Floresta Varia de Añagazas, Industrias y Trápalas (II)

Arturo Robsy


Cuento


—De cómo las experiencias dan de todo menos experiencia.

—De cómo unos quieren vivir en paz y otros no les dejan.

—De como cuanto más se mira menos se ve la solución, e inútilmente se indignan los buenos hombres y las mujeres buenas.

—De cómo, después de todo, Dios premiará a los buenos y castigará a los malos pero, desgraciadamente, demasiado tarde.


(Nuevas confidencias)


Primer caro. De casas con truco.

Don Juan tiene un solar grande y desea hacerse una buena casa. Y he aquí que acude a Rafael (el mismo Rafael de otras veces), que le dice que de allí le saldrá un palacio más que una casa y, naturalmente, la cabeza de don Juan se llena de alegres perspectivas.

Llega el aparejador y toma las medidas. Después, habla con don Juan y deciden como quiere la casa y con cuántas habitaciones. A su debido tiempo los planos están listos: no son —desde luego— los que corresponderían a un palacio, pero puede pasar, salvo...

—¿Por qué es tan grande el patio? —pregunta Don Juan.

El aparejador (porque el arquitecto no ha aparecido a causa del trabajo) explica que hubo un error en la interpretación de las medidas (no explica de quién, pero don Juan lo sospecha) y que se les perdió un metro.

—Pero no merece la pena cambiarlo todo por un metro —dice—. Así queda muy bien y el patio, al ser mayo, tendrá más sol.

Don Juan no tiene ganas de enfadarse. Y, además, ¿qué importa un metro? Los futuros inquilinos saldrán ganando y los niños lo agradecerán, ¿o no?

Los planos caen en las manos de Rafael que, según su costumbre, pone a tres de sus peones en la obra y se marcha sabe-Dios-hacia-donde; en todo caso a un lugar desde el que no se pueda vigilar la construcción.

Es la primera casa que se hace don Juan y, según va, la última probablemente, porque sale cara y porque se alarga demasiado. En esto se termina el verano y acude más gente al trabjo de la obra, de manera que para diciembre el segundo piso está ya muy avanzado. Y entonces...

—¿No queda muy pequeño este comedor? —dice don Juan en una visita—. ¿Y este dormitorio?

—Verá —dice Rafael—. Es que, como no está pintado...

—A ver los planos.

Y los planos dicen lo que pasa. Sobre el primer error del aparejador el buen Rafael ha cometido otro de metro y medio. Son, en ttotal, dos metro y medio menos... ¿Qué se hace? ¿Se desmonta todo y se vuelve a empezar? Sí, pero, ¿quien lo paga entonces?

Nada más fácil: se tapian dos de las tres ventanas del comedor para que quepan los muebles, y santas pascuas. Rafael, encima, cree haber tenido una buena idea. En fin, la casa se queda pequeña, con un patio mayor que ella. Y, además, con cuatro pegotes en la fachada, que son las cuatro ventanas que hubo que tapiar.

Don Juan, sin embargo, opina que fue víctima de malos profesionales, es decir, de sinvergüenzas que ganan un dinero que no merecen. Yo simplemente, dejo que juzgue el lector.


Segundo caso. De las rarísimas especulaciones

Don Juan (otro don Juan, por supuesto) siempre ha deseado tener una casita al lado del mar... Pero resulta que donde él la quiere los sales menores tienen mil metros cuadrados y le parece demasiado para su bolsillo.

Un conocido que sabe su problema se ofrece a ayudarle. A él también le gustaría tener una casita en ese sitio, de modo que tienen una solución: ¿por qué no se compran a medias el solar de mil metros? Con quinientos, cada uno tiene más que suficiente, y con lo que se ahorran pueden poner un par de detallitos más en la casa.

Don Juan ve el cielo abierto. No le cabe duda de que ha tenido mucha, mucha suerte, así es que hacen el trato, compran y dividen y, a continuación, Juan contrata a los albañiles. Como su socio en la compra es maestro de obras, convienen en que será su cuadrilla la que se encargue del asunto.

Y, así, don Juan, que no es menorquín, regresa a su tierra con la promesa de que al año que viene sin falta, estará terminada su casita y lista para ser habitada. Su amigo, el maestro de obras, le diche que sí, y que espere a ver que cosa tan bonita va a construirle.

