Don Anselmo

Arturo Robsy


Cuento


Cuando debo hablar de don Anselo algo más que las palabras quisiera tener a mi disposición; tal vez, una cinta con su voz grabada, llena de temblores y de gallos, porque don Anselmo era de esas personas únicas que desafinan incluso al hablar.

Pero, quizá, lo mejor fuera poseer sus fotos, enseñar esas cartulinas donde reposaba aquel hombrecillo enteco y desnutrido, convertido por el destino en apenas un par de ojos de mirar tranquilo y pausado. Usaba, usó, un bigotillo indescifrable y amarillento y, en todo caso, nadie llegó a darse cuenta de que se lo afeitara, porque don Anselmo era tan gris y tan arrugado como su traje cruzado con brillos en los codos y en el fondillo de los pantalones.

Y en sus fotografías, si las vieran ustedes, observarían que aparece siempre solo, porque don Anselmo nunca atrajo la atención de una mujer, salvo de la patrona de su pensión, cuando estaba de auxiliar de bibliotecario en la capital de la provincia, y de la Remedios, hembra garrida que, una vez al mes, escuchaba las penas del caballero a cambio de una pequeña retribución. Don Anselmo la llamaba en la intimida su "Freud Ignorante", y la Remedios sonreía convencida de que aquello tenía que ser una procacidad muy grande, muy grande; por otra parte, la única que el buen hombre se permitía en sus tratos con ella.

Don Anselmo era un soltero viejo, no un solterón, pues Dios le había desprovisto de toda picardía y de las demás cualidades que se precisan para llegar a ser un bon vivant solitario y satisfecho.

Toda su vida la pasó entre libros: catalogándolos, fichándolos, ordenándolos, entregándolos, leyéndolos, y de ellos se le había pegado un cierto olor a naftalina y moho que hacía pensar en los bosques y en los níscalos, y en el tufo de los armarios roperos durante el verano. Como ellos, se hizo silencioso y amable, dispuesto siempre a pasar desapercibido y a callar a la primera señal de alarma; y, en sus últimos años, fue lo que sus retratos nos dicen: un par de ojos pacíficos sustentados por un cuerpo y un alma anodinos, que más parecía una estatuilla funeraria que un hombre verdadero que hizo profesión de la cultura y pretendió servírsela a los demás.

Así le conocíamos todos en la capital, primero de estudiantes, cuando era preciso revisar la Ilíada, el Quijote y los Episodios Nacionales; y, después, de hombres casados, cuando fueron nuestros hijos los curiosos de Home, Cervantes y Galdós (que las modas no cambiaron en esos aspectos).

Ni aún los sábados tomaba su cafetito en el casino o jugaba una convencional partida de dominó. Don Anselmo había hecho de su vida una santa rutina que para sí quisieran algunos relojes, y su tiempo ya no le pertenecía: obedecía, simplemente, las costumbres adquiridas en treinta años de trabajo (desde los veinte que andaba en las bibliotecas).

Como también era pobre, no podía permitirse nuestros inocentes lujos: el tabaco, el cine de los domingos o el aparato de radio para amenizar las veladas. Él, además, lo único que sabía hacer era rellenar fichas, trepar a los más altos anaqueles y, naturalmente, leer. Se comentaba, precisamente, en la ciudad, que ya había acabado todos los libros de la biblioteca municipal y que ahora iba por el tomo VI, OCRÁN SANABU, del Diccionario Enciclopédico Espasa Abreviado, y esto, pese a ser una exageración, era muy, pero que muy posible.

Y un día dejamos de verle. No fue así exactamente, ya que nadie reparaba en él, sino que un maestro joven, que vivía en la misma pensión de don Anselmo, observó que en la habitación del hombrecillo vivía otro huésped. Este maestro, hombre puntilloso, antes de dar la noticia se informó del destino de don Anselmo y, así, nos enteramos de que en un lejano pueblecito, se acababa de inaugurar una biblioteca municipal de acuerdo con la nueva política de educación del Estado y la Diputación, y don Anselmo había sido requerido para ocupar la plaza de bibliotecario-jefe (y de ordenanza, pues era el único empleado).

Después de esto no pensamos más en él, porque don Anselmo no era de los que precisan más allá de un recuerdo por lustro, y el olvido le enterró para siempre. Han tenido que pasar muchos años para que llegue hasta mí el final de su historia; por eso dije que necesitaba algo más que palabras para referirme a este buen hombre que pasó sin pena ni gloria, aunque, puestos a elegir, es de suponer que con mucha más pena que otra cosa.

El asunto es como sigue: cuando don Anselmo llegó al pueblo, su único equipaje eran las ilusiones, amén de dos trajes, y las correspondientes mudas, y el puntito de orgullo por ser ahora el bibliotecario-jefe, dueño y señor de todas las dependencias e intelectual de peso en el pueblo.

