¡Abajo la Vida!

Arturo Robsy


Cuento


Cuando Segismundo Flores — todavía quedan floridos Segismundo de caldernoniana memoria — cumplió los cincuenta años en compañía de todos sus dientes y todos sus cabellos, la gente empezó a murmurar en serio. Aquellos comentrios de la década anterior, que si qué bien te conservas, y por tí no pasan los años, qué tío, buenos para los cuarenta, a los cincuenta se hacían ácidos, más aún en boca de los otros cincuentones amigos, gorditos, calvitos, con alifafes y arrechuchos.

Pero Segismundo, ser humano de aceptable apariencia, seguía delgado, fuerte, con cutis terso en vez de pellejo surcado, sin enfermedades conocidas, optimista, con buenas digestiones y, lo que es peor y más indignante, con ilusión, sin amargura y sin necesidad de ser sarcástico.

Segismundo Flores era soltero, con esa difícil soltería que consiste en estar casado consigo mismo, obedenciéndose, soportándose, tolerándose y acompañándose sin caer en el egoísmo o en la neurosis. Se trataba, pues, de un matrimonio bien avenido en el que fugazmente habían entrado otras personas, algunas sonrientes y algunas malhumoradas, sin llegar a cambiar el buen equilibrio de Segismundo.

El hombre no era un campesino sanote y rubicundo, ni un naturista, ni un macrobiótico, si se me permite la grosería. No hacía trucos ni se dejaba llevar por más fe que la fe en Dios, ni por más doctrina que la de la Iglesia. No era higienista. No era deportista. El joggin, o carrerita, le dejaba impasiblwe y tampoco jugueteaba ni con plantas medicinales ni con fármacos mágicos, ni con las brujerías de la doctora Aslan.

Vamos, que era normal y no hacía nada del otro jueves, salvo seguir como siempre, es decir, joven, alegre y sano a los cincuenta años, cuando muchos de los de su quinta estaban fuera de la circulación.

La gente de hoy no cree gran cosa en los pactos con el diablo, pero quien más, quién menos, ha oído hablar del Judío Errante o de Saint Germain, y hasta ha leído la terrorífica historia de Dorian Grey, de modo que esa gente, la informada y la inculta, cada año añadía una libra de desconfianza a su natural prevención, que tal vez fuera envidia y tal vez miedo.

Y, así, los cincuenta años de Segismundo pudieron representar cincuenta banderillazos ardientes en las vidas declinantes de sus amigos, rabieta grande, de fiesta de guardar, y la fuerte atracción del misterio.

— Tú, ¿qué tomas, Segismundo?

— El Aire.

— ¿A qué médico vas?

— A ninguno. Como no estoy enfermo...

Empezaba a parecerse a los hijos más jóvenes de las mujeres que le habían amado, y a gustar a las más jóvenes hijas de los hombres de su edad.

Sólo se le notaba la edad en que no iba con la moda de la última generación: ni vestía raro, ni bailaba sin bailar exactamente, ni renunciaba a expresar con claridad y cultura sus pensamientos.

Ciertamente no envejecí. No había envejecido ni un día desde que cumplió los veinticuatro años. Canas y arrugas le habían respetado, lo mismo que el reumatismo, la calvicie y la decepción, pero como se había educado en otra época, en lugar de joven se convertía en intemporal, en fotografía de una edad que no volvería y en recuerdo vivo y aterrador.

Y así, a fuerza de miedo y de envidieja, le iban haciendo famoso, atribuyéndole el descubrimiento de la Fuente de la Eterna Juventud o algún tipo de reacción atómica en la tiroides, cosa bien vulgar.

Algún periodista había llamado ya a su puerta. "¿Es verdad que...?". Pero nada era verdad, en opinión de Segismundo.

— Si no toma usted nada — le insistían — ¿no será cosa de los cromosomas? ¿Se ha hecho usted análisis? ¿Le han mirado con scanner?

— No, claro.

Desde el punto de vista de Segismundo, él era perfectamente normal, puesto que estaba sano, se encontraba bien y equilibrado. El problema, de existir, estaría en los cromosomas de los demás, tan avejentados y tan tristes, o en su hipófisis o en el hígado: mala cosa el hígado encabritado.

— Pero, ¿qué siente usted al ver que no envejece?

— ¿Qué sentiría usted en mi lugar? Puede que sea cruel decirlo, pero estoy satisfechísimo.

— ¿Y si no se muere nunca? — le insistían.

— ¿Y para qué he de querer morirme yo? ¿Quiere morirse usted?

— Pero, ¿no le da miedo la eternidad?

No vayan ustedes a creer que Segismundo fuera un insensible. Cuando cumplió los cuarenta con la misma apariencia que a los veinticuatro, no dejó de sentir curiosidad, de modo que se hizo chequeos, habló con curas y con filósofos y hasta se hizo confeccionar su carta astral. Total, que era un hombre normal de veinticuatro años, ni más listo, ni más fuerte, ni más santo.

