Aún Me Parece Cercana...

Arturo Robsy


Cuento


¿Qué cosa? Mi infancia. Sí: aún me parece cercana por más que ya son muchos los años que me separan de ella y que pronto, irremediablemente, serán demasiados.

Muy buena debió de ser, porque aún la llevo dentro, aún no la he abandonado del todo y siento las preguntas asombradas al borde de los labios, las viejas ganas de iniciar el juego, el momento especial en que los ojos se te quedan quietos, fijos en todo cuanto de irreal te rodea, únicamente atentos a la imaginación que, por dentro, te habla de paisajes lejanos, estrellas muy bajitas y aires removidos que se pueden palpar con las manos.

A veces tengo la impresión de no haber salido de esa infancia mía, de ser aún el niño que amontonaba leña cada tarde para encender un poco más el ocaso. Me sorprendo al mirar los rostros de los mayores desde la misma altura, o al tener que agacharme para sortear cualquier inoportuno toldo de un comercio... Es que la infancia aún está conmigo, aún me sujeta y me hace vivir la impresión de que esto, el bolígrafo, el papel, los nuevos deberes y las irremediables angustias, no es más que el viejo juego que se inicia y sucesivamente se engrandece.

Por eso en el espejo me veo igual que cuando... que cuando aún era más niño. También, por supuesto, me queda la impresión de que viví mi infancia a trozos, en el verano, por ejemplo, que entonces era enorme, prolongado, inacabable... Casi tan costoso como el invierno.

A fuerza de recordar tengo presentes los veranos, pero no el tiempo que los separaba, no el otoño, no el largo invierno, porque entonces, como la naturaleza, entraba en un letargo del que sólo la nueva primavera me arrancaba, ya retozón y aventurero.

Y esos veranos antiguos, que todavía me acarician los ojos, tienen un nombre: Alcaufar, la cala donde acudía todo el universo a mi alcance para depositarse, en polvo, sobre mi piel hasta la hora del baño, para abrirme los ojos frente al horizonte desde la elevada torre, para quemarme las pestañas y el flequillo entre las llamas doradas y largas de las hogueras que encendíamos los niños cada tarde.

El asunto de las hogueras empezó de modo casual y, poco a poco, se convirtió, en manos de los niños, en un rito que difícilmente hubiéramos podido explicar.

De una forma u otra, un día los vecinos tuvieron los suficientes trastos como para sentirse agobiados por ellos y propusieron a la chiquillería encender un bonito fuego a cambio de nuestra ayuda para acarrear los cacharros hasta la calle de tierra.

Ardieron bien, muy bien... La primera hoguera fue, al principio, amarilla y sus llamas, tenues con mucho humo azulado y ligero. Al anochecer, en cambio, se volvió roja, terrible, fiera; perdió el humo y empezó a escupir hacia las estrellas espiras y puntiagudas lenguas de fuego.

Fue entonces --creo-- cuando los niños comprendimos que era preciso continuar con el juego. Los padres no nos lo impidieron porque en Alcaufar no había electricidad por aquellas épocas y la luz de carburo (superior a la de los quinqués, y más blanca) era cuanto se tenía en las casas desde la puesta de sol hasta la alborada.

Lógicamente el vecindario prefería el fuego callejero que iluminaba las terrazas y los jardines. Era, además, una espléndida ocasión para charlas y recapitulaciones, un excelente momento para convivir todos, un poco hermanados por las llamas y otro poco protegidos de los misterios de la noche por el fuego.

Y así, un verano y otro, al anochecer, cuando empezaban a volverse opacos los colores de la zarza y de la piedra, los vecinos se acodaban en la balaustrada de sus terrazas o se invitaban a gin de un jardín a otro, y nosotros, los niños, arrimábamos una cerilla al papel arrugado que estaba bajo la leña del lado del viento, para que las llamas nos amparasen en la oscuridad.

Bien pronto quedó demostrado que la comunidad no era capaz de abastecer nuestras hogueras, como tampoco lo era, por entonces, de acumular las ingentes cantidades de basura que nosotros precisábamos.

Pero las hogueras continuaron a costa de sacrificarles la mitad de la tarde. La mitad justa, a partir de las cinco y media, cuando salíamos del mar chorreando sal y oliendo a algas y recogíamos papeles de la playa, cañas secas y paja del cañaveral, y matorrales agostados color de miel que ardían con intensas llamas amarillas pero que duraban muy poco tiempo.

