Descenso a los Infiernos

Arturo Robsy


Cuento


No se sabe si a causa de la alegre Primavera o como consecuencia de copiar cena, Gilirramón de la Tea, alcalde por la gracia del populacho, se despertó inspirado, dueño de una idea entera para él solo y satisfecho de la redondez de su ombligo.

Su Secretario particular, híbrido de factótum y tiralevitas, la tuvo que escuchar durante aquella mañana primaveral que daba gloria. En los invertidos tiempos que corren, es fácil ver a Quijotes de escuderos de Sancho, pues aunque lo grosero puede mandar, sólo lo elevado puede pensar, a veces hasta por dinero.

— He pensado — afirmó Gilirramón de la Tea, alcalde.

El Secretarui a punto estuvo de darle parabienes, pero se abstuvo, pues aquella mañana tenía el alcalde un aire suspicaz. Se limitó a hacer que sí con la cabeza y enarcar las cejas.

— Ha llegado la primavera — siguió Gilirramón —, y esto sólo quiere decir una cosa: se acerca el Primero de Mayo.

El Primero de Mayo es, desde hace mucho, Fiesta de Guardar laica, y a ella se atienen los políticos sin distinción de rangos o ideas, sin que les influyan las opuestas ubres nutricias o las internacionales mamaderas.

— Primero de Mayo — recalcó Gilirramón de la Tea —, San José Obrero, que le decían. Y es cosa de hacer algo que no tenga que ver con nada.

El Secretario Particular era una herencia del Ayuntamiento, una especie de hombre de todas las tallas, que se ajustaba a los nuevos cuerpos o a las nuevas almas, a las corrientes de la historia, a los vientos del cambio, a las nubes del futuro, relevándose a sí mismo por la incomparable gracia de la alabanza. Por eso mismo se limitó a escuchar respetuosamente.

— Este Ayuntamiento el Primero de Mayo hará un homenaje público a los desheredados, al Proletariado Irredento, como quien dice, para que no haya dudas sobre nuestro talante social y progresista.

— Muy notable — dijo el Secretario, que tenía cierta finura espiritual, y pensaba en lo grotesco que podía ser exhibir proletarios en pelo para que alguien les echara liberadores discursos.

— Porque hay proletarios, estoy seguro — insistió Gilirramón de la Tea. — Solo que no podremos sacarlos de los partidos de clase, por el aquello de la propaganda política. Necesitamos auténticos desheredados sin sueldo, miserables de verdad, gente de mendrugo y cueva. Rechacemos las falsificaciones, ¿verdad?

— Sí, señor Alcalde. La gente lo percibiría.

— Eso digo yo; pero también me parece un poco exagerado convocar un concurso de méritos para encontrar al más miserable de nuestros vecinos. Tenemos que dar con El Hombre del Primero de Mayo, una especie de Rey de la Fiesta.

— Un símbolo.

— Un símbolo, claro. Y, en él, rendir tributo a los que sufren, y aprovecharlo para que haya pasacalles, gigantes y cabezudos y jolgorio popular; finales de algunos torneos deportivos y un bonito espiche desde lo alto del balcón, mientras le impongo la medalla de la ciudad. Además, y como propaganda, le podemos regalar algo, un coche usado, por ejemplo.

Gilirramón de la Tea ya se imaginaba concediendo un puñado de mercedes al miserable de exhibición, al proletario agradecido, insistiendo en que "dado nuestro carácter avanzado, hemos empezado la redención de los hombres por este triste despojo de la humanidad explotada."

— Me busca usted a la persona más desgraciada y miserable de la ciudad. Compruebe que sea legítimo y no regatee. Se lo enseñaremos a todos tal cual, y seguro que a nuestra oposición le dará un toque de rabia.

Lo que pensí el Secretario Particular pertenece al secreto del sumario. Era hombre hábil y ya hemos dicho que dúctil, pero, por formación e instintos, por vergonzosas experiencias propias, creían un algo todavía en la dignidad del hombre, de manera que, aunque nada dijo, se pasó un buen tiempo mirando a la calle por los cristales de su despacho, serio y quieto, entregado a la angustia de una misión repelente.

Luego de evitar mirar su cara en el espejo del corredor, salió para bajar a los infiernos.

¿Qué método se puede usar para encontrar al más desgraciado de una ciudad? ¿Acaso se le puede buscar sin sonrojarse? ¿Se le puede perseguir como a un trofeo de caza, como a algo que enseñaremos al gentío para demostrar nuestro amor a los que sufren?

