El Poder y la Gloria

Arturo Robsy


Cuento


No diré yo que fuera de los primeros en darme cuenta de lo que sucedía, y aún ahora sigo sin saber si alguien ha comprendido de verdad lo que pasó el día de Santa Lucía, que es trece y eso siempre da mala espina.

Después, claro, han salido los de siempre, los que hablaron con pilotos de platillos volantes, los que han encontrado el aviso en la Biblia y los que lo leyeron en la Cábala. A otros les llegó la explicación a través de un velador tambaleante, como enseña Kardec, y a un gitano se le apareció una Señora en lo alto de un algarrobo, vaya usted a saber, porque la tropa parapsicológica y pseudocientífica insiste en que fue un poltergeist, un espíritu burlón.

Duendes quizá y, quizá, un castigo bien merecido pero, ciertamente, yo no fui de los primeros en darme cuenta, porque doy clases en la Escuela de Formación Profesional y, encima, escribo versos con la ilusión de que me den la flor natural en los juegos florales de la ciudad, o ciudadela para ser exactos, pueblo engordado con la papilla del turismo y el pienso de las inmobiliarias.

Según todas las versiones, a las ocho y cuarto de la mañana el Jefe de la policía municipal envió a su mujer a buscar al médico, y allá fue la pobre señora, gorda y preocupadísima, y se estuvo gimiendo y cacareando hasta que el médico la acompañó:

El Jefe estaba negro. No negro de ira, ni de rabia, frustración o cualquier otra cosa de las que ennegrecen. Simplemente negro. Negro como en el Congo o en Biafra, para que me entiendan. Negro por fuera, como embetunado, puro charol, y, seguramente, pálido del susto por dentro.

Fuera lo que fuera, le había sucedido por la noche, en la cama, que también tiene sus riesgos; un mal sueño, un soplo de magia, un aojamiento bien colocado, una faena de padre y muy señor mío. Pensaba la mujer por que el camino si sería cosa del hígado, que si pone amarillos, bien puede poner negros.

— ¿Qué comió ayer? ¿Qué bebió? ¿Tiene lámparas solares para ponerse moreno? ¿Algún antepasado africado, cubano o, al menos, portugués? ¿Usa cosméticos? ¿Come zanahorias? ¿Ha intentado lavarse? — el médico preguntaba, quizá, para cubrir el expediente, quizá de buena fe, porque uno en su humildad sabe que hay enfermedades que no figuran en sus libros, y libros que no se estudiaron en su momento.

El Jefe llevaba una vida saludable, respirando, eso sí, mucho humazo de los tubos de escape, mucha carbonilla, lo que podía ser una pista. No destenía sin embargo, ni tenía fiebre. No tosía ni le dolía parte alguna, de manera que aquello, en opinión del médico, necesitaría algo más que la habitual penicilina.

Aún estaban en éstas cuando un chavalín llegó corriendo porque su padre, encerrado en el cuarto de baño, pegaba gritos mezclados con palabras gordísimas y se negaba a salir. Por los ruidos se suponían que había roto los cristales o el espejo; decía mamá que corriera el médico no se fuera a cortar las venas o a tragarse las perfumadas sales de baño a causa de esa cosa americana: la locura transitoria.

Él era el presidente del club de fútbol y cuando el entrenador — amigo de la casa, y el portero de la finca echaron la puerta abajo, el médico supo que de locura nada: era otro negro nerviosísimo, con el pelo revuelto y erosiones en la cara de frotársela con el estropajo metálico que pilló en el fondo del armario de los potingues.

— Reposo y mucha tila. Estos supositorios cada seis horas. Una lavativa ahora mismo, a ver si hay suerte. Nada de fritos. Ni soñar en los asados. Fuera alcohol y tabaco y, por si las moscas, no tocarle, no besarle, hervir las ropas y dejarle, para mejor, a solas con el televisor y el Marca.

