Caperucita Roja en el Tren

Arturo Robsy


Cuento


Anochecía en la estación y la gente, entre dos luces, resoplaba arrastrando las maletas. ¿Me hace el favor? ¿El tren para tal sitio? ¿Sí, dónde está? ... Al final de cada vía carteles luminosos explicaban, más o menos confusamente, la hora de salida y el destino.

Era la hora punta de los abre coches, de los mozos-que-buscan-taxi y, en general, de toda la fauna y flora de pseudo-desocupados que viven a costa del viajero vergonzoso. ¿Y qué le doy a éste por abrirme la puerta del coche? ¿Cinco duros? ¿Y a éste que llama al taxi al tiempo que yo y que corre tras él agitando los brazos hasta que frena? ¿Otros cinco? ¿Y al que se empeña en cogerme la maleta, casi en arrancármela de la mano? ¿Lo mismo?

¡Dios qué caros salen los viajes! Los altavoces zumban con sintonía mecánica y desafinada: "el tren expreso con destino a Barcelona, que tiene su salida a las veinte quince, se encuentra situado en la vía seis". Qué bien. Los obreros que conducen sus mulas mecánicas cargadas de equipajes sortean público y, a veces, solo por pura diversión frenan ostensiblemente: "¡atontao! —dicen— ¿No ve usted que paso?".

Muy bien, muy bien: así son las estaciones y, forzosamente, se debe atravesar toda esa confusa jungla antes de encontrarse al relativo amparo del departamento. Por supuesto que, a la puerta de cada coche, un señor con gorra de plato vuelve a arrebatar la maleta del viajero y, por otros cinco duros, se la coloca en la seguridad del maletero. Por menos de veinte duros en total (taxis aparte) uno no se sube al tren.

El soltero los pagó y se refugió en el departamento dispuesto a leer la revista humorística recién comprada y a quedarse dormido después ojeando una antología de relatos de miedo. Se las prometía felices cuando entró una señora con tres niños colgados de la falda. Acomodaron su equipaje, se libraron de sus abrigos, le dieron las buenas tardes y...

Apenas arrancado el tren, el más pequeño empezó a gritas:

—¡Mamá, pis! ¡Mamá, pis!

—Espera a que salgamos de la estación.

—¡Pis! ¡Pis!

La madre, enfadada, se lo llevó al pasillo. Los otros dos aprovecharon la oportunidad para explorar a fondo el reducido espacio que compartirían con el soltero. En un momento treparon a los asientos y, de ellos, al portaequipajes. Después, y a despecho del frío, abrieron de par en par la ventana y, a gritos, señalaron los lugares que creían reconocer. Luego, contaron las luces y, cuando éstas pasaron demasiado de prisa, las estrellas. Decían los nombres aprendidos en los tebeos del espacio, pero no apuntaban, por supuesto, a sus verdaderas dueñas:

—Aquello es Sirio, donde el Capitán Galaxia le cortó la cabeza de arriba a abajo al Dragón del Rey Talak —explicada uno de ellos con todo lujo de detalles.

El joven soltero dejó la revista sobre sus rodillas y atendió para comprobar a qué abismos de maldad había descendido el espíritu de aquellos sangrientos niños.

—La de allá es Vega —anunció el otro—, la estrella en torno a la que giraba el planeta Luba, que el General Space hizo estallar con descargar de energía radiante al sublevársele la guarnición de Nube Alta, su capital.

—Y allí está Júpiter, de donde venían a invadirnos las Repugnantes Babosas. El Coronel Valor las descubrió a tiempo y las hizo caer en una red de energía, ¿recuerdas?

Los dos muchachos eran, sin duda, un prodigio de erudición espacial y podían citar aventuras del Capitán Galaxia, el General Space y el Coronel Valor durante horas antes de empezar a experimentar los primeros síntomas de agotamiento.

Por otra parte introducían al soltero en toda una mitología que apenas había vislumbrado antes. La de cosas que suceden en las estrellas cuando uno las contempla desde el punto de vista de un niño.

