El Viejo y La Niña

Arturo Robsy


Cuento


Para María José y Gerardo


"Son otros tiempos donde el tiempo no parece no importar". — Oliverio Quintana.


El turismo siempre es una pobre solución a los problemas porque éstos se enquistan ardientemente bajo la piel y esperan con paciencia la hora ésa en que nos quedamos solos en la habitación del hotel o cuando, adormecidos, levantamos las fronteras entre actualidad y pasado.

En este sentido El Viejo era profundamente desgraciado a pesar de su máquina fotográfica colgada del hombro apaciblemente, a pesar de su sombrerito de palma, a pesar de sus brillantes pantalones veraniegos, a pesar de sus playeras blancas bien ajustadas a los pies y a pesar de sus paseos por ciudad y playa en busca de extraños opios que le descansasen.

Corrían los días de julio, cuando las orillas del mar empiezan a alcanzar su punto de saturación y el cielo es un espejuelo azul de aguas tranquilas e insípidas. El Viejo había venido a la Ciudad con su inevitable máquina fotográfica, con sus brillantes pantalones de verano y sus blancas playeras bien ajustadas.

Las ciudades tienen algo de cruel; algo de soledad mal compartida y peor respetada; algo de malsana curiosidad donde la gente busca a sus vecinos sólo para encontrar ejemplos de estolidez o apatía mayores que propias. Las ciudades tiene enormes bocas de asfalto que todo lo devoran, y no hay que dejarse engañar si vemos tal parterre de verde intento o tal macizo de flores coloreadas: sigue siendo La Ciudad y, por lo tanto, una Amenaza para corazones y sesos.

El Viejo, después de la visita a los lugares famosos con la fama de lo antiguo, caminaba a la ventura, medio perdido a través de callejuelas y glorietas a merced de su historia. Por ejemplo, Maud, que debió acompañarla, pero no. No cincuenta veces; cien veces no. Ella tuvo que irse mucho antes. Ella tuvo que definir al mundo por cuenta propia y, por lo tanto, en el mundo estaba especulando con diversas libertades.

A medias sonriente con el incipiente sudor corriéndole por las sienes o por el canal oscuro de sus pechos, la Niña entró en la cafetería donde debían reunirse los amigos. Traía el ceño un poco herido, seguramente de fastidio, , pues quedó con Paco en encontrarse en los bancos del parque y, nada. No había llegado Paco y lo peor es que la tuvo más de veinte minutos bajo ese sol de justicia que entre grupo y grupo de luz le levantaba los nervios hasta lo más alto de la cabeza.

Ganas tuvo incluso de llorar. De llorar de rabia, de frustración, no precisamente porque Paco la hubiese plantado, sino por las absurdas coincidencias. ¿Por qué cada vez que la Niña hacía un plan algo tenía que surgir para desbaratarlo? ¿Por qué cuando establecían un horario para las excursiones siempre se retrasaban algunos o, simplemente, no podían acudir? La Niña odiaba lo inesperado precisamente porque se sentía víctima del azar y, de poderse conseguir, hubiera aceptado gustosa el papel de Rectora Universal: bajo su estricta planificación nadie se retrasaría, nadie tomaría por su cuenta decisiones de última hora; nadie...

Llegaba con sed a la cafetería. Al fondo, en la Buena Penumbra, descubrió a Juan Antonio, a Maribel y al mismísimo Paco. No supo si enfurecerse. La Niña llegaba agotada y lo mejor sería echar al olvido los nervios absurdos que el sol le levantaba. Paco y Maribel, sin embargo, tenían una explicación al alimón:

—Resulta —decía Paco— que nos encontramos al subir... Iba un poco retrasado y me imaginé que...

—Se lo dije yo: que tú regresarías pronto del parque y que él...

—...no necesitaba subir hasta allí.

—¿Te has enfadado? —preguntaba Maribel con una sonrisa.

Y Paco:

—Sólo hace un momento que hemos llegado. Nos hubiéramos cruzado por el camino.

La Niña decía que sí con la cabeza y sonreía quitándole importancia al asunto. Pensaba que si manifestase toda su cólera los demás creerían que éstas eran cosas de niña, de jovencita desproporcionada y todavía sin cuajar (pese a pechos, muslos y caderas de mujer).

—No me he aburrido del todo —explica—. Resulta que...

