¡Esta noche es Noche Buena!

Arturo Robsy


Cuento


Él acaba de llegar. Ha abierto la puerta, que chirría débilmente, y ha dejado caer el fardelillo con la ropa, pobre ropa de faena, sobre la silla. De la cocina le llega la voz de María:

—¿Eres tú, Pedro?

¡Estas mujeres! Él ya no hace mucho caso de esas preguntas que son una costumbre irremediable: ¿Eres tú? ¿A qué hora te levantarás mañana? ¡Como si él pudiera elegirla! Todos los días, María, todos los días igual: a las seis menos cuarto el despertar y a las seis, en el bar, a tomar el cafelito y, si entra, la copichuela de cazalla para entibiar el cuerpo congelado y somnoliento. ¿Es que, acaso, hay elección, María?

Pero, claro, ellos ya no hablan de estas cosas: se las saben demasiado bien para querer explicarlas de nuevo. Por eso, Pedro ha dicho solamente "Hola", y se ha ido al cuartucho que les sirve de baño a quitarse tanta mugre y tierra como ha acumulado en la jornada. El mismo pelo lleva blanco de chispas de polvo. Y la piel renegrida, con la tierra y el cemento pegados al sudor, porque Pedro es albañil; bueno, un poco menos: Pedro es un peón y, ahí, no está de Dios que salga.

Se lava. Se frota bien con el jabón gordo y se restriega con la toalla que sirve para eso exclusivamente: para enrojecerle el cuero cada noche, cuando ha terminado. También se echa algo de colonia en los sobacos, de esa colonia que vendían, por garrafas, en una baratura: hace ya tres años.

La mujer entonces le tiene ya lista la cena. Humean los platos y llenan la habitación de un calorcillo de hogar que recuerda aquellas otras cenas, de niños, con papá y mamá, cuando se guardaba silencio en la mesa y el padre, al acabar, encendía parsimoniosamente el pitillo recién liado y gruñía tristemente: ¿Os ha gustado la comida, niños?

María hace milagros: al precio que se venden las cosas hoy, el dinero dura poco en las manos de una ama de casa. Claro que hay comida más barata: huevos de tercera, como si las gallinas pudiesen hacer distingos de calidad; leche de varios precios, según el agua; arroces más o menos gordos, lo mismo que los garbanzos o las lentejas; aceite de girasol o de soja, que huele pero alivia el bolsillo; carne de segunda... ¡En fin! Esos misterios que Pedro no comprende bien y prefiere dejar en manos de su mujer. Además, ellos no comen como en un restaurante, pero es seguro que hay otros que todavía lo hacen peor o que, a lo mejor, se quedan con hambre. Las cosas, que son así y es inútil buscarles la punta.

Mientras tantean, cuchara y lengua, la temperatura de la sopa, María le recuerda que al día siguiente es Noche Buena.

—¿Te pagarán, no?

Sí, y con aguinaldo. Él, sonriendo, hasta habla de futuras compras: pavo, desde luego, y algún juguetito para el niño —al rubiales, dice él—; un trenecito o un cochecillo con mecanismo eléctrico; o, tal vez, un juego de arquitectura. Ya lo pensará más detenidamente. Para María, unas medias de malla y, también, unos bonitos zapatos, que los últimos son ya muy viejos. Y un bolso. Y una chispa de perfume. Y un precioso collar de bisturería, y...

Y María, precisamente, tiene que ser la que le saque de los sueños: el dinero hay que usarlo en otra cosa, Pedro. El niño necesita botas, y un jersey de abrigo. Una gabardina también. Claro, hay una pequeña cuenta en el colmado y otra en la carnicería que convendría pagar cuanto antes, no sea que les tomen por gente informal. Luego, el butano, que, con el invierno, se consume más. Y, también, comprar otra estufa, porque con la que tienen no se caldea lo suficiente el pisito. También hay que pensar en que, a últimos de mes vendrá la factura del alquiler y la del agua y la de la luz.

