Aventura

Arturo Robsy


Cuento


Cuando Apolo era joven y andaba por las ciudades de Grecia estudiando medicina, su carácter admiraba a todos sus condiscípulos: reidor y alegre, no desdeñaba la última copa nocturna en la taberna oscura y pobre, ni el beso comprado a la puerta del burdel, ni la chirigota truhanesca en la persona de algún profesor despistado (por ejemplo, el de historia que, desde la última Olimpiada, tras la gripe asiática, tenía puesto un pie en la barca de Caronte).

Sin embargo Apolo también sabía ser serio cuando la ocasión lo requería y pasaba por el más correcto de los muchachos de su cuadrilla. Pasable atleta y mejor orador, acudía todos los días al ágora para instruirse con los discursos de los ciudadanos y, también, componer hermosos versos en honor de tal o cual muchacha que, por entonces, llenaba sus pensamientos.

Huelga decir que Apolo era un mozo bello y bien planteado, y que las niñas gozaban con su compañía por más que nunca dejaban de mirarle como a un juguete encantador, un lindo muñeco parlante lleno de sonrisas, pero frío. Y Apolo lo sabía y se entristecía en su corazón, porque él hubiera querido tener una novia como los demás, una mujercita cándida (o no) a la que contar sus pequeños desengaños de adolescente en estudios, sus enormes ideas de poeta joven y sus blancas ilusiones de dios en sazón.

Vivía de pensión con su hermana Diana, con la que compartía habitación, secretos y yantar, y, con ella también, salía de caza todos los festivos en busca del corzo descuidado o del jabalí poderoso; pero estas ocupaciones no bastaban a apagar los fuegos de su alma saltarina y si su hermana --irreductible virgen-- se conformaba con ligeros escarceos, él andaba necesitado de un amor profundo y verdadero que viniese a completar la paz de espíritu que sus versos le anticipaban.

Así pues, cuando Apolo era joven y andaba por las ciudades de Grecia estudiando medicina, amó y fue amado por una bella mujer, una mujer con los ojos calcados del cielo y los labios entreabiertos, con aliento de brisa marinera. Todas las tardes, al concluir sus prácticas de interno en el hospital, se retiraba con la muchacha al bosquecillo de la acrópolis y allí, armado con la lira, enhebraba uno a uno sus mejores versos mientras se dejaba mecer por los delicados brazos (como de mármol tibio) de la mujercita. En ocasiones contaban, para distraerse, todos los olivos de los campos cercanos o buscaban semejanza de cosas conocidas en las nubes blancas que se asomaban al cielo. También planeaban cuidadosamente su futuro e imaginaban cada habitación de su casa --cuando casados-- sin olvidar el color de las paredes, la profundidad de los espejos y el orden arquitectónico de las columnas del patio (ya que Apolo, como poeta, se inclinaba por el corintio y ella, como mujer, por la sencillez del dórico).

Naturalmente que aquello acabó mal porque Apolo no había contado con su propia divinidad y al correr los años la mujer envejecía mientras él continuaba con su porte de adolescente juguetón... Por fin, juventud y vejez acabaron por divorciarse y trazar un foso entre ambas: ¿Cómo amar a una anciana? ¿Cómo sentirse cercana a un muchacho eterno y juguetón? Sin embargo a Apolo la aventura le dejó un buen recuerdo que, con los muchos años de retiro en el Olimpo, los episodios desgraciados fueron disipándose conformando en la memoria del Flechero Apolo una historia dulce y completa que tenía poco que ver con la realidad que vivió cuando era joven y andaba estudiando medicina por las ciudades de Grecia y amó y creyó ser amado.

Muchos años después, desde el Olimpo, cansado de sonreír ante los despropósitos del hombre, olvidado de todos sus antiguos fieles y con ideas propias sobre los trasplantes de corazón, he aquí que sintió de nuevo la nostalgia del amor y bajó otra vez a la tierra. Pretendía Apolo una mujer con la que compartir los versos más que la existencia; una mujer por la que ser besado más que a la que besar; una mujer a la que entregar recuerdos en vez de proporcionárselos. Pero Apolo, con tanto vivir entre los dioses, había idealizado el comportamiento humano hasta creer que las mujeres buscarían en él su belleza y le exigirían solamente fidelidad y tiernas palabras. Sin embargo, ¿qué cosa puede proporcionar un poeta a una mujer moderna? Pensándolo con cuidado, tal vez cariño, pero, ¿para qué el cariño? Los poetas --y más si son dioses-- olvidan con facilidad que tras cada palabra existe un cuerpo sujeto a duras servidumbres de las que el sueño y el hambre no serían las más importantes siquiera. Los poetas --y más si son dioses-- encuentran en el aire motivos para respirar, mientras que los mortales hallan en la respiración razones para la existencia del aire: he aquí la diferencia de Apolo con los hombres y la de los poetas con los profesionales especializados.

Repitamos: ¿qué cosa puede proporcionar un poeta a una mujer moderna? No seguridad, desde luego; ni riqueza, ni lujo más especial que el de recibir las dedicatorias de los poemas que el poeta escriba. Pero, ¿qué es lo que una mujer puede esperar de un dios-poeta, médico y hermoso? Amor, sí, pero demostrado a través del bienestar material: si me quiere, cuidará de que posea lo más esencial y hasta lo más secundario; tal es el razonamiento de las mujeres contemporáneas, pero no el de los poetas --y más si son dioses.