¿Qué es lo que podía buscar Maud realmente? El Viejo no lo sabe. El mundo, por supuesto, se ha ido haciendo complicado desde que él nació. Sus recuerdos de niño son irrepetibles hoy en día. Ya nadie anda a pies descalzos por los campos de helechos ni se tiende, en mitad de la noche, a imaginar largas pláticas con estrellas y duendes. Además, los niños ya no creen en eso, ni en las hadas, ni en dragones y príncipes y hasta los solemnes caballeros de Walter Scott les parecen pobres e ignorantes pisaverdes. Los niños creen en su Majestad el Átomo, en su Alteza Real la Libertad, en sus acólitos, los Grandes y Pequeños Científicos y, por último, en los automóviles veloces y en la Injusticia Generacional.

Maud era así. Debió acompañarle en aquel viaje por las Cálidas Tierras del Sur, pero Maud se fue antes encadenada a sus particulares espejismos. ¡Claro que El Viejo también los tuvo en su juventud! Menos intensos, desde luego, pero todos los hombres y mujeres han sabido sentirse desgraciados y metafísicos mientras el cuerpo, que aún se forma, no les trae problemas de dolor y de angustia, ni les recuerda todos los días que llevan en su interior a un futuro e insensible cadáver.

Maud descubrió el amor durante la secundaria. Después, herida sin saber de qué, fue a vitorear a los Beatles y a mesarse la brillante melena delante de cadenciosas músicas. Por último se planteó el problema de la contingencia: ¿cómo hacer para que Maud fuera más y más ella misma? ¿Cómo dar mayor dimensión a su cuerpo y a sus ideas? ¿Cómo evitar ser una de las estupidillas manufacturadas que sueñan en marido, hijos y electrodomésticos y esperan a principio de mes para comprarse tal vestido estampado del que se enamoraron un par de semanas atrás?

Entonces Maud dijo que la libertad es para los jóvenes y se fue. Maud descubrió la conjuración de los Hombres Viejos que intentaban envejecerlos a ellos prematuramente. Maud vio la superchería de los Hombres Ricos que vendían —después— comprimidos de Juventud a los vencidos por la vida: ropas, músicas, automóviles, alcohol... Y Maud no quiso respetar las reglas del juego y se fue a ser libre por esos mundos de Dios, a estar cada día en un camino diferente y a romperse el alma tantas veces como le apeteciera, ya con el amor, ya con el hambre, ya con la soledad.

Pensaba en la vida abierta, en límites enormes, más que el mar o el cielo. En misteriosos secretos que estrellas o libros en rústica revelarían. Por eso Maud se fue a ser desgraciada de otra forma y El Viejo se quedó, más solo que nunca, recogiendo devotamente en una habitación los vestidos de Maud, aquel primer sostén que tanta prisa tuvo en comprarse; las muñecas de caucho y plástico que tan rápidamente abandonó; el vestido que llevó al baile de fin de curso y que tantos berrinches había costado a todos, porque determinadas tablas no acababan de caerle a su gusto; los vaqueros rasgados con los que un día regresó a medianoche, toda manchada de sangre, balbuciendo incoherencias acerca de los automóviles, los chicos y los borrachos. Pero entre tantos recuerdos al Viejo le faltaba la real presencia de su hija, el calorcillo de su cuerpo bien construido, y hasta las interminables discusiones por la noche, que no conducían a ningún sitio determinado.

Maud dio en la Libertad y ahora El Viejo ha emprendido este viaje solitario porque, a fin de cuentas, su propia vida y la de su hija son, esencialmente, otras y vive cada uno la suya. Él, por lo tanto, pretende distraerse, tomar fotos que luego enseñará a los amigos, ponderando cada lugar y cada belleza. También, claro, hay otro motivo: ¿y si un día, en la playa, al doblar una esquina, en la carretera, se encuentra con Maud? Ella está en el mundo; él, también, y podrían coincidir. Entonces... pero estos son sueños del Viejo que se ha detenido en el parque, a la sombra de las sabinas, y jueguetea con su máquina fotográfica sin reparar en nada particular...

(La Niña termina de dar cuidadosas instrucciones al camarero de la cafetería: una tónica sin limón, con dos pedacitos de hielo, con una parte de ginebra por media de ron blanco. Enciende el cigarrillo que le ofrece Juan Antonio y se entera vagamente de que Paco recita unos versos de José Martí, el patriota cubano. Son versos que se han hecho famosos encaramados a una melancólica canción:


"Mi verso es de un verde claro
y de un carmín encendido:
mi verso es un ciervo herido
que busca en el monte amparo".


Luego La Niña, todavía un poco metida en iras, recuerda el plantón en el parque...

