El Provocador Discreto

Arturo Robsy


Cuento


Ejercicio número uno.


Material:

Provéase de una máquina fotográfica o grabadora de vídeo, de un bañador y de un mes de agosto. Busque una de las cientos de playas donde nacionales y extranjeros se desnudan con la esperanza de que el calor solar vivifique sus partes nobles o, si se prefiere, el soporte mortal de sus pecados.


En el fondo los nudistas no son tontos. Saben que es legal porque Múgica tiene ideas, pero dificilmente se pasearían así por la plaza mayor de su ciudad o acudirían despelotados al cine de su barrio. Se reúnen para darse valor. Es el instinto gregario.

Al principio de la temporada se ven las playas llenas de gente vestida que vigila. Un día una mujer se toma una copa para confortar su espíritu y corre a la orilla a sacarse una teta: reflejos condicionados. Pero es la señal y cientos de bañistas tiran sus prendas de vestir. Días después la multitud frunce el cejo cuando aparece un ciudadano en bañador: un provocador, sin duda; un tipejo que tanto puede ser un fascista como una víctima de la educación represiva de la clerigalla.

Pero pasearse desnudo entre los nudistas es una provocación demasiado sutil. Ellos se defenderán de usted con pensamientos progresistas o con brincos exhibicionistas dedicados a escandalizarle.

Un paso en el camino de la provocación es efectuar el paseo con perro. Los canes, en su amistosa simplicidad, se acercan a oler, porque apenas pasan de ser una nariz con sentimientos. El por qué se obstinan en oler determinadas zonas del nudista es algo que tiene que ver con su filosofía de la vida. Su máxima es dime cómo hueles y te diré quién eres.

Parece ser que el hocico de un perro es uno de los pocos artilugios capaces de infundir sentido común tanto al nudista macho como a la nudista hembra. Su inconsciente les grita que debajo tienen dientes y, forzados por tal inconsciente, se cubren con las manos las partes más delicadas. El padre sol, desde lo alto, suele agradecerlo.

Así pues, un perro es un tesoro para el provocador. A su paso la gente se protege, demostrando con los hechos que la desnudez no es natural sino una situación de indefensión: imagínese que un inspector de hacienda cayera sobre usted a la salida de la ducha.

Claro que no es fácil hacerse con un perro o estar seguro de que el animal que nos acompaña va a limitarse a oler, renunciando a acciones más dolorosas que nos harían víctimas de un merecido proceso judicial, sobre todo si han pinchado el teléfono del perro y hay cientas que demuestren que lo tenía pensado.

Menos peligroso es sentarse frente a un nudista y contemplar el panorama el tiempo que haga falta. Se trata de una actividad algo molesta pero de resultados garantizados. Aunque el nudista enseña su humana encarnadura con oculto talante de exhibicionista, espera que el resto de los mortales hagan como que no le ven. Devolver la lógica al proceso y hacer como que sí se le ve, que para eso está, le causa gran incomodidad. Es posible que se establezca un diálogo así:

—¿Y usted qué mira?

—¿Y usted qué enseña?

—¿No ve que es de mala educación mirar así?

—¿Y usted no ve que está arruinando a los fabricantes de bañadores?

Pero lo hermoso de mirar en silencio está en la economía de medios: una simple mirada, si es lo bastante sólida, basta para provocar más que cien predicadores sermoneando sobre la impudicia.

Esto puede no ser suficiente para los espíritus selectos que prefieren la acción al pensamiento. Por eso se ha indicado al principio la conveniencia de hacerse con una máquina fotográfica o con una cámara de vídeo. Su objetivo es dejar constancia material de nuestras provocadoras miradas. Claro que es innecesario proveerse de carrete, porque sólo hay que simular que se fotografía. Esto, además, nos puede librar de ciertas acciones judiciales emprendidas para defender el derecho a la propia imagen.

Se opera con desparpajo. Se elige a la víctima, prefiriendo al que más se exhibe y más satisfecho se muestra de su cuerpo serrano.

Se hace notar la propia presencia por el sencillo método de quedarse inmóvil en la proximidad. Captada la atención de la estúpida víctima, indefensa como un bebé foca sobre el hielo, se la enfoca con la máquina y se oprime el disparador, sea botón o gatillo.

Los resultados suelen ser instantáneos. La víctima se cubre como puede y pregunta, en un acceso de originalidad: ¿Qué hace usted? Lo sabe, claro, pero es incapaz de dar crédito a sus ojos. Él, sin duda, tiene derecho a airear sus vergüenzas, pero usted no lo tiene a cultivar el arte de la fotografía. Una curiosa paradoja cuando su analiza que la mayor parte de los nudistas se las echan de librepensadores.

En tales circunstancias es difícil que el nudista ataque porque se siente vulnerable, pero puede unirse con otros de su especie y, de grito en grito, soliviantarse hasta la agresión. Las hembras, en su ignorancia absoluta del concepto, tienden a llamar desvergonzado al provocador; ellas precisamente, con todo al aire. Un todo tembloroso de ira.

Si las cosas se ponen feas y el provocador se ve acorralado, siempre puede abrir su máquina y demostrar que no hay carrete ni cinta y que él solamente está llevando a cabo un experimento sociológico: la influencia de la piel en las relaciones humanas.

Pero mejor es correr: a los hombres desnudos les molesta galopar por ciertos movimientos pendulares que les dan una grotesca apariencia.

Las hembras también se ven afectadas por movimientos involuntarios durante la carrera. Ambos suelen abstenerse y el provocador fugitivo puede, todo lo más, oír como un eco:

—¡...ón!


Publicado el 1 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
Leído 4 veces.