Pasa el año —porque todo pasa un día u otro— y don Juan regresa. A la casita le faltan algunos detalles, pero con paciencia uno puede vivir allí. Lo trieste es que a su lado, apoyada en su misma pared, hay una cochera con el tejado de uralita y las paredes sin ni siquiera blanquear.

—Es mi casa —le explica el maestro—. Yo no puedo gastarme tanto dinero como usted y...

Y eso: un pegote adosado al chalé de don Juan. Un pegote que lo afea y le da aspecto de establo. Además, don Juan sospecha que lo ha pagado también y que ha sido construido con materiales destinados a su casita.

Y en el pegote (o bajo él) vive una familia numerosa cuyos niños hacen expediciones al jardín de don Juan, mientras que una de las mujeres (hay varias) va de visita cada tarde en busca de aspirinas, tacitas de azúcar o, a lo mejor, frescas noticias que contar por ahí.

Don Juan habla con su ex-amigo: simplemente desea que le venda sus quinientos metros y le deje en paz. Pero el otro dice varias cosas de la mayor importancia, a saber:

—Que de un año a otro ha aumentado el valor de la tierra.

—Que, además, él ha construido una casa (un cubículo, mejor) y que esa casa da valor al solar. Valor que don Juan tendrá que amortizar con sus mejores pesetas.

—Y que, por si fuera poco, a él, el maestro, le gusta aquello (vivir diez amontonados en una sola estancia, por lo visto), y que no está dispuesto a irse a menos que...

Y don Juan paga esto y lo otro y lo de más allá y, encima, tiene que alquilar a otr cuadrilla para que le desmonte la cochera-parásito que está pegada a su bonito chalé.

Y el mismo don Juan advierte al contármelo que éste es uno de los mejores trucos que se ha encontrado en sus cincuenta y pico años de vida. Opina además que se ha merecido todo esto por confiar, según algunos predican, en sus semejantes. Por eso ahora don Juan es insociable por naturaleza: ha descubierto que no tenemos semejantes cuando hay dinero de por medio.


Tercer caso resumido. De buenas y malas leches.

Luisa entra en un supermercado y ve la oferta de una leche conocida ¡a dieciséis pesetas!, es decir, al precio de hace dos años largos. "ASTURIANA" pone su etiqueta en letras azules, y está en su envase habitual.

Luisa es, desde siempre, clienta habitual de la leche de la Central Lechera Asturiana, buena y honrada leche que todavía, según creemos, no ha protagonizado ninguno de los clásicos escándalos lácteos.

No compra una botella, sino cinco, porque es leche que se conserva mientras está cerrada su botella y, además, porque normalmente la de la misma marca cuesta diecinueve en lugar de dieciséis (tres pesetas por botella son quince pesetas de ahorro final, y pocas mujeres se resisten ante razón tan poderosa).

Ya en su casa da la grata noticia. Y su marido se encarga de sacarla de dudas. En letras más pequeñas, poco visible, a distancia (en el ángulo, además) está escrito: Central Lechera de Gijón, S.A. Debajo, y con razón "ASTURIANA", porque sí es cierto que Gijón está en Asturias, como lo es también que no se trata de la antes citada Central Lechera Asturiana que Luisa creyó comprar.

Y entonces el matrimonio comprende que se ha quedado con una marca totalmente desconocida; una leche que sabe distinto además, y que hubo hace poco un rechazo por parte Portugal de litros y más litro de leche española. ¿Quién se bebe esa leche rechazada? —se pregunta—. ¿No seremos nosotros, verdad?

En cualquier caso se trata de dos marcas demasiado parecidas para ser cómodas.


Cuarto caso resumido. De famosos aparatos y tecnologías avanzadas

Teresa y Joaquín se van a casar (de esto hace menos de un año) y se compran los necesarios aparatos para facilitar la vida. Entre ellos una nevera (frigorífico, que dice la tele) que anuncia un presentador cesante: es muy bonita, con muchas estrellas y, desde luego, muy capaz de llegar a menos veinte grados.

La máquina vibra mucho al ponerse en marcha y les dicen que eso se debe a que es nueva. Cierto: vibra y es nueva. Ahora ya no, porque es vieja y porque Joaquín le ha encajado con cartón las piezas temblonas. Lo que sí tiene miga es lo que me dicen ahora:

—Resulta que con menos de un año, la nevera tiene varias motas de óxido por fuera. Óxido que hace saltar la pintura.

