Cuentos y Patrañas

Arturo Robsy


Cuento



"Otrosí el saber, quando es en el coraçón, faze bueno todo el cuerpo."

—Libro de los engaños. Don Fadrique.

I. Historial del padre de un viejo

Esto me lo contó un viejo en los tiempos en los que yo creía que los ancianos nacían así y que los niños siempre serían niños. Andaríamos a mediados de la primavera, cuando a los ancianos les viene esa formidable hambre de sol que entonces es dorado y poco doloroso a través del aire trasparente.

Cerca de nosotros estaba el silencio de las antiguas calles, donde una pareja de perros se olían sabe dios qué historias. Un hombre, en el bordillo, hinchaba suavemente la rueda de su bicicleta y una mujercilla iba al paso de su enorme cochecito de mamá reciente.

Por supuesto que el cielo estaba limpio (no convienen las nubes a ningún buen cuento) y que la hierba de los parterres brillaba tanto en verde como el horizonte en blanco y oro. El viejo, sin embargo, era oscuro, moreno, con la cara tocada de viruelas y los labios hacia adentro, ya sin el soporte marfileño de sus dientes. Fumaba el viejo un tabaco dulzón y penetrante cuyo humo se retorcía entre nosotros y se metía por detrás del aire y nos subía lentamente, por pecho y nariz, cielo arriba.

Entre bocanada y bocanada vino el viejo a contarme esto:

"De Villa-Carlos a Mahón, cerca de Cala Figuera, había antes una piedra gris, redonda y plana. Una piedra como las demás, a la orilla misma del camino, donde al mediodía caía la sombra de una higuera silvestre. Allí paré cuando llevaba a mi padre al asilo".

"Éramos pescadores: a vela y remo salíamos todos los días a calar las redes y a recogerlas, pero las redes no bastaban, ni los palangres, ni las horas y horas de volantín: por mucho pescado nunca había el suficiente. Los precios no eran los de ahora, ¿sabes? Ni la gente tampoco, y había días en que se te estropeaba la mercancía porque no la vendías toda y otros en que sólo cogías un par de kilos a causa del mal tiempo y la tramontana".

"Éramos pobres y los pobres de antes lo eran con mucha más propiedad que los de ahora: nadie los protegía y, desde luego, nadie se tomaba la molestia de compadecerse de ellos. En mi casa, con el último niño, éramos seis sin contar a mi padre: mi suegra, mi mujer, tres hijos y yo. No había dinero; ni siquiera la posibilidad de hacerse con nuevos aparejos para mi barca o darles estudios a los hijos, de forma que una mañana saqué de casa a mi padre y me lo llevé al asilo".

"Paramos en la piedra que te digo: gris, redonda y a la sombra de una higuera. Recuerdo que la hierba estaba tierna y brillante y que un grupo de jilgueros cantaba, por detrás de la pared, en la "tanca" de al lado. Mi padre venía cansado porque tenía ya su edad y el sol era muy fuerte: por eso nos metimos a la sombra y le di de beber para que se reanimara".

"Él estaba triste —ya te lo puedes imaginar—, pero no me reprochaba nada: en casa llegábamos a veces a tener hambre y no es bueno que los niños la tengan y que la mujer te lo recuerde todos los días; por eso mi padre no decía nada, se lo tomaba como mejor podía y resistía el sudor y el cansancio. Pero al sentarse en la piedra (gris y redonda y plana) a beber, lo miró todo: la sombra y la yerba y el color, con una sonrisa, y me dijo suspirando:"

"Hace muchos años yo también paré aquí cuando llevaba a mi padre al asilo".

"Los hijos somos a veces muy egoístas y no sabemos muy bien lo que pasa por las cabezas de nuestros padres. Yo entonces estaba en este caso y no encontraba la forma de hacer algo a satisfacción de los dos. Sin embargo, una vez que se mi padre hubo bebido y se le secó el sudor, nos levantamos y volvimos a casa. Pobres o no, ya nos arreglaríamos... No quería que algún día mi hijo me sentase en la misma piedra y yo le dijese lo mismo: hace muchos años también yo senté a mi padre en esta piedra".

(El viejo entonces se arrancó la colilla de la boca y se puso melancólico. Hoy hace ya mucho que murió, pero todavía recuerdo muy bien ese aire suyo de calmoso cansancio).

