El Cuento de la Puñeta

Arturo Robsy


Cuento


Soy un hombre del camino: mi oficio es el más viejo, que, según dicen los letrados, la gente, antes de afincarse y poner casas en los campos sembrados, iba de lado a lado con sus cosas y se le daba una higa el asunto del municipio, la luz, las alcantarillas o el Alcalde.

Verán: soy un hombre pobre, pero respetuoso. Aquí, a mi lado, tengo mis riquezas (que lo son realmente) y con ellas voy de acá para allá malviviendo el tiempo. Si alguien me preguntara (que nadie lo hace, claro) le contestaría que no busco la felicidad. Estoy bien así; no me sobra nada y, como me faltan muchas cosas, pues tengo todavía ilusiones. No como Miguel, mi primo, que tiene coche y televisión y viste de corbata. Tampoco él es feliz, naturalmente, pero, además, para pagarse el coche y el televisor y la mujer y las corbatas se pasa todo el día amarrado al trabajo, tanto que, para consolarse, va diciendo que el trabajo dignifica y eleva y da prestigio, cuando la verdad es que el trabajo sólo cansa y pone de mal humor y acorta la vida. Lo demás, las morales de faena, son artimañas inventadas por los que hacen trabajar a tipos como mi primo, y por mi primo mismo, que no quiere pensar que es un fracasado.

¿Por dónde iba? Sí, que mis riquezas están aquí, conmigo: mi bicicleta, las alforjas con el pan; el espejo, el peine y la maquinilla; mis cigarrillos y el tabardo. Y, en el bolsillo, el tintineo de las últimas monedas. En un pueblo de los cercanos trabajaré una chispita y ¡a vivir! Ahora es el tiempo de la siega y siempre hacen falta jornaleros pese a los tractores y demás, que hay cosas que sólo un hombre puede hacer, como dar lumbre al pitillo del capataz o comentarle que, gracias a Dios, no vendrá la lluvia mientras las gavillas estén sobre la tierra.

Poca gente quiere a los tipos como yo. Los jóvenes de las ciudades nos nombran como ejemplo de la libertad, pero acaban diciendo que no llevamos una existencia digna: según ellos vivir dignamente significa poseer casa y muebles y mil máquinas innecesarias, y asistir a los conflictos callejeros. "Como Dios manda", ¡eso es! En alguna época lejana Dios dijo cómo vivir.

No se trata ya de aquello de no matar, no mentir, no robar, no fornicar y no seducir, ¡qué va! Porque ahora dicen que el mundo funciona por el consumo y las ventas, y vender es como robar un poco: si tienes algo y lo das a cambio de tal cantidad de dinero, digo yo que es porque te ofrecen un precio superior al valor de lo que vendes, ¿no? Pues eso es robar, lo pongas como lo pongas. ¿Y los que fabrican y venden coches? ¿No mueren, cada fin de semana, un par de docenas de individuos? Pues eso es matar; indirectamente, pero matar, como los que distribuyen drogas y alcohol, armas e insecticidas, tabaco... ¡Vaya que si es matar! ¿Y mentir? Antes, sólo los artistas se atrevían a hacerlo, y, también, los sinvergüenzas, pero ahora hay señores muy honorables que hacen de ello una profesión. Y, si no, basta con ver la publicidad, la prensa y la televisión; y los informes estadísticos.

Lo de fornicar es capítulo aparte, que ahora andan encandilando a la gente con eso: la publicidad anuncia colonias, calcetines, camisas, bebidas y desodorantes que ayudan a seducir y, por lo tanto, a lo otro. La industria cinematográfica y las salas de fiesta también van a lo mismo, porque para la gente resulta que seducir (y lo otro) es la cosa más importante que se puede hacer sobre la tierra; de modo que me pregunto: ¿qué es vivir como Dios manda?

