Adán y Eva Bis

Arturo Robsy


Cuento


—Seguramente el fin del mundo nos aterroriza a causa de que supondría el final del hombre como especie. ¿Somos capaces de imaginar un universo sin el ser humano? No.

Esto,y lo de más allá, decía un conocido filósofo en un no menos conocido Congreso de Filosofía. A tenor de la verdad, estos caballeros se habían reunido más para charlar de sus cosas ("¿Cómo te va?", "¿Y María y los niños?", "Los míos ahora estudian piano", etc.) que para poner en orden los asuntos de sus correspondientes disciplinas.

Además, cuando esta historia tuvo lugar, la fiebre por esta clase de reuniones había estallado y hasta se construyó una ciudad exclusivamente para celebrar Congresos: una ciudad moderna y, de acuerdo con el progreso, monumental y rectilínea; es decir, fea. Y en ella no era extraño que se celebraran dos o más congresos a la vez. Como en nuestro caso.

Técnicos en balística y filósofos tenían su reunión anual y ambos, de común acuerdo, decidieron tratar el problema de la supervivencia humana. "El hombre —pensaban— es algo muy importante que no debe extinguirse". Pero al pensar en el hombre, lo hacían con los ojos vueltos hacia el Discóbolo de Mirón o el David de Miguel Ángel, que hacía el ciudadano medio, vestido de gris, con los ojos grises y el almita gris también a fuerza de monotonía, aburrimiento y miseria (que la miseria, por cierto, no es cuestión de dinero, sino de actitud ante el mundo).

En fin, que filósofos y pirotécnicos deseaban salvar a la especie humana, pero no a un hombre ne particular, no al técnico empresarial, ni al bandido adulterador de alimentos, ni al famoso futbolista. El hombre, en sus mentes privilegiadas, era un abstracto más, y nada tenía que ver con aquellos seres, a medias sórdidos, a medias heroicos, que se hacinaban en las superpobladas ciudades.

Incluso el Buen Dios, que conocía todo esto, había perdido su sonrisa eterna y se preguntaba apesadumbrado por los límites de la conciencia humana. "¿Hasta cuando? —decía— ¿Hasta cuando". Pero, naturalmente, las cosas solo se hacen una vez, y ya era demasiado tarde para que el Buen Dios insuflara un poco más de sentido común en tanta cabeza hueca como circulaba por el mundo.

El asunto —como todos— había tenido un principio. Ahora, a distancia, sin dejarse llevar por la poesía, se podía decir cuál fue: la Pereza; el afán de trabajar menos y vivir más y mejor. En principio la idea no estaba mal. No lo estuvo, siquiera, cuando brotaron las minorías que vivían a costa de los demás; y, ni siquiera pudo criticarse, cuando la libertad fue substituida por un convenio privado entre la empresa y el individuo, mediante el cual se recibiría apoyo en la enfermedad, y alimentos y cobijo para subsistir a cambio de un tercio de la vida del trabajador.

Esto —quieras que no— significaba orden, comunicación y buenas costumbres. Lo peor vino cuando las grandes chimeneas ahumaron la atmósfera y se descubrió que el aire no era eterno. Vino cuando el agua se empezó a vender (a precio de vino) por aquellos mismos que habían ensuciado la mayor parte de los ríos del planeta. Y, después, cuando el aire comprimido fue también un producto más en el mercado. Para caminar fueron entonces precisas ciertas mascarillas que filtraban el oxígeno, y para comer... pues eso: un puré amasado con algas marinas y proteínas extraídas del sucio petróleo; una cochinada a la que todos tuvieron que acostumbrarse porque, además, ya nadie recordaba cómo empezaron estos asombrosos acontecimientos.

Por otro lado, la diversión del pobre o del frustrado siempre ha estado en relación con el lecho; y la incontinencia del hombre es proverbial, de modo que el mundo estaba repleto de niños que nacían a patadas y de viejos, que se negaban, los muy cabezotas, a morirse y dejar sitio libre, como era su obligación.

No hablemos, además, de las enfermedades. Las estadísticas demostraban que el 90% de la población padecía (o soportaba) enfermedades respiratorias y digestivas (el aire sucio y la comida sucia). Y el 70% sucumbía a la presión de los ruidos, de modo que su poco seso se volvía como el agua e, idiotizados, acababan en tal o cual Casa de Reposo, ya que el hombre, como los automóviles, jamás vuelve a ser el mismo una vez que pasa por el mecánico...

Con esto, el hombre se hacía beligerante. El vecino desconfiaba del vecino. Tal ciudad de la que tenía al lado. Y tal nación, de tal otra que, quizá, le hacía demasiada competencia en los mercados subdesarrollados, ya que las potencias industriales jamás permitieron a los africanos y a los asiáticos un cierto desarrollo; les necesitaban sin fábricas para venderles sus productos.

En el ambiente, cuando se celebraron los congresos de técnicos en balística y de filósofos, flotaba el olor de la guerra. Un olor estremecedor, negro y poco volátil, que todos los ciudadanos sentían en el corazón.

Los filósofos mencionaron la idea cósmica de la misión histórica del hombre. Los pirotécnicos, las nuevas bombas de antimateria y el singular poder de algunos estados para terminar, de una vez por todas, con el mundo. Y, los dos grupos al unísono, se hicieron la pregunta clave:

—¿Qué debemos hacer? ¿Qué PODEMOS hacer?

—¡Salvad al hombre! ¡Salvad al hombre! —decían los más exaltados.

—¡Salvad al mundo! —decían los utopistas.

