A Vida y Muerte

Arturo Robsy


Cuento


Miguel de los Santos tenía una mujer muy bella y unos celos muy feos que le llevaron a convertir su casa en comisaría. Paseaba por ella reparando en los detalles y practicando interrogatorios:

—¿Qué hace este hilo verde en el respaldo? —preguntaba.

—Será de cuando ayer cosí.

—¿Por qué está la toalla en el dormitorio?

—Al salir de la regadera y vestirme la olvidé, seguramente.

Miguel de los Santos miraba a su bella mujer y sospechaba. Unas veces en silencio y otras, no. Ella era la muleta en la que apoyaba el peso de sus miedos secretos.

—Tú me quieres, ¿verdad?

Y le quería. Sintieron un amor que reventaba en el pecho; un ansia desconocida. Pero amar y vivir son cosas distintas y las continuas sospechas de Miguel de los Santos no podían menos que provocar tentaciones y ensueños.

Por fin hubo otro hombre. Si Miguel sospechaba sin razón, sospecharía de igual modo con ella, como así fue hasta que en una discusión los ánimos subieron a gritos y los gritos a las verdades que no deberían serlo:

—¡Claro que te engaño! —dijo Amalia como una furia.— Con un hombre mejor que tú. ¿Y qué?

Nada. Miguel de los Santos quedó mudo y frío. Había pensado demasiado en la posibilidad para tener alguna duda. Así pasó al plan B, que era la pistola. Sin una palabra de despedida, sin un reproche, le disparó bajo el seno izquierdo y ella le siguió mirando con furia hasta que comprendió lo que pasaba en el momento que la muerte la pilló por los cabellos.

Miguel de los Santos la llevó al lecho y dispuso el cuerpo con cariño. Lo lavó, recordando toda la vida que llegó a haber en cada parte. Lo besó, sintiéndose tan herido en el corazón como ella.

Peinó con esmero su cabello revuelto y, a cada golpe de cepillo, menos comprendía la muerte. ¿Es que no iba a levantarse nunca? ¿Es que "nunca" existía de verdad? Una de sus lágrimas cayó sobre la cara de la mujer y rodó por ella hacia la oreja blanca.

Había en la cuadra un brasileño que hacía magias. Curaba tocando bongós o dando a comer galletas mojadas en ron. Hacía macumba y la gente platicaba de sus poderes.

Miguel de los Santos, antes de darse él mismo un tiro, lo trajo a casa y le mostró a la mujer, tan hermosa y limpia en el lecho.

—Quiero que vuela. —le dijo.

El brasileño brujo había traído herramientas. Un pollo, al que cortó el pescuezo, y los bongós. Con una larga pluma blanca fue pasando un rastro de sangre por la frente y los ojos de la mujer. Luego, por las manos, que son la imagen del alma. Se puso a cantar durante horas hasta que una voz muy conocida dijo: "Miguel".

—¿Amalia?

—¿Tampoco me crees esto? ¿Quieres mirarme la herida?

Sí, quería. Allí estaba, negra, bajo el seno izquierdo.

Ambos lloraron mucho después de pagar al brasileño y se pasaron la noche platicando y haciéndose promesas grandes. Su amor era, sin duda, eterno cuando habían burlado a la flaca muerte.

Pero luego de una semana, Miguel de los Santos miraba el polvo de los zapatos de Amalia:

—¿Adónde fuiste para ponértelos así?

—Al jardín.

Volvía a encontrar hilos sospechosos, toallas a trasmano, señales de mentira que se le clavaban profundo. Y la resucitada, que no había olvidado, también se reunía con su otro hombre, al que contaba el tormento diario de los celos de Miguel de los Santos.

—¿Cómo es posible? —dijo éste cuando estuvo seguro.

—¿Me mataste una vez y esperas mi agradecimiento? Lo quiero a él y te quiero a ti. Si no te gusta...

Ya: el plan B. Y, como no le gustaba, Miguel de los Santos hizo fuego a medio palmo. La bala entró por la misma herida y volvió a romper el corazón tozudo de Amalia, porque los muertos escarmientan menos aún que los vivos.

Miguel de los Santos, retorciéndose, pasó horas jurando que aquella vez enterraría a Amalia. Pero, entre los juramentos, echaba la vista al futuro, a hurtadillas, y nada veía. No podía imaginarse nada sin ella, de modo que a la noche llegó el brujo con su gallo blanco, sus bongós y su macumba.

No dijo nada. Un hombre en contacto con los espíritus no se sorprende de lo que los otros hacen. Hay amores que matan; algunos, hasta dos veces. Sonaron los catos y los bongós y, de amanecida, Amalia abrió los ojos.

Aunque le satisfacía estar viva de nuevo, regresaba del mundo de los muertos de muy mal humor: dispuesta a tomar medidas tan pronto como Miguel de los Santos olvidara sus arrepentimientos.

Salieron al balcón a susurrarse, mientras el sol salía a mirar cara a cara al mundo.

—¿Nunca más, Miguel?

—¿Nunca más, Amalia? —Una hablaba de muerte y otro de traición.

Mentían ambos. Se iban haciendo a aquellos amores sangrientos y a las muertes breves.

—¿Qué viste al otro lado?

—Un Sol más grande que éste.

—¿Había gente cantando? —preguntó él.

—No. Mucha luz y sólo eso.

Miguel de los Santos, práctico, tenía la explicación:

—Era el fogonazo de la pistola.

Los hombres y las mujeres pueden morir, pero no pueden cambiar. La vida tira de ellos en la misma dirección siempre y, al final, los arrastra. Amalia, viva o muerta, tenía su amante. Miguel de los Santos, asesino o resucitador, sus sospechas, que le ponían una nube de sangre en la cabeza.

La tercera vez, encontró una colilla.

—¿Ahora fumas?

Pero en aquella ocasión Amalia no respondió: sólo apretó el gatillo. Mientras pensaba, lavó y amortajó a Miguel de los Santos: no estaba segura de haberse librado de nada. Aquel hombre tenía la costumbre de matarla, pero la amaba. ¿Acaso el amor y la muerte no son, casi, la misma cosa, un fuego para la vida?

El hombre la macumba llegó con gallo y bongós. Seguía sin extrañarse y ya iba sintiéndose miembro de la familia.

Tardó siete horas en obrar el prodigio. Le dolían los dedos de golpear los parches y la garganta de cantar sus misterios, pero Miguel de los Santos terminó por abrir los ojos:

—Amalia. —dijo— ¡Qué hija de puta!

—Ya ves. Esto, Miguel, nos pasa demasiado. Tienes que prometer.

—Me trajiste de la nada. —murmuró él, súbitamente tierno.

—Y tú a mí.

Se debían la vida y se debían la muerte, así que comenzaron a besarse muy profundamente.

Los vecinos seguían oyendo, de tanto en tanto, un estampido y, después, bongós que espantan a la noche. Ven también a un negro en las escaleras. Sube y baja.

Amalia y Miguel de los Santos se aman. Pero el mundo, como a todos, les da la vida y les da la muerte. Ellos, ya casi impasibles, renacen y renacen y su carne enamorada ya es un sueño que no comprenden.


Publicado el 28 de enero de 2018 por Edu Robsy.
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