El Pobre

Arturo Robsy


Cuento


Unos mueren y otros nacen,
pero el juego no se acaba jamás.

—Proverbio hindú
 

Aquel tipo harapiento, muy joven todavía, no daba explicaciones; tampoco la dio cuando, en el último año, abandonó una carrera en cuyos estudios estaba cosechando méritos suficientes para augurarle un buen porvenir: simplemente desapareció y anduvo por las tierras que más le apetecieron hasta llegar a esa ciudad, en mitad de una costa, donde había encontrado, quizá, algo de lo que empezó a buscar en la universidad.

Las cosas no habían cambiado mucho para él: ahora era pobre, pero antes incluso de ser estudiante, también lo fue y no por propia vocación. Su padre, un carpintero sureño, conoció tiempos de mayor esplendor hasta que los plásticos y aluminios desplazaron la madera. Si aquel, el hijo del carpintero, pudo estudiar, fue debido a las becas que obtuvo desde los nueve años.

Ahora era distinto: mal vestido, casi hambriento, con un zurrón terciado al hombre y la barba descuidada, pensaba seriamente en establecerse en aquel lugar y vivir su vida de pobre voluntario y por vocación.

Loly, desde Sevilla, le había escrito la última carta: ella siempre creyó que el tipo era alguien y tenía ambición. Su carrera había sido brillante y su porvenir no dejaba lugar a dudas. ¿Por qué, entonces, lo echaba todo por la borda tan olímpicamente? ¿No recordaba el tipo sus excursiones a las Marismas, o los fines de semana pasados en Málaga, cuando el sol era una cosa digna de tenerse en cuenta? Loly decía, además, que no debía preocuparse por el dinero: ella lo tenía; en su coche hicieron los viajes; con sus cheques pagaron los hoteles, ¿por qué rechazarlo ahora? ¿Por qué huir? ¿Había, quizá, otra mujer? No se imaginaba al tipo con aventuras amorosas: siempre fue serio, reconcentrado, casi amargo salvo en los últimos días, cuando observó en él una marcada tendencia hacia lo sensual a través de sus besos, miradas y sonrisas. Por último Loly le marcaba un plazo: no esperaría más; no le guardaría la ausencia porque —como bien decía— "hombres sin complicaciones son los que abundan".

No sabía, no imaginaba siquiera que fue era larga comodidad lo que asustó al tipo. Él no era de los "laissez faire, laissez passer", ni de los que tenían la molicie como meta. Sin embargo había sentido la tentación, había experimentado como el alma se le volvía acuosa y blanda, y, el último día de su estancia en Sevilla, con Loly, miró con ojos de biólogo a todos sus conocidos: los cuerpos se agostaban cuando huían de las preocupaciones. Los estómagos abultados señalaban una pereza intelectual que no quería para él, y, sobre todo, desaparecían el interés, la ilusión, la duda... Él no deseaba volverse dogmático: él no quería perder su visión del mundo y, desde luego, al lado de Loly se hubiera convertido en "un buen muchacho", en un tipo simpático, en un deportista, pero nunca en todo un hombre, tal y como él lo imaginaba.

Aquella noche, pues, hizo sus maletas y escapó conscientemente de ser dominado por una absurda vocación: la de pobre, la de amargado, y en vano trataba de consolarse con la promesa evangélica: "y cualquiera que haya dejado casas o hermanos, o hermanas, o padre o madre, o mujer o hijos o tierras por mi nombre, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna".

Además, el tipo solo aspiraba a la vida terrenal, pero sin drogas que se la dulcificaran, sin engaños que se la hermosearan, sin lujos que se la arrebataran. Y, una vez en la ciudad, después de corretear por todo Levante, descubrió otro problema: ¿le permitirían ser pobre? ¿Le dejarían vivir mal? Posiblemente, no, porque el que disfruta de unas comodidades se siente en peligro ante el verdadero anacoreta; sabe perfectamente que la pobreza es una acusación y que jamás podrá comer delicados platos ni beber buenos licores mientras haya un solo eremita sin ellos, porque son más que una censura viviente: son la demostración, en suma, de que el hombre no necesita el salmón ni el Benedictine para ser y ser consciente.

Acampó a las afueras de la ciudad, muy cerca de un paseo marítimo que, en los meses de verano, servía para que los enamorados se aburriesen casta y serenamente y que en el resto del año estaba tan desierto como el Gobi.

Un municipal le hizo desalojar y, desde entonces, vivió a salto de mata: comía un pedazo de pan con cualquier cosa y dormía en los bancos de una plaza, en un solar, en una obra o, simplemente, no lo hacía, prefiriendo pasear por los muelles oscuros y por las calles negras.

Y así estaba cuando el cura de una parroquia se empeñó en socorrerle. Le ofreció, en un principio, alimentos e incluso le pagó un par de cosas en la taberna. El tipo, naturalmente, receló de tanta generosidad y bien pronto descubrió que el sacerdote pretendía redimirle, darle trabajo, convertirlo en una persona seria y consciente.

Estaba, además, la insufrible vanidad del eclesiástico, ese aire paternal y superior que adoptamos al hablar con gentes menos sabias o menos educadas. El tipo, pues, tuvo que soportar, a cambio de un par de latas de sardinas, toda una exposición de la moral cristiana y una serie de ideas trasnochadas sobre la dignificación por el trabajo y la utilidad social de los individuos.

—¿Dónde dijo eso Cristo? —preguntó con sorna, pero el sacerdote no le hizo caso: Cristo lo había dicho y así bastaba; ahora lo necesario era ocuparse de su caso y dejar de ser pobre.

