En Vuelo

Arturo Robsy


Cuento


Para Isabel, mi novia, en su cumpleaños


—Los aviones de ahora tienen muy poco que ver con el que utilizaron los hermanos Wright en su primer vuelo —esto es lo que dice alguien detrás de mí, en la sala de espera del aeropuerto donde todos aguardamos nuestra hora.

Continúa la voz:

—Volar es hoy en día lo más fácil y lo más seguro; sin embargo el hombre no se ha acostumbrado todavía, hay algo horrible en el conocimiento de que tres o nueve kilómetros de aire te separan de la querida tierra...

No presto ya atención. España es el país de los filósofos de circunstancias, de los individuos que aprovechan cualquier ocasión para explicar y explicarse su particular forma de entender las cosas; de los barbianes que leyeron tal noticia en una revista y la comentan infinitas veces después, como si el mérito de tal nuevo motor aéreo o de tal mecanismo de seguridad fuese absolutamente suyo. Donde se reúnan más de dos papanatas admirativos siempre aparecerá uno de estos informadores voluntarios dispuesto a hacerles comprender lo bueno y lo grato y lo asombroso que es vivir en 1973, al amparo de la potente tecnología de "nuestros" científicos.

La sala de espera, entretanto, se ha ido poblando de personitas pensativas. Hablan quedamente, vigilando al vecino más cercano, y sonríen, casi misteriosas, a quienes subieron a despedirlas. El ritual de las manos de los viajeros merece también un apartado:

Las tienen más azules. Nerviosas. Llenas de explicaciones y gestos desusados. Las manos de los viajeros se levantan inopinadamente; señalan deprisa; hurgan especiales misterios en la nariz; comprimen párpados cansados de aletear en la inquietud, rebuscan pitillos y venturosas cajas de cerillas en los diez bolsillos de un traje bien cortado (sin contar los cuatro del chaleco); rascan furtivamente mentones, sobacos o rodillas repentinamente sensibles... Así son las manos de los viajeros que, a veces, tiemblan al sostener la cucharilla del café con leche humeante, porque el viaje supone la aventura de abandonar amigos, de cambiar tierras conocidas por otras que lo son menos, de comprometerse el ritual de los besos y las despedidas donde se quedan entrañables amigos o recuerdos, eternales familias, amadas mujeres o llorosas novias...

Suenan los altavoces. El barbián explicativo calla por un momento y comenta después lo singular de la hora, habida cuenta de los habituales retrasos de las compañías de aviación. Revuelo de faldas y bolsos. Cigarrillos, ya colillas, que se aplastan en el cenicero o caen al suelo. Brazos extendidos. Manos extendidas. "Adiós". "Hasta la vista". "Ya nos veremos". "Tenéis que volver pronto". Cada uno dice su especial frase. Todo parece quedar de acuerdo entonces y el amor, ese amor que olvidamos al volante del automóvil, en las apreturas de las calles o la playa, el amor del hombre por el hombre, y de la mujer por la mujer, ése, despierta chisporroteante y nos sentimos miembros de la misma y única especie.

Anochece en el campo de aviación. Al pie de la escalerilla es de rigor volverse y agitar un brazo hacia el otro mar de brazos que resaltan, a contraluz, tras la barandilla. No dices adiós ya, a nadie en particular, sino a la luz, al ocaso, al airecillo primaveral que huele a gasolinas incendiadas, a la tierra donde algo dejas, aunque sólo sea nostalgia. Y, después, de cabeza al avión, de cabeza al huso embutacado donde suena una musiquilla de "ambiente" y donde los pasajeros van eligiendo lugar según sus preferencias.

Yo, particularmente, prefiero ventanilla, hacia el centro, sobre las alas. Otros, por aquello de la seguridad, sillones intermedios en la cola. Algunos, los que todavía sienten la fuerza de la competición en la sangre, buscan los asientos delanteros, justo al lado de la puertecilla por donde va y viene la azafata que sonría por algo más que vocación.

Los motores silban. Al minuto zumbarán. El avión busca la cabecera de la pista mientras los altavoces nos dicen el nombre del capitán, la velocidad y el techo del vuelo, la presión en cabina y hasta la hora aproximada en que llegaremos a nuestro destino. El aparato, firmemente frenado, tiembla y ruge y parece agazaparse para el gran salto que le llevará por detrás del horizonte. A mi lado un viajante de comercio pone cara de póquer, cara de profundo y artificial escepticismo. Por delante otro caballero finge, muy interesado, consultar su reloj y mantiene tensos, sin expresión, sus rasgos. Yo también tengo entonces conciencia de mi rostro pálido y abúlico: con él disimulamos la excitación, el runrún estomacal de nuestro miedo de animales con profunda vocación terrestre. Sin embargo nos dejaríamos cortar en pedazos antes de confesarlo, pues somos hombres modernos, "muy de nuestro tiempo", para los que volar es cuestión consuetudinaria y sin importancia. Esto por lo que respecta a los jóvenes. Algún anciano, en cambio, se permite comentarios: "Hay que ver...". "¡Cómo se mueve esto!". "¡Qué ruidazo!". Y, en la curva sobre el cielo para enfilar rumbo: "Para como si fuésemos a caer...". Y es quizá el menos asustado, porque sucede que a él todo este tinglado le viene de nuevas, mientras que a nosotros, tan silenciosos, tan terriblemente serios...