—Aquel rojo —decía uno en ese momento— es Marte, donde hay grandes mercados de esclavos venusinos y, en general, de casi todos los lugares subdesarrollados de la Galaxia.

—Sí —respondía el otro—. Allí, el malvado Rutar vendió al Coronel Valor cuando lo raptó de su piscina de Long Beach.

—Claro. Se lo vendió a Mudir, el reformador de Mundos, que dirigía la Empresa para Hacer Habitables los Asteroides.

La madre regresó con el niño pequeño calmado ya, y tomó posesión del asiento de la ventanilla. Los niños, desalojados de su observatorio astronómico, empezaron a embestirse y a revolcarse por el suelo.

—¡Niños!

Ellos, con experiencia en tales situaciones, aguardaban un momento y volvían a empezar. Acabaron por derribar la revista de las rodillas del soltero.

—¡Niños!

Nueva pausa y adelante. Cuando se pusieron del todo insoportables, la madre se brindó para contarles un cuento.

—¿Os gusta el de Caperucita Roja?

Ellos arrugaron la nariz con desconfianza. Él se rió para sus adentros: una niña repipi y un lobo tonto no pueden ofrecer muchos atractivos a personas perfectamente enteradas de los asuntos estelares del Capitán Galaxia, el Coronel Valor y el General Space. Hablarles de bosques y de lobos sin un marciano malvado y sin una babosa invasora sería perder el tiempo lamentablemente.

—Había una vez una niña muy buena —comenzó la madre—, que siempre iba a ver a su abuelita, que estaba enferma y vivía en lo más profundo del bosque...

—¿Y por qué no la habían llevado al hospital? —preguntó uno de los niños, dotado de gran espíritu práctico.

—Nosotros —dijo el segundo— llevamos al hospital a la nuestra cuando estuvo mala. Y, entonces, para ir a verla, bastaba con tomar un taxi en lugar de meterse en un maldito bosque lleno de lobos.

La madre estaba en desventaja. Difícilmente saldría airosa de la aventura, ya que un niño exige coherencia ante todo y, la verdad, el que una niña encontrara un bosque cerca de casa donde meter a la abuela enferma era poco menos que imposible.

—¿Me permite? —dijo el soltero sonriendo. La madre sonrió por toda respuesta—. Hace poco que me he enterado de la Verdadera Historia de Caperucita y supongo que los niños la escucharán.

Los niños, en bloque, le lanzaron una gélida mirada. Ellos sabían más que nadie lo cerca que estuvieron de hacer desistir a su madre y librarse, así, del cuento. Conocían la resistencia de la mujer y no les inquietaba. El soltero, en cambio, tenía todo el aspecto de ser un tipo obstinado y de no parar hasta llegar a aquello de "y colorín, colorado, este cuento se ha acabado".

—Debo advertiros —empezó— que sobre el Cuento de Caperucita se han dicho muchas mentiras, porque los que lo cuentan no lo han leído. Hace unos días yo tuve la oportunidad de ver el original y me llevé una buena sorpresa.

—¿Es que por fin metieron a la abuelita en un hospital? —dijo uno de los niños con sarcasmo.

—¡Mucho peor que eso!

El "peor" pareció interesarles por primera vez. ¿Algo peor que llevar a un enfermo al hospital? ¿Habrían operado a la abuelita? ¿Le habrían hecho un trasplante? Los niños se sentaron por primera vez desde la salida y atendieron francamente.

—Resulta —dijo— que Caperucita no se llamaba así.

—¿No? —les gustaba eso.

Una niña llamada Caperucita debía ser el colmo de lo repipi.

—¿Cuál era su nombre?

—Antonia.

—¿Toñi?

—No, no: Antonia. Sin diminutivos. Pero como llevaba siempre un anorak rojo, algunos la confundieron con la verdadera Caperucita, que era mucho más antigua y buena. Pues bien: esta Antonia vivía en los alrededores de una ciudad llena de espantosos ruidos y de conductores locos, y todas las mañanas iba al colegio por aquellas calles tan aburridas.