Hizo muchas lecturas. Le dio vueltas a la teoría de la relatividad, y a lo del punto de vista del espectador. Pensó si viviría él en un tiempo distinto que los demás y, por fin, dejó de inquietarse: nadie acaba de cree que él se pueda morir, de modo que, si a Segismundo le regalaban la vida, no veía motivo alguno para protestar.

Pero los demás, sí.

Está muy feo eso de ser eterno. Está feísimo se inmortal y en algunos se consolidaba el deseo de comprobar si de verdad lo era, que una cosa es no envejecer y otra sobrevivir a un tiro o a un cuarto de litro de estricnina, por ejemplo.

El joven cincuentón también empezaba a percibir el ambiente enrarecido, de manera que empezó a esquivar a sus vecinos y a negarse a hacer nuevas amistades que, tarde o temprano, terminaban por sacarle una fotografía como a un bicho del zoológico.

Algunas revistas echaban leña al fuego publicando algunas extrañas cosas sobre el descubrimiento de la eterna juventud, y cancerosos y otros incurables llamaban a su puerta pidiéndole la merced de un cuartillo de su sangre que, como debía ser maravillosa, les regeneraría todo lo regenerable y más.

Grupúsculos religiosos — o casi — se obstinaban en convertirle haciéndole ver que la vida no lo es todo, cosa que Segismundo sabía perfectamente, y urgiéndole a que renunciara a su juventud.

— ¿No ve usted que peca?

Y, seguramente, pecaba por ser distinto y, si se considera la vitalidad, mejor. Si hubiera sido un hombre rico se hubiera buscado un retiro, fingiéndose un jovenzuelo y permaneciendo anónimo, pero dependía de su trabajo, vivía de su sueldo y lo único de auténtico valor que tenía era la vida, valor no negociable, por supuesto.

Hasta cierto punto no negociable: las compañías de seguros no cesaban de hacerle pólizas, muy interesantes según los agentes. También los bancos se hablaban del magnífico negocio que sería para él invertir a largo plazo:

— ¿Sabe usted lo que tendría en efectivo un señor que hubiera puesto una peseta a interés compuesto en tiempo de Jesucristo? ¡Billones!

No hace falta ser un gran imaginativo para comprender que la situación se le iba volviendo difícil y que su aparente juventud empezaba a ser una carga más de una ventaja: una carga que le separaba de sus antiguos amigos, que le aislaba de una sociedad en la que él era el único desclasado temporal y, como tal, un paria condenado a la soledad y... al paro.

La Seguridad Social había tomado cartas en el asunto: él, a los cincuenta, y después de veinticinco años de cotizaciones, aparentaba una envidiable juventud. A los sesenta y cinco se jubilaría empezando a percibir un retiro... El sistema estaba basado en el juego: la Seguridad Social apostaba a que él no tendría tiempo de recuperar todo lo adelantado, y él apostaba a que sí. Siempre ganaba la S.S., menos en su caso seguramente, y una organización estatal no puede permitirse excepciones por el aquello de que todos somos iguales ante la ley, con independencia de nuestro aspecto.

En otras palabras: no se aceptaría en adelante su seguro obligatoio, pero, sin él, Segismundo no encontraría trabajo en ninguna parte y mucho menos en su gremio de profesores de Enseñanza General Básica, donde no pocas maestras opinaban que con su juventud acabaría abusando deshonestamente de las alumnas de octavo.

Segismundo alegó que él no era, ni mucho menos, inmortal y, por lo tanto, tampoco eterno. Hubo un médico que hasta se atrevió a certificar que no veía motivo alguno que permitiera suponer que D. Segismundo Flores gozara del don de la inmortalidad, añadiendo que su extraordinario aspecto se debía a una muy buena salud, pero "salud" a fin de cuentas, es decir, que nada le hacía, objetivamente hablando, invulnerable a la enfermedad.

— Bueno, pues presente recurso. — les respondieron, pero, entre tanto, él estaba despedido, sin retiro y con la amenaza del hambre en tanto los tribunales resolvieran, y los tribunales son lentos.

— Vende tus memorias a alguna revista.

De acuerdo, sólo que, como descubrió el periodista encargado de hacer la mezcla, Segismundo no tenía "memorias" y sí una vida vulgar como la copa de un pino. No tenía mucho dinero ni debía mucho. No era revolucionario y tampoco conservador. Ni era soñador excelso ni escandaloso materialista y, descontando su apariencia juvenil, nada ofrecía al público.

— ¿Cuál considera que es su misión? — le preguntaba el de los papeles — ¿Por qué cree que le ha sido concedido esta don?

— No lo sé. No puedo imaginármelo.

— ¿Un milagrito? — proponía el periodista.

— ¿Por qué iba a ser un milagro tener buena salud? ¿Por qué iba a ser un milagro que yo fuera el único hombre sano de la humanidad?

— ¿Cree que morirá algún día?

— No pienso nunca en la muerte.

— ¿Es usted español¿ — le preguntó otro, sorprendido por esta respuesta — Los españoles siempre andamos a vueltas con la muerte: con la nuestra, con la de los demás, o con ambas.

— ¿Y por qué me tendría que morir yo?

— Porque es lo acostumbrado.