Pero el avión ya está en el aire: se apagan los letreros que prohíben fumar y la música nos llega temblorosa, de nuevo. Se reparten periódicos. Un niño llora hacia la popa y la azafata se lo lleva a que vea a los pilotos y juego, él mismo, a conducirnos a todos por este cielo negro, negro, que nos envuelve. El individuo de mi lado enciende ávidamente un cigarrillo y se abisma con profunda lectura en el "Marca". Una señora, tras de mí, cree ver todavía las luces de la isla: "aquello es Alayor —explica a su hija jovencita—, y lo de más arriba, Fornells". Señala, sin embargo, hacia un par de estrellas, porque el avión vuela torcido en esos momentos.

El runrún de los motores me adormece implacablemente. Trato de encontrar en él el ritmo de alguna musiquilla conocida: "to-rón - tontón - tontón...". Se me parece a... no encuentro el título de la canción de los motores. Tampoco me importa mucho. Es, sin embargo: "to-rón - tonton - tontón...". Todos ustedes lo han oído en algún avión.

De nuevo el sueño que me enfila. Miro por la poterna, pero ni estrellas se ven ya: navegamos por la oscuridad, por el caos, por entre la nada. Sería fácil imaginar así el universo: una cabina en forma de puro con ochenta y tantos pasajeros; unos motores, que serían la fuerza cósmica y, fuera de ellos, la tiniebla... Da miedo esta oscuridad tan vacía y tan silenciosa: hace pensar demasiado adecuadamente en cómo puede llegar a ser la muerte, pues bastaría eliminar del cuadro la conciencia.

Abro, pues, mi novela (no sé si confesar que me adormece el runrún de los motores). De fantasía científica. Ciencia ficción, que dicen algunos analfabetos trajeados; S. F., science fiction, que escriben los críticos acreditados. Se trata, en fin, de un americano que conoce la civilización de un lejano planeta de la Galaxia M-31 Andrómeda y... pero no les voy a contar la trama, no. Si les pica la curiosidad pueden adquirir el libro en cualquier comercio del ramo. Se llama "Crónicas del Año Luz", de Benjamín B. Buongiorno, y lo publica la Editorial Mirlo Blanco en su colección "Quasar".

Leo un párrafo: "el avión se detuvo suspendido en la tiniebla (¡Mamá, pis! —dice una niña en las cercanía y la madre, con la piel tensa y roja, sale con ella al pasillo). Se apagaron las luces y una voz sonó en el centro de todas las cabezas (una mujer mayor tose y lagrimea, dos filas por delante. Se seca con un pañuelito azul y blanco y dice entrecortadas frases. Un hombre, a su lado, le acaricia el brazo: "todo irá bien" —alcanzo a oír— Esto no va a ser nada". Enfermos que se van —pienso. Familias que se van en busca de su enfermo —pienso. Dolores que nadie puede compartir —pienso. Alma en carnes vivas por dentro). "¡Terrestres!".

Dejo la novela en el regazo y me pongo a soñar entre la música de los motores (to-rón - tontón - tontón...). Volamos sobre una tierra gélida, oscura. El resto de la humanidad descansa bajo la piedra de sus casas. Nosotros, en el cielo, trazamos un arco entre meridiano y meridiano; exploramos el aire enrarecido de los cuatro o cinco mil metros; estamos, pues, a merced de lo desconocido...

Hay un hombre en Marte; hay varios hombres en Marte. Estudian a su primo de la Tierra. Quieren saber más de él, como, por ejemplo, sus máximos y mínimos umbrales de percepción, su interpretación de la vida, su... Y nosotros, mientras, continuamos solos en el cielo, a merced de... ¿de quién? Marte está muy lejos y los marcianos no dejan de ser una quimera, pero... ¡Sí! Esto es:

Los marcianos tienen un rayo; algo así como el LASER, pero además de transportar imagen y sonido es capaz de transferir la materia. Algo parece chocar contra el casco del avión. Hay un parpadeo de luces y mi vecino de asiento tiene una contracción de pasmo. Seguimos volando, sin embargo. Todo parece igual y continúo con mi novela del espacio.

Un niño grita: ¡Las estrellas se han movido! Me vuelvo a la ventanilla y comprueba que es verdad. Por el oeste, según nuestra primera orientación, parece pálida, casi blanca, la inquieta aurorar...

—No es posible... —voces el barbián de siempre—. Apenas son las ocho de la noche...