Despertar y, al ir a afeitarse, verse todo negro no es poco trauma; algo así como un garrotazo bien aplicado o el penalty que un árbitro vendido toca en el último minuto. Pero negro estaba y la ciencia no podía hacer otra cosa que extenderle la baja laboral o atizarle un calmante que le pusiera suave como un guante.

A medida que avanzó la mañana se supieron otros casos de Negrura Súbita (o galopante). Curiosamente la padecieron personas bastante conocidas que, salvo en un caso, preferían quedarse en casa, "ilocalizables" que se dice en prensa cuando alguien se ha escondido.

El único que salió a la calle lo hizo para llamar la atención, para que le preguntaran y le invitaran a copas, y de este modo lo pasó tan ricamente, contando sin parar sus opiniones al respecto y burlándose de los que se ocultaban. Era, con mucho, un tipo malcarado, feo, cínico y algo navajero, pendenciero, bebedor de mal vino y proxeneta de profesión, e indudablemente había salido ganando con la negritud, en tanto que le disimulaba el rostro patibulario, los ojos torvos, la expresión crispada a la vez que le favorecía en sus actividades, mayormente nocturnas, noctámbulas y nocherniegas.

Cuando no dormía hasta el crepúsculo, que era de higos a brevas, pasaba fumándose medios toscanos y mirando con regocijo a la gente de bien, cada vez más escasa, a señorones y empleadillos, a buenos obreros y a malos funcionarios, que le esquivaban con timidez, porque el tipejo sabía muchas cosillas, errores varios, patinazos, costumbres amorosas ligeramente raras, perversiones como la copa de un pino y divertidos gatillazos.

Dueño de paja de dos burdeles y protector de un tercero, sabía, también, los nombres de los accionistas, la procedencia de los dineros que se invertían en prostitución y drogas, lo que le convertía en hombre peligroso y, por lo tanto, con poder.

Otro que, sin necesidad de exhibirse aceptó tranquilamente la transformación, fue un celador de la clínica de la Seguridad Social, un delgaducho gafudo de mentón escurrido y huesuda frente que solía arreglar muchísimos problemas. El enfermo que contaba con su ayuda solía salvar la piel; él conseguía habitaciones soleadas a los amigos y pasillos a los enemigos, números unos en la visita o listas de espera, y cosas por el estilo que se le solían pagar con largueza o con maldiciones.

Era, además, animal sindical — dicho sea con el debido respeto —, especie de gozne entre el trabajo y la holganza; estricto vigilante de humanos derechos y, en consecuencia, humanitario de pago. Siempre pudo al director, y eso que se trataba de un urólogo acostumbrado a las cosas más feas, pero ciertamente, sin recepción ni telefonista, sin camilleros y limpiaorinales, un hospital bonísimo tampoco anda y, por eso, consciente de su deber, a las nueve, negro con tonalidad de cacao, aquel hombre estaba en el mostrador de la entrada.

No sonreía, pero tampoco lo hizo mientras estuvo en plena forma. Y, como no todos los que acudían al hospital estaban al tanto de la enfermedad extraña, le tomaban por extranjero, hablándole unos con infinitivos, "yo venir ver médico riñones", y otros, más suspicaces todavía, por señas.

Al mediodía se podía recoger ya una variada información, teniendo en cuenta que la ciudad es pequeña, que los afectados eran en su mayoría casados y que los médicos españoles no prestan el juramento hipocrático. Lo fundamental, el color subido, algo más que tostado, torrefacto como un buen café, seguía siendo el principal misterio.

El populacho — o plebe — andaba ya barajando hipótesis de trabajo a base de embrujos varios, mal de ojo, extraterrestres y castigo divino. Una zona turística — y en esto quiero ser ecuánime — se merece el divino castigo tanto como Sodoma en su tiempo, y algo más que Gomorra, que iba de dama de compañía en aquel asunto del fuego del cielo. Una zona turística se merece también que la gente se vuelva negra a causa de tanto comerciar con el sol, pero no creo que Dios, en su infinita sabiduría, embetunada a unos y respetara a los otros. Muchos de los afectados no eran ni siquiera primogénitos y esa es cosa que se mira mucho en los castigos bíblicos.