Y esto se prolongó durante años. Era la Hora del Fuego, el ritual de las llamas... Lógico en nuestras cabezas, muy dispuestas a establecer magias y liturgias donde existiera una remota posibilidad de sacarles provecho a nuestras portentosas imaginaciones.

Siguiendo este método tuvimos un Árbol de las Siete Ramas, una vieja encina alejada de camino y casas que en realidad, tenía cinco ramas que, eso sí, partían todas casi del suelo y daban la mayor sensación de frondosidad que recuerdo.

Cuando estábamos inapetentes o nuestros juegos habían dado de sí todo lo posible; cuando las avispan nos habían acribillado lo bastante para hacernos dejar la cacería de avisperos; cuando el mar nos había arrugado la piel de las manos más de lo prudente, siempre surgía una voz que proponía:

--¿Y si fuéramos al Árbol de las Siete Ramas?

E íbamos a sabiendas de que allí no se podía hacer más que contemplar la impresionante encina, saltar la cercana pared o escalar el árbol hasta las ramas más altas y frágiles y recolectar bellotas verdes y amargas. Bellotas que, en casa, hacíamos servir de soldados y alineábamos en interminables procesiones que eran desfiles.

Este Árbol de las Siete Ramas costó más de un brazo a nuestras aventureras exploraciones, porque las encinas, con su aspecto grisáceo y acorchado, no dejan adivinar muy bien qué ramas están verdes y fuertes y cuáles otras están secas y quebradizas.

Pero el árbol no era la única solución a nuestro hastío: era más bien el símbolo de nuestra libertad y de nuestra independencia, aunque no nos divirtiéramos demasiado con él. El Árbol, una vez bajo sus ramas, nos ponía melancólicos y nos llevaba a contarnos historias, a repetir las caídas a los mayores o a confiar a la comunidad nuestros anhelos secretos.

Además del árbol, teníamos la "Torreta" como refugio de sombra segura y comodidades lujosísimas: consistía en una enorme piedra que emergía tierra adentro, a quince o veinte metros de los acantilados.

Llegábamos a ella por el camino secreto que era, como es de rigor, el más difícil y enrevesado. Desde la playa, en lugar de rodear los acantilados, los escalábamos por la parte más escabrosa, esa que está cubierta de matorrales que, en nuestra imaginación, formaban la Catarata.

Esta Catarata daba al Túnel, que era una pasillo rodeado de zarzas y lentisco por el que había que avanzar a gatas. Y el Túnel desembocaba, como es lógico, en la Cuevecita, un reducto secreto en el interior de un acebuche bajo y retorcido.

Allí, camino a la Torreta, hacíamos un alto para descansar y destapábamos la cantimplora, un instrumento sin el que no puede salir a la calle un verdadero aventurero. Pasándola de boca en boca, charlábamos y nos sumergíamos en profundas filosofías.

Discutíamos, por ejemplo, las virtudes del tabaco y la absurda invención de sus peligros, que sostenían los mayores poco comprensivos. Las cañas de pescar eran otro tema obligado que solía levantar disputas sobre quien de nosotros preparaba mejor los sedales.

Luego, ajustábamos de nuevo el tapón de la cantimplora y llegábamos a la Torreta, donde, como todo estaba dicho ya, callábamos cinco minutos y repasábamos la línea de la cala y los argumentos que próximamente daríamos sobre el tabaco y la preparación de armadas para la pesca: lo importante estaba hecho ya y lo importante era llegar a la Torreta, no estar en ella.

Sobre la Cueva Grande, que da a la playa, hay otra pequeñita a la que llegábamos por un pasillo de piedra. Esta covacha tenía una virtud sobre las demás, y es que estaba enmascarada por una higuera jovencita que permitía ver sin ser visto. Por esta razón nos servía de escondrijo, o de casamata, o de carro de combate, o de cabina de avión de caza, o de torre de submarino, según las exigencias del momento.

A ella acudíamos también a entretener nuestros ocios que, habitualmente, no duraban ni un cuarto de hora. Bien instalados, con la cantimplora a mano y con los arcos o las cuerdas (según) entre las piernas, vigilábamos a tal pintor que había plantado su caballete en las cercanías, o nos burlábamos de tal turista cuya cara recordaba, roja y blanca, la de un salmonete.