Para el Secretario Particular se abrían varios caminos: la prensa local con su hemeroteca y su sección de sucesos. También, la Residencia Sanitaria y los otros hospitales, junto con los asilos de niños y ancianos. Los párrocos también solían saber de éstas cosas y, por último, la calle misma, con sus revendedores, sus gentes desastradas; los que de noche rebuscan en la basura como gatos callejeros o perros sin dueño; los mendigos, el mundo triste de la prostitución y de la delincuencia.

¿Quién puede ser juez del dolor? El Secretario Particular de un alcalde, el hombre versátil que corrige la ortografía, mejora la sintaxis y, si es preciso, hace reservas en el restaurante. Pero, ¿dónde está la miseria en el caso de que no esté en todas partes? Está en los tribunales de justicia y en los urinarios; en los rastros callejeros; tras las puertas lujosas y blindadas y en el interior de las chabolas; en las tascas, en las cafeterías y en las Iglesias. En las comisarías y en las oficinas de empleo; en las consultas de los médicos y en los bufetes de los abogados; en los bancos al sol del mediodía y en los bancos con aire acondicionado, alfombras y ventanillas.

La misión del Secretario era sencillamente hacer la criba de la miseria, buscar entre los más a los menos; descubrir a campeones que premiar aunque ellos bien quisieran no recibir premios por haber llegado a su lugar entre la mierda.

Tres días después ya tenía algunos candidatos y, a la vez, empezaba a pensar en lo fácil, en lo cómodo que sería elegir a algún desgraciado callejero y presentarlo a la gloria. Se lo impedía solamente el hecho de que buscando en el caos encontraba algo perdido desde mucho tiempo atrás: la vergüenza. También la ira.

Estaba el joven sin trabajo de una familia sin trabajo, obligado diariamente a robar, descuidero del sustento de los suyos; y, también, el maduro que iba vendiendo su escaso patrimonio: el coche, primero; algunos muebles; visitas al ropavejero y, ahora, para pagar un préstamo ya comido, el piso minúsculo y único.

— Los niños van a la escuela: deben vestir y comer. Yo no tengo ningún derecho, y, cuando ya no tenga casa, ¿qué haré? — le dijo al Secretario.

En el Ayuntamiento mismo se habían convocado dos plazas de barrendero y en la cola de los solicitantes escuchaba cosas. ¡Dichosos los barrenderos con trabajo!

— Mi padre se ha jubilado anticipadamente y somos cuatro hermanos, uno casado y con mujer. No se vive así, no se puede vivir así: no creo que barrer las calles pueda ser peor que pasar la velada en casa y ver la cara de mi madre cuando calla.

¿Qué es, en puridad, un proletario? Aquel cuyo único capital es su trabajo; el que tiene que vender su esfuerzo. Pero, ¿compra alguien esfuerzo? El mundo está lleno de borrachos aburridos a los que nadie ha comprado el sudor. El mundo está lleno de drogadictos, a caballo entre dos realidades espantosas.

Así, el Secretario Particular conoció a jovencitas que se prostituían para pagarse la heroína, o para vivir al menos, o para robar a los clientes, o para repartir con la familia: proletarias de la entrepierna, pero, también, acorraladas por la angustia y sin esperanzas de un mundo mejor.

Conoció a recolectores variados de las heces de la ciudad: cartones, vidrios, hierros, chapas; seres de basureros y cubos de basura, envases desechables con la humanidad agotada.

Conoció a navajeros por amor y a navajeros por odio; a pícaros y a estafadores; a pedigüeños por Dios o por la fuerza, y a toda esa caterva de desdichados que ni siquiera tenían ya el derecho a ser explotados.

Entre los candidatos había un cura que todo lo había dado a los desdichados y todo lo seguía dando, acomodándose al hambre y al frío; pero, naturalmente, el sacerdote no era un miserable y todo lo hacía por el amor de Dios.

Y también un cierto podriosero que vivía de limosnas y cartón y también de coger caracoles e irlos vendiendo por los restaurantes. No tenía familia porque no podía tenerla: él llegó soltero al paro a los 26 años y, a los 34, ¿cómo fundar una familia? ¿Cómo pagarsela?

La floresta varia alcanzaba a los disminuidos: un pobre tonto, sin padre y sin madre, sin familia y sin amigos, alquilaba sus hombros para transportar las cestas de la compra a las mujeres, ayudar en las mudanzas y otras torpes faenas. Le negaban el amparo en el asilo, aunque no alguna comida que otra, y por la noche se echaba como un perro en el cobertizo de unas obras. Pero era un tonto, no un proletario.