La biblioteca era un edificio nuevo y achaparrado, con una vivienda aneja que se convertía, de ahora en adelante, en su hogar. Sus ilusiones se acrecentaron cuando descubrió una larga fila de pupitres individuales con lamparilla propia, donde brillaba el barniz reciente. Los seis mil volúmenes de la colección eran, si bien escasos, obras escogidas por su calidad y su gloria, de modo que no se podía pedir más ni a las paredes, cuidadosamente pintadas de verde-mar (que es un color que descansa la vista) ni a su propio despacho, provisto de una mesa igual a la que había soñado (y envidiado débilmente) durante tantos años.

Y le visitó el alcalde y le visitó el maestro y el resto de las fuerzas vivas de la localidad, prometiéndole, todos y cada uno, su más ferviente apoyo y las ayudas que fueran precisas para ir mejorando las lecturas, siempre que estuviesen dentro de las posibilidades del municipio. Al final, convinieron en que pasarían muy a menudo por allí, por el placer de leer cómodamente el Quijote, proyecto comenzado en cien ocasiones y jamás concluido.

Por la tarde, una mujer, Juana, vino a "apañarle la casa" y se la dejó como los chorros del oro, quedando contratada en lo sucesivo para hacerle la comida y limpiar los suelos.

Y empezaron a desfilar los días, consumidos, al principio, en un nuevo catálogo y, después, en revisar las obras semiolvidadas que leyó en su juventud: "Ivanhoe", "La vuelta al Mundo en ochenta días", "Beau Geste" y la Biblia. Muy tempranito pasaba de su casa a la biblioteca por una puerta escusada y, cuando regresaba, encontraba la cama compuesta, las habitaciones "apañadas" y la comida en su lugar, mientras que en la alacena quedaba una cena fría: eran los resultados de la labor de Juana, por lo que sabía que ella seguía cumpliendo con el contrato, ya que no la había vuelto a ver.

En la biblioteca las cosas iban peor aún puesto que, al cabo de tres semanas, todavía estaba esperando el primer lector; y, con el correr de los meses, llegó a pensar que ese lector estaba siendo instruido previamente por el maestro para que hiciera buen papel.

Pero, como era hombre de rígidas costumbres, no salía de su casa. En la capital, si se le veía por las calles era debido a la estricta necesidad de cubrir el trayecto entre la pensión y la biblioteca, pero como aquí ambas dependencias se comunicaban entre sí, don Anselmo no sintió, siquiera, la necesidad de asomarse a la ventana y preguntar qué demonios sucedía en aquel lugar.

Y pasaron los meses, siempre sin una visita, siempre releyendo los mismos libros, puesto que las "ayudas" prometidas no se presentaban. Su paga le llegaba por correo en un sobre marrón y él la dejaba en el escritorio, de donde Juana iba tomando lo preciso para la compra, y, los fines de mes, su paga como asistenta. Uno se podía fiar de Juana que, además de honrada a carta cabal, tenía un hijo en el seminario y se hubiese dejado matar antes de que su chico tuviese que echarle una penitencia.

Y los meses fueron años; primero, uno; luego, dos, tres y hasta cuatro, viviendos en la más perfecta soledad. Don Anselmo se volvió un místico y un eremita y, como libro de cabecera tenía "La subida al Monte Carmelo", con cuyo autor simpatizaba profundamente. Por lo demás, su vida seguía igual, monótona, tranquila, llena de amabilidad hacia las pequeñas cosas, como la pintura de una ventana o el insecto asustado que golpea los cristales. Sólo aparecía en sus ojos un brillo melancólico cuando veía tan reluciente el barniz de los pupitres, como el primer día, sin las inevitables huellas de los lectores; y las paredes impolutas, libres de marcas de grasa animal, de tanto restregar por ellas los cuerpos cansinos, o de tanto apoyarles las manos para librarse del sudor pegajoso.

Luego, cuando los años fueron dos lutros y, despés, tres, la vida se le volvió problemática: se sabía de memoria los seis mil volúmenes, incluso con nombres y direcciones de los editores y colofones como éste: "este libro se acabó de imprimir en los talleres gráficos de Fulanito y Cía., el 12 de abril de 1945, en Barcelona".

A nadie había visto desde su llegada al pueblo y, en los quince años, sus dos únicas alegrías fueron un gato, que le robó la comida ante sus propias barbas, y una nota que, en otra ocasión, Juana dejó junto a los platos: "Le e dejao un pastel de manteca en la fresquera. Que laprobeche ustez, don Anselmo".

Luego, un día, le encontraron en la cama como un pajarito: frío y sonriente, con el cuello doblado hacia la almohada en un último acto de modestia; y el médico certificó un ataque cardiaco.

"Era tan rarito, el pobre" --comentaban en el pueblo.

"Chiflao, lo que es chiflao, ya estaría lo suyo, que ni salía a la calle" --decían otros.

Y la verdad es que don Anselmo se había muerto de puro aburrido.


Publicado en el Diario Menorca el 9 de enero de 1973.


Publicado el 12 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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