Floresta Varia de Añagazas, Industrias y Trápalas

Camelos habituales

Arturo Robsy


Cuento


—De cómo roban dineros honradas gentes sin conciencia.

—De cómo los despojados imaginan que ésta es la justicia en el valor fácil de las estampas.

—De cómo aún es mayor el dolor de ser víctima que aquel que se sigue del dinero perdido.

—De cómo hombres y mujeres de nuestras tierras sufren estas cosas en silencio.


(Confidencia de amigos)


Primer caso. De tocamientos, magnetófonos y etcéteras

Tenía un magnetófono aquel muchacho. Un Sanyo, según su denominación comercial. Un valiente aparato con más de seis años de antigüedad que siempre funcionó a las mil maravillas... Siempre es un decir, porque las cosas fueron solo bien hasta que se compró un transformador, para que el cacharrito no acabara con tanta y tanta batería.

Funcionó con él quince minutos exactos y, en consecuencia, mi muchacho fue a cambiarlo al comercio, comercio, además, donde se compró el magnetófono. Con el nuevo transformador estuvo en marcha otro cuarto de hora. ¡Bien! Algo se había conseguido: el error estaba en el Sanyo y no en otra parte.

Hete aquí que el muuchacho vuelve al comercio y explica a una niña muy mona el asunto. Se enchufa el magnetófono y, al cuarto de hora, ¡cras!, la aguja que marca la batería cae y las canciones suenan como barritar de elefante en celo.

Sí, sí; de acuerdo. Cosa fácil... Vuelva usted dentro de un par de semanas. Por entonces habremos curado su cacharrito. Y él, hombre desconfiado, regresa al cabo de veinte días para dar más tiempo. Le entregan su aparato muy bien envuelto en papel de colores y le cobran ciento y pico de sus mejores pesetas.

En casa ya, se pone las zapatillas, cierra la ventana y conecta a la red el magnetófono. Pretende —¡difícil empeño!— escuchar algo de Vivaldi. ¡En marcha! Todo va como la seda y hay que oír la música de este Vivaldi. ¡Chico espabilado! Enciende un cigarrillo. Echa el humo a la lámpara con la esperanza de que una mosca posada en ella levante el vuelo. Se hurga distraídamente en la nariz —está en la intimidad— y se retuerce las mechas de los aladares.

Entonces... Entonces, nada. Se acaba Vivaldi. Se disipa el bienestar: el magnetófono se ha parado a los quince exactos minutos. ¿Como antes de llevarlo a la compostura? Como antes, sobre todo, de soltar su ciento y pico pesetas.

¿Qué pasa aquí? Sofoco. Torozón. Legítimo cabreo. El Mecánico-Brujo le ha tomado el pelo. La electrónica, como ciencia y comercio, se ha hecho aguas en él. La vida no es la mitad de grata que hace cinco minutos.

Y el muchacho me lo cuenta a mí, y me pregunta: ¿por qué no me lo arreglaron al cabo de veinte días? ¿Por qué me cobraron sin haberle hecho nada a mi querido Sanyo? Y yo, querido lector, no sé cómo contestarle.


Segundo caso. De inmuebles extraños

Pedro —así le llamaremos— decide construirse una casa. Abajo, almacén, cochera, local comercial, y en el piso, una vivienda amplia y cómoda: moderna. En consecuencia, Pedro habla con Rafael y Rafael le dice que la cosa está hecha, que pondrá a su pandilla a trabajar en un santiamén. Ajustan el jornal y listo.

Esto sucedía en junio. En octubre se terminaba el desmonte del terreno, y en enero quedaban listos los cimientos. Pedro, que no sabía de casas, pensaba que las cosas iban un poco despacio. Rafael, el técnico, le aseguraba en cambio que iban la mar de bien y con esta excusa enviaba a la obra a dos o tres peones, mientras los demás se iban a hacer no-sé-qué en Las Playas.

Por fin en agosto (quince meses de pagar jornales) la casa quedó lista para los carpinteros, y en septiembre Pedro se mudó. Daba elegría ese olor a casa nueva, mareante a veces, pero señal de estar bien protegido. Era en septiembre hemos dicho. Pues bien: he aquí que, a finales de mes, vienen las tormentas, los violentos chaparrones que el Buen Dios nos envía para apagar los últimos calores del sol menorquín.

