Da Costa

Breve historia de una decepción

Arturo Robsy


Cuento



I. Quién era Da Costa

En mil novecientos, en agosto, con los últimos coletazos del siglo, nació Da Costa, postrer vástago de una larga sucesión de Da Costas renegridos y aventureros que, desde los tiempos de Don Pedro el Navegante, tuvieron que ver con el mar. Un Da Costa dobló el Cabo de las Tormentas siendo asistente de Luis de Camoens. Otro acompañó a Colón en su segundo viaje, y otro más hizo la ruta de El Cano hasta morir de un lanzazo tagalo en las Filipinas.

Siempre fueron discutidores, a medias pendencieros y a medias esforzados, pues no en vano la larga familia se había sustentado, desde Viriato, de la carne en cecina, del pescado seco y de la galleta, alimentos propios de la gente de mar curtida.

El padre del último Da Costa continuaba la tradición familiar y hacía la ruta de ultramar a bordo de un clíper rápido y marinero. Da Costa padre tenía una peculiar manera de entender aquello de "una novia en cada puerto", por lo que mantenía alegremente una familia en Lisboa y otra en Macao, ambas numerosas, pobres y felices.

El joven Da Costa hizo su primer viaje a los trece años, como proel, junto a su padre, y, así, con el alma todavía tierna, se le metió el Oriente por los ojos, la calidad del mar; su color tan distinto del Atlántico natal; las gentes extrañas con su lenguaje cantarín y sus ojos almendrados... Y, además, la riqueza: allí un europeo podía hacer fácilmente carrera: trapicheando con los chinos, navegando en los cargueros de las islas y comerciando con los salvajes o contrabandeando con el opio.

Y Da Costa se quedó con su otra familia, con la mujer oriental de su padre, y con sus medio hermanos de ojos rasgados, y nunca más sintió la nostalgia de Portugal donde, por cierto, las cosas no iban demasiado bien en aquellas fechas. Solo bajo los efectos del sake se permitía algunos recuerdos de la infancia, y descubría, así, las profundas lagunas que inundaban su memoria.

II. Lo que Da Costa ignoró siempre

Hagamos un poco de historia.

La ciencia, que quizá un día se consideró como algo estático, empezó, con el siglo nuevo, a apasionar como si de un "ismo" artístico se tratara. Ya no era cuestión de medir y comprobar: se precisaba imaginación, poesía, ojos limpios, principios humanitarios y chispa de genio para cruzar el umbral de las incongruencias.

La ciencia, por fin, lejos de definir el mundo, iba a intervenir en él, por primera vez, para convertirlo en un lugar más grato, más noble y más cómodo: las estrellas serían, pues, las que inspirarían tanto al científico como al poeta.

Y en 1901, mientras Conrado Roetgen recibía el premio Nobel de Física por su descubrimiento de los Rayos X, un físico alemán que empezaba a ser conocido, Max Plank, enunciaba la Teoría de los Cuanta, según la cual ciertas formas de energía, como la luz y la electricidad, no se transmiten en forma de ondas continuas, sino de paquetes discontinuos: los fotones.

En 1903, cuando Da Costa contaba tres años muy justos, el físico francés Henri Becquerel recibía, junto a Pedro y Marya Curie, el premio Nobel de Física por sus trabajos sobre la radioactividad natural. Y Madame Curie, en 1910, continuando sus experiencias, aisló el Radio por primera vez.

Acababa de iniciarse la gran era de la ciencia. El científico, además, había aprendido la lección de la humildad y, al vez como la física clásica no bastaba para explicar el universo, sentíase imbuido de un cierto espíritu poético. El científico trabajaba para la humanidad, y la humanidad había inventado una palabra, Progreso, para definir los descubrimientos del científico.

Y así, en manos de progreso y científicos, con la mente en el infinito Cosmos (finito, cerrado y curvo desde entonces) y con un inefable sentimiento de hermandad universal, Einstein, en 1905, enunciaba su principio de la Relatividad Restringida, que explicaba que la distancia espacial o temporal no es una entidad o un valor absoluto, sino que es relativa al cuerpo que se escoge como sistema de referencia.

En 1908 Lord Ernest Ruhterford bombardeaba finísimas láminas metálicas con partículas alfa y observaba que en los átomos hay espacios desprovistos de materia y que en su interior existen intensos campos eléctricos que aumentan según el peso atómico del elemento.

¡La nueva ciencia estaba en marcha! Algunos locos, apegados aún a la física clásica, negaban la verdad de estos asombrosos descubrimientos. Otros, aún más reaccionarios, presagiaban oscuros peligros en este progreso, pero existía el incuestionable hecho de que el científico había asaltado el átomo, último reducto de la materia y primer escalón de las múltiples nadas del universo. Por ello Lord Ernest Rutherford recibía en el mismo 1908 el Premio Nobel de Química.

En 1912 Alberto Einstein formulaba su teoría de la Relatividad General, que hace inútil la hipótesis de la fuerza de gravedad admitida por Newton: todo cuerpo sigue en su movimiento aquella trayectoria curva que es la línea más breve, dada la curvatura de la región que él atraviesa.

En el mismo año, un norteamericano, Robert Millikan, medía la carga elemental negativa: el electrón... ¿Podía dudar alguien del progreso? La humanidad, por este camino, pronto llegaría a un mundo mejor donde se mirasen con respeto los misterios y donde los hombres, superados sus viejos prejuicios, escucharan por primera vez la voz del universo.

