¡Chis! Silencio

Arturo Robsy


Cuento


El pueblo se ha dormido. ¡Chis! Silencio. Sólo la luna se pasea, como siempre, buscando sabe Dios qué cosa perdida entre los tejados. Sólo el perro aquel, que vive junto al molino, aúlla largamente, aburrido de la soledad, la noche y el frío. Sólo un sereno, uno sólo, se arrebuja un poco más en su amplio capote y piensa en las cosas negras que la noche sugiere.

¿Que cómo se llama el pueblo? Pues no lo sé: el nombre de los pueblos está en la carretera, escrito en el poste indicador, y, también, en la cabeza de los impresos del municipio, pero estoy entre las calles y tampoco alcanzo a ver, desde aquí, la fachada del Ayuntamiento. Es un pueblo sin nombre, como todos lo son cuando la noche se abate; un pueblo lleno de gente como muerta, encerrada en los nichos de su dormitorio y remachada con el silencio del sueño. Un pueblo, vamos.

¡Chis! Conviene callar. ¿Ven, a lo lejos, aquella sombra que se bambolea entre las esquinas? Es José (no Pepe). Un chalado, como dicen por estas tierras. Anduvo mucho tiempo perdido por esos mundos y cuando regresó, hubiera podido hablar de ciudades exóticas: Estrasburgo, París, aquel Zuiderzee helado y húmedo donde tuvo que dormir a veces... Hubiera podido hablar, no cabe duda, pero no lo hizo. Calló y, así, poco o nada es lo que se sabe de él. José es viejo. Volvió viejo, consumido de años y de no sé qué miserias en el alma, y, ahora, remienda algún zapato viejo o pone medias suelas a las botas de los muchachos revoltosos. También recibe algún dinerejo de una iguala que pagó hace mucho, y, con eso y lo que buenamente se le da, va tirando el pobre.

No es, aunque lo parezca a simple vista, un vagabundo, pero viste el hábito franciscano de los pordioseros y todo él es un enorme remiendo de colorines e hilos gastados. En su cubil, la horma, el martillo, las puntas, y recortes de suela y piel; y más atrás, donde no llegan la luz ni el aire, una yacija con una frazada prehistórica.

¿Y qué hace este José? No se sabe, pero todas las noches, las noches, todas, por más que el tiempo se le vuelva en contra, se llega hasta el cementerio, se sienta, le da al chisquero hasta que la mecha humea y prende su pitillo. Luego, llora un poco, así, con cansancio, sin molestarse en hacer aspavientos y gemir. Echa, simplemente, su lagrimita silenciosa, tira el pito a la vieja cacera (ya inútil y cubierta de cabuyas) y se marcha.

Se dice en el pueblo que José apunta en un libro todas las lápidas y que se sabe los nombres de cuantos muertos están allí. Otros hablan de que va a llorar un viejo amor. Nadie sabe, en suma, por qué. Manías de anciano, quizá, o, quizá, esa mieditis lóbrega que nos viene cuando el final está cerca.

Y, mientras José va para su lugar, ¿veis aquel ventanucho donde todavía brilla la luz? Es la casa de Pedro, el mecánico: todo un señor que se lanzó al asunto cuando las bicicletas hacían furor, y desde entonces. Arreglando pinchazos y corrigiendo cadenas aprendió el oficio y, después, se aventuró con las motos. Y de las motos, ¿quién no pasa a los coches y los tractores?

Dicen que ha hecho dinero y, además, bien que se le ve: dos mozos tiene, y tres o cuatro aprendices en el taller, y hasta es posible que ponga una estación de servicio en la carretera provincial. Este Pedro tiene el riñón cubierto, pero ¡chis! Silencio.

¿No sabéis por qué brilla la lucecita en su casa? Está de suerte: Remedios, su mujer, va a parir de un momento a otro. Y él, a su lado, aguanta los envites del dolor y deja que Remedios le clave a fondo las uñas. Se quieren, ¿sabéis? Ella es mucho más joven, y se casaron hace tres años y pico. Total, que cuando ya habían perdido las esperanzas, va Remedios y suelta la noticia. Y ya veis: hoy, de parto en casa de Pedro, y Remedios, que es primeriza, le clava las uñas en el brazo mientras el médico se va enjuagando las manos con el pitillo en la boca, y una comadre dormita sentada en un rincón.

—Ahora va en serio —suspira el médico.

Y Remedios, antes de nada, le aprieta la mano al marido:

—Tú, te marchas —le dice.

