El mar, sobre la barra de arena negra. Sobre el mar, ensangrentándole, dándole la púrpura y el clavel, el líquido y la sangre, el sol redondo, el sol enorme, muerto. Tal vez dormido. Cansado de un día de jornal y de sudores, de astronautas y telescopios, de sondas y ecuaciones, de hidrógenos y teorías.
Turismo, si queréis, de invierno: y turismo pobre, turismo social, con excusas para guardar el dinero y pagarse alojamientos baratos. El pueblecito, redondo, a dos palmos de la playa y a un tiro del mar. Blanco y rojizo, oscuro bajo la próxima noche, resbaladizo en la tiniebla, silencioso, típico.
El turista, nacional. Mozo alto, aburrido, que un día terminará oposiciones y que ahora juega a la aventura del descanso y de la soledad. Por las mañanas sube a las rompientes con unos prismáticos: a veces pasan barcos lejanos y sin nombre, especiales en la distancia: podrían ser, por ejemplo, el del Holandés Errante, o aquel otro que se perdió en su última singladura entre Buenos Aires y Sevilla. Si no se ven los barcos, siempre aparecen las aves: pajarillos diminutos y saltarines que buscan alimento entre los cardos, las albas gaviotas, los cormoranes fieros...
A mediodía la casa en que pervive; los olores del yantar, la mesa del mantel blanco y la gente de la casa, que le pregunta y le responde, que le observa y le curiosea y que, en el fondo, se desentiende de él mientras pague las facturas y diga "buenos días" y "buenas tardes" y sonría en su momento.
La siesta. El paseo de la tarde fresca. Las búsquedas secretas en la glera, con la esperanza de hallar tesoros misteriosos: tapones de plástico, botellas viejas, boyas arrastradas mar adentro y por fin devueltas, maromas deshilachadas, bolas de alquitrán tan negras como la noche, soldaditos de plástico y maderas.
La casa tiene para el viajero un aire tétrico. Quizá es la soledad desusada. Quizá, el silencio o las baldosas rojas y sin brillo o los rincones oscuros que abundan en todas las habitaciones. Sus dueños, además, murmuran por lo bajo: se pasan contraseñas y mensajes que el turista no comprende. Se guiñan los espesos ojos que uno no sabe bien si son profundos o aterradoramente opacos.
Una semana lleva allí, desde el día que llegó hasta este otro en que planea confundirse con el ocaso, tendido entre las jaras y con un cigarrillo de precio entre los labios. Una semana de analizar paisajes y otear lejanías. Una semana de preguntar al mar y exponer a la sal su piel y sus cabellos. Una semana de decir "buenos días" a la madre, "buenos días" al padre, "hola" a la hija mayor y de dar cachetines amistosos en el papo sonrosado de los tres niños.
¿Y qué más? Aventuras de pueblecito, de lugar perdido, dejado de la mano de Dios. El mayor de los tres niños se cortó con un cristal mientras acuchillaba la superficie del pupitre de la escuela.
—Pero, ¿por qué lo hiciste? ¿Te mandó el maestro que lo limpiaras?
El niño negaba.
—¿Por qué? Habla.
—Porque quería dibujar una ballena; una ballena grande, con surtidor en la cresta y con arpones viejos en el lomo... El pupitre estaba ya pintado de otras cosas y para hacerme sitio...
Tres puntos de sutura. Nada más. Otra vez el menor de los tres, un niño ruidoso, con la cara perennemente sucia, se había extraviado. La madre juraba que había gitanos por las cercanías. El padre se reía y ponía violenta a la familia:
—¿Y qué harían los gitanos con el niño, mujer?
—Pedir rescate.
—¿A quién? —recalcaba el padre asombradísimo. Y las vecinas, por lo bajo, se reían.
—O, quizá —proseguía la madre— enseñarle a ser volatinero o mendigo o vendedor ambulante o ladrón de gallinas...
—Demasiado trabajo... El niño es muy pequeño todavía.
A las tres horas la Guardia Civil estaba informada y todo el vecindario husmeaba en las cercanías. Luego, el niño había aparecido en el corral, con las gallinas. En la mano apretaba a un pollito asfixiado. Nada tampoco: el disgusto, los sermones las lágrimas del angelote ensuciándole aún más la cara.
¿Más todavía? En la tasca el forastero oyó, mezcladitas con vino, palabras contra la hija:
—Ésa se la busca.
¿Se la busca? El turista, social y barato, no podía saberlo.
—Es medio bruja. Le echó un hechizo a María y María se ha quedado sin novio.
—¿No será que el novio y María...?