En 1913 Nicolás Bohr modificó la teoría de Rutherford y planteó un nuevo modelo atómico, definiendo las órbitas de cada electrón y su relación con al energía. El átomo comenzaba a desprenderse de sus secretos y los científicos lo celebraron descorchando espumosas y verdes botellas de champán. Su brindis era siempre el mismo: ¡Por la verdad! ¡Por la humanidad!

Y en 1916, continuando, Somerfield modificaba a su vez la idea de Bohr (órbitas circulares y planas) y admitía que son elípticas y que el electrón gira en planos distintos respecto al núcleo.

En 1918 Max Plank recibía su Premio Nobel de Física. En el 19, Lord Ernest Ruherford, tras laboriosos trabajos, provocaba y definía lo que llamó trasmutación nuclear.

En 1921 Einstein recogía su Premio Nobel de Física y Federico Soddy el de Química por establecer, en 1911, junto a Fujans y Russell, la ley de las trasmutaciones radiactivas.

En 1922 el Premio Nobel fue para Nicolás Enrique Bohr. En el 23, para Millikan. Y, desde entonces, nombres como Heisenberg, Schrödinger, Otto Hahn, Lise Meitnet, Strassman, Enrico Fermi, Irene Curie, Frederic Joliot contribuyeron a la gloria y a la realidad de la nueva ciencia.

Heisenberg, Premio Nobel en 1932 por su mecánica de matrices, y Schrödinger, Premio Nobel en 1933 por su mecánica ondulatoria, sentaron las bases matemáticas para la nueva investigación. En 1934 Irene Curie y Joliot descubrían la radiactividad artificial. En el mismo año Fermi bombardeaba uranio con partículas radiactivas. En 1938 Hahn, Meitner y Strassman, mientras Fermi recogía su Nobel, descubrieron la transformación nuclear del átomo de uranio 234 al ser bombardeado con neutrones: la pérdida de masa o fisión nuclear.

La ciencia había triunfado y solo unos locos la atacaban en nombre de extraños y belicosos mitos, en todo reñidos con el pacifismo de los verdaderos científicos. Eran, además, los años en que Europa hervía y se contraía su lista para dar a luz una de sus peores guerras.

III. Da Costa, prisionero

En 1943, en plena guerra, Da Costa, hijo de cien Da Costas comerciantes y marineros, fue detenido en su barco, con el que había comerciado por las islas, vendiendo ora a los japoneses, ora a los polinesios, las extrañas mercancías que solía robar de algún almacén militar.

Anduvo cautivo en Filipinas. Pasó hambre en una prisión de Yokohama y, después, fue trasladado a una ciudad del interior: Hiroshima. Todo este tiempo, además, estuvo ignorante de que los mejores cerebros del mundo trabajaban incansablemente para lograr un mundo mejor con su inigualable ciencia.

Eran las postrimerías de 1944 y Da Costa se sentía fracasado: no había formado aún una familia; la sangre de los cien Da Costas le golpeaba el pecho con furia: "Haz algo —le decía—. Haz algo". Y Da Costa, prisionero, cultivaba los campos japoneses con la extraña tristeza con que todos los marineros se dedican a la agricultura.

Y en agosto del año siguiente, cuando Da Costa cumplía los cuarenta y cinco alegremente (pues la guerra estaba prácticamente en las últimas), él cantaba entre el campo agostado y, tumbado, apuntaba con la pajita de entre sus dientes a un solitario avión que, a mucha altura, se aproximaba a la ciudad.

"Vivir —se dijo— no es tan malo. Volveré a tener mi barco. Me casaré. Haré dinero, porque los tiempos se presentan a propósito para eso, y, de viejo, regresaré a Portugal a comprarme un cortijo en los Algarbes...".

Dibujaba con su pajita unos nombres en la tierra: el de su padre, muerto frente a las costas de Java; el de su madre que, a lo mejor, continuaba en Portugal viviendo de Dios sabe qué. Los de sus hermanos chinos y europeos que le unían más a los hombres del mundo. Luego, de repente, estalló la bomba y no vio más.

IV. El avión

El avión que aquel día sobrevolaba la ciudad llevaba sobre sus alas cuarenta y cinco años de ciencia, progreso y curiosidad. Llevaba también las ideas más brillantes de la humanidad, el peso de los mejores talentos y el resplandor del genio de los mil hombres más inteligentes, de los mil hombres que se sacrificaron y sufrieron para que la verdad triunfara y, con ella, el avión de las alas de ciencia.

Cuando el aparato se alejó, Da Costa, el descendiente de cien marineros, de hombres que doblaron el Cabo de las Tormentas, de hombres que acompañaron a Colón o fijaron las Filipinas en el mapa; Da Costa el aventurero, estaba muerto. Había muerto mientras pensaba en su nuevo barco y en la riqueza que siempre persiguió, y en sus hermanos de siempre.

Y sobre su cadáver se iba levantando el enorme y resplandeciente halo de los mil hombres sabios que construían nuevos mundos al otro lado del Pacífico. Extrañamente, el halo de estos científicos tenía, y para siempre, la cómica forma de las setas venenosas... Extrañamente.

Más extraño aún es que estos hombres habían recibido el Premio Nobel, y Nobel fue el inventor de la dinamita... El avión, sin embargo, volaba. Y los sabios, sin embargo, seguían deseando el bien de la humanidad, sin saber que Da Costa había sido uno de los paganos de su poesía.

Tampoco nosotros, ahora, sabemos en manos de quién está nuestra vida. Desde luego, no en las nuestras.


Publicado el 29 de enero de 1974 en el "Diario Menorca".


Publicado el 28 de mayo de 2019 por Edu Robsy.
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