El Demonio de Alcira

Arturo Robsy


Cuento


Si place a mis lectores prestar los ojos al asunto, quisiera contarles una historia algo rancia que, según es fama, sucedió en Alcira a un matrimonio discutidor y a un alcalde amigo de la broma.


(Si place a mis oyentes prestar oído,
les contaré un pasaje muy divertido;
el cual no es mentira
que ha pasado en la villa de Alcira
)


En el siglo pasado Alcira era una villa como tantas, relativamente tranquila y, tal vez, necesitada de espectáculos. En lo alto del puente estaba la imagen de su patrón: San Bernardo, en cuya festividad celebraban las ferias.

Pues bien: el año a que nos referimos, salió el alcalde acompañado por sus concejales y por un escribiente, sobrino suyo, para ir apuntando lo que los vecinos prometían entregar en la fiesta de San Bernardo, a fin de que fuese más lucida. Se trataba, en general, de donativos en metálico u objetos para el culto (cirios, reclinatorios...).

El escribiente tomaba nota y pasaban a otra casa... Hasta que, mediada la tarde, la comitiva llegó a una casa donde el matrimonio reñía: asunto de dineros, pues la mujer decía que el marido no le entregaba todo el suelo y el marido, que la mujer le negaba hasta para tabaco... Discusiones parecidas a las tormentas de verano que, una vez descargadas, desaparecen sin dejar huella, pero, mientras duran, alcanzan una virulencia de aquí te espero.

El alcalde, indiferente ante el asunto, asomó por la ventana y le dijo al marido:

—¿Qué promete para la fiesta de San Bernardo?

El otro, que perdía razón y pie en la discusión, se le encaró rabioso:

—¡Un demonio! ¡Eso es lo que yo prometo!

Y la mujer, por lo bajo:

—Llévenselo a él. ¡Buena pieza!

El alcalde, divertido, contestó con buen humo a su sobrino:

—Apunta: un diablo para San Bernardo.

Y pasó a la próxima casa en busca de vecinos más dadivosos y menos irascibles.


(...le preguntaron al amo:
¿Qué promete a la fiesta del Santo?
El amo de adentro:
Yo un demonio prometo.
Apunte, escribiente:
un demonio que el señor promete.
)


Pero, a medida que el alcalde terminaba su ronda por el pubelo, discutiendo con sus concejales, fue cavilando el modo de divertirse con aquel exaltado. No estaría mal —se dijo—, nada mal, que a la hora de la cobranza de promesas le exigieran el diablo prometido.

Ya se imaginaba (y con deleite muy levantino) la cara terrible del marido discutidor cuando públicamente le ordenase cumplir la promesa: ¿Dónde tiene el diablo? Nada, nada... Vega ese animal o...

Y llegó el día de hacer efectivos los regalos. El alcalde y sus secuaces, prometiéndoselas felices, se llegaron hasta el pobre marido que, por cierto, ya había olvidado todo aquel asunto. Su mujer, después del estallido, se volvió melosa y dulce y aquella misma noche, con los candiles apagados, firmaron y rubricaron la paz.

Y es importante decir que la mujer de este vecino boquirrubio era buena moza y estaba muy bien provista de redondeces y promontorios allí donde la naturaleza exige promontorios y redondeces. Era, pues, alta para ser hembra, rubianca y mesuradamente rolliza... Por eso quizá, el alcalde encontraba especial placer en turbar al marido: humillarle sería una manera de vengarse de él por tener tan linda esposa.

Así que se le presentaron y con muy serias palabras le dieron a entender que querían el demonio prometido. El pobrete desportilló los ojos y se quedó mirando atolondrado a la comitiva:

—¿Un demonio?

—Sí: aquí está escrito y debes entregarlo.

—Pero, ¿de dónde he de sacármelo?

—No lo sabemos: por eso todavía es más importante que nos lo des.

—¡Maldita sea mi mujer! —dijo entonces el otro, al borde de la furia—. Nunca se lo que me digo cuando discuto con ella.

—Eso debiste pensarlo antes. Si fuera cosa mía —explicó el taimado alcalde— te perdonaría la falta; pero al ser de San Bernardo, yo estoy obligado a cobrarte la promesa.


(Y al pobrete le notificaron:
presente al momento
un demonio que tiene en el asiento.
¡Ah, señor alcalde!
¿Yo el demonio, de dónde he de sacarle?
)


La cosa subió de tono; los ánimos se caldearon y, al final, el alcalde amenazó con llevarle preso a Valencia si no entregaba el demonio en cuestión. La mujer, que lo oía todo y que era astuta además de apetitosa, intervino entonces: era cierto que se les había olvidado lo del diablo, pero ellos tenían intención de cumplir con su promesa. Así pues, ¿no podría el señor alcalde darles un plazo? Cinco días, por ejemplo.

Esto era cuanto necesitaba el alcalde para seguir la burla. De no haber intervenido la esposa hubiera tenido que concluirlo todo y dejar en paz al asustado marido. Así, en cambio, todavía le quedaban cinco días para reírse de aquel simple.

—Sólo cinco —dijo—. Y luego, si el demonio no ha aparecido, ¡a Valencia!

Pero la mujer era astuta y supo desde el principio lo que pretendía el alcalde, de modo que urdió un plan para pasar de burlado a burlador y, sin decir nada a su cándido y espantado marido, se vistió con sus mejores galas y entró en la iglesia.

Allí espero a que la misa terminara y, cuando hubieron salido todos los feligreses (y feligresas) se acercó al altar y se puso a rezar en voz alta.


