vengarse de quienes no se los prodigaban y adquirió, en suma, todos los defectos del poderoso sin ninguna de sus virtudes.

Su empresa no sólo siguió explotando a los chinos sino, también a los rusos, que aceptaban cualquier salario para salirse del hambre. Corrompió a gobernantes y a policías. Contrató a espías industriales; robó patentes y falsificó cupos de exportación.

En momentos de lucidez, tras pensar en su tierra abandonada, se admiraba de lo fácil que resultaba deslizarse del bien a...¿al mal? No: a la simple vida normal, que exigía que la mano izquierda ignorase a la derecha y la cabeza al corazón.

Como tantos antes que él, empezó a creer que viviría eternamente y adoptó al becerro de oro sin apenas comprender que lo hacía. Súbitos ataques de conciencia le condenaban, a veces, al insomnio y, a veces, al licor. Pero el día, con la luz física, le traía las nuevas cotizaciones, los balances actualizados, el cálculo de las ganancias. Y olvidaba. Quería olvidar.

Un año después de heredar, cuando él creía haber vivido apenas un mes, los albaceas le entregaron la última parte del legado: una simple carta.

«Tal vez —decía— en estos momentos mi alma te vea y se pregunte si hice bien al dar tanto poder al hombre más bueno del mundo. Tú, sin duda, sabes la respuesta. Yo, en cambio, puedo decir lo que ya no eres: ni feliz ni honrado ni bueno. Quizá sigas teniendo buen corazón, pero estás obligado a portarte como una hiena.»

El que fuera mejor hombre del mundo encendió un cigarrillo y miró, por una rendija, a lo profundo de su alma: Tal componente, tranquilo, estaba pensando en un modo de abaratar los fletes, en otro para aumentar el cupo de importación a Europa y, también, en Marga. La felicidad no entraba en los cálculos de aquel espíritu distraído. Los demás seres humanos —salvo chinos y rusos asalariados y Marga en albornoz—, tampoco.

«¿Quieres volver a ser bueno y feliz? Regálalo todo y huye. La vida, creas lo que creas, no es esto. Y dura poco».

¿Qué derecho tenían los muertos a escribir cartas? —se preguntó, arrugándola. Su ánima, llamada a consulta, abandonó un momento los planes de expansión y se entretuvo en darle la razón: El vivo, al bollo. —le dijo en cristiano. Luego, para documentar su opinión, citó a Horacio en latín: «Carpe diem»

Al cuarto día de insomnio comprendió que la carta se había grabado profundamente en algún lugar secreto de su trastienda. Al quinto, viajó a sus viejas tierras, convertidas en desierto. Los campos incultos, los corrales vacíos y la casa polvorienta fueron su vida. Posiblemente también él estuviera desierto, aunque subido a la cumbre del mundo.

«Regálalo todo y huye si quieres volver a ser bueno y feliz», dijo una voz interior. Una voz tímida pero persistente.

No lo hizo. Se limitó a contratar a un infeliz que le labrara la tierra. Si volviera a florecer y producir quizá él sintiera lo mismo y se aliviara.

Pero, como había sido un buen hombre, un año después su cabeza era un eco de voces, todas insistiendo en la última voluntad del difunto Rey de la Bisutería: «Si quieres volver a ser feliz, regálalo todo y huye. La vida dura muy poco».

Y lo hizo. Fue, seguramente, la mayor batalla librada por la humanidad, pero la ganó. Creó una fundación benéfica en la que, por supuesto, no confiaba, y se deshizo de la enorme fortuna. Luego, como un dictador romano, volvió a su trozo de tierra dispuesto a empuñar el arado mientras reconquistaba la paz, el suelo y los sueños.

pero las voces seguían allí. Decían otra cosa: «Idiota». Y se burlaban. ¿de qué sirve a un hombre perder todo un mundo si su alma se ha quedado a la mesa de un Consejo de Administración?

Los albaceas todavía le hicieron una visita, cuando la noticia de su abandono recorrió el mundo. Otra carta del más allá:

«Debes disculpar a un muerto que te ha quitado la vida. Creíste que mis palabras eran verdad: Si quieres ser feliz, regálalo todo y huye. Pero no eres feliz. No volverás a serlo. Sólo eres un pobre que recuerda.»

Y el hombre más bueno del mundo se sentó en la tierra arada, aún sin semilla. Metió las manos en los surcos y, muy quieto, aguardó a que el sol bajara suavemente de lo alto.

Mientras los gorriones piaban en el crepúsculo, deseándose las buenas noches, y el campo verde parecía crecer en la distancia, él cerró los ojos y siguió viendo como el Universo se reía.


Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.
Leído 56 veces.