Esponsales

Falso diálogo sobre la falsedad

Arturo Robsy


Cuento


Para Juan Luis Sánchez
 

—¿Por qué no? —dijo el Padre por enésima vez. Llevaba cosa de minuto y medio repitiendo "¿por qué no?" como si le encantase el sonido de las tres sílabas o sacase de ello singulares placeres vedados al resto de los mortales.

—¿Por qué no? —manifestó aún.

El Novio a quien dirigía sus inquisitoriales salvas no supo qué responder. El mismo se hacía, de bocas para adentro, las mismas preguntas: "¿por qué no?". Así uno y otro desgranaban su rosario de sonoras sílabas sin llegar a mejores soluciones.

—Quisiera —explicó el Padre— que usted me comprendiese bien.

—Claro, claro —dijo el Novio, que aún no consideraba necesario prescindir de la cortesía—. Claro, claro.

—Usted me dirá —aventuró el Padre— que soy demasiado exigente.

—¡Oh, no! ¡Oh, no!

—Sí, sí. Usted dirá eso. Incluso se preguntará por los derechos que puedo o no tener, y hasta por la justicia de mi decisión.

El Novio puso cara de rotunda negación, la misma que exhibía, años atrás, frente a los profesores que le acusaban de algún pecadillo estudiantil. Para su caletre, en cambio, hacía ya tiempo que decidió que su Futuro Suegro o estaba chalado o necesitaba unos buenos remiendos en la íntima y secreta tela que los hombres suelen llamar alma.

—Veamos —dijo el padre—: usted se ha presentado aquí con la intención de recibir a mi hija a cambio de nada.

—¡Pero para casarme con ella! —exclamó el Novio ruborizado con la sola idea de pretender a la hija de aquel señor por otros motivos menos razonables y románticos.

—Para casarse con ella, así —puntualizó el Padre. Ahora bien: es cierto que usted no me da nada a cambio y que será el único beneficiado si el trato se cierra en las condiciones que usted fija.

—Yo... —comenzó el Novio con voz insegura.

—Vivimos —dijo el Padre— tiempos muy especiales. Sin temor a equivocarme, yo los llamaría Tiempos del Triunfo de lo Práctico. ¡Seámoslo!

—Sí, señor —respondió el Novio, impresionado.

—¡Ah! Veo que entra usted en razón.

—¡Sí, señor!

—Muy bien. La hija que tan alegremente usted desea arrebatarme (ahora que tiene veinte años y está sana y criada del todo) me ha costado mucho. Puede decirse que parte de los gastos de mi boda se hicieron pensando en ella. ¿Por qué un hombre busca una casa y la hace habitable? Para acoger en ella a sus vástagos y, allí, protegerlos. ¿Por qué se casa un hombre y contrae terribles obligaciones para el resto de su vida? Para tener hijos y solo para eso; que si fuera para coitar con una mujer no harían falta ni pisos nuevos, ni muebles, ni convites ni latines clericales y trajes de fiesta, sino un buen descampado y la noche, cosas ambas del todo gratuitas.

—Sí, señor —asintió el Novio. El Padre le estaba dando una buena razón para la existencia del matrimonio.

—Veo que me va entendiendo.

—Sí, señor. ¿Cómo no?

—Es usted un joven sensato. Bastará que pasen unos pocos años para que también sea práctico.

—Tiene razón. Me decía usted...

—Sí: que gran parte de cuanto gasté en mi boda fue ya para mi hija, que aún tenía que ser concebida, porque el hombre no se casa solo para cohabitar con una mujer.

—Claro.

—Piense usted: los taxis; el hotel donde di el banquete y el que me sirvió para la luna de miel. Los barcos y los trenes que tomamos mi mujer y yo; los muebles que compramos y las vajillas y los cubiertos... No diré que todo fue a causa de esta hija cuya mano me pide usted pero sí en gran parte.

—Es verdad —afirmó el Novio, decidido a transigir.