Apolo ignoraba todo esto, o por lo menos, lo tenía olvidado desde mucho antes y por eso cuando bajó a la tierra de nuevo quedó sorprendido y triste. El recordaba a la mujer como un ser encantador y delicioso, dócil y confiado, y se encontraba con algo tan distinto... Treinta siglos sólo habían servido --en opinión del dios-- para que las mujeres aprendiesen las inquietudes del hombre y las angustias de la vida hasta contaminar su alma tanto como su cuerpo.

Habló con unas y con otras, tratando de hallar el nuevo amor, la que bebería sus versos, le acunaría en sus brazos (casi mármol tibio) y jugaría a contar con él los árboles del campo o las nubes asomadas al cielo. Fracasó, naturalmente, y, cansado, el buen Apolo se echó a los viejos caminos de donde faltaban las higueras umbrosas, el polvo plateado y piedras que apartar el cayado.

Al fin una mujer distinta: solitaria, silenciosa, provista de los ojos más largos que conociera Apolo y de cejas como interrogantes sobre el horizonte. Hay que añadir que era difícil (y lo sigue siendo) resistirse durante unas horas a Apolo, como hay que decir también que había un no sé qué de hipnótico en su rotunda belleza y en su mirada buena: por eso se amaron inmediatamente y continuaron así hasta que el dios descubrió que, al contrario del viejo tiempo, lo difícil era continuar enamorados. La mujer --al fin mujer-- tenía el espíritu voluble y una singular propensión al hastío; se alimentaba de novedades y huía de las costumbres, mientras que Apolo a lo único que aspiraba era precisamente a convertirse en hábito.

He aquí su decepción. He aquí que Apolo se entristeció y quiso saber mas del alma que ahora tenía el mundo hasta descubrir en la mujer a la que deseaba amar un universo de temor. Ella era todo miedo: a la muerte, al amor, a la vida, a la soledad y, a la vez, a sí misma... Comprendió entonces que una mujer así no puede amar nunca, y comprendió, además, que los hombres habían acabado con las cosas más bellas que los dioses les entregaron.

¿Cómo tenderse en la noche a contar estrellas (Arturo, Antares, Casiopea...) si la noche estaba muerta con las luces de neón? ¿Cómo amanecer entre canto de gallos si los últimos gallineros sólo existían en los más remotos lugares? ¿Cómo buscar en las nubes perfiles de recuerdos si las nubes eran artificios de los hombres y sus poderosas máquinas? ¿Cómo echarse a los caminos si los caminos no servían para andar a pie?

Los hombres volaban ahora, de acuerdo, pero cada vez estaban más lejos del cielo, de ese cielo al que, por no creerle, llaman espacio. Los hombres corrían como estrellas fugaces, sí, pero aumentaba la distancia que entre ellos tenían establecida. Los hombres gritaban como siempre también, pero ignoraban ya la razón y los cimientos de sus voces.

Los hombres --se dijo Apolo-- habían muerto en alguna esquina de la historia y sólo quedaban sus momias, llenas de terror, fingiéndose una vida que tristemente desconocían. ¿Cómo amar? ¿Cómo acercarse a ellos? No a través de los versos. No a través de la más exacta poesía. No a través de la más abierta confianza. ¿Cómo entonces?

Apolo, sin embargo, tenía un medio vedado al resto de los poetas: Apolo todavía podía emprender el vuelo hacia el Olimpo y aguardar allí un nuevo resurgir a las edades. Sería esconder la cabeza, negar los ojos a la evidencia (no al revés) y hundirse definitivamente en los recuerdos que, por sí solos, nada llegarían a justificar salvo la nostalgia. Pero esto, con ser malo, era preferible al mundo que se amenazaba de muerte y a los hombres que se arrebataban la dignidad de sus pasiones.

Y Apolo abrió el vuelo. Se levantó, como un rayo de oro, sobre las nubes más oscuras y arriba, junto al sol, se fundió con su carrera, casi borracha en el ozono limpio de la estratosfera. Y así, de regreso al viejo Olimpo, volando como solo los antiguos dioses supieron hacerlo, un radar lo confundió con cierto cohete cuya amenaza era siempre esperada. En otro lugar se abrieron una compuertas de bruñido acero y, más lejos aún, una conversación vuelta onda brincó entre los continentes. Después unas sirenas desataron las lágrimas de las ciudades y...

Apolo, abatido del cielo que siempre fue suyo, malherido más en alma que en cuerpo, buscaba con su último jadeo la tumba olvidada de la mujer que amó hace tanto tiempo, cuando él no era más que un joven estudiante de medicina en las ciudades de Grecia y hablaba todavía con los hombres. A su alrededor extraños proyectiles levantaban surtidores de fuego y tierra carcomida mientras el mundo se separaba por última vez y para siempre.

Naturalmente Apolo, antes de morir, no encontró la tumba de la mujer que le amó, porque no había sido más que una aventura de los tiempo en que él era joven y estudiaba medicina por las ciudades de Grecia. Fue mejor así.


Publicado en el Diario Menorca el 13 de marzo de 1973.


Publicado el 11 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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