Pedro calla entonces. Permanece impasible, así, hasta que termina la cena y siente como la mujer se lleva al pequeño para lavarlo y meterlo en la cama: tres años tiene; tres años de vivir amontonado en la casa esa, con poca luz y menos comodidades. ¡Mala vida para un niño! Y peor todavía será cuando tenga que ir al colegio, y madrugar, y hacer los deberes y compararse con sus amigos.

Pedro piensa: aquella otra novia que tuvo... ¿Cómo serían los hijos que ella pudo darle? ¿Y la vida? ¿Hubiera sido mejor o peor? ¡Dios lo sabe! Ella, quizá, era más bonita que María, pero Pedro ha tenido un hijo con María y esto, quieras que no, une más de lo que se cree. También lleva cuatro largos años compartiéndolo todo con su mujer: desde los besos al frío o la falta de dinero y son cosas que aprietan a un matrimonio. De todos modos la otra, aquella, era más guapa y, tal vez, con ella hubiera resultado distinto.

Son nostalgias. Pedro sabe que son nostalgias, tristeza y la nada, eso que es estar aburrido de uno mismo y dejarse llevar por los sueños y decir: "hubiera sido", "pudo ser", "quizá...". Todo, desde luego, antes que confesarse fracasado. Todo antes que la angustia de creer que para nada sirves.

Los hombres tienen que engañarse. Pedro lo sospecha, como, también, que tienen que soñar en ocasiones y, en ocasiones, renegar por lo bajo, como si de verdad estuvieran hartos de todo. Y luego resulta que no es cierto, que también se puede reír así, y tener momentos de mucha alegría. ¿Qué, si no, aquello que le sucedió cuando el pequeño empezó a hacer "pa-pá" con el dedo pulgar metido en la boca? Un hijo, como lo quieras mirar, siempre es un hijo, y la sangre es más espesa que el agua, pero...

Hoy ha visto —siguen sus insistentes sueños— a aquella novia antigua. Por eso se ha puesto a pensar en ella. Iba bien vestida y, según le han dicho, se casó con un oficial tornero. Estaba elegante e iba muy tiesa metidita en un abrigo de ante que valdría una fortuna; pero estaba avejentada. Seis años hacía que rompió con ella y, en este tiempo, las arruguitas habían aparecido en su frente y en las comisuras de los labios. También había engordado. ¡Porra de tiempo!

¿Qué más da? María trastea en la cocina mientras retira los platos de la cena. Él ha consumido su segundo cigarrillo y son casi las diez, la hora de irse a la cama, de "empiltrarse" y confiar en que el sueño se llevará las malas ideas, las ideas venenosas. Decididamente Pedro no va a perder más tiempo de descanso pensando tonterías: Pedro es responsable y mañana tiene que cumplir como cualquier otro día.

Se llega hasta la cocina y atrapa, de espaldas, a su mujer por la cintura. María tiene también un aire ausente que no se le escapa a Pedro. Los ojos largos, si es que esto define algo; los ojos más largos que de costumbre. Seguramente también tiene sus nostalgias y sus recuerdos. Además, ni ella ni él vivieron tan mal hasta que se casaron. Lo que son las cosas: por afán de estar juntos, mira por dónde, lo pasan peor. Pero se quieren. Se quieren, sí, está Pedro para demostrárselo y besarla en la nuca y pasarle la mano por los cabellos recogidos y decírselo:

—Te quiero, María.

Ella no le atiende. Cede a sus caricias, y, después, sigue con su faena.

—No seas niño —le advierte.

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¡Qué más quisiera él que volver a la infancia! ¡No seas niño! ¡Ojalá que la niñez se consiguiera con buena fe!

Se acuesta, por fin, y decide no esperar a su mujer. Al dormirse, ella llega. Canturrea entre dientes un villancico que, pronto, extraña a Pedro:

—Esta noche es Noche Buena y mañana es Navidad...

Luego recuerda la fecha y piensa en su chico y en el coche de juguete que quiso comprarle. Algo se le oscurece alma abajo y, silenciosamente, da la vuelta sobre su espalda y se hace el dormido: ahora no soportaría hablar con su mujer, ni siquiera esa frase tonta de todas las noches: "¿duermes?".