"A mis hijos les fue bien. Quiero decir que crecieron sanos y robustos y que, tal como están las cosas hoy en día no son la mitad de pobres que yo fui. Cada uno ha tirado por su lado y ya ninguno de ellos tiene que salir al mar para depender de la suerte, de modo que me alegro. Sin embargo, el mayor también me hizo descansar a mí en esa piedra gris, a la sombre, donde mi padre, y antes mi abuelo, estuvieran...".

"A la gente joven no le gustan los viejos cerca de sus niños. ¡Qué le vamos a hacer! Ojalá que mi hijo no tenga que contar nunca más esta misma historia".

II. Las piedras de música

Conocí por primera vez las Piedras de Música hace algún tiempo. Son grandes y de formas caprichosas, de color gris, aunque en determinados momentos del mediodía llegan a parecer doradas en contraste con su propia sombra espesa.

En Menorca hay varios lugares de piedras musicales. Los he ido encontrando después; no todas las rocas sirven para esto y es más bien cosa de magia que de geología escucharlas dar sus profundos sonidos. Las que yo conocí en primer lugar estaban (y aún quedan algunas) entre la Cala y la Punta de Rafalet. Eran —y son— enormes bloques desprendidos quizá por furiosos oleajes; materia grisácea llena de puntas y aristas donde nadie supondría la existencia de la música.

Pero la tenían: bastaba con llegarse hasta ellas y golpearlas con cualquier canto; entonces daban su nota peculiar, metálica, prolongada. Música para el mar desde las peñas; música para ningún oído, porque pocos les conocían aquel secreto y menos andaban por aquellos paisajes con tiempo suficiente para perderlo aporreándolas.

Cuando las descubrí —de la mano de mi abuelo— no llegué a comprender nada. Me parecieron, eso sí, las teclas desperdigadas de un piano del que sólo Dios podía ser el intérprete y el afinados. Más tarde urdí con la imaginación extraños mecanismos y hasta un sistema de palancas y poleas que permitiría —quién sabe cómo— interpretar sobre ellas las músicas que yo solía oír sobre el piano de mi casa...

Hubiera sido —pienso todavía ahora— una obra de titanes, pero una maravillosa obra, porque su sonido era mil veces superior que el de cualquier otro instrumento que yo conozca (incluso el órgano). Al golpearlas parecía que el mundo entero se ponía a vibrar. El mundo entero, ya sabéis; no sólo las piedras, sino el mar y las olas y la hierba y los escarabajos de colores y hasta el centro rojo y negro de la tierra.

Las piedras de música pertenecen a ese rango de cosas que no se olvidan porque llegan hasta nosotros a través de una incesante sorpresa... Pero esto no sería un cuento si no tuviese un desenlace. Éste:

He regresado de nuevo en busca de aquellas piedras. Algunas sobreviven; muy pocas, claro. Las demás han caído bajo otro sonido terrible: el de la dinamita. Las han hecho grava, escombro, y, con ellas, han levantado hermosas casas a la orilla del mar y han rellenado los huecos de las calles donde están esas casas...

Y mi pregunta es ésta: ¿siguen teniendo, una vez destruidas, su maravilloso poder musical? Sería cosa de golpear las casas en busca de aquellas notas tan especiales, metálicas, lo inaudito, enormes...

Ya lo he intentado yo, y sin éxito por ahora. A causa de esto me da por pensar en la de cosas asombrosas que mis hijos, cuando nazcan, forzosamente seguirán ignorando.

III. El cuento de Menorca

Menorca es un país rico en cuentos populares y, quizá, no sea el de su clima el más desconocido, aunque sí es de los más modernos. Es casi un tópico la confusión que existe sobre este asunto en cabezas que nunca —o casi— han circulado por estas tierras. Todos, creo, podrían aportar su particular historia para ilustrar esta situación, porque todos nos hemos tropezado en Barcelona, en Madrid, en Galicia o en Extremadura al muchacho culto que nos mira con envidia al saber adónde vamos y de dónde venimos:

—Conque de Menorca, ¿eh? —nos dice.

—Sí, de allí.

—¡Cómo me gustaría estar por allá ahora!

