El Affaire Sodoma

Arturo Robsy


Cuento


"Entonces Jehová le dijo: por cuanto el clamor contra Sodoma y Gomorra se aumenta más y más y el pecado de ellos se ha agravado en extremo, descenderé ahora y veré si han consumado su obra según el clamor que ha venido hasta mí; y si no, lo sabré." (Génesis, 18-20 y 21).
 

Y más abajo, se lee:


"Entonces respondió Jehová: si hallare en Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad perdonaré todo este lugar por amor a ellos." (Génesis, 18-26).
 

Y fueron los observadores a Sodoma, ciudad de muchos pecados y pocas advertencias, de donde les había llegado un gran clamor. Un clamor que empezaron a notar tan pronto como estuvieron a las puertas de Sodoma.

Cien sirenas de aire bramaron por encima de los tejados. Millares de máquinas trepidaron al empezar el mecánico y trabajoso despertar de la ciudad. Centenares de motores, pasando por su lado, les ensordecieron.

—Sodoma —dijo uno— es una gran ciudad.

—Sodoma —dijo al otro— ha crecido demasiado.

Un vapor oscuro enturbiaba el aire. Surgía del asfalto muchas veces recorrido por los automóviles; las enormes chimeneas de las factorías; de los poderosos compresores y hasta de los hombres que continuamente fumaban.

A través de este vapor, los contornos y perfiles de la ciudad se distorsionaban. Nada era exactamente íntimo. Nada recordaba al aire vecinal y humano que tuvo una vez Sodoma.

—¡Vaya clamor! ¡Cuánta razón han tenido al quejarse!

En efecto: el clamor era más bien espantoso; tanto para los oídos, que temblaban como tirantes parches de tambor, como para los ojos, que se perdían en el humo, como para el olfato, que se irritaba a fuerza de olores espesos y polvorientos.

Los dos observadores, aturdidos, miraban el tremendo amanecer de la ciudad arrinconados en una acera. La luz apenas había empezado a clarear el levante cuando todas las esquinas, todas las calles y todos los rincones hervían y se retorcían entre el estruendo y la faena.

—La cosa —dijo uno de ellos— es saber si esto es malo.

—Puedo jurarlo —suspiró el otro, que era anciano—. Hacen bien en advertir que ésta es la vida moderna, porque no se parece en nada a la vida.

—¿Entonces?

—Entonces, cuanto más nos apartamos de la vida, más pecamos contra ella y menos vivimos.

—Pero esta gente parece feliz.

El anciano murmuró un "ya veremos, ya veremos" y echó a andar para atravesar la calzada. En eso oyó un gran chirrido y luego dos o tres golpes metálicos.

—¡Animal!— le gritó el hombre que acababa de frenar su coche—. ¡Hijo de tu madre! La calle es para los coches. Tu tienes la acera.

Los otros conductores que habían chocado ya estaban en pie y discutían mucho tocando los guardabarros abollados. El que primero paró señalaba al anciano:

—¡La culpa es suya! —gritaba—. Se me echó bajo las ruedas.

—¡Loco! —le llamaban—. ¡Chalado!

—Tendríamos que haberte atropellado.

—Yo...— decía el viejo—. Yo no sabía que...

—La calle —le explicó uno a gritos— es para los coches. Los peatones, a la acera. ¡Solo faltaría!

El anciano volvió al lado de su compañero lleno de vergüenza y presa de temblores a causa del susto y del alboroto.

—A mi edad —murmuró— estas aventuras ya no me hacen ningún bien.

—¡Qué fieras! —clamó el más joven—. Ésta no es forma de tratar a un hombre.

El viejo respiró mirando como el tráfico se reanudaba:

—Tal vez la culpa sea mía —dijo—. Vi tanto espacio que no se me ocurrió pensar que pertenecía exclusivamente a esos señores de las máquinas y que incluso tienen derecho a matar con sus coches a quienes invaden su terreno.

—¡Pero eso va contra la ley de Dios!

—Te repito que los hombres hacen las leyes a la medida de su espíritu. Si existe una forma de matar en la que todos incurren, su lógica les hace disculpar las muertes que causan.

Y se adentraron en la ciudad cuidándose mucho de no abandonar las aceras. La muerte, incluso para ellos, estaba del otro lado del bordillo: este detalle les inquietaba terriblemente, pero observaron, sorprendidos, que la demás gente, los sodomitas de a pie, no prestaban mayor atención al asunto. Hasta los niños muy pequeños iban y venían sin cuidad y, antes de atravesar de un lado a otro, oteaban los horizontes de la calzada y cruzaban con perfecta tranquilidad.

—No es tan malo para ellos —dijo el joven—.

—Esta indiferencia viene de su pecado: si han perdido el amor por la vida y hasta el respeto —dijo el anciano—, es consecuencia lógica que acepten perfectamente la muerte a cargo de cualquier máquina infernal.