Pasan, pues, la noche y el día. A la noche, cuando Pedro se siente de nuevo dueño de su persona y, además, lleva en el bolsillo un puñadito de billetes crujientes, nuevos, y algunas monedas de plata, de las de veinte duros, que tintinean a cada paso. "Esta noche es Noche Buena y mañana...". ¡Mañana festivo! Pero, quizá, es hoy lo importante; hoy, cuando tendrían que comerse el pavo y se van a tener que conformar con un pollito cebado con piensos compuestos.

Luego, abre la puerta de la casa con su fardelillo más abultado que de costumbre. En las habitaciones hay luz, y algo semejante a una sonrisa en el aire dorado. María también sonríe y ha plantado una estrella de Belén en la lámpara y unas cuantas velitas, apagadas y envueltas en verdes hojas, sobre el aparador viejo. El niño, a su lado, mira con ojos felices todo aquel inusitado camino, porque no recuerda la Navidad anterior.

Se besan. Pedro besa a los dos y les aprieta hacia adentro, hacia sus costillas algo fatigadas y, luego, de pronto, teme ensuciarles con su polvo y les suelta.

—Hoy —dice— comemos pavo.

Y de su hatillo saca un pavo enorme ya desplumado y limpio. Un pavo como hay pocos, lleno de mollas y grasita cuidadosamente alimentada. María, atónita, no sabe qué decir. Él, en cambio, ríe, y el niño, agarrado de su pantalón, también ríe:

—Pavo. Pavo —dice, sin molestarse en preguntar qué es.

—Y, además —continúa Pedro en el colmo de la alegría—, champán. Ya sé que tú tienes, pero éste es mejor. Ya lo verás. Y un poco más de turrón de Alicante, del duro, de ese que te gusta a ti...

Se interrumpe: María parece que va a llorar, pero quien lo hace realmente es él, por dentro. Luego, se saca la paga y se la da, sin mirar a la mujer.

—Toma —dice, y se va al cuarto de baño a refrescarse la cara.

Cena. María, claro, hace preguntas, pero Pedro todo se lo quiere tomar a broma y no responde. Después, con el champán y el turrón, cantan por todo lo alto y, así, solos los tres, recuerdan los más olvidados villancicos de sus memorias, con al estufa bien cerca de la mesa y todas las luces —¡un día es un día!—, todas las luces encendidas.

Por encima de los platos, Pedro, a veces, alarga la mano para apretar la mano de su mujer, y sonríen. Indudablemente es a aquella, a María, a la que quiere, y si a veces piensa en la otra, pues, bueno, esas son cosas que suceden todos los días. Lo importante es que han pasado una Noche Buena feliz, incluso cuando, roncos ya, pusieron la radio y oyeron las músicas de Navidad y alegría que transmitía.

Después, en la cama, Pedro se retuerce, preocupado: el pavo, el turrón, el champán y lo demás no lo ha pagado. Lo compró al fiado mientras entregaba a su mujer la paga íntegra. También tiene un cochecito que vio, al pasar, en la juguetería de cerca y que compró con el dinero que se reservaba para el bar, el cine y el tabaco. Esto último, el sacrificio, no le ha importado: mejor es que el niño, por Reyes, tenga su pequeña alegría, ¡qué diablos! Para eso todavía es un niño y se lo merece todo.

Los dos se rebullen inquietos con la luz apagada. Al rato cree oír un sollozo amordazado con la almohada.

—¿Lloras? —pregunta.

Ella niega con la cabeza: en efecto, llora.

—¿Por qué?

—No lo sé. No lo sé...

Pedro comprende. Sabe estas angustias y, mientras las horas van pasando, desvelados los dos, apoyados los dos el uno en el otro, helados de no saben qué, Pedro se dice que poco quiere él a un mundo que hace llorar así a su mujer.

De amanecida, ella está dormida, y él, muy callandito, se apodera de una de sus manos, rebusca en su almohada y ajusta al dedo diminuto de su mujer una sortija de plata y coral. También él podría echarse a llorar ahora, pero, ¡qué porras!, esta noche es Noche Buena y, mañana...


Publicado en el Diario Menorca el 19 de diciembre de 1972.


Publicado el 10 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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