Otra versión iba muy bien colocada en el índice de aceptación y vencía indiscutiblemente en los aledaños del mercado: aquella podía ser una segunda colza desnaturalizada, la morenez atípica, la luna nueva epidérmica, alguna contaminación africana llegada a través de plátanos, chirimoyas, cafés, cacaos y ñames convenientemente desnaturalizados también. Además: ¿se había comprobado alguna vez si los negros lo eran a causa de un microbio? La cosa tenía sus visos, de modo que sus partidarios crecían.

Los médicos, como siempre, no sabían nada. Hablaban de análisis de marcha, de envíos de muestras a lejanísimos laboratorios oficiales, de medidas precautorias y de cauta reserva, pues nadie debía temer ya que, seis horas después de controlado el primer caso aún no se había producido ninguna defunción, y ya se sabe que lo que no mata, engorda.

La lista de los enfermos era reducida y heterogénea; variada e interclasista, y, si se me apura, hasta variopinta. Como Don Juan, recorría toda la escala social, con el Jefe de los municipales, el presidente de los futboleros, el accionista de las suripantas y el recepcionista sanitario. También habían fichado por la negritud el arcipreste y archijefe de los Boys Scouts, el Juez de primera instancia, un bedel del Ayuntamiento, una señora prestamista, el Disc-Jockey de una discoteca, pinchadiscos y venas, el pachá local del partido de la mayoría municipal y un periodista deportivo, gran forofo y mentiroso avieso que escribía cortísimas crónicas en mi periódico, pues yo soy de los privilegiados que no han perdido el pluriempleo.

Con estos datos, como perro de raza que era, hice una bonita muestra, y el director me azuzó: ¡Entra! Así fue como decidí desenredar la madeja y, caso de no dar con la solución antes de las doce de la noche, a las doce y media le echaría la culpa al armamentismo, al monóxido de carbono o al agua con burbujas, que la gente traga lo que le echen si va en letra impresa y con lenguaje homologado, normalizado, estandarizado y hortera.

No es por presumir, pero entre el primer plato y el segundo vi la luz mientras rascaba con el dedo el vaho fresco de la copa de vino blanco. No en vano sabía ya entonces que en España nada escapa al ámbito de la política, mientras que la política escapa siempre del ámbito de la razón. Así las cosas, ¿no era cierto que el Jefe de la Policía municipal y el macarra y el juez y el celador y el arcipreste y el presidente del club de fútbol, y el periodista deportivo y el pinchadiscos, eran personas con un poder determinado?

Otra cosa no tenían en común: ni la fe ni las ideas ni la complexión, ni la querencia. Descartado lo razonable, quedaba lo que siempre queda en España: el poder; ese algo especial que da fuerza sobre los demás, y, el trece de diciembre, Santa Lucía, los hombres poderosos de mi ciudad se habían vuelto negros.

¿Por qué? Supuse en seguida que si la gente aceptaba mi explicación, que la aceptaría una vez acostumbrada a los discursos parlamentarios, también creería que los poderosos se volvían negro porque el poder quema a las personas, las consume. "Carbón animal", aunque no fuera una comparación afortunada.

Pero el trabajar en un periódico de provincias da cierta experiencia psicológica, cierto amargo realismo y mucha cautela, porque las noticias, todas sin excepción, tienen su coz. En este aspecto no hay noticia buena por la misma razón que nunca llueve a gusto de todos. Por ejemplo: si yo planteaba así mi teoría, ¿qué diría el director de mi periódico, que se creía padre de Maquiavelo, pariente de Churchill y primo carnal de Don Torcuato? Él estaba como siempre, sonrosado como una gamba fresca, y no dejaría de preocuparle que el negro fuera el redactor deportivo. Ergo: ni él ni sus ideas conformaban opinión alguna, ni movían más que a los chavales que vendían el papelín en los semáforos, en los nueve semáforos de nuestra urbe.