—Y también lo es la visita al médico que descubrió que mi mujer estaba encinta; y las medicinas que le recetó y la alimentación especial que tuvo que seguir durante nueve meses.

—Muy cierto.

—Y, en el momento del nacimiento, ¿qué me dice usted del hospital y de los medicamentos y de las nuevas ropas con que vestir a la niña, y de la cuna y del cochecito y de las fajas y del bautizo?

—Claro.

—Y, después, los nuevos vestidos, la comida cada vez más abundante, los colegios de monjas, los libros, las excursiones, la primera comunión y los primeros pendientes de fantasía.

—No había caído en todo eso.

—Porque no es usted un joven práctico todavía.

—Tiene razón.

—La tengo toda, claro. A partir de los trece años, ¿sabe lo que cuesta una hija? Que si medias, que si tacones, que si polvos y lápices de labios, que si fajas que favorecen el tipo, que si cintas para el pelo, pulseras, anillos, faldas largas porque es la moda y faldas cortas porque también. Pantalones, discos, mecheros, novelas de amor; el cine del sábado y el baile del domingo; los regalos a las amigas que cumplen años y los guateques en la propia casa para celebrar el suyo...

—Las hijas... —comenzó el Novio.

—Las hijas salen muy caras, señor mío —concluyó el Padre.

—Es cierto. Siempre se ha dicho así.

—Por eso —continuó el Padre— usted comprenderá mi desconcierto cuando, después de veinte años de vestirla, educarla, alimentarla y sanarla, usted se me presenta con la intención de llevarse a mi hija por las buenas y "si te he visto, no me acuerdo".

—Lo comprendo, pero el amor...

—¡Qué amor ni qué niño muerto! El amor no tiene nada que ver en esto: a lo sumo será cosa entre ella y usted (y allá se las apañen). Lo esencial del asunto es que, con los tiempos que corren, tenemos la obligación de ser prácticos.

—Prácticos, sí —murmuró el Novio—. Tiene razón. Vea: yo puedo alimentar, vestir, cobijar y dar caprichos a su hija. No gano mucho aún, pero es suficiente: trescientas mil al año con impuestos.

—Eso está bien, joven, pero no es mi problema.

—¿No?

—No, señor: lo que usted y mi hija hagan una vez casados es cosa suya, mientras no mendiguen por la calle o se vean envueltos con la policía.

—Claro.

—Mi asunto es el siguiente: la niña me ha costado en estos veinte años tantas pesetas y, por eso, no puedo dársela gratis a usted.

—¿No?

—¡Claro! ¿Qué pensaría de mí si le regalara el automóvil al primero que pasara por mi lado? ¿Qué diría la gente si me construyera poco a poco una casa de mucho valor y se la entregara a un desconocido? ¿Eh? ¡Que estoy loco! ¡Eso es lo que usted pensaría y lo que los vecinos comentarías!

—Ya. Puestos en este caso...

—¡Naturalmente! Cada uno invierte en lo que puede. Por circunstancias de la vida yo solo lo he hecho en mi casa y en mi hija, porque a mi mujer ya se le pasaron los días de tener algún valor. Y ahora, claro, yo no le puedo hacer a usted ningún regalo.

El Novio se puso a pensar seriamente. Sabía que el Padre tenía parte de la razón, pero también intuía algo desleal en esta forma de especular con seres humanos.

—Su hija es libre, sin embargo —dijo el Novio.

—Usted también, y estoy seguro de que paga cada mes el recibo de su casero y el de la luz y el del agua... ¿no?

—Sí, señor.

—Pues ea: mi hija el libre pero debe amortizar la deuda que tiene conmigo.

—¿Y cómo? ¿Pagando un rescate?

—No sea usted grosero, joven. Miremos solamente el aspecto práctico de la cuestión. Ponga que yo he gastado en ella una media de cien mil pesetas anuales (que son bien pocas dadas la inflación actual y las sucesivas devaluaciones). En total, me deben ustedes dos millones.