—Allí estuve —dice confidencialmente a Juan Antonio— veinte minutos como veinte soles, esperando a ese descastado. No hay quien aguante el sol de verano: enseguida te echas a sudar y luego hueles que da asco.

Juan Antonio, para su caletre, piensa que el aroma del sudor reciente de La Niña es un afrodisíaco más con el que hay que contar, una de esas excitantes esquinas que te reservan los cuerpos de las muchachas, porque Juan Antonio es un Epicuro de los Tiempos Nuevos y sabe que todo, hasta el sudo, tiene importancia a la hora del placer.

—Había un viejales por allí, ¿sabes? —continúa La Niña—. Uno de esos extranjeros coloradotes que parecen siempre tan felices y a gusto de puro carcamales que son. Andaba tomando vistas con su máquina fotográfica y yo estaba al tanto, no me fuera a sacar a mí para presumir de conquistador llegado a su tierra. Luego, mirándole, me di cuenta de que estaba medio perdido. Ya sabes: se olvidaría el plano en el hotel o no entendería lo que había escrito. En esto se sentó en un banco y se quedó quieto, abatido, como si algo le hurgase las tripas y él tuviese mucho dolor y mucha vergüenza de confesarlo. Era uno de esos que, a fuerza de quemados, parece que tienen buena salud, pero el color del sol engaña mucho. Yo no sé sí...

—Anda, Niña, calla de una vez —la interrumpe Maribel—. ¿Qué nos va a nosotros tu anciano triste? Termínate tu "Gin Tónico", que en cuanto llegue Alberto nos las piramos.

La vieron hace poco. En Berna. Eran amigos del colegio y la reconocieron. Estaba más delgada, la pobre Maud. Como triste: bien lo vio el viejo en la fotografía que le tomaron sin que se diese cuenta.

Nada. No había encontrado nada, salvo a un tipo llamado Jorge, con más conchas que un galápago, y una guitarra. Ni rastro de la Libertad. Había tirado a la papelera palabras como "realizarse" o "proyección". Los horizontes, en lugar de crecer, se habían hecho más pequeños, como sus alegrías o su tranquilidad. El mar, los lagos, los ríos, los Nuevos Caminos, resultaron tan falsos como las ciudades que tienen Boca de Asfalto y, sin embargo, la habían encadenado y arrastraban a Maud sabe Dios hasta donde.

Se drogaba. Eso le dijeron, al menos. Nada importante todavía; nada de pinchazos y jeringuillas: marihuana solamente, rama como le llaman ellos, "mogrollo"... Pero se drogaba para buscar la libertad. Se drogaba porque no soportaba a Jorge, ni a ella misma, ni a los demás infelices mortales...

El Viejo no quería pensar más. El Viejo se sabía de memoria todas estas historias y otras igualmente parecidas. Los tiempos que cambian y la gente que, aún creyéndolo, no lo hace. El choque, pues. La frustración, que se dice. Y todo se resuelve en un querer y no poder. Maud, por ejemplo, tratando de tomar el cielo por asalto jurándose que no cree en él. El Viejo, marchándose de casa con los problemas mismos enquistados bajo piel y atesorando recuerdos en la máquina fotográfica para combatir a esos otros que guarda en la habitación que fue de su hija. La nada, en suma.

El Viejo repara entonces en el periódico ya leído que tiene en las manos y se levanta hasta la papelera cercana para tirarlo. Entonces ve a La Niña: sola, sudando puede que del sol, puede que de libertad mal soportada. La Niña también le mira y saca cigarrillos y mechero para encender...

La Niña ha terminado su Gin Tónico y Alberto aún no aparece. Sujeta el brazo de Juan Antonio y recuerda que no acabó de explicarle el plantón de Paco.

—Fue divertido —dice, sin explicar a qué se refiere—. El viejo se levantó a tirar un periódico a la papelera. Luego se me acercó. Yo fumaba hecha una furia, como te puedas imaginar. Bueno, pues se puso a mi lado y muy correcto va y me dice: "no haga eso, señorita". Tenía una media lengua graciosa, pero se hacía entender. "No haga eso" —me dice—. "La libertad está en otra parte". ¿Vosotros lo entendéis?

Maribel se encoge de hombros:

—¿Qué tendrá que ver la Libertad con los pillos?

Juan Antonio opina que El Viejo será miembro de alguna asociación antitabaco.

La Niña en fin se desentiende del asunto. Alberto llegará enseguida y podrán irse de una vez.

—¡Qué raros se hacen los viejos! —comenta.


Publicado en el Diario Menorca el 28 de agosto de 1973.


Publicado el 25 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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