Y solo un viejo filósoco, cínico quizá, quizá más sabio, dijo que se le daba una higa que el hombre, como primate truculento, viviera un siglo o un milenio más. Según él, ninguna razón justificaba (a juzgar por los tres mil años de historia y muerte) el que el hombre siguiera existiendo. Y por poco lo empalan allí mismo.

Había, pues, que salvar al hombre. Y para hacerlo, tenían que elegir a dos seres físicamente perfectos, varón y hembra, sin atender a su inteligencia más o menos desarrollada, a su sabiduría o a sus influencias, pues solo necesitarían reproducirse acertada y prolíficamente. Naturalmente sería preciso que estos nuevos Adán y Eva tuviesen ciertos dones, a semejanza de aquellas otras virtudes preternaturales: buena vista, buenos pulmones y rapidez de reflejos.

Quedó, pues, establecido aquel plan. Los filósofos se encargarían se seleccionar a la pareja adecuada, y los pirotécnicos (también pirómanos) construirían una nave espacial capaz de enviar a otra estrella la semilla de la humanidad.

El hombre elegido —hablemos de él— tuvo que pasar por mil pruebas y aún más, junto a otros muchos aspirantes. Un análisis de herencia demostró que no poseía ningún cromosoma recesivo y maligno, capaz de producir mongoloides, daltónicos, asmáticos o reumáticos. Otro, le confirmó como individuo bien alimentado y con una pasable cantidad de leucocitos, además de ser inmune a la mayor parte de las enfermedades comunes: viruela, sarampión, tuberculosis y paperas (¡nada peor que las paperas para un futuro padre de la humanidad!).

Los filósofos le pusieron frente a interminables cuestionarios (tests), en los que se averiguaría su capacidad de adaptación a un medio distinto, sus mecanismos de aprehensión, su sensibilidad y su grado de responsabilidad a la hora de tomar decisiones rápidas y comprometidas. Los físicos investigaron su resistencia a la aceleración, su aguante a la falta de gravedad o al exceso de presión atmosférica, y, también, si su organismo resistiría un viaje tan largo sometido a la animación suspendida (hibernación). Y el hombre salió triunfante.

La mujer también pasó por todas las pruebas y quedó confirmada como nueva Eva, que viajaría, en caso de ser necesario, hasta la estrella Alfa de Centauro, a cuatro y pico años luz, transportando en la nave una completa biblioteca de micropelículas que contenían toda la sabiduría del hombre.

Eso sí: para evitar malentendidos, no permitieron que la pareja se conociera. Y, cuando fue evidente que la guerra iba a estallar, les congelaron, les encerraron en sus cápsulas y les lanzaron al negro espacio, donde viajarían durante diez años largos.

Días después, la Potencia A machacó a la Potencia B, y ésta, a su vez, a la A; y, de rebote, las otras Potencias de poco pelaje quedaron deshechas porque, de un modo u otro, eran tributarias de A o de B. De esta forma los dos únicos seres vivientes se encontraban dormidos, en el interior de una nave, rumbo a la estrella Alfa de Centauro, donde, según todos los cálculos, engendrarían otra humanidad más limpia y capaz de respirar aire puro, beber agua sin cloro y comer carne de verdad.

Filósofos y pirotécnicos murieron con la satisfacción del deber cumplido; el hombre no se extinguiría. Y, así, sus últimos pensamientos fueron para aquella pareja perfecta, hibernada en su nave, y dispuesta a reproducirse gozosamente en cuanto tuvieran otra tierra bajo los pies. El mundo, pues, no se había terminado: la destrucción solamente equivaldría a un paréntesis entre una y otra edad. Únicamente el viejo filósofo, medio cínico, sonrió con sarcasmo:

—Me extrañaría —dijo, mientras la radiactividad le devoraba— que un viaje por el espacio bastara para transformar al animal absurdo que es el hombre.

Y tenía razón.

Cuando, tras los diez años de cruzar la nada, los dos expedicionarios llegaron a Alfa de Centauro, sus cápsulas de hibernación se abrieron y ellos, dulcemente, volvieron a la tibia vida. Lo primero, claro, fue frotarse lo ojos (diez años durmiendo no son moco de pavo); y, después, se contemplaron.

El hombre vio que la mujer, Eva, era una muchacha esbelta y bien formada, pero con una mirada relativamente tozuda. Tenía, eso sí, unas caderas que hacían presagiar una feliz maternidad, y unos pechos a tenor. Pero aquellos ojos demostraban que en su cabecita bullía una mente caprichosa.

Ella vio que el hombre, Adán, era joven y sonriente, pero también descubrió que su pelo era pajizo y que tenía las manos demasiado grandes, desproporcionadas quizá, y todo él con un aire de obsesiva timidez. Al momento decidió que no era su tipo, que no le gustaba. Y se lo dijo.

—No me gustas, Adán —murmuró con desencanto.

Era evidente que pensaba cosas feas de aquellos filósofos que le eligieron un hombre así.

Él parpadeó. Después, claro, quiso hacerle comprender que aquella no era una cuestión de atracción (o amor), sino de supervivencia, pero Eva no le hizo ni caso.

—No me gustas —repitió—. Yo solo me casaré por amor.

Los cadáveres de los filósofos y físicos se removieron en sus tumbas y lloraron al ver fracasado su plan.

Y no se casaron (si es que eso es casarse).

—No me gustas —seguía repitiendo Eva ochenta años después, en aquel mundo paradisíaco y maravilloso.

Y así fue como sucumbió la humanidad.


16 de enero de 1973


Publicado el 30 de marzo de 2019 por Edu Robsy.
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