Y un paralítico de los que no han alcanzado a la silla de ruedas. Una prima lo depositaba en unas escaleras a pedir por Dios todas las mañanas, y lo recogía por las noches, exigiéndole las limosnas: no comía ni hacía sus necesidades hasta terminar la jornada, y a veces se lo llevaban con los pantalones mojados. Sólo los días terribles no se le veía solo, quieto y silencioso en sus escaleras.

Y muchos otros más que por el mundo corrían ante los admirados ojos del Secretario Particular. Sería mucho decir que sufría, pero iba despertando en él una inquietud dolorosa, una punzada de compasión, una herida de justicia que le atormentaba por las noches y le conducía, todas las mañanas, a los pies de un Cristo escuálido y miserable, que le aguardaba en una capillita, camino del trabajo.

— ¿Es así como hay que ganarse el cielo?

Al menos no era así como uno se ganaba la tierra, ni el pan, ni los garbanzos. Eso que parece tan habitual, la sonrisa, no alcanzaba a la multitud de los desheredados. Tampoco tenían dinero ni cobijo algunos; ni compañía, ni cariño, pero padecían aún otras más grandes carencias: la esperanza, por ejemplo; la fe en los hombres, y la remota posibilidad de luchas contra la suerte negra.

El Cristo miraba al Secretario desde el madero con unos ojos dulces de pena, pero no le decía nada; no le daba solución ni consejo: sólo su mirada triste y quieta. Tras la visita, el Secretario informaba a su Alcalde, Gilirramón de la Tea, de su investigación entre el fiemo.

— Yo sabía — le dije un día — que había muchos problemas, pero ahora los toco y me pregunto si podríamos hacer algo más por toda esa pobre gente.

Gilirramón no entendía el estado de ánimo de su secretario, porque la gente que vive está siempre en un mundo distinto del de la gente que malvive. Sencillamente Gilirramón le había encargado un concurso de miserios y el Secretario tenía que escoger la más gorda: nadie había hablado de caridad; nadie había pedido que hiriera su corazón; a nadie le importaba su conciencia.

— Piense usted que al que elija le haremos regalos y le daremos un puesto de trabajo, una escoba y que barra por ahí, o una gorra de vigilante de nuestro estacionamiento. El elegido tendrá que besar por donde usted pise.

— Quizá sí, pero me parece que no es eso.

— ¿No pretenderá usted que el mundo cambie en unos días, verdad? Con todos los años que lleva usted metido en el Ayuntamiento, ya tendría que saber que es imposible remediar la miseria y que nunca llueve a gusto de todos.

— Por otro lado, — siguió el Alcalde Gilirramón de la Tea tras un silencio vigilante — se está acercando el Primero de Mayo y seguimos necesitando al Proletario Perfecto. Así que no entre en filosofías y encuéntreme uno auténtico, dócil y que dé mucha pena.

Nada dijo el secretario y nada se le notó, pero abandonó rabioso el despacho de su jefe. Avergonzado de sí mismo, hubo un momento en que le hubiera costado bien poco dimitir, pero le asustó la posibilidad de acabar en la calle, como tantos otros, de manera que salió a respirar y bien pronto volvió a encontrarse delante de la capilla aquella en la que el Cristo le miraba siempre con esos ojos tiernos y doloridos.

Como el Secretario no creía en las casualidades, comprendió que estaba allí porque aspiraba a un milagro, a una maravilla que viniera a solucionarlo todo, que viniera a aliviarle, por lo menos, del deber de ser cruel con la pobre gente. Ese Dios tan triste, clavado en un madero, entendió siempre de miserias y sufrimientos.

Le dijo, por fin, adiós al Cristo con una cabezada, y fue una suerte que nada más salir por la puerta oval sintiera la inspiración que tantos días llevaba buscando, de manera que corrió de nuevo al despacho del Alcalde Gilirramón de la Tea, a nombrarle árbitro:

— Tengo dos hombres perfectos — le dijo — Así que no tengo otro remedio que pedirle que elija usted al que mejor se adapte a los actos.

— Bien. — dijo el alcalde — Tráigamelos cuando quiera.

— Mañana por la mañana — repsondió el Secretario Particular — Pero quiero advertirle de una cosa: los dos viven en la miseria; los dos son unos desheredados; carecen de trabjo y sólo tienen, frente al mundo, su fuerza y su inteligencia, no muy sobradas ambas. Les citaré haciendo que piensen que se trata de elegir a uno para un empleo. Pero, además, uno de los dos es honrado y el otro tramposo; uno roba a veces y el otro recoge cosas; uno es soltero y el otro padre de tres chicos. El soltero maneja, además, bastante más dineros que el casado, y el casado tiene a la mujer enferma.