Tratábamos también las cuestiones del amor y elegíamos a la mujer más bella de entre las que estaban a la vista. Algunas dormitaban en la terraza del hotel. Otras fumaban cigarrillos asomadas a las ventanas y otras aún, aparte de las que entraban y salían del agua, tomaban el sol alargadas en la arena, pacientemente aburridas, quietas como lagartijas sobre piedra tibia.

Teníamos discusiones por este motivo, porque no coincidíamos en materia de mujeres. A unos les gustaban gordas y a otros flacas; a unos con pechos generosos y a otros con las tetitas menudas, "de manzana", que decíamos. Y, en fin, con o sin biquini; rubias o castañas, morenas o pelirrojas, altas o bajas y sucesivamente.

Yo elegí con particular cuidado a la mujer de mis sueños. Tenía ocho años y ella treinta, pero en aquel tiempo yo era incapaz de encontrar algo cómico en este detalle. Era alta, rubia, de pequeño pequeño y caderas robustas. En cuanto la vi supe que era la mujer de mi vida y de hecho lo fue hasta que me tropecé, a la semana siguiente, con una francesita de mi edad, que ocupó su lugar durante veintiséis días seguidos. ¡Vaya éxito!

Pasé luego el invierno enjugándome las lágrimas en su recuerdo y pavoneándome, de paso, ante los amigos del colegio mientras exhibía una foto en la que ella y yo estábamos juntos y nos sonreíamos. Pero lo mejor del caso es que algunos llegaron a tenerme envidia por mi conquista.

Un íntimo camarada también estuvo enamorado de una alemana, gorda como un cachalote, que se paseaba en biquini haciendo reír a media playa. Desde entonces supe por qué el amor es ciego. Mi amigo, no, por supuesto. Y, cuando le decíamos que la mujer estaba gorda, contestaba:

--Sí, pero me gusta su nariz --y estaba dispuesto a cargar con toda aquella humanidad a cambio de aquella nariz que, ciertamente, era una hociquito gracioso y bello que se perdía en la inmensidad de su cara redonda. El amor, sin duda, al menos por aquellas fechas era ciego.

Por entonces, lo recuerdo bien, los mayores hablaban sonriéndose de dos hombres --el uno gordo y viejo y el otro delgado y joven-- que vivían solos en una casa cerca del mar.

Para mí lo único que esto quería decir es que no estaban casados y no se habían podido traer a sus mujeres. ¡Mejor para ellos! Porque mi curiosa experiencia de la mujer se reducía a saber que siempre están haciendo camas o comida, o barriendo o diciendo que no hagas esto o lo otro porque te ensuciarás.

Estos dos hombres ya me habían llamado la atención a mí, pero por dos cuestiones bien distintas que a los mayores: que eran los únicos hombres que conocía que se pusieran gorros de baño y que estaban muy morenos y olían a crema que apestaban (nosotros decíamos que "olían a turista").

Sin embargo las personas mayores sonreían al hablar de ellos y decían "qué vergüenza". Y las mujeres sonreían también tapándose la boca con las manos y murmuraban:

--Son muy apañaditos ellos--, pero sonaba a desprecio su voz, no a cumplido.

Llegaba por fin el último día del verano: aquel día quedábamos ya muy pocos en la playa y los niños solíamos rivalizar en ser los últimos en partir de ella. El que conseguía quedarse un día más, unas horas más, era el héroe y, al verano siguiente, presumía de lo lindo y nos trataba con paternal aire de veterano.

Nunca nos decíamos adiós. Nos íbamos simplemente. Y, en general, aprovechábamos los últimos momentos para enterrar los tesoros más valiosos, para libertar a las bestezuelas cautivas (grillos, sapos, lagartijas...) y para sentarnos en la escalera de casa sintiendo ya un adelanto de la nostalgia.

En esas escaleras recordaba yo los tétricos rostros de mis profesores y se me estremecía la piel hasta sentir ganas de llorar. Entonces, sólo entonces, me perdonaba el mal trago y repetía a la enredadera moribunda y al miraguano sin frutos que aún quedaban dos, tres días quizás, para comenzar el letargo.

Y me iba sonriendo a la ciudad.

Detrás de la moto, entre las rodadas de la carretera sin asfaltar, en los charcos de las últimas tormentas, se me iba quedando la infancia aquella que aún me parece cercana y que no volveré a tener ocasión de repetir.


Publicado en el Diario Menorca el 16 de octubre de 1973.


Publicado el 22 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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