Don Dimas y su Última Aventura

Arturo Robsy


Cuento


Hemos de reconocer que el mundo va mal, muy mal.

Se dice —y no lo suficiente— que 10.000 niños mueren al día de hambre.

De HAMBRE. En Zambia, sin ir más cerca, de cada cuatro recién nacidos, uno muere indefectiblemente. Solamente en Asia hay más de mil millones de analfabetos, un poco menos del tercio de la población mundial. Y, por si fuera poco, diariamente nacen más de 187.000 pequeños terrestres.

Se dicen otras cosas sin el eficaz apoyo de la estadística: subidas de precios; salarios poco, muy poco elásticos; disminuciones en la habitual corriente turística y aumento de contaminadores y contaminantes...

Hemos de reconocer que el mundo va mal, muy mal.

Y si no, pregúnteselo al bueno de Don Dimas. Poquita cosa él. Dueño de un nombre con sonido de campanilla (Don-Di-mas); siempre agazapado tras su sonrisa de conejito bueno; con los ojos continuamente abiertos, quizá de miedo... Y eso que Don Dimas ni era analfabeto ni nació en Asia ni se murió de hambre.

Le mató el corazón. De golpe. El corazón mata de diversos modos. A veces presenta su tarjeta de visita y aguarda pacientemente. En ocasiones se contenta con un par de timbrazos previos. En otras... nada: echa abajo la puerta y no da tiempo ni a decir "Jesús".

Don Dimas tuvo una muerte de este tercer tipo, que es el más cómodo para el que se va y el más incómodo para los que se quedan. ¡Qué de sobresaltos! El corazoncito de Don Dimas estaba fatigado ya: sesenta años de esfuerzos más o menos intensos y, por supuesto, de sinsabores.

De forma que a Don Dimas se le lavó convenientemente y se le vistió con su traje negro. Las vecinas vinieron a echar una mano y, después, a velarle. Los amigos iniciaron el desfile y fueron repitiendo palabras sin sentido, porque —quieras que no— nada tiene significado ante la muerte; nada llega a hacer comprensible el hecho de que alguien nos hablara y no nos habla. No se entiende el parón brusco.

Le encendieron un cirio y le rezaron, con el cura a la cabeza, las oraciones de rigor. Pobre Don Dimas, tan bueno... Tan cumplidor ... Tan sin mala fe... Tan amigo de los favores... Tan desinteresado...

Echando cuentas resultó que a Don Dimas le conocían en la ciudad arriba de trescientas personas. Todas ellas vinieron a hacerle los últimos testimonios; a darle la última simbólica palmadita en el hombro y a sonreírle: "Hala, Dimas. ¡Adelante! Ahora es cuando empiezas". Es preciso manifestar algún dolor y, además las muertes de nuestros conocidos impresionan demasiado: nos entra la angustia de saber que, tarde o temprano, pasaremos por el tubo y nos quedaremos tan quietos, tan fríos y tan brutalmente callados como ellos están; y, sobre todo, el pánico de la propia vida, de esa vida que a ciegas nos empuja y nos roba la salud; de esa vida que se nos va de las manos cuanto más hacemos por mantenérnosla.

Don Dimas lo agradecía todo silenciosamente: para él se había desvanecido el mundo o, al menos, se había atenuado su presencia. En el mundo, sin embargo, nada sucedió con la muerte de Don Dimas. No se suspendió la conferencia del intelectual de derechas, ni el baile (cada noche, oiga, cada noche) en la discoteca; ni los novios dejaron de arrullarse y zuritar a la primera oportunidad; ni los niños olvidaron hacerse pis en los pañales secos; ni las gentes abandonaron sus cigarrillos o sus máquinas. A todos los efectos, Dimas pudo no haber existido.

Los coches, por supuesto, seguían llenándolo todo y metiendo su fétida pedorreta por los resquicios de ventanas y puertas hasta los estómagos de las buenas gentes incapaces de prescindir de la respiración.

El automóvil negro de la funeraria se presentó a la hora prevista: había que cerrarle la tapa al ataúd de Don Dimas; bajarlo por la angosta escalera y meterlo en la urna de cristal de la trasera.

Pero he aquí que la calle de Don Dimas era antigua y, por lo tanto, estrecha. Y he aquí que la hora, las cinco, no era la más propicia para estos menesteres. Y he aquí que tras el furgón fúnebre, se detiene un coche. El conductor fastidiado, comprende la cosa y, no protesta. Llega otro después. Y otro. Y otro. Todos ven de qué se trata y callan. Más tarde, otro y otro más, y más, y más y más.

Estos últimos ya no saben qué sucede y, en cambio, son conscientes de su prisa.

—Pero bueno, ¿qué pasa aquí? —pregunta el último al penúltimo.

—¡Y yo que sé! ¡Vaya broma! ¿Qué diablos sucede? — dice el penúltimo al antepenúltimo.

—¡Si es que no se puede vivir en un país así! —grita éste—. La gente no sabe conducir. Todos se creen que pueden interrumpir el tráfico.

Y el de delante asiente rabioso:

—¡Las calles, para el que las conduce! Han de estar libres para que pasen los coches. Si no, todo queda paralizado —y le da al pito.