Esto, naturalmente, es halagüeño para cualquier menorquín pues, en general, hace que nos sintamos ciudadanos privilegiados a los que Dios, en su infinita sabiduría, dio lo que se merecían con más justicia que a los demás mortales. Después —y siempre por boca del joven culto y simpático— nos enteramos de por qué quisiera estar aquí, en Menorca. Ni que decir tiene que esto sucedía en enero:

—Allí os estaréis bañando ya, ¿verdad?

No ignoramos que hay gente que se baña durante todo el año, aquí y en Nueva York, pero es, por desgracia, una minoría. Lo explicas: Menorca no es una isla tropical; Menorca no es una isla de los Mares del Sur. Ni siquiera está en las Canarias, sino en el Mediterráneo y tirando al norte, de manera que tiene invierno, y lluvias, y, sobre todo, viento frío, vieja tramontana.

—¿Es posible? —nos responden—. Yo creía que...

Él creía, en efecto. Y, cómo él, muchos otros con informaciones de tercera o cuarta mano, es decir con informaciones más comerciales que ciertas, aún salvando la confusión de equiparar a Mallorca.

A veces insisten. Y, a veces, nosotros nos cansamos y decimos que no, que no tenemos seguridad de nada y que el sol nos confunde en cuanto salimos de la sombra de nuestros cocoteros y dejamos de abanicarnos con el típico paipái.

Y, luego, el turismo, segundo de nuestros cuentos que pasan a la posteridad:

—¡Jo, macho! —nos dice— ¡Menudo os lo debéis pasar!

—¿Por qué? —he aquí la respuesta inocente que se nos ocurre.

—¡A ver! ¡Las turistas!

Fíjense: no dicen los turistas, ni el turismo, sino las. Luego, además, especifican. De acuerdo: ellos saben que existen otros países como Francia o Inglaterra o Alemania o Italia, pero a la hora del turismo, del turismo balear, todos pasan a la categoría de suecas por obra y gracia de una literatura tan desafortunada como sus consumidores.

Y, por supuesto, si son las turistas, ya sabemos a lo que se refiere el joven interlocutor cuando dice "¡menudo os lo debéis pasar!". Si le dejamos, él mismo se explicará con los ojillos brillantes y el pulso ligeramente acelerado:

Un menorquín (lo mismo da un mallorquín, un ibicenco, un canario o de la Costa del Sol) se levanta a media mañana, convaleciente aún de la noche anterior; hace espectaculares gargarismos delante de un espejo de película americana; agarra su paipái y su sombrerito de palma; sus cigarrillos de aroma narcótico y sensual y se echa al monte, es decir, a la playa. Aquí sonría a una sueca; más allá traba con otra una ligera conversación sobre el tiempo. Junto al supermerendero condesciende a hablar con una más, que está muertecita por sus huesos. Elije, después, la invitación que más le conviene para comer y se embriaga ligeramente con la brisa, la quietud de la playa, la conversación fácil y el buen coñac francés. Va a dormirse la siesta. De anochecida, para remate, escoge a la inevitable sueca de turno; nada, van en canoa, bailan y beben exóticos combinados, todo, en fin, lo que caracteriza al mundo del superlujo que nos enseña la televisión. Hacen el amor hasta las tantas. Y, luego, ¡a dormir, que mañana será otro día!

Bien, sí: pero, ¿a qué viene esto? A nada; o a mucho. Cuando salgáis de Menorca y os encontréis (que os lo encontraréis) a uno de esos jóvenes o viejos que conocen tan bien nuestros cuentos populares, no se os ocurra decir que aquí tenemos problemas con el tráfico, como en cualquier otro lugar; o con los accidentes laborales, o la helada tramontana, o el frío aún en primavera; o la polución en las aguas; o los precios alocados y abusivos; o la enseñanza, o los ruidos de automóviles cuando dormimos, O... Nada, en fin, de lo que tienen otros ciudadanos menos privilegiados.

En primer lugar, destruiría un hermoso mito que —no sé por qué— tiene de verdad encanto, charme, o gracia, como se quiera decir. En segundo, no os creerían. ¿Acaso no saben ellos cómo y por qué se vive en estas latitudes?

Una cosa sí sería peligrosa: creen en estos asuntos siendo menorquín de la vida. Pero, ya se sabe: a veces tienen tanta fuerza los rumores... Reconozcan que sería hermoso vivir en un paraíso (si los paraísos existieran).


Publicado en el Diario Menorca el 10 de abril de 1973.


Publicado el 15 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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