— Parece uno de esos problemas de atención que vienen en los pasatiempos. De acuerdo. No me importan los antecedentes: elegiré sin esas gaitas que usted se gasta.

A la mañana siguiente el Secretario Particular presentó a Gilirramón de la Tea a los dos hombres. Uno miraba de frente, algo soberbio quizá, y el otro hacia el suelo, más o menos humilde. Uno iba pulcramente vestido con ropas viejas y el otro iba más desastrado, pero con ropas en mejor estado. Uno iba afeitado y el otro hecho una pena, una pura lástima. En otras palabras: si los dos eran necesitados, uno lo parecía más que el otro; si los dos estaban derrotados, uno de ellos estaba más vencido que el otro.

El Alcalde Gilirramón les estrechó la mano y uno apretó fuerte, mientras que el otro lo hizo débilmente. Uno le miró a los ojos y el otro a los pies. De manera que cuando ambos se retiraron, el alcalde no tuvo dudas:

— Nos quedamos con el más humilde, ése de aspecto servil que parece que no haya roto nunca un plato: el tipo tiene pinta de que todas le caen de canto.

— Muy bien — dijo el Secretario — El ganador es el soltero que no tiene a nadie a su cuidado; el que mediga y, de vez en cuando, roba; el que, a pesar de todo, tiene algún dinero; el que es tramposo y ha estado en la cárcel por estafa.

El alcalde miró a su secretario como si viera visiones o dudara de la cordura de su esbirro de primera. Luego se rehizo y le ofreció tabaco:

— No sé muy bien lo que pretende probar — le advirtió — Se veía muy bien que uno fingía y el otro no. He elegido al que hacía teatro, porque lo hacía mucho mejor que el que no. Yo quiero miseria que se luzca y no miseria que se encubra. Así son las cosas, amigo mío. Los pobres, pero honrados, suelen ser un poco tontos. Por eso he elegido a la miseria lista que exagera en lugar de a la miseria auténtica que se disimula.

También el Secretario Particular sonrió: también él había previsto un resultado semejante, porque exager el padecimiento es, también, una forma de esquivarlo. Y sonreía porque se acercaba el momento de su triunfo:

— ¿Hago pasar al vencedor para que usted le explique su trabajo?

Y el alcalde se lo explicó todo punto por punto: la fiesta, la medalla, los discursos y los regalos. Después, un trabajillo mediano.

— Ah, no. — dijo el miserable — Yo vivo de ser un desconocido y de dar pena. Si todos saben que me protege el Ayuntamiento, ¿quién querrá darme? Y con un trabajo pregonado en un acto público, ¿quién me socorrerá? Yo quiero un empleo que no se haga famoso, y, por otro lado, tampoco puedo dejar que me enseñe desde el balcón a toda la ciudad: nada sería peor para mí que pregonar mi suerte a bombo y platillo. Lo siento, pero renuncio. Por cierto: ¿no podría prestarme mil pesetas?

El Secretario sonreía al Alcalde. El Alcalde parpadeaba y pensaba mal de los miserables.

— Hágame pasar al otro: nos servirá con sólo ponerle una ropa más sucia.

Al padre de familia agobiado también le explicó la esencia del festejo: no le ofrecían un trabajo, sino dos: representar en el balcón a todos los desheredados, con medalla incluida, y, luego, entre otros regalos, un empleo en los servicios técnicos de mantenimiento.

— Verá usted, señor Alcalde — respondió el interesado — yo necesito trabajo, pero no necesito que me avergüencen en público. Lo paso muy mal, pero eso no me enorgullece. No quiero que me nombre pobrecito oficial delante de la ciudad. Me ofrece usted caridad a cambio de mi miseria, y, además, no lo hace ni por amistad ni por amor al prójimo. Todos comprenderán eso y comprenderán también que yo estoy comprado. Lo siento.

Alcalde y Secretario quedaron solos mirándose a los ojos: uno sonreía y el otro meditaba. Por fin Gilirramón de la Tea carrespeó para tomar la palabra:

— Le impondremos la medalla municipal al empleado municipal que lleva más años de servicio. — dijo — Y haremos un concurso de mises, de guapas mujeres que levante el espíritu y lo que haga falta. De todos modos, tengo la sensación de que usted se alegra de que no me haya salido la otra idea.

— ¿Puedo hablar con franqueza? Si usted hubiera impuesto la medalla al más miserable de la ciudad, se hubiera equivocado, porque el más miserable de la ciudad hubiera sido usted. Por eso me alegro de que cambiara de opinión.

— Sin embargo — rezongó el alcalde —, no era tan mala idea. No lo era.


Publicado el 5 de mayo de 2017 por Edu Robsy.
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