El pito de los coches es contagioso. Los fabricantes lo construyeron para avisar de que se llega, para evitar los peligros de los cruces... Los usuarios, naturalmente, lo utilizan para enseñar y corregir al prójimo. ¿Alguien hace algo que no nos gusta? ¡Pito al canto! ¿Alguien se para cuando llevamos imaginaria prisa? ¡Pito al canto! ¡Qué gloria pitarle a uno en sus propias barbas cuando, en general, no nos atrevemos a gritarle a la cara cuando vamos a pie! ¡Qué divertido espantar a la anciana que iba a cruzar o hacerle pegar un brinco al niño que va en su pequeña bicicleta! ¡Qué maravilloso sentimiento de omnisciencia cuando la voz mecánica de la bocina castiga, hiere, insulta y corrige por nosotros!

¡Qué encantadoramente insultante es el pito! ¡Qué doloroso! ¡Cómo desata los nervios de los más templados!

—¡A ver qué pasa! —dice uno de los que pitan.

—¡Ya es hora! ¡Ya es hora! —grita otro.

—¡Hay gente que se cree la dueña del mundo!

Al buen Don Dimas le estaban atornillando el cierre de su ataúd. Hubo que dejarlo correr: abajo casi treinta energúmenos pitaban a más y mejor. Ensordecían al vecindario sin preocuparse —eso sí— de quienes vivían por allí y de los que pensaban ante el escándalo.

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Qué es para hoy!

Los del coche fúnebre bajaron de prisa las escaleras y dieron la vuelta a la manzana. Así pudieron pasar los furiosos conductores y cesó el estruendo. Pero está visto que los muertos solo crean dificultades, porque los de la funeraria regresaron al poco para terminar de preparar a Don Dimas y llevárselo para los funerales y de nuevo quedó cerrada la calle.

Subieron y apenas tuvieron tiempo de cerrar el féretro cuando abajo estalló el alboroto: nuevos automovilistas protestaban ante el atropello de que eran objeto. No se puede interrumpir el tráfico. Las calles son para los coches y los dueños de los coches, y nada tiene que ver con esta gente el hecho de que Don Dimas haya pasado al otro mundo y necesite salir de su casa por última vez.

—¿Qué es lo que pasa hoy? —dice uno—. Hace un rato ya vine por aquí y sucedía lo mismo.

Y lo mismo sucedió durante mucho tiempo. Los de la funeraria no hacían más que subir y bajar y los vecinos, indignados, negros de rabia, insultaban a los vociferantes automovilistas:

—¡Callaos! ¡Callaos! ¡Bandidos!

Y los automovilistas seguían tocando el pito y enseñaban un rígido y ofensivo dedo por la ventanilla:

—¡Esto para vosotros! ¡A la porra! ¡A la...!

La última vez a Don Dimas le dejaron abandonadito en las escaleras para poder abrir de nuevo la circulación. Él, claro, no protestó. Tampoco lo hubiera hecho en vida, porque se trataba de un hombre muy paciente y acomodaticio. De saber que su muerte iba a provocar tanto follón, de seguro que hubiera aguantado de una u otra forma sin morirse.

Su mujer lloraba amargamente:

—Ay, Dimas, Dimas... ¿Cómo te vamos a enterrar? ¿Qué será de ti?

Y los amigos apretaban los puños con rabia hasta que se les blanqueaban los nudillos. Pocos de ellos apreciaron realmente a Dimas, pero, aún así, las jorobaba muchísimo perder toda la tarde con este asunto. Además... ¡Vaya, que no se puede hacer eso con un muerto! ¡Que todavía quedan cosas que uno debe respetar!

—¡Ay, Dimas, Dimas...!

Uno de la funeraria regresó a pie: tenían el coche estacionado a tres manzanas y solo veían dos soluciones al asunto: o se llevaban al buen Dimas a hombros por acera, o lo dejaban quieto hasta la noche, cuando cede el tráfico.

—Pero, ¿y el funeral? —dijo la viuda—. Ya estaba avisada la Iglesia para las cinco y media.

Y eran las siete. Decidieron telefonear para que les esperaran a...

—¿A qué hora?

—A las once, por lo menos.

—A las once.

La mujer lloraba. No quería razonar ya. No tenía fuerzas para ello. Sabía solo que Dimas estaba cercado en su casa; que Dimas, muerto, estaba angustiosamente rodeado por centenares de automóviles desconocidos y hambrientos que le impedían descansar.

—¡Ay, Dimas! ¡Que te vamos a enterrar aquí mismo!

Los de la funeraria, claro, se fueron a cumplir otros encargos urgentes, porque debían seguir un horario. La gente, poco a poco, se fue, pues siempre hay cosas que hacer en una tarde de junio. Y la viuda se quedó sola, sola con su muertecito y bastante decepción en el cuerpo. Las cosas nunca son como algún día las imaginamos, y ya no es el tiempo de los carruajes con caballos negros y blancos adornados con florones lilas.

Y es que hemos de reconocer que el mundo va mal, muy mal.

(No es cuestión de derrotismo, pesimismo o cualquiera de los ismos existentes: es que así están las cosas).

Se dice que 10.000 niños mueren al día de hambre. De hambre. En Zambia, sin ir más cerca, de cada cuatro recién nacidos uno muere indefectiblemente. Solamente en Asia hay más de mil millones de analfabetos, un poco menos del tercio de la población mundial. Y por si fuera poco, diariamente nacen más de 187.000 pequeños terrestres.

Y, sin embargo, no se dice todo. Don Dimas es testigo.

Hemos de reconocer que el mundo va mal, muy mal.


12 de junio de 1973.


Publicado el 31 de marzo de 2019 por Edu Robsy.
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