—La miseria —concluía indefectiblemente— conduce a la pérdida de la fe, porque el hombre tiene que pensar en el hambre inmediata y no puede ocuparse de Dios.

—En dos mil años las doctrinas cambian, es evidente —pensaba el tipo, recordando algo a propósito de los pájaros del cielo y de los lirios del campo, pero procuraba comportarse como se espera que lo haga un pobre y, así, sorbía la sopa (¡qué repugnante!), se limpiaba la boca con la manga (¡qué cochinada!) y hablaba comiéndose las terminaciones en ado, edo e ido: "siempre he comío con los deos lo que me han dao".

Por fin huyó del clérigo: ¿cómo iba a comprender aquel santo varón que él quería ser pobre? El problema estaba, pues, en que sus pensamientos se movían en dimensiones distintas, y no se sería posible acercamiento alguno.

Pero la Junta Parroquial, las buenas damas que habían hecho un jardín de infancia, no renunciaron a tener un pobre particular y le abrumaron de regalos. Él, que solo pretendía vivir en paz y meditar, él, que era un místico, tuvo que acudir al centro a tomar chocolate con picatostes y a sonreír a tanta benefactora de la humanidad.

—Es usted muy joven —le dijeron— para llevar esa vida. Todavía puede trabajar, hacerse rico quizás...

¡Dios mío, qué carencia de ideales! De nada servía advertir que la pobreza es el estado natural del hombre, que nace desnudo, y que, además son atribuciones gratuitas tomadas por cuenta y riesgo de cada uno.

Aquellas buenas señoras, que pasaban la vida criando hijos y limpiando sus casas no sabían qué era dormir al raso y soñar y sentir la vida a cada instante gracias al frío, o al calor, o al hambre, o al catarro. También le preguntaron por su historia. Una, la más poética, aventuró:

—Debe usted haber sufrido mucho para decidirse a vagabundear. Créame: no hay nada como un hogar, un buen plato de comida y una cama caliente.

Las otras le trataban de tú (el tratamiento del pobre) porque nada hacer perder el respeto tanto como ver a una persona en camiseta.

Y el tipo sonreía cortésmente y tomaba su chocolate. Ni se le pasó por la imaginación hablar del asunto de Loly, al saber que había desechado la oportunidad de casarse con una mujer rica, las señoras le tomarían por loco y dirían que una vida de privaciones había hecho flaquear su buen juicio.

Después, y por este orden, vinieron las Damas de Acción Católica y el Municipio, todos empeñados en hacerse un ser digno y en darle una "oportunidad" para reconstruir su vida.

Cansado, se lo explicó: el fin de carrera estaba en sus manos: sería un licenciado y, después, un catedrático brillante, pero, a cambio, perdería no su alma sino su persona, sus instintos, sus sensaciones, y eso equivaldría a convertirse en un producto manufacturado más.

Deseaba, pues, palpar las cosas, sobrevivir por su propia voluntad y conocer, para siempre, la preocupación de la pobreza. ¿Era un crimen pretender ser indigente en un mundo cuya meta era el lujo? Sí: no se toleran los buenos ejemplos, y los "distintos" ofenden a los que han hecho de la vulgaridad la única fórmula válida.

Las Damas se horrorizaron: un hombre así era un peligro. Nadie en su sano juicio quiere ser pobre y sufrir y recibir palos a cambio de ideas.

El Municipio lo consideró bajo otro aspecto: el tipo no tenía oficio ni beneficio. Vivía de la caridad pública. NO era de ninguna utilidad para la ciudad... Y para gentes así, para los que no quieren trabajar y vivir como Dios manda, se había hecho la ley de vagos y maleantes, con que fueron a detenerle, satisfechos de poder eliminar, así, una lacra de su muy remendada sociedad.

Y, entonces, el tipo salió de su absurdo trance. Se dio cuenta de que —tal vez— nació con siglos de retaso y que, tarde o temprano, surgiría una ley prohibiendo la pobreza. Penoso, sí... Sus pensamientos abarcaron, por un instante, a los millones de seres empeñados en hacer vivir como ellos a los demás, y no pudo sonreír. La pobreza voluntaria caía como mito: si no se puede redimir a un vagabundo, se le encierra; si no se puede convencer a un paupérrimo, se le encierra; si no se puede explotar a un vago, se le encierra: éstas son las venganzas de las buenas gentes que no permiten que se rechace su cristiana caridad. Y, por eso, los municipales fueron hasta donde él y le quisieron poner las manos encima.

Pero el tipo tenía dinero. Con aire burlón exhibió un fajo de billetes y preguntó qué delito había cometido ("¿qué delito cometí, contra vosotros, naciendo?").

Se cansó de su papel; se cansó de las buenas y de los religiosos caritativos; se cansó de la justicia en manos de los justos y no de los ajusticiados y por poco empapela con su dinero a un pobre municipal.

—Y ahora —dijo— ¿puedo continuar aquí?

Sí, naturalmente que sí. Y, además, le dieron toda clase de explicaciones y le aplicaron el usted, a tanto llega el color del papel del Banco de España.

Por la tarde, compró un pasaje de avión y luego escribió un telegrama a Loly. El sería lo que los demás quisieran y, ¡ah del vagabundo que fuese a la finca de Loly a incordiar! Lo último que escribió seriamente en su vida fue esto:


"LLEGO MAÑANA AVIÓN. TE QUIERO. BESOS."
 

Y, aún así, le costó demasiado trabajo.


19 de septiembre de 1972


Publicado el 24 de marzo de 2019 por Edu Robsy.
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