¿Y qué? ¿Cómo que y qué? Que si te parece bonito gastarte quince mil pesetas para que en menos de un año se te oxiden.

No. No me lo parece. A los fabricantes, sí, porque si no harían sus neveras de otra forma. Lo malo es que no las venden con un marbete que explique: "esta nevera se oxida a los diez meses". Si fuera así, los compradores no se llevarían sorpresa. Y en cuanto a la garantía... A otro amigo le pasó lo mismo con una cocina y sólo ke dieron una pincelada sobre cada motita de óxito: un cromo. Ahí se ve la avanzada tecnología, ¡qué diablos!


Quinto caso. De libros e imitaciones

Esto me pasó a mí. Resulta que soy comprador de libros, que es lo mismo que serlo de berenjenas, con la diferencia de que uno no mete sus libros en el horno. En cualquier caso reconozco que es una manía bien curiosa existiendo como existe la televisión.

Tampoco soy un bibliófico, es decir, que me conformo con que el libro comprado lleve dentro letras legibles y poco más. Pero, eso sí, me gusta conservarlo después de la primera lectura, por si puedo citar alguna frase, que siempre da tono. Por ejemplo, "¿Cómo está usted?, de H. Allen Smith. Ruibarbo. José Janés. Editor. Barcelona, 1948. Pág. 35.

Me he acostumbrado a los malos libros (no a las malas obras), a esos que se desmontan cuando vas por su mitad y que, de no andar con cuidado no sobreviven a la primera lectura. Es el caso de la llamada "Revista de Ciencia Ficción y Fantasía Nueva Dimensión", publicada por Ediciones Bronte. Su contenido es siempre ameno y muchas veces apasionante. Su precio, asombroso: cien pesetas (125-130 páginas). Y sus portadas salta a poco de abrir el ejemplar. Esto es una falta de honestida por parte de Ediciones Bronte: por cien pesetas uno no tiene el derecho a escatimar el material.

Pero hay más: he aquí que hace cinco días veo un título interesante: "civilización extraterrestre", donde a través de su índice, averiguo que se trata sobre Galileo, William Herschel, astronomía general, bioquímica y algo más.

Y me lo compro. Me lo preparan, muy envuelto con papel de color, y me voy con él a casa. Rasgo el envoltorio y me pongo a leer. Es decir, lo intento, porque apenas abierto el libro por la primera página, esta salta, y también la segunda, y la tercera y, así, hasta las trescientas veinticinco que tiene (que sueltas parecen lo menos seicientas).

¿Que pasa aquí? Esto no es ya que se despeguen las tapas, sino que cada hoja parece una mariposa con ganas de volar. ¿No hay algún control de calidad en lo que se refiere a libros? No lo parece al menos. De manera que debe ser el lector escarmentado el que avise a sus compañeros de vicio.

El libro en cuestión se titula: Enigmas (nombre de la serie) Extraterrestres, de François Biraud y Jean-Claude Ribes. Publica ediciones daimón (en minúscula, que se lo merece) y consta de dieciséis ilustraciones y trescientas veintiocho páginas (lo sé por experiencia). Daimón, en su colección Enigmas tiene en el mercado: "De profesión: asesino", "De la sexualidad", "Los mercenarios", "El ocultismo", "Los esclavos del Diablo" y "Horóscopo". Cada ejemplar cuesta cien pesetas, que teniendo en cuenta las tapas de cartulina, la ausencia de guardas y que la cola ha sido substituida por agua, suponen un bonito margen de beneficios.

Lo digo para que, si algún lector va a la librería, sepa lo que compra y no se extrañe de tener que tirar a la basura el libro sin haberle leído ni la cuarta página.


Noticia de última hora (bien sabida ya)

¿Sabían ustedes que muchos hoteles cobran un precio a los turistas (que llegan en vuelo charter y han pagado a sus agencias), y otro muy distinto a los españoles? Tan distinto que es considerablemente más elevado. Además de que "España es diferente" convendría avisar que "el turismo, para los turistas".

Como en casi todas las ocasiones, mejor es no moverse de casa.


Publicado en el Diario Menorca el 10 de julio de 1973.


Publicado el 16 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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