¿Y cómo encajaría el vecindario el hecho incuestionable de que el proxeneta fuera más poderoso que, pongo por caso, el director de una sucursal bancaria, y que el celador pesara más que el director del hospital?

Estaba seguro de que algunos afectados seguían cuidadosamente escondidos y, también, que si publicaba mi teoría, al día siguiente se echarían orgullosamente a la calle, que la presunción pesa lo suyo. Y, tras ellos, la cuadrilla de trepas y snobs, bien teñidos con betún o con tapones quemados y, en dos días, hasta las mujeres más rubias y bellas parecerían desenfrenadas hotentotes.

¿Qué duda cabe que pensar tiene sus riesgos? Pero, ¿puede alguien demostrar que no pensar te dé el éxito, salvo en un par de bien conocidas profesiones? Si algún designio oculto ennegrecía la piel de los poderosos, no hacía otra cosa que señalarlos ante los demás. En la Edad Media tenían caballo y coraza, fuerza, siervos y algún castillo. En la edad Moderna, artistas paniaguados, palacios renacentistas, banqueros judíos y emplumados chambergos. Incluso en este siglo, desde las ropas a la gordura, de las chisteras a la cadena áurea del reloj, el monóculo y el automóvil, les sirvieron de bandera, pero el consumismo en masa había hecho muy anónimos a los poderosos y los plazos habían facilitado a los humildes y mequetrefes el disfraz.

Una ley no escrita de la naturaleza, física, química o magnética, venía a corregir el desbarajuste: los poderosos eran negros carboneros y los otros, montón y rebaño, blancos, mayoría vulgar.

Con todo y un suplemento de cautela y tacto, le expliqué al director de mi periódico la hipótesis. Aún vejado, encontró la cosa razonable y pareció dispuesto a publicarlo en primera página sin tomar represalias contra el negro redactor deportivo ni correr a comprarse una caja de betún con silicona. Sólo me encargó dos cosas:

— Échale un vistazo al gobernador y otro al alcalde, no sea que la verdad, en lugar de libres, nos haga otra cosa.

Pero el gobernador seguía blanco como un buen papel de barba para instancias, preocupado, eso sí, por su secretario, el que abría la correspondencias, le llevaba la firma y manejaba con pericia la máquina fotocopiadora. El pobre había sido afectado por la enfermedad y, por si las moscas, reposaba en casa.

— Malo — me dije — Si esto va adelante, van a rodar muchas cabezas, y siempre se puede pensar que es buena idea matar al mensajero, que se dice.

Camino del domicilio del alcalde no hice más que meditar sobre lo extraño que es el poder, que no siempre es sólo dinero o sólo cargo o sólo fuerza. "Conocer" es tener poder. "Callar" es tener poder. "Gritar" es tener poder. ¿Habría algún poeta negro en la ciudad? ¿Algún artista, algún profesor? ¿Algún hombre fiel, o soñador, o...?

El mismo alcalde me abrió su puerta y yo le conté que necesitaba algunas declaraciones sobre los curiosos casos, pero ya tenía mi respuesta:

— No he pasado hoy por el despacho — me dijo — porqu emi pobre mujer se ha puesto enferma también y me necesita a su lado.

Así que, de acuerdo con mi director, dejé correr mi reportaje. Nadie dice nada y estoy seguro de que otros muchos han atado todos los cabos, pero así es la vida. Realmente procuro olvidar este asunto porque me da miedo saber quiénes mandan. Ayer, sin ir más lejos, también me desperté negro como el carbón. No quiero ni pensar en lo que sucedería si yo les dijera a los blancos lo que son: borregos.


Publicado el 17 de abril de 2017 por Edu Robsy.
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