(...se hincó de rodillas
y, elevando a Dios su rogativa
suspirando dijo:
concededme la gracia que os pido.
)


El sacristán, que trasteaba por el templo, pronto reparó en la bonita figura de la mujer y en sus galas y hasta en su protuberante trasero al estar arrodillada. El hombrecillo, entre tanta vela y tanto olor a incienso, casi había olvidado qué cosa era aquella y, de pronto, a su vista, sintió revivir los viejos ardores de su juventud que, por cierto, no estaba tan lejana.

Se acercó con una de las mil excusas que su oficio le proporcionaba y trabaron conversación. Él deseaba seducirla y ella, que lo intentase, y, puesto que ambos pretendían lo mismo, fue muy fácil para el sacristán regalarle un bolsillo sin provocar excesivos rubores; y, envalentonado ya, decirle:

—A mí lo que me interesa es saber dónde vive usted, porque me gustaría hacerle una visita.

La buena moza sonrió de alegría y el sacristán lo malinterpretó: en suma, que empezó a creerse un donjuán de buen fuste y digno de mayores empeños.


(Viendo el picaruelo
que la trucha se tragó el anzuelo,
dijo: ¡Brava pieza!
Mas ahora solo me interesa
saber donde habita
porque quiero hacerle una visita.
)


Quedaron conformes en esto. ¡Sabe Dios lo que pensaría el sicalíptico sacristán! ¡La de veces que consultaría al espejo mientras sonaban las ocho y media, hora de la cita! La mujer, regresó a casa doblemente satisfecha, porque, en primer lugar, se salía con la suya y llevaba adelante su plan, y, en segundo, porque había conquistado sin esfuerzo a un hombre, lo que es también un mérito, por más que el enamorado sufra de escasez femenina desde la infancia.

Al marido apenas le explicó nada. Le mostró el bolsillo y le dijo que se lo había dado el mismísimo demonio, que estaba citado con ella para las ocho y media.

—Tú vete a la plaza —concluyó—. Y, una vez dadas las nueve, vuelve cuando te parezca.

El pobrete, que no imaginaba cómo salir de problemas, y que se desesperaba inútilmente cuando más pensaba en ello, prefirió obedecer y dejar todo en manos de su esposa. Después de todo —se decía—, culpa de ella hice yo una promesa tan embarazosa.

La mujer, una vez que se vio sola, arregló el dormitorio y puso a los pies de la cama un arca que ya tenía preparada para el caso. La llenó con las plumas de un gallo que habían matado aquel mismo día y se puso a esperar al sacristán mientras se vestía con la ropa más ligera que encontró.

A las ocho y media apareció el sacristán bermejo. Venía echando humo por cada poro de su piel y con los ojos tan salidos y con tanto fuero que daba calor hasta el mirarle.


(La saludó y dijo:
Esta noche, según yo colijo,
tendremos jolgorio.
)


Ella le reprendió riendo y con guiños y zalemas le llevó hasta el dormitorio. El buen sacristán trinaba como un ruiseñor enamorado y no hacía más que mirar a la mujer que le tentaba (¡Oh, Señor, qué delicia!) y pasar la temblorosa mano una y otra vez sobre la colcha de hilo. Reunió, al fin, toda la poca voz que le quedaba y dijo:

—Bien, mujer: ¿para qué me quieres?

La esposa, como ruborizada, le indicó que se fuese desnudando mientras ella miraba que no volviera su marido. Y, cuando le tuvo tan desnudo como al nacer, llegó hasta él corriendo:

—¡De prisa! ¡Que viene mi marido!

—¿Qué hago? ¡Dios, estoy perdido! —al sacristán se le pasaron de golpe las euforias y los calores y no fue más que un hombrecillo asustado—. ¿Qué hago? —repetía pálido y nervioso.

—Métete en el arca. Hay plumas y estarás cómodo hasta que mi marido se vaya. Entonces podrás salir.

Pero el marido, que no sabía de esto, se echó a dormir. La esposa le dejó hacer y, a media noche, se levantó y puso cola al fuego: cuanto la tuvo derretida, la vertió por una reja que había en la tapa de la caja. El sacristán, al sentir la quemadura, gimió silenciosamente y dio vueltas para esquivar la cola que le caía, de manera que quedó emplumado de arriba a abajo sin poderlo evitar.


(Y el pobre sacristán clamando,
porque se quemaba,
que en el arca tantas vueltas daba
que se vio obligado
a volverse del otro lado:
cuanto más rodaba,
mucho más las plumas se agarraban...
)


Muy tempranito ella despertó al marido y le enseñó el arca:

—Ve y entrégasela al alcalde: dentro está el demonio que prometiste.

Y estaba, naturalmente. Y el alcalde, que ignoraba todo esto, reunió a los vecinos en la plaza para que "viesen lo que no se ha visto". Y, allí, él mismo levantó la tapa con una sonrisa de oreja a oreja... Sonrisa que se le murió en flor al ver salir de ella a un tremendo ser emplumado y vociferante que no paró de correr hasta perderse de vista.

—¿He pagado mi promesa? —preguntó el pobrete, que era, quizá, el más asombrado.

El alcalde meneó la cabeza y sólo supo santiguarse. Los vecinos echaron mano de rosarios, escapularios y agua bendita y, en conclusión, sólo la mujer reía desde la ventana, pensando en el escaldado sacristán, en el alcalde burlado y en su marido ignorante.

Y es así que las mujeres son de temer, incluso de sacristanes y alcaldes.


Publicado en el Diario Menorca el 24 de julio en 1973.


Publicado el 20 de abril de 2022 por Edu Robsy.
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