Cleptomanía

Arturo Robsy


Cuento


Concurso "Arriba 1972" de Cuentos y Reportajes


ARTURO ROBSY nació en Alayor (Menorca). Estudió en Mahón, Madrid y Santoña. Colabora en periódicos y revistas y tiene preparado un libro de tema menorquín basado en leyendas de la isla. También pinta con asiduidad y ha cursado estudios en la Escuela de Publicidad. Los veranos dedica preferente atención a los Campamentos Juveniles, donde ejerce funciones de Jefe de Formación. Ha ganado algunos concursos literarios de ámbito local.


No sé si me han aconsejado que me arrepienta o no; en cualquier caso, las historias parecen tener la misma voluntad y es inútil buscarles una salida mientras ellas no lo desean.

Mara me había dicho que cerrar la puerta es muy importante y Abuela se empeñaba en apagar las luces de las habitaciones. Con esto no quiero afirmar que Mara y Abuela estaban locas, pero demuestro que las cosas son así y no hay motivo alguno para cambiarlas.

En el pueblo, al hacer novillos nos íbamos monte arriba a rebozarnos de tierra y a meter palos en las madrigueras de las culebras. El día libre en la ciudad nos vamos bar arriba, o museo arriba o parque arriba, a sorber limonadas, a beber vino o a besar a alguna muchacha que esté de acuerdo.

Y esto, ¿a qué viene? En fin: no sé, pero supongo que nada esencial, salvo, quizá, el diario, ha cambiado en nosotros últimamente. Las muchachas están ahí, y el vino y el cine y todo puede marchar adelante sin muchas complicaciones. Pero yo no he tenido suerte.

En realidad, nunca la tuve. Mara siempre luchó contra esto, pero no tuvo el menor éxito. Decía que la gente quiere gente como ella y no ideas y más ideas; decía que, a la hora de reír, se ríe y que para las lágrimas nunca ha de haber tiempo.

Y Mara era buena, como Abuela, aunque, generalmente, discutían por nada. Se cambiaban el lugar del azafrán y compraban jabones distintos, pero eran buenas.

Luego Mara se fue con un señor y no volvió más; el hombre, sí; regresó y me preguntó qué era yo de Mara y todo eso que preguntan los que creen tener derecho a hacerlo.

Fue entonces cuando me quedé con su reloj, que estaba grabado: "A P.G. de R. 1-7-67". Por eso me pasé mucho tiempo pensando, incluso con la fresadora en marcha quería saber cuál era ese nombre que empezaba por P: ¿Pánfilo, Patricio, Pastor, Paco, Pepe? Estos últimos eran vulgares, y los otros, como los que se leen en las novelas.

¿Y la mujer? --porque el reloj era regalo de una mujer--. R: ¿Rosario, Rocío, Remedios?

Luego se murió Abuela y me puse a vivir solo. Al cura que intentó cantarle el gorigori le quité un rosario hecho con pepitas de algarrobas de Jerusalén, y al tío Francisco, un mechero de latón muy brillante y muy viejo.

También otro día estuve en Münster y, después, en Estrasburgo y me traje a casa muchas cosas: latas nuevas de cerveza, ceniceros y lo que se ponía a tiro, porque pensaba en Mara demasiado, que se había ido sin darme un beso; en Abuela, que se había muerto, y en "P", haciendo preguntas, y en el cura, y en los almacenes, que hablaban con la garganta.

Nada hay exactamente claro: uno vive porque así está en el mundo, pero los demás no le dejan hacerlo a su gusto. Por ejemplo, a mí me encanta guardar los recuerdos para saber qué pienso delante de cada uno de ellos y tener también un momento de compasión por Mara que, por cierto, nadie me da razón de su paradero.

En realidad, en todas, siempre faltan objetos que nadie quiere mientras los tiene: una bicicleta, una moto, un camión. En la mía pasaba lo mismo y yo me quedaba con algo, pero sin ánimo de hacer dañó a nadie.

Un día, cuando faltó un cáliz de la parroquia donde yo hacía de sacristán en los ratos libres, vinieron todos a casa: un cura que hablaba como el mismo diablo, unos guardias, las vecinas y doña Juliana, una beata que hacía mucho que debieron enterrar sin esperar a que se muriera.

Dijeron que yo era un ladrón, y que Abuela, en lugar de planchar y coser, me debió dar más con el palo para espabilarme. Con esto y con la gente gritando a mí me entraban ganas de llorar y no me enteraba de nada.

Los guardias me desbarataron los recuerdos y los amontonaron en el patio. No había nada bueno, lo aseguro: clavos, remaches, guardabarros, relojes, ceniceros y, claro, el copón, que, además de usado, no era de oro, por mucho que el cura dijese lo contrario.

El cabo me puso una mano en el hombro y me dijo: "andando". Por el camino le oí comentar con su compañero que había atrapado a uno de los mayores ladrones de la ciudad. Entonces quise contarles que don Anselmo, mi amo, tenía todas las trazas de serlo aún más, pero no me dejaron.

Y en la cárcel me he estado hasta hoy, sin saber qué hay por esos mundos. A veces veo la televisión, pero siempre hay gente que grita y gente que cuenta cómo se han muerto los otros, y entonces yo pienso en Mara, que no se me despinta de la cabeza, y en Abuela, que se murió la pobrecita, y por eso ya no quiero ver la televisión.

Esta mañana la gente corría de lado a lado. Dos han hablado cerca de mí, de que "la culpa la tenían los rusos y sus padres, que no eran otra cosa que sinvergüenzas de mala familia".

Mi amigo ha dicho que se había armado una muy gorda y que alguien tendría que pagar por ello. "La gente pobre es siempre la que carga con el muerto".

No sabía yo qué era todo esto, pero la radio y la televisión hablaban y hablaban y yo sólo he conseguido ponerme nervioso. Sólo me he calmado un poco cuando le he quitado al monaguillo un paquete de cigarrillos, porque, debajo del colchón, estoy guardando otra colección.

Pero ahora, esta noche, resulta que estoy muy asustado.

Hace un ratito que he mirado por la ventana y no está ahí la Luna. Hoy toca creciente, que yo sé muy bien los tiempos, pero la Luna no está en el cielo.

Y, como siempre paga el que menos culpa tiene, yo sé que van a venir a preguntarme que dónde la he puesto. ¡Y yo no he sido! ¡Lo juro!

A lo mejor si Mara estuviera aquí...

De todos modos, Abuela me mira desde arriba y sabe la verdad.


Publicado en el Diario Menorca el 16 de mayo de 1972.


Publicado el 7 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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