En los ojos de los niños apareció una luz de comprensión. Se identificaban con el hastío de Antonia, obligada a cruzar las calles después de haber mirado dos veces, a respetar los semáforos y a ayudar a los ancianos que tenían miedo a los coches.

—¿A qué clase iba? —preguntó el mediano.

—A la Cuarta.

—¿De E.G.B.? —dijo el mayor.

—Sí, pero entonces solo se llamaba La Cuarta, y todos entendían.

Los niños sintieron una punzadita de envidia y abrieron un poco más los ojos para que no se les escapase ningún detalle. El soltero encendió un cigarrillo y continuó.

—A pesar de que todavía no se rellenaban fichas ni se dibujaba en los libros, Antonia tenía notas bastante flojas, que entonces no se llamaban insuficientes, sino suspensos. Y por esta causa los padres la dejaban muchos domingos sin postre y, a veces, hasta la mandaban a la cama sin ver la televisión.

Los niños simpatizaron con Antonia, alias Caperucita Roja.

—Además, sus padres siempre le decían: "Fíjate en Juanita —que era una vecina que iba a la misma escuela—, ella sí que aprovecha y todas las semanas trae un sobresaliente y, a veces, hasta una medalla".

—¿Una medalla? ¿Por qué?

—Antes —explicó— a los niños empollones les ponían medallas para prevenir a los demás.

Los tres convinieron con el soltero en que eso era, justamente, lo que se merecían personas tan malvadas como los niños empollones. La madre miraba asombrada a los cuatro y, a su pesar, comenzaba a interesarse.

—Por eso —siguió el joven— Antonia estaba harta; tan harta que hasta pensó en echar cal viva en el tintero de Juanita o algo así, porque antes obligaban a los niños a escribir mojando una plumilla en el tintero a cada instante.

—¿No había bolígrafos? —preguntaron.

—¡Claro que sí! Pero los maestros preferían los tinteros y, además, no dejaban que los niños metiesen en ellos los dedos o que echasen la tinta en el pupitre.

Los tres se escandalizaron: usar tintero y plumilla podía ser una crueldad, pero no permitir meter en él los dedos o manchar la mesa era, como decía su padre, puro sa-dis-mo.

—Bien. Pues como esta cansada, Antonia decidió un buen día no ir a clase, hacer novillos y olvidarse de la empollona de Juanita. De modo que, al salir de casa, se puso a andar camino del campo y, cuando se quiso dar cuenta, había llegado al basurero de la ciudad.

Los niños admiraron francamente a Antonia: estar en el basurero y sola: qué suerte.

—Allí se divirtió mucho y encontró cosas preciosísimas: los tapones de plástico más raros, pedacitos de cristal de todos los colores, alambres, cordeles y hasta un trozo de rueda de coche. En eso tuvo sed y se subió a un montón de basura para mirar: a lo lejos vio una casita, de modo que guardó en la cartera todo lo que había encontrado y se fue para allá.

Uno de los niños —el menor— hacía pipa con el dedo. Los otros dos analizaban la posibilidad de pedir un día a papá que les llevase a los basureros. Sería mil veces mejor que acompañarles al parque o a la playa: hay cosas que los mayores se resisten a entender.

—Apenas había andado unos pasos cuando un extraterrestre le salió de una vuelta del camino. Llevaba el traje espacial puesto y sostenía la escafandra bajo el brazo. Era exactamente igual que un terrestre, pero más bajito y con la piel más verde. Tenía casi el tamaño de Antonia. El extraterrestre le preguntó su nombre a Antonia y luego quiso saber adónde iba.

—A aquella casita, a beber agua.

—¿Y quién vive allí?

—No lo sé.

—YO soy un actor —le dijo el extraterrestre, que era muy mentiroso—. Estaba haciendo una película ahí al lado y también me ha entrado sed, de modo que iremos juntos a pedir agua.