— Pues ese debe de ser mi secreto: yo — dijo bajando la voz — he decidido no morirme.

— ¿Así de fácil?

— Si le parece fácil, pruébelo usted.

Le pagaron una entrevista y basta: Segismundo no daba para más en plan de exclusiva. Probó a vender sangre en pequeñas dosis, por si los milagreros cotizaban, pero el colegio de médicos se le echó encima por un lado y, por el otro, uno no puede perder doscientos o trescientos centímetros cúbicos de sangre diariamente.

Le huían los compañeros, envidiosos; le huían las damas, convencidas de que era un ser monstruoso. Le huían las jovencitas, bloqueadas entre la angustia y la atracción de lo turbio. Una, sin embargo, el dio un aceptable consejo:

— Envejécete, hombre.

— ¿Cómo se hace eso?

Y ella le enseñó lo necesario: maquillaje y pintura; unas canitas aquí y allá, ojeras acullá, unos surquitos en los ojos y otros en la frente, medallas del tiempo fugitivo. Había que renovar, después del afeitado, la mayor parte del disfraz cada mañana, pero parecía una solución. Solo que la gente se lo tomó a mal:

— ¿Es que quieres reirte de nosotros?

— ¿Yo? Solo quiero ser como vosotros.

— ¿Te parecen envidiables una úlcera de estómago, una bronquitis de fumador o la alopecia?

— No, no...

— Si eres eterno, al menos sélo con dignidad y no a hurtadillas.

Y, ciertamente, mientras insistió en envejecerse con maquillaje, las cosas todavía fueron a peor, y hasta llegaron a amenazarle por la calle acusándole de cínico.

— ¡Váyase! ¡Váyase! ¡Monstruo!

De manera que deicidió envejecer realmente, a la brava. Por supuesto, que nunca se le ocultó que el suicidio era solución definitiva, pero seguía sin tener la menor intención de morir — ni siquiera de hambre — y, por otro lado, temía descubrir que, en efecto, era inmortal: prefería seguir alimentando ciertas dudas, al fin y a la postre salsa de la vida misteriosa.

Con bufanda y boina recorrió bares, tabernas, tascas y bodegas, sitios malos de verdad, obligando a su hígado a filtrar alcoholes de mucho cuidado y a su cabeza a tamizar los peores pensamientos y las nieblas más espesas. Solía invitar a los que tenían las narices más rojas, con la esperanza de recibir buenas lecciones, pero las resacas les desagradaban profundamente y aún más las cuatro tortas que se ganó en una trifulca, además del paseíto a comisaría, donde, una vez identificado, le regañaron:

— ¿No le da vergüenza? Ya tiene usted edad suficiente para estas cosas. ¿Qué pretende? ¿Pervertir a la gente normal?

— No: pervertirme yo, a ver si así...

Poco después, y al ruido de las sonadas trompas, regresó el periodista aquel de las memorias, y Segismundo se le echó a llorar y a maldecir su negra suerte.

— Quieren que me muera. No me arrugo, no me pelo y, por eso, todos quieren que me muera... Es muy triste saber que voy a vivir muchísimo tiempo y pensar que no tengo ningún futuro.

Y el periodista se apiadó. Aunque secretamente envidiara la eterna juventud de Segismundo, supo compadecerse de él:

— Esto se lo arreglo yo en dos patadas. — le dijo. — ¿Sabe lo que es el mundo?

— Una pera azul.

— Información. Eso es lo que es el mundo de hoy: información. La gente lee que hay un hombre que no envejece y le molesta no ser igual: el eterno joven les usurpa la eterna juventud que, como fábula, es maravillosa y como realidad, insoportable discriminación.

— ¡Ya está! Dígales por escrito que tengo un cáncer atómico.

— ¡Ja, ya está! Con cáncer, atómico o no, tienes que morirte y, si no lo haces, Dios te ampare.

Segismundo parpadeó desconcertado: sanísimo no le querían; enfermo, le desearían la muerte... ¿Entonces?

— ¡Información y psicología! Usted tiene que seguir trabajando y seguir viviendo en paz. ¿No es eso? Entonces, ¿qué cosa puede hacer que dejen de envidiarle para compadecerle y olvidarle luego?

— ¿No tendré que cortarme una pierna? — preguntó Segismundo, súbitamente preocupado.

El periodista se puso a reír entonces:

— Hay — dijo — algo que nadie quiere ser; nadie, ni de los honestos ni de los pervertidos; algo que vale en España más que la vida eterna y que, cuando no se tiene, es peor que la muerte; algo que hará que todos los españoles le compadezcan, pero que rara vez usarán como insulto contra usted. Algo que permitirá a todos perdonarle y hasta aceptarle en sus casas. ¿No se imagina la cabecera de mi revista?


"¡Sensacional!"

El Dueño de la Eterna Juventud,

¡ES IMPOTENTE!

"La causa parece estar en el mismo desequilibrio hormonal que no le permite envejer y tampoco amar."
 

— Y, además — añadió el periodista guiñándole un ojo — no le faltarán las más quieran comprobarlo.


Publicado el 14 de mayo de 2017 por Edu Robsy.
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