Andaban ya por una vieja y estrecha calle cuyas aceras les obligaban a ir de uno en uno. Los que encontraban de frente, hombres, mujeres y niños, les empujaban abajo para hacerse sitio. Todo por una indiferencia absoluta por el peligro a que les enviaban.

Unos pasos más adelante un automóvil se desvió y, subiéndose a la corta acera, la obstruyó por completo: mientras no se fuera de allí todos tendrían que bajar a la calzada para sortearlo, y por la calzada iban los otros automóviles dispuestos a barrer al atrevido o, al menos, a hacerle pasar un mal rato.

El anciano, cuando vio esto, sintió gran curiosidad y se acercó al conductor que acababa de estacionarse allí:

—Dígame —le preguntó—: ¿es que las aceras también pertenecen a los dueños de automóviles?

—¿Se burla o qué? —dijo el conductor—. ¿No ve que no hay sitio? ¿Qué quiere que hace con el coche, eh? ¡Majadero!

—Yo solo quería saber —murmuró el anciano—. Me habían dicho que la calzada era para ustedes y que la acera nos pertenecía.

—¡Anda éste! —gritó el otro—. En algún sitio he de dejar el coche. ¡Llama a un guardia si te fastidia, imbécil! ¡Muérete!

El joven observador tomó del brazo al anciano, le arrastró de allí. Comprendía que ellos no pertenecían a aquella clase de vida y que, por lo tanto, llevaban todas las de perder.

—No son felices —dijo el anciano—. No pueden serlo. ¿Sabes por qué? Porque temen aquellas cosas artificiales por las que la demás gente, de fuera de Sodoma, no se preocupa.

—¿Quién lo sabe? —meditó el joven—. A ellos todo esto les parece normal.

—No a todos. ¡Señor, no a todos! Solo los depravados pueden obligar y obligarse a soportar esto. Para llegar hasta donde están han tenido que enloquecer. ¿Y cómo no volverse loco viviendo así?

En efecto: a los dos observadores les zumbaban los oídos, les batía locamente el corazón a causa de la tensión y el miedo, y les temblaba el pulso.

—No hallaremos a los diez justos — profetizó el joven—. Nunca habrá justicia donde la fuerza equivalga a la razón. Pero no creo que todos los sodomitas sean partidarios de estos pecados.

Y, así, vieron como un joven, un niño casi, ayudaba a cruzar la calle a un anciano que llevaba un bastón blanco. El viejo le dio las gracias y siguió su camino, mientras los dos observadores se ponían a interrogar al muchacho.

—Hemos visto —le dijeron— tu buena acción, joven.

—Gracias. Es cosa de poca monta —respondió éste.

—Somos recién llegados y tendrás que disculparnos —le dijeron—. No sabemos mucho de vuestras costumbres. Dinos: ¿por qué tanta gente conduce esas máquinas y por qué la otra que es más numerosa, les cede todo el espacio y hasta se aventura por la calle con peligro de su vida?

—Es a causa del progreso —dijo el muchacho.

—¿El progreso? No entendemos.

—Quiero decir que ahora la gente tiene más dinero y menos tiempo. Entonces se gasta el dinero en un coche y eso, va más deprisa, puede ganar más dinero y tener menos tiempo aún. Luego, los domingos, tienen ocasión de dormir un poco más, y de salir al campo cómodamente.

—Pero, ¿no estaban antes en el campo?

—No es lo mismo.

—Y dinos: ¿cómo es que tú no conduces una máquina?

—¡Oh, bueno! No tengo aún la edad para que me autoricen.

Dentro de un año, sí. Tengo unas ganas...

Le dejaron ir y continuaron lentamente su camino. Tenían la dirección de Lot y debían encontrarle para comunicarle la decisión del Señor y el peligro que corría en Sodoma.

En la calle un hombre gritaba a una mujer asomada a la ventana de un segundo piso. El hombre vestía de naranja y estaba parado al lado de un camión repleto de botellas metálicas del mismo color que su uniforme.

—¿Por qué diablos me ha dejado dos bombonas en lugar de una? —decía.

—Porque están vacías las dos y las necesito —respondía la mujer.

—Pues no está bien eso. Yo paso por aquí todas las semanas y no tiene por qué dejarme dos a la vez.

—Lo que pasa es que usted no quiere subir dos veces hasta aquí. Me quejaré. ¡Maleducado!

—Maleducado, sí, pero... no tanto. ¡Vaya!

Los observadores reconocieron en el hombre y en la mujer a dos seres que no eran felices con lo que tenían, que er amucho, ni con lo que hacían, que era bien poco.

Sodoma era una ciudad terrible. Terriblemente hermosa, si es que esto es posible. Nunca hasta entonces los observadores habían visto u oído algo igual: las estruendosas máquinas, los grandes peligros que la gente arrastraba diariamente con una sonrisa, los edificios de muchas plantas y sus gigantescas servidumbres.

Ningún ciudadano era ya capaz de vivir por sí mismo: todos necesitaban el auxilio de todos, incluso para comer o lavarse o morir, y eso equivalía a la debilidad. Y la debilidad, a la ofensa al Señor, puesto que les había hecho unos para diferenciales y darles vida. Y la vida, por definición, no se puede repartir ni enajenar.