—La dejó con el bombo y se fue a hacer fortuna a las Alemanias. Y, ahora, no quiere saber nada.
El forastero llevaba siglos desconectado de esta vida: brujas, hechizos, bombos de solteritas tímidas, emigrantes apresurados y olvidadizos: charlas de tasca familiar y vagas amenazas: "ésa se la busca". En realidad —se dijo en el momento— la moza tiene su miga. Es oscura, negra por virtud de la sal, el sol y el aire, pero guapa. Muy guapa. En lugar de andar, se ondula, como las serpientes. Con sus ojos de gato taladra más que mira... Los muchachos deben de perder el alma por ella o, quizá, la vergüenza. Tal vez les haga desplantes... Ella misma le dijo a una pregunta:
—No, no tengo novio.
—Siendo esto tan pequeño no faltará quien...
—¡Bah! ¡Patanes! Se asustan.
—¿De ti?
—O del demonio. ¿Qué más dará?
—¿Y por qué se asustan?
Ella sonrió de torcido, con la boca muy prieta y los ojos como de ira:
—Dicen que soy bruja.
No preguntó más el forastero. Alguna comadre, yendo de paso, le advirtió de los problemas:
—Ande usted con ojo, señor: malos aires se respiran allí dentro. No es por decir, señor, pero el otro año les nació un cerdo con dos cabezas. No se descuide, señor, que otros forasteros han vivido donde usted y ahora...
—¿Qué?
—Todos se fueron de noche, sin dejar más huellas que unas pocas pesetas.
Y al turista, social de él, de invierno, entretenían aquellas cosas. Al turista, miren por donde, le daban curiosidad las habladurías y en sus paseos pensaba en la moza negra y rotunda, en sus cabellos tupidos y en sus andares tan de mujer de mundo, tan de chica de cafetería.
A la hora del ocaso, como tenía previsto, se tendió entre las jaras, prendió el cigarrillo de marca y esperó la noche contemplando el mar ensangrentado, las nubes púrpuras del horizonte, el cielo enrojecido y más azul que nunca y, en lo alto, el lucero de la tarde, chispeante como un pedacito de hielo.
Así, escondido sin quererlo, vio venir a la muchacha de la casa. Alta, con los pelos recogidos en un moño apresurado y las espaldas envueltas en un chal de lana gruesa. Al andar, miraba de tanto en tanto hacia atrás y esto revelaba lo furtivo del paseo.
A poca distancia un hombre salió de las piedras y le hizo señales. Ella comprobó de nuevo que no era seguida y corrió hasta él. Se miraron con los labios prietos y se perdieron en los acantilados.
El forastero fumó aún tres cigarrillos. Estaba avergonzado por lo visto. Se imaginaba haber asistido a un encuentro de enamorados. Ella, la moza arisca, y el novio oculto, llevado en secreto a causa de las comadres de la lengua floja o porque los padres se oponían al arreglo. Y, ¿por qué no soñar? ¿No sería aquel muchacho el mismo que partió para Alemania y que dejó a su noviecita un buen regalo? Quizá se amaban desde siempre. Quizá él había vuelto aquel día mismo y, como era peligroso bajar al pueblo, se habían dado cita en los acantilados desiertos.
El forastero comprendió que seguir en su escondrijo involuntario resultaría indiscreto. A los enamorados hay que dejarles campo y soledad; lugares apartados sin oídos y sin ojos, porque los enamorados tiene un elevado concepto de sus respectivos cuerpos y en ellos y en la intimidad basan sus encuentros.
Por otro lado la curiosidad era mucha y larga la pereza. El ocaso había terminado. El sol, apagado en el mar, pugnaría doce horas por salir al otro lado del mundo. Las estrellas, como farolas, se iban encendiendo en lo alto. Los acantilados se hacían más y más grandes y borrosos. Los últimos pájaros se habían callado por completo y, en suma, si alguien estaba allí de más, si alguien rompía el conjunto de la noche, el mar y los luceros, ése era el forastero.
Otra solución quedaba: ir a espiar entre las rocas, según costumbre de los mozos locos de todos los pueblos. ¿Y qué? ¿Qué si les sorprendía? ¿Les tiraría piedras, como han hecho algunos? ¿Se buscaría un buen cencerro para hacerlo sonar a rebato? Los conocimientos del forastero sobre estos asuntos no dejan de ser vagos y nebulosos: lo leído en las novelas de la berza; lo oído en las tascas, entre vino; lo visto en las películas nacionales, tan reprimidas...