Y Pedro obedece. Sabe, porque lo han hablado, que su mujer no quiere que la vea en este trance, y, también, lo comprende. Aún en la preocupación del momento, Pedro sabe sonreír: un minutejo más y podrá ver que demonios es un hijo.

Dejémoslos. Dentro de poco sonarán los azotes y, ¡hala!, otro candidato para la pila que ahora cola hay que hacer hasta que son varios los rorros, porque los bautizan en manada, como quien dice. Pero de momento, ¡chis! Silencio. Aún hay más cosas en este pueblo que duerme.

Ahí los tenéis, en la taberna. Aún es tempranito y, con eso de la televisión, más de uno se aprovecha para echar larga la tertulia y meterse en el cuerpo dos o tres vasos más de la medida. Anselmo, el de la tasca, ni fu ni fa. Al principio, cuando se compró el televisor, aquello se le llenaba hasta la hora del cierre, y buenas perrinas que le sacaba él al cacharrito. Pero luego siempre sale el chisgarabís de turno que arma bulla, o la ronda de mozos, con los cascos calientes y dispuestos a cantar a grito pelado, de modo que los problemas aumentan. También, claro, las mujeres del pueblo llamaron a sus hombres a capítulo y, ahora, sólo dos o tres alucinados aguantan hasta el fin. Por eso Anselmo, ni fu ni fa. Ve los programas; despacha lo que buenamente piden y santas pascuas.

Hoy, sin embargo, no anda de buen talante y, al cerrar, tiene un gesto bastante maligno en la boca. ¿Qué? ¡Nada! Cosa de pueblo y chismorreos de comadres. Sin embargo, a veces, le tocan el alma, que viene a ser como cuando el dentista te da en el nervio y tú no sabes si gritar o gemir. Anselmo tiene una hija, una real moza, bien plantada y mejor cubierta de carnes. Un poco fina para lo que se lleva en el pueblo, pero, eso sí, guapa como la que más.

Bueno, pues la tal moza, que se llama Concha, se hablaba con un chaval de su edad: Damián, el hijo del boticario, que, en invierno, estudia en la capital y será, a no dudarlo, un hombre de provecho si consigue olvidarse de todo lo rufián que es. Concha y Damián se hablan, pero, desde las últimas navidades, ya no más. Se acabó el asunto, y ella, un poquitín desmejorada, un poquitín tristona, se pasa el día trabajando para su padre y entrando y saliendo de la iglesia como quien busca consejo.

Su padre ya se lo dijo:

—No te preocupes, hija, que chicos como Damián los hay a patadas. Todo se acaba en este mundo de narices.

Pero la niña no quiere a otro, sino a Damián y así estaban las cosas hasta que hoy alguien le ha dicho al tabernero si no será que Concha tuvo demasiado que ver con el muchacho del boticario; si no será que Concha ya no es tan doncella como uno supone.

Y Anselmo, al cerrar, va a preguntar a la niña lo que hay de cierto en esta historia. Concha negará; el padre, afirmará como si de veras desease que su hija hubiese pasado por las manos de Damián y, al cabo, todo volverá a quedar como antes salvo, quizá, la confianza de los otros mozos del pueblo que, como explican con detalle, no quieren que se les dé gato por liebre.

¿Y qué hay de verdad en esto? ¡A saber! Aunque, razonado, es muy posible que Damián tomase lo que se le antojó, y luego lo enviase todo a freír espárragos. Casos así, o peores te los cuentan las profesionales del amor en cualquier ciudad mediana.

Pero, tut-tut, dejemos en paz a la pobre Concha. ¡Chis! Silencio otra vez y la última visita. El cura, el señor cura que, en ocasiones, se aburre condenado a su breviario, a los partes hablados de Radio Nacional y a sus ocasionales tertulias en casa de Anselmo. El buen cura que se sabe de carretilla los pecadillos y las miserias de todas estas gentes, y que, en el fondo, no les ve una malicia muy desarrollada. Claro que hay casos y casos... Por ejemplo Esteban, alias El Cojo, alias El Triste. Este Esteban sí que es cabezón y, sin embargo todavía anda suelto, porque fue él, y sólo él, quien partió a hachazos una vieja talla (quizá del siglo XVII) que apareció en su bohardilla.

—Mía es —dijo—. Y hago lo que quiero con ella.