Sodoma pecaba. Era cierto el clamor que desde ella había subido al cielo más profundo... Sus hombres habían renegado de la virtud. Sus hombres delegaban su virtud, su libertad, su justicia y los demás bienes en otros que imperfectamente los representaban.

¡Oh, Sodoma!

Al lado de la casa de Lot muchos estaban rodeando un viejo templo y hacían pequeños comentarios alzando demasiado la vista hacia el campanario.

—¿Qué sucede?

—El templo, la casa de Dios está vieja. Se ha dicho que la tirarán para hacer sitio a los coches.

—No —dijo otro curioso—. Ya no será destruido. Lot la ha comprado para evitar que caiga bajo las máquinas.

—Lot es justo —murmuraron los observadores.

—¿Sí? Lot no sabe nada, Lot quiere hacernos daño.

—¿Por qué?

—¡Ah! ¿Dónde pondremos ahora nuestros automóviles? No nos caben ya en las casas ni en las calles, ni en las cocheras. Necesitamos el espacio de la casa de Dios. Lot nos lo niega, luego Lot es injusto.

—Un cretino. ¡Eso es lo que es! —clamó la turba.

Y los observadores, atemorizados, se retiraron a la casa de Lot y le revelaron su misión:

—Ha llegado la hora —le dijeron— de que abandones esta ciudad de perdición. El clamor de sus pecados ha llegado hasta el Señor y él ha de tomar venganza. Él os ha dado la vida y vosotros la habéis cambiado según la conveniencia de nadie. Él no espera nada ya, porque su Voluntad ha sido traicionada por todos.

Lot bajó la cabeza y rezó en su corazón. Luego dijo lo siguiente:

—Hay más hombres justos. Muchos más de los que se ven. Sucede que nadie les ha enseñado. Sucede que nadie les ha dado cosa en qué creer o ideal al que servir. No son responsables de sus máquinas, ni de sus hacinamientos, ni de la ira que la multitud les excita en su corazón.

—Habrá un escarmiento —le dijeron los observadores—. La decisión está tomada. Llama a los tuyos, avisa a los justos que conozcas y huye de la ciudad. Acude a las montañas y a los valles, porque Él ha de tomar venganza.

Y mientras Lot se disponía a huir y hacía largos preparativos y daba los avisos pertinentes, los dos observadores llegaron hasta el Rey de la ciudad, un hombre rico que regía libertades y justicias, y le hablaron así:

—Hemos visto que os faltaba espacio. Vuestros lujos no os caben en la ciudad y esto es malo, porque entonces no podréis vender más y más y enriqueceros hasta el infinito.

—Es cierto —dijo el Rey de Sodoma—. Cuando no quepa un coche más, ¿quién comprará coches? Cuando el progreso se detenga, ¿quién comerciará? ¿Quién sobrevivirá? ¿Tenéis vosotros una solución?

—Sí —le contestaron los observadores—. Pero te advertimos que se trata de un castigo de Dios.

—¡Oh, qué más da! Ya pensaremos en Dios cuando sea tiempo de morir. Ahora es tiempo de crecer y vender y ser felices y amasar fortunas. Hablad.

Y los observadores lo hicieron y le dijeron al Rey de la ciudad que volviera sus ojos al lago.

—Puedes secarlo. La tierra emergerá de sus profundidades y, sobre ella, podrás poner plazas y calles y aún te sobrará espacio para colocar tus coches y tus máquinas. Será grande la ciudad y, comerciando, podrás ganar mucho dinero para invertirlo y fabricar nuevos lujos.

—¡Oh, sí! —dijo el Rey de Sodoma y les hizo caso, porque lo veía bueno. Así se secó el lago y se hizo venir el agua potable de las lejanas montañas de nieve. Luego nacieron nuevas calles y plazas y edificios y Sodoma creció, como algunas infecciones, hasta que no pudo hacerlo más.

Sin el lago no hubo pesca y las aves emigraron. Sin el agua, las lluvias disminuyeron y aumentó el calor. Con el calor, vinieron los vientos y, con todo esto, los campos se secaron y se volvieron yermos, el ganado no tuvo ya con qué alimentarse y los hombres padecieron y maldijeron.

Un día las toneladas de basuras, que se amontonaron en los alrededores, prendieron y la ciudad comenzó a arder en sus casas, en sus máquinas, en sus tuberías y botellas de gas y en sus depósitos de carburante.

Ya no hubo agua suficiente para apagar los incendios y Sodoma se consumió mientras Lot y los suyos buscaban un refugio y una nueva vida en la distancia.

Este fue el castigo de Sodoma. No fue preciso inventar la bomba atómica. Y sucedió hace tantos y tantos años...


Publicado el 12 de febrero de 1974 en el Diario Menorca.


Publicado el 15 de junio de 2019 por Edu Robsy.
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