Y Antonia le dejó ir con ella. No es que se hubiera creído lo de que era actor, pero, vamos a ver, ¿es que un ser del espacio no puede tener sed?

—Ya lo creo —dijo uno de los niños.

—El Dragón del Rey Talak, que no podía ser más espacial, bebía mucha agua y hasta vivía en un foso lleno de ella.

—¿Os dais cuenta? Por eso Antonia no podía ponerse a sospechar por las buenas. Además el ser del espacio parecía muy simpático y, mientras andaban, le fue contando el argumento de la película que decía que estaba haciendo.

Pero la verdad es que él había llegado a la Tierra en un platillo volante y tenía la misión de recoger muestras de vida. Había cogido ya un conejo, algunas mariposas y dos o tres escarabajos, pero ahora quería personas, al menos un hombre, una mujer y una niña.

La niña la tenía ya, y pensaba que en la casa encontraría algún hombre y a la mujer. Entonces les paralizaría con un rayo y les teleportaría a su platillo. Luego, en su planeta, los sabios les harían muchísimas preguntas hasta que se volvieran tontos. Después invadirían la Tierra sabiendo todos los secretos.

Los niños no quisieron discutir sobre los secretos que Antonia y una pareja de campesinos podrían revelar. No les cabía duda de que serían de vital importancia, y que los sabios extraterrestres se los extraerían en un dos por tres.

—¿Y qué pasó?

—Que Antonia lo descubrió todo, porque el extraterrestre le fue preguntando por lo que comía y por lo que hacía en el día. Luego quiso saber hasta dónde había estudiado. Un actor no pregunta estas cosas: solo habla y habla, de modo que supo que le preguntaba eso para invadir mejor la tierra.

—Estoy seguro de que yo también me hubiera fijado en el detalle... ¿y qué hizo?

—Pues, a llegar a la casa, Antonia le pidió al ser del espacio que esperar fuera, porque, a lo mejor, los dueños le veían con aquella pinta y se asustaban sin saber que era un actor. Entonces no les darían agua. El extraterrestre dijo que sí, y Antonia entró y se lo explicó todo a los dueños, que eran dos abuelitos que vivían solos.

—¿Si? ¿Y qué hicieron? —dijo un niño.

—¿Tenían escopeta en casa de los dos abuelitos? —preguntó otro.

—No les servía —advirtió el soltero—. Vosotros sabéis que todos los extraterrestres llevan un escudo de energía colgado del cinturón. Le hubiera rebotado el tiro.

—¿Entonces?

—Muy sencillo: salió el abuelito con Antonia y se llevaron al ser del espacio al pozo, como para darle agua. Para que no les atacara enseguida, le dijeron que la abuelita le traería un pastel después de haber bebido, y él esperó para cogerles a todos juntos. Entonces el abuelito le dio el cubo y le dijo: "yo ya soy viejo y tengo reuma: ¿quiere usted sacar el agua?".

Y el invasor tiró el cubo al fondo y, cuando lo iba subiendo y estaba muy vencido hacia adentro, Antonia le levantó las piernas y le tiró al fondo. Allí se estuvo hasta que llegó la policía y lo sacó acatarrado. Y a Antonia le dieron una medalla, pero de las de verdad, no como las que se ponía Juanita, que eran quincalla.

Los niños se dieron por satisfechos. El tren frenaba. La madre sonreía. En el andén un hombre gritaba el nombre de la estación.

—Es la nuestra —dijo la madre.

El soltero les vio salir. Abrió la revista humorística. Por el pasillo, un niño le iba preguntando a su madre: ¿por qué tu nunca nos cuentas historias tan reales, mamá?

Pobre mujer si, a la mañana siguiente le pedían que repitiera el cuento. Pobre.


Publicado en el Diario Menorca el martes 5 de marzo de 1974.


Publicado el 15 de junio de 2019 por Edu Robsy.
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