Además, ¿qué podría él ver en las tinieblas? Nada, por supuesto. ¿Y oír? Más probable sería que le oyeran a él... Y él... Él podía ser curioso, pero no indiscreto. El podía tener el gusanillo de saber lo que pasaba, pero no era hurón para estos tragos. ¿Que el y ella estaban juntos? Pues que no cogieran frío entre las peñas si es que algún vestido les venía holgado. En fin: que hicieran su santo capricho, que para eso están los jóvenes en el mundo y que para eso la naturaleza les ha dado las pieles tersas y los pechos altos.
Mientras descendía al pueblo, el forastero pensaba todavía en la bruja negra y en su novio... ¿Quién sabe si...? Pero, ¡qué asno! ¿pues no se estaba imaginando mágicos aquelarres? ¿No se le había ocurrido que, a lo mejor, el hombre visto no era más que un íncubo maldito salido del infierno? Nada, nada.
A la hora de la cena, como siempre: la cocina repartiendo olores a familia y hambre por la casa. Las baldosas rojas en el suelo sin brillos. La mesa, con manteles blancos, la botella de vino y la jarra del agua. Los platos, vacíos, fríos, tan hambrientos como los hombres de las sillas. Los niños, gritando y llorando, según costumbre.
Desde su cuarto oyó el forastero el ruido de la puerta. Después, cuchicheos. La hembra enamorada regresaba de sus asuntos; el tiempo implacable la había arrancado de los brazos amorosos del muchacho. Luego, la voz segura de la madre: ya está la cena.
Un golpecito en la puerta. Adelante. Es la joven que le avisa: la cena está en la mesa. Él sonríe; tiembla un poco, disimuladamente, y cede a la tentación:
—Te he visto esta tarde —le dice—. Al crepúsculo, en los acantilados.
Ella se estremece y baja por un momento los ojos de gato furioso. Luego le apunta con ellos y le explora bien las facciones. No se engaña el forastero: más que vergüenza está viendo miedo en ella.
—También he visto al otro —añade, un poco por ver lo que descubre y otro poco para gozar del miedo que levanta.
Ella se encoge sobre sí misma y baja al comedor.
—Ahora mismo voy —dice el forastero.
Termina el pitillo y desciende a por la cena con la que poner punto y final al día, a los sucesos y al cansancio.
Comen en silencio. Los padres le vigilan. La muchacha le traspasa. Los niños le rehuyen los ojos y apenas si alborotan. Algo, sin duda, se está cociendo. Algo se prepara y el forastero empieza a preguntarse si habrá sido prudente por su parte hablar de lo que ha visto.
Hay pescado de segundo. Con la excusa de las espinas y el trabajo de tenedor y cuchillo, el forastero, turista social y barato que algún día preparará oposiciones, no levanta la vista del plato y trata de ignorar la presencia de los otros.
A los postres, los niños se levantan y van a comerse el plátano a la cocina. Madre e hija se llevan los cacharros y se encierran a fregar los platos. Cuchichean muy de prisa con las cabezas juntas. El padre enciende un pitillo y le ofrece de fumar. El forastero acepta.
—Me ha dicho la niña —empieza el hombre— que la vio usted esta tarde.
—Sí... Me había tumbado entre las jaras a contemplar el ocaso y, casi sin querer... —comienza el forastero, como disculpándose.
—Ya, claro.
Fuman un poco más en un silencio cerrado y grueso que el tintineo de vasos en la cocina resalta. El padre, al ratito, pregunta:
—¿Y qué va a hacer usted?
—No sé. ¿Qué cree que debo?
El padre resopla:
—Podemos —dice— llegar a un acuerdo.
El joven forastero no entiende nada. ¿Un acuerdo? ¿Para qué? ¿Qué diablos es lo que vio? ¿Qué importancia tiene?
—Mire —murmura sudando—: sus asuntos son sus asuntos y a mí no me interesan.
—¿De veras? —parece aliviado el padre.
—De veras.
—Me permitirá, de todos modos, que le haga un obsequio —dice el padre, absolutamente feliz—. ¡Juana! —grita— ¡Podréis traer las cosas!
Madre e hija entran, serenas, por la cocina. Llevan un fardel entre sus cuatro manos, un paquete de tela llena de bultos y sonidos. Lo abren sobre la mesa y extienden su contenido.
—No dirá nada —está explicando el padre.
—¡Menos mal!
—Elija, elija... Hoy mismo lo ha recogido la niña. Todo nuevo.
Allí, ante él, brillando alegremente, encendedores, radios, magnetófonos, puntillas, tarritos de cosméticos, relojes... confusión de objetos preciosos e ilegales.
—Usted comprende —está diciendo alguien al oído del forastero—. La vida está muy achuchada y, si con esto del contrabando uno saca para ir tirando, pues...
26 de marzo de 1974