I
Habrás de saber que no es oro todo lo que reluce y que no todo el monte es orégano. El hombre, hijo mío, cuanto más desconocido es, más nos llama la atención... Una sensación parecida a la del juego: existe distracción mientras el misterio permanece y la aventura tiene incógnita aún; después...
Tú, hijo mío, aún no has tratado al hombre. Por eso, quizá, sientes curiosidad y no ves el día en que podrás estar con él y, sirviéndole, servirte. Yo, en cambio tan seca y retorcida, tengo muchos años ya. Es mala cosa la experiencia: en teniéndola, la mitad de la vida te falta y por esa ausencia, que tanto se parece a un charco, te vienen las decepciones.
Sin embargo, hijo, aún es peor carecer de ella. Entonces sucede lo que a ti te pasa: te engañas, te ilusionas y luego es amarga la verdad, menos soportable el desengaño.
Dicen por ahí los hombres que vivir es aguantarse, que existir es padecer. No lo creen. Son cosas que repiten por costumbre, porque de algo se ha de hablar, pero, en realidad, todos pretenden pasárselo lo mejor posible, y si es a costa de los demás, ¡pues peor para ellos!
Tú mismo, hijo mío, puedes darte cuenta: si estuvieran dispuestos a padecer, a conformarse a soportar sus penas y a ser responsables de sus alegrías, ni tú ni yo existiríamos ya.
Es preciso que estés bien informado para no dejarte engañar. Los hombres son vehementes. Hablan sin parar y, en general, siempre para quejarse. Creerías, pues, que sus cuerpos solo perciben el dolor y sus mentes comprenden únicamente la injusticia. Y no es así.
En ellos el placer es aún más intenso, pero se les antoja efímero. La injusticia tiene dos vertientes, y por cada uno que se queja hay otro que se felicita. Les gusta, sin embargo, ser compadecidos. Aman manifestar su angustia precisamente porque la desgracia atrae la simpatía de los demás, que se alegran por no padecer ellos el mal que oyen.
Mienten hacia fuera y hacia dentro, hijo mío. Hasta tal punto les es necesario esto, que si solo engañaran a los demás, o solo a ellos mismos, romperían el delicado equilibrio de su mundo. Por eso buscan buenas razones para obrar mal, buenas excusas para que, al hacer el bien, no se les tomes por debilidad.
Dedican toda la vida a su propia persona: les gusta adornarse para el vecino y son actores natos que solo se satisfacen presentando para los demás la imagen de ellos mismos que juzgan más atrayente. Donde uno es, diez fingen; donde uno cree, quince aparentan; donde uno afirma, treinta reservan la opinión, y donde uno queda satisfecho, son cien los que se frustran.
El hombre, hijo mío, no siempre es despreciable. Pese a toda su carga de mentira y ambición, tiene momentos ingrávidos en los que se desata y vuela y trepa a las alturas y es, esencialmente, el hombre que en un principio se pretendió que fuera.
Esto lo comprenderás mejor ante sus obras. Ellos descienden enseguida de las cumbres de su alma y vuelven a ser vulgares, pero no sus obras, no sus creaciones. Quizá por ellas se justifique el resto de su universo; quizá en sus intuiciones como rayos, en su tremenda voluntad y en su extensa ira está el secreto de todas las servidumbres que después les agobian.
De una forma u otra, respétales: llevan un espíritu consigo en todos sus viajes —no como el tuyo, claro— y, a la larga descubren las razones de cualquier cosa.
¿Mueves la cabeza? ¿No te gusta el mundo al que has llegado? Míralo desde el bocoy: no es solamente esta penumbra, ni el olor agrio y grueso de estas paredes negras, ni los ecos que se levantan en las cuatro esquinas de la nave: detrás está el ajustado mecanismo del sol y de la luz, de las órbitas y de los planetas, de la vida y del crecimiento. Detrás, la tierra es amplia y espesa, larga como la mayor mirada, aguda como el mejor ojo. La tierra, sí, de la que tú vienes, hijo, a la que perteneces desde que la verde placenta de mi cuerpo te alimentó y te dio forma.
Por donde miras verás vida ahí fuera: insectos dorados, amarillos, negros, rojos y azules zumban en el mismo aire opaco y resistente que los pájaros amasan con sus alas. Mil bestias corren y trepan y saltan y gritan por los campos...
El hombre, por encima, sonríe y tolera. En ocasiones mata y en ocasiones engendra. Sostiene la guerra del entendimiento; gira en una noria de la que a veces extrae sangre y a veces agua. Cede. Porfía. Retrocede y avanza. Amenaza y consiente. Es su juego y tú eres parte de él.
A ti vendrá, hijo mío, y te enseñará todas sus caras, las verdaderas y las falsas, las justas y las malvadas, las felices y las heridas. Acudirá a pedirte consejo, quizá paciencia; tal vez salud, tal vez la muerte. Amistad a o lo mejor, olvido.