No lo sé. No me interesa ya. Aunque sospecho que se trata de tener dinero y nada más. Se trata de tomarte una copichuela de marca, comprar pan empaquetado y agua embotellada; respirar por donde los demás pasan con sus coches y comprar lo que determinados fulanos quieren que compres. Y, si no, te llaman paria y tonto y las demás cosas que la gente que no se fía de ti, que no robas, ni matas, ni seduces, ni mientras, porque, ¡a saber qué cosas puedes llegar a hacer!

Bien: no soy rico y, además, ando por ahí con mi bicicleta y mis alforjas sin meterme con nadie. Los demás sí que se meten conmigo, pero tienen el derecho. ¿No es así? Si tienes coche puedes reírte del peatón. Si tienes reloj, del que no sabe la hora. Si tienes tabaco, del que no fuma, y si tienes una pítima empalagosa, de todos los demás, porque entonces poco es lo que importa.

En un tiempo anduve casado. Ya no lo recuerdo muy bien, pero sé que lo estuve. Cada día iba adónde la faena con mi bocadillo bajo el brazo y, después, regresaba a casa y hablaba y comía y jugaba a las quinielas y escuchaba la radio. Luego se me despertó el caletre y comencé a no caber en mi pelleja, hasta que mi mujer dijo que me podía ir adónde mejor se me antojara.

—¿Adónde? —le pregunté.

—¡A la puñeta! —exclamó ella.

Y desde entonces. Compréndanlo: seguro que ustedes han enviado a mucha gente a la puñeta; y, también seguro que no saben donde está. Nadie ha ido allí. Y, por eso, me pareció una buen idea, conque me tiré a los caminos, con mi bicicleta y mis alforjas, y fui preguntando de portal en portal.

—Me hace el favor: ¿para ir a La Puñeta?

Algunos se reían. Otros me miraban enfadados. Los más, me pensaban loco y me enviaban a otro sitio. ¡Parece mentira la cantidad de lugares a los que la gente es capaz de mandarte! Yo, por ejemplo, he recibido invitaciones para irme al cuerno, al quinto c... (que no es un piso, por cierto), a la m. (decimotercera letra del abecedario), al infierno, a freír espárragos, a hacer gárgaras, a tomar aire...

Sigo, sin embargo, buscando La Puñeta. Mi mujer se merece que le haga caso por una vez: a la Puñeta voy y, cuando llegue, le pondré un telegrama diciéndoselo. Mientras, ando por estos caminos de Dios y me como lo que buenamente agarro. Trabajo por unas perras y por unas perras como. Parto leña. Limpio el viejo pozo negro, enjabelgo una fachada... Y así, luego, me echo un vinito donde lo hay y hablo, a veces, con tipos del camino, con gente que anda buscando cada cual su cosa.

—¿Para ir a la Puñeta? —les digo.

Ellos se encogen de hombros y hasta me dan razones de lo suyo:

—¿Y para ir al fin del mundo? —me explica uno.

Y otro:

—Yo ando buscando una rana peluda. Ella, hace mucho ya, me dijo que sí, que cuando las ranas críen pelo.

No creemos en nosotros ni en nuestras palabras. Son, simplemente, excusas para continuar en la brecha. Ahora nos dicen "testimonios". ¡Parece mentira! Que somos testimonios de una sociedad que funciona mal. Que no podemos resistir unas costumbres deshumanizadas. ¡Bien! ¿No siguen comiendo y orinando los hombres? ¿No vienen todavía los niños por el mismo sitio? ¿No va cada uno a su avío? Pues ésta es la humanidad de siempre; no la mejor, claro, pero sí la habitual. Y, mientras tanto nosotros somos "testimonios" de no sé qué despropósitos, y lo somos con la tripa vacía y el cuerpo frío, que es la peor forma de ser algo.

Además, ya no hay vagabundos... Esto viene muy bien puesto en los papeles, que ahora sólo existen hippies y turistas (y nosotros, los verdaderos, somos "gente marginada) y tal parece que si uno es nacional y lleva ropas normales pero viejas, ya ni derecho tiene a andar por la tierra: nadie te alquilará una cama si te conoce el oficio por la cara y, en cambio, se sentirá muy contento de tener huéspedes hippies, que todo es por la moda y el aquel de lo "snob".