Y, por lo visto, lo que quería hacer con ella era leña. El sacerdote no quiso denunciarle por su salvajismo y lo dejó correr. Esta noche vuelve a pensar en ello porque Esteban hace poco que le ha llamado. Se encontraba mal el muy bribón y ya se veía a las puertas del infierno.

—Mire, padre —le había dicho—: usted me confiesa y yo le pago veinte misas.

El cura, entonces, sonreía y contra su voluntad, disfrutaba con el miedo del malsín.

—¿Y tú quieres confesarte?

—¡Tanto! Que en esta dejo la piel, padre; que va muy en serio.

Y oyó su confesión. Nada fuera de lo corriente salvo eso: afición al vino y miradas a las mujeres del prójimo. También, su poquillo de mala uva, su envidieja, y lo otro: Esteban es anticlerical y no quiere saber nada de curas y lo demás:

—La misa es oficio de mujeres, ¡qué porras!

El sacerdote sigue con su sonrisa:

—Pero bueno: ¿tú te arrepientes o no?

Esteban entabla una batalla con su cazurría y sale triunfante. Asiente humildemente:

—Sí, padre.

—¿Y qué me dices de la imagen?

Esteban enrojece y balbucea incoherente. Luego, irritado, se medio incorpora:

—¿Qué hay con la imagen? —grita.

—¿Te pesa?

—¡Me pasa y un cuerno! —responde el "moribundo". Y luego, al pensar que se está confesando y al creer que se juega la Eternidad, renuncia a la ira—. Quizá me pese un poco, sólo un poquito, porque la imagen era mía y bien mía.

El cura le deja en paz y se pone serio para la absolución:

—Listo; otro pasaje despachado para el Paraíso —dice, burlón, porque el médico acaba de llegar del parto de Remedios.

—Todo ha ido bien. Es niño —comenta y mira enfadado a Esteban—. ¿De modo que has vuelto a las andadas, no?

Le reconoce:

—¿Bebiste?

—Algo, no mucho. Tantito así.

—¿Comiste?

—Lo normal. Quizá un poco más, pero nada.

Se contemplan y, en eso, el médico le empuja con el dedo sobre el estómago, haciéndole gritar.

—Empacho —dice—. Eres un animal.

—¿Entripao?

—Sí, hijo, entripao otra vez: y ya van quince o dieciséis. Eres una bestia.

Esteban suspira aliviado, y, luego, viendo al cura todavía allí, comenta zumbón:

—Lo de la imagen bien hecho estuvo. Y las misas... bueno, ésas se las pagaré porque la palabra es la palabra.

Por fin el cura consigue dormirse. ¿Pensó antes que se aburría? No, hombre, no; con tipos como Esteban la vida puede ser incluso divertida.

¡Chis! Un último silencio: amanece. No es, no, un amanecer bonito, porque el aire está algo turbio y el día amenaza meterse en agua. ¡En fin! Luego alguien regresa corriendo del campo.

—José —dice—. José, al lado del cementerio. Está más frío que el hielo. Se ha quedado como un pajarito.

Pedro, desde el taller, oye las novedades y se apiada:

—¡Qué cosas estas de que su niño naciera cuando José moría! ¡Pobre viejo!

Después, se encoge de hombros y, murmurando algo sobre que "la vida es así", busca el tabaco entre los pliegos del mono. Luego, cuando abran el estando, comprará "Chester" de lo bueno, para invitar a los amigos. ¡Un día es un día!

Esteban, un poco decaído, se va, tarde ya, hacia los huertos.

—Lo malo —va pensando— es que, si me llego a morir de veras...

Concha, a las doce, recibe la carta: es Damián que, en suma, ha decidido que bueno, que sí, que, de alguna forma, quiere estar con su Concha. De manera que todo olvidado y pelillos a la mar.

—¡Éste Damián! —dice Concha, y sigue pensando en él como en un héroe.

En fin, el viejo José no llorará más cabe el cementerio y, ahora, lo hará por él el niñito de Pedro mientras Remedios, asombrada todavía de haber hecho una criatura así de hermosa, le dará el pecho. Anselmo, el tabernero, no tendrá más berrinches por motivo de su hija y ella, pues contestará enseguida a Damián y empezará a soñar en las próximas vacaciones.

El cura le dirá una misa al bueno de José y guiñará los ojos cada vez que se encuentre con Esteban sólo para ver cómo éste baja la cara, rabioso.

¡Chis! ¿Quien supone que, por las noches, el pueblo duerme?


Publicado en el Diario Menorca el 14 de noviembre de 1972.


Publicado el 12 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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