Tienes una gran responsabilidad, hijo mío. Cuando los hombres te lleven de este lugar, recuerda siempre mis consejos: el hombre es todas las cosas y ninguna en definitiva. Y es grande como una montaña y pequeño como un ratón; violento y cobarde; noble y embustero y, más allá, digno de respeto porque, entre los mecanismos de soles y galaxias, de días y estaciones, de juventudes y vejeces, está solo y así se siente.
Pase lo que pase, veas lo que veas, repite siempre: "es que está solo y sufre. Es que sufre y está solo".
—Madre: los hombres ya cargan el bocoy.
—Adiós, hijo.
—Adiós, Madre.
II
Se encontraron mucho después. La madre estaba en el suelo, muy cerca de un fuego rojo y saltarín, entre paredes de ladrillo y techos de papel. El hijo, en algo lleno de la luz de las llamas, refulgente, en triunfo.
—Hola, madre.
—Hola, hijo. ¿Has sido feliz?
—He visto muchas cosas, madre.
—¿Y estás satisfecho?
—¡Ay! Mi oficio es difícil y me ha costado aprenderlo, pero he salido adelante.
—¿Cómo?
—Pensando siempre en tus consejos: cuando un hombre se me acercaba, repetía: es que está solo y sufre. Es que sufre y está solo.
—¿Y después?
—No le daba nada de lo que me pedía. Jugaba a su mismo juego y le mentía también. De esta forma quedábamos los dos alegres o los dos tristes, pero sin razón para hacernos reproches. ¿Y tú, madre? ¿Qué ha sido de ti?
—He llegado al final y me voy al fuego, a hacerme espíritu por última vez, a perfumar el aire, a volar muy, muy alto, por encima de los tejados y las chimeneas. Allí arriba hay nubes que me esperan.
—¿Por qué, madre?
—Es así. Sin porqué ninguno. Así. Así. Uno acepta las cosas que ya estaban antes que él. Con ellas tiene que vivir y que morir... Piensa en los hombres: también ellos hacen lo mismo. A mí me toca subir. A ellos, bajar. YO seré aire porque soy madre de espíritu. Ellos, tierra, porque por ella son y permanecen... Ya queda poco, hijo: cuéntame...
—Verás, madre: creo que el hombre, pese a todo, es más mecánico que su universo. Cada uno es una piedad de sí mismo y de otros muchos. En conjunto son una unidad irreductible y, por lo tanto, excesivamente concreta para su espíritu.
—Te extravías, hijo.
—No, no. Voy a contarte lo que he visto. Viajé mucho y, al final de mil manos y cien caminos, descansé a la sombra. Los hombres me esperaban ya para hacerme súplicas.
El primero me pidió felicidad.
El segundo, amor.
El tercero, olvido.
El cuarto, soledad.
El quinto, lágrimas que había perdido para siempre.
El sexto, valor.
El séptimo, talento.
El octavo, serenidad.
El noveno, alegría.
Y el décimo, paz.
Fui de todos ellos por igual y por igual me trataron. Se encerraron conmigo y con sus sueños en lo más profundo de su alma y, sin duda, por un momento cada uno fue, según su ilusión, feliz y enamorado y desmemoriado y solitario y valiente y sereno y alegre. Hallaron también las lágrimas, el talento y la paz...
Les comprendí entonces y por eso digo que son mecánicos y que usan su incomparable máquina en lo más inesperado. Son grandes, madre. Tanto que nos les basta con el sol y los planetas, con la tierra y el mar; tanto, que sostienen otros mundos a puerta cerrada, boca abajo, por la parte de atrás de los ojos, por dentro de la sonrisa.
Y en esos momentos miran sin ver y contemplan luces en su propia oscuridad y son desconocidos y largos y sabios... Pero, fíjate: los diez me pidieron a mí, que era el mismo, diez favores diferentes: la felicidad, el amor, el olvido, la soledad, las lágrimas, el valor, el talento, la serenidad, la alegría y la paz. Y yo te juro que no dí nada de eso a ninguno.
—¿Y ellos?
—¿Ellos a mí? Una lección. ¿Dices que mienten? Pues sí, pero ahora sé por qué: porque no caben en una sola verdad de grandes que son; porque se salen de su vida y de su cuerpo a cada instante; porque quien los hizo puso demasiado en tan poco espacio.
—Quizá.
—Quizá. ¿Por qué no iban a acudir a mí? Yo, ¿sabes?, les quito el pedazo que ellos no soportar en ese momento; les hago pequeños, si quieres. De cualquier modo, conmigo se toleran un poco más y se encuentran del todo al extraviarse en parte.
—Ya te dije que eran difíciles.
—¿Difíciles? Hay que hacer por entenderles. Ninguna está vacía y lo más curioso es que todos, cerca de mí, se acusan de estarlo. Pienso que... de haber tenido otro tamaño, estos hombres se hubieran comido las estrellas.
—Se las comerán, hijo.
—Sí: se las comerán tarde o temprano.
—Me llevan ya, hijo.
—Adiós, madre.
—Adiós. Hay nubes que me esperan.
Así se despidieron: la Madre Sarmiento de innumerables partos, y el hijo, el Espíritu del Vino, que, lentamente, iba comprendiendo.
Publicado en el Diario Menorca el 26 de febrero de 1974.