La voz del capitán interrumpe el primer colapso de terror:

—No se alarmen —dice—. Abróchense los cinturones de seguridad. Mantengan el respaldo de sus asientos en posición vertical. No fumen...

¡Sueños de aburrido viajero! Dentro de poco llegaremos a Barcelona sin novedad. Pienso que para mí esto no significará el final del viaje, porque tengo que volar de nuevo hacia Madrid. ¡Tres horas en el aeropuerto! La primera siempre es fácil: desembarcamos y exploramos las cercanías para asegurarnos de que aquello es Barcelona. Después vigilamos los puestos donde se venden cajitas de

cerillas, muñecas vestidas de bailaoras, toros de peluche, castañuelas, pulseras de bisutería y panderetas bajo el título genérico de "recuerdos", "souvenirs" o como se quiera llamar (caza-turistas, generalmente). A continuación compramos tabaco: una marca nueva, rubio emboquillado que de repente nos da el capricho de probar. Inmediatamente el periódico de la noche y una novela de Agatha Christie, sobre la que depositamos la esperanza de todo ulterior entretenimiento. Por último, al bar. ¿Hay sed? ¿Sí? ¡Pues una cerveza! (¡Qué precios, Señor, qué precios!) ¿No? ¡Pues un cortado! No sería más caro si lo sirviese la propia vaca con sostenes, cofia y montada en un patinete de dos ruedas.

Hasta aquí, una hora, y nos quedan aún dos... ¿Qué hacer? Agatha Christie nos cuenta que en casa de Lord Percival viven Lady Percival, sus tres hijos (Richard, Alaric y Galahad), sus dos cuñadas (Jane y Olivia) una tía paterna y otra materna (tía Maud y tía Proserpina). El ama de llaves (mistress Glossop), el Mayordomo (Bates, a secas) y la servidumbre en general, amén de mister Cradford, alto funcionario del Foreign Office, Lord Isewood y... De repente pierde interés la novela y nos quedamos con la absurda sensación de haberla leído antes.

Probamos con el periódico... Los anuncios de siempre; las desventuras de tal ministro francés; la oposición de su Majestad en Inglaterra... También hemos leído esto en alguna otra parte. ¡Dos horas, Señor! ¡Qué dos horas hasta el próximo vuelo! ¡Qué mortal aburrimiento!

Me estremezco de pensarlo y ¡todavía estoy a bordo del primer avión! El mar nos corre por debajo. La tierra, el Continente, Europa (llámese Barcelona, llámese El Prat) está lejos todavía. Se me ocurre que aún existe la posibilidad de un accidente: he aquí que un motor comienza a toser y se detiene al minuto. Perdemos altura. Es imposible continuar largo tiempo así. El avión desciende escorado y se nos ordena apretar el cinturón de seguridad. La gente, desencajada, grita al principio. La azafata grita más para tranquilizarnos. Alguien se santigua lleno de palidez. Los demás, tras el desaliento, nos aferramos a la remota posibilidad de supervivencia que nos queda... Morir, y morir tan lejos, tan ignorados, es aterrador. Obedecemos las instrucciones. Nos protegemos con almohadillas y brazos. Amerizamos por fin y salimos por las poternas de emergencia. ¡Al mar de cabeza! Los chalecos salvavidas se hinchan automáticamente. Algo cae desde lo alto: un extraño fardo que se va desempaquetando lentamente: tiene forma de salchichón. Lentamente... El agua está helada y (no sé por qué) pienso en los tiburones...

Estoy sudando. Pienso, sin embargo, que me gustaría caer. Amo la aventura... Mi vecino pone de nuevo su cara de póquer, su cara de circunstancias. Tras la azafata, pasa el niño llorón que viene divertido después de jugar a los pilotos en la cabina de mando. El avión se inclina más y más y noto como tengo azules mis manos, de frío, de angustia tal vez, como mi vecino del rostro impenetrable.

Damos unos saltos y los motores atruenan. Retroacción se llama eso (o al menos lo creo así). Luego, nada. Silencio. Los pasajeros, quizá sorprendidos de haber sobrevivido una vez más, nos vamos poniendo en pie lentamente, perezosamente. Ahora que empezábamos a sentirnos cómodos tenemos que salir... Florecen sonrisas en los cuatro puntos cardinales del avión...

Bajo las escaleras y me recibe un airecillo fresco y contaminado de carburantes quemados, pero lo agradezco en el alma. ¡Señor! ¡Aún tres horas antes del próximo vuelo! Solamente ciento ochenta repetidos minutos. Solamente.

Unos coches nos aguardan y no puedo impedir recordar que somos los mismos que salimos y me siento triste. (¡Y, aún, tres horas, Dioses!).


Publicado en el Diario Menorca el 8 de mayo de 1973.


Publicado el 13 de mayo de 2022 por Edu Robsy.
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