—¿Dos millones? —preguntó el Novio asombrado— ¿Tanto?

—Cabales. No puedo darle a mi hija por una peseta menos porque saldría perdiendo y soy un hombre práctico que no engorda cerdos para el vecino o, si lo prefiere así, que no cuida flores para que otro las disfrute.

El Novio repasó mentalmente su cuenta bancaria y quedó desolado: con lo que tenía a duras penas podría pagar medio año de los veinte de su novia.

Luego pensó más todavía y decidió que aquel Futuro Suegro no le gustaba ni un pelo.

"Tal vez —se dijo— si nos casamos y tenemos hijos y una noche queremos salir al cine o a comer, nos cobrará a tanto la hora por dejarle en casa a los niños".

"Tal vez —añadió— dentro de diez años me salga con que solamente me alquiló a su hija (puesto que un padre jamás vende a su prole) y me exija el pago de dios sabe qué".

Aún así, el Novio hizo la última tentativa:

—Tengo entendido que su hija es la que hace cada día la compra de la casa y la que friega el suelo cada semana y, también, la que lava los platos los días alternos...

—Sí: la hemos entrenado bien.

—Claro, pero con su trabajo se ha ahorrado el sueldo de una criada, que sería lo menos de cinco mil pesetas al mes, comida y alojada. Lo que da un total de sesenta mil al año.

—¿Cómo?

—Que, en justicia, visto lo que usted ha ahorrado, solo tendría que pagarle ochocientas mil por ella.

—¡Ah, no!

—¿No? ¿Por qué?

El Padre sonrió:

—Porque si mi hija ha hecho todo eso que dice usted ha sido solo para aprender y ser diligente y buena esposa cuando le llegue la vez. Así que se trata de enseñanzas que ha recibido y que yo, generalmente, no incluye en el precio del contrato.

—¿Y el dinero que gana con su trabajo? —quiso saber el Novio—. Lleva tres años entregándoles mil pesetas semanales y que en total, son cincuenta y dos mil anuales. ¿No va a descontarlas?

—¡Solo faltaría —dijo el Padre, indignado— que las hijas pretendiesen comerse la sopa boba a costa de su familia!

Y el Novio, entonces, perdió la ecuanimidad. Las últimas excusas de su aguante se desbordaron ante una buena riada de cólera y, desamparado en medio de su ira, enrojeció peligrosamente y se le enronqueció la voz:

—¿Sabe lo que le digo?

—No, ¿qué?

—¡Que es usted un listo!

—Claro que sí —dijo el Padre, satisfecho de que se le notara.

—¡Y un espabilado!

—Es cierto.

—¡No tiene escrúpulos!

—Naturalmente —respondió muy ufano.

—¿Es que no podré insultarle? —preguntó el Novio.

—¿Por qué?

Y no le fue posible. No, señor, porque el buen Padre no hacía más que cumplir con su deber y no dejar que la gente pensar que se había vuelto loco: nadie regala cosas tan caras a un desconocido, aunque la "cosa" en cuestión sea una hija de veinte años.

Y el Novio dejó de serlo y se metió a defensor de los derechos de la mujer, a ver si, así, al conseguirlos por completo, ningún padre se pone a especular con su parentela.

Y en cuanto a la Novia, causa primera de todos estos sucesos, continuó yendo a la compra cada mañana y a misa de nueve todos los domingos y fiestas de guardar; asistiendo a las bodas de sus amigas y rabiando por lo bajo de noche, en la soledad de su cuarto, que era también la de su corazón y la de sus pechos nuevos y sin estrenar.

Y un día por fin, cuando no tenía veinte años y valía según su padre por lo menos tres millones de pesetas, se fugó con un feriante y envió una postal muy bonita de la catedral de Palma.


11 de diciembre de 1973.


Publicado el 1 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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