Y a los turistas... a esos les meten el cuchillo por el cuello y los sangran bien. Nosotros, sin perras, vamos y venimos, preguntamos lo nuestro y dejamos en paz al mundo. Llevamos en las alforjas nuestra particular sabiduría: a qué hora amanece en marzo; a qué hora es de noche en octubre; el brillo del rocío y la plata de la escarcha. ¿Qué más nos da si el coche que nos salpica cuando llueve es de esta o aquella marca? ¿Qué nos importa la ciencia del médico que certifica nuestra defunción, o la calidad del licor que nos produce un cólico hepático? ¿Qué se nos da la piedad del otro que pretende encerrarnos en asilos como si fuésemos criminales?

Pienso que los más de nosotros que accediesen a meterse en uno de esos "hogares" lo harían por encerrar fuera de ellos al mundo y, así, protegerse de una vez, porque casi todos se creen con derecho a darle una patadita al hombre del camino, o a ponerle la zancadilla, o a echarle los perros... Casi nos persiguen, pero ¿por qué? Ellos dicen que no nos envidian, que no nos temen, que no nos odias. Entonces, ¿por qué nos tratan distinto?

Por mi parte ya soy vejo y nada de esto me importa. El reuma me ha calado los huesos y ando menos: pedaleo más despacio en mi vieja bicicleta, duermo poco también... En un pueblo, un buen cura me ofrecía una cama en el hospital:

—Usted es ya de edad —me decía—. Aquí las hermanas le atenderán...

Sí, claro, a buscar cubil donde morirse, ¿no es eso? Oí como un municipal decía a un amigo en el bar:

—Los hombres del camino son la peste: van por ahí sin darse cuenta de ue envejecen y luego te los encuentras fiambres en una cuneta... ¡No sabes la de complicaciones que trae eso!

Por eso creo que nos quieren en el hospital: para ahorrarse trabajo a la hora de los gorigoris. Y, por eso también, cada cual sigue con su cantinela por esos mundos de Dios. Yo me pregunto por la Puñeta; otros, por el fin del mundo, el infierno o las ranas con pelo. Los demás, entonces, nos llaman fracasados, ¿no? Gente hundida de antemano, pero, ¿saben? tenemos una chispita de esperanza.

Y, no crean, en nuestro oficio también se nota el adelanto y el progreso y la renta per cápita, que antes íbamos a pelo, casi descalzos y abrigándonos con periódicos, mientras que ahora, quién más quién menos tiene para unas botas y gasta bicicleta y tabardo, no sea que pille una pulmonía y lo encierren... Lo digo porque muchos poetas en sus versos dan a entender que andamos por los caminos con mal de amores o víctimas de alguna injusticia. No, no solemos enamorarnos porque, precisamente, ya le hemos visto los cuernos al toro; aunque no digo que, a veces, a uno no le entre la querencia por tal o cual mujer, pero como ellas quieren boda y casa, pues eso. De lo de la injusticia... ¡En fin! Sería mucho más injusto tener que vivir como antes, cerca del tufo de la multitud, con los ojos apretados a las paredes de cemento y las manos bien lejos del horizonte; rodeados por tipos que saben tus obligaciones solo para recordártelas...

¡En fin, que soy viejo! Tal vez estoy al final de mi camino ya... Siempre, en estos casos, quedan cosas por decir y angustias por borrar, pero esto, con o sin caminos, pasaría igual. No me pesa nada, salvo el cansancio y un no sé qué de dolor bajo las costillas (en las mañanas frías sobre todo); y soy feliz aunque, si me lo pidieran (que no me lo piden, claro), quisiera hacer dos preguntas:

¿Son ustedes felices?

Yo, por mi parte, ando buscando mi lugar. Por cierto, ¿sabe alguno de ustedes dónde está La Puñeta?


Publicado en el Diario Menorca el 30 de enero de 1973.


Publicado el 20 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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