Pedro mira los goterones por detrás de la ventana. La mujer le llama; la mesa está puesta. Y él se sienta satisfecho, pensando en los que se mojan fuera, cuando nota un goterón en su nuca. Y otro que cae en la fuente de la ensalada. Y otro más sobre el tenedor de acero inoxidable. Y muchos en el pasillo, en el baño, en la cocina.

Días después Rafael vuelve al frente de sus secuaces. Dice que es muy raro el asunto y que nunca antes le había sucedido. Cambia el embaldosado de la terraza por no-se-sabe-qué, vale un montón de miles de pesetas, y se marcha alegremente con sus muchachos.

Y Pedro va y me lo cuenta a mí con la esperanza de encontrar consuelo. ¿Está indignado? No: asombrado, porque siempre creyó que estas cosas pasaban en los periódicos nada más. ¿Qué es lo que hice mal yo? —me dice. ¿Ah? Pero usted y yo, lector, sabemos qué es lo que no hizo bien Rafael.


Tercer caso. El viejo truco de las antigüedades

María es una mujer mayor. Es la abuela de un predio donde siempre he tenido un buen trago de agua fresca y sin cloro (con millones y millones de simpáticos bacilos), un puñado de higos chumbos o un racimo de uva dorada y jugosa, o lo que el tiempo hiciera parir a la tierra.

Es entonces cuando María me habla junto a la cisterna y me cuenta viejas "rondallas", aventuras de su infancia o nimiedades de la casa. Pues esta María tenía —porque lo heredó de una "padrina"— un cantarano colonial (en caoba), un armario haciéndole juego junto con la cama. Una colección completa de láminas enmarcadas también en caoba; láminas de esas en las que Colón (don Cristóbal) recibe las joyas de Isabel, se embarca en Palos, llega a América con la espada desenvainada, etc. Y alguinas chucherías, como tocador, espejo y mantelerías...

Cosas bonitas sin duda, pero incómodas en estos tiempos, donde el verdadero mueble debe ser rectilíneo, aséptico y descolorido, tal y como nos enseña la madrecita televisión. Hija (la Madona) y nietas opinan que no son más que trastos y que hay que poner formica, que no se raya, ni se rompe ni se ensucia. Y en eso, como llovido del cielo, aparece un señor con mucha labia y pregunta si tienen cosas "viejas", porque él las va comprando por ahí para hacer un favor y para venderlas luego.

María se resiste, porque la "Padrina" la quiso mucho y en su enfermedad insistió en que María conservase para siempre aquellos muebles que le venían de familia. Madona dice que hay que cambiar con los tiempos y, al fin, cede María porque, además, ha tenido una idea.

Ella es vieja. Vive como quien dice a costa de su yerno. Tiene, eso sí, una viudedad que se irá con ella y unas pocas pesetitas en una caja de ahorros... Si lo vende todo —piensa— sacará un piquillo que poder dejar a su hija en el testamento. Por eso vende. Por eso, en fin, se resigna a desprenderse de unos muebles que llevan con ella más de cuarenta años.

Son, en total, diez mil pesetas. Algo es algo. Diez mil pesetas por nada, como dice Madona, y encima se les llevan los trastos de una vez. Desd entonces la vida sigue y sigue de maravilla: sin enfermedades ni accidentes. Y María baja a la ciudad un sábado por la mañana. Compra cuatro chucherías para las nietas. Ingresa su dinerito y pasea lentamente, mirando escaparates y turistas llena de agradable curiosidad.

De repente ve algo interesa: su cantarano, limpio como una patena y más bonito que nunca. Lo venden, claro, pero el negocio no es del mismo que se lo compró a ella. Pregunta el precio: veintisiete mil pesetas, porque hay que pensar que se trata de un cantarano colonial inglés, mueble sobrio y severo por excelencia, y que es de caoba (no chapado, no chapado) y tiene más de cien años... Veintisiete mil pesetas.

María parpadea, porque es incapaz de comprenderlo todavía. ¿Tanto dinero? Más abajo está su cama, su bonita cama donde ha dormido tantas historias y donde —precisamente— parió a su hija, la Madona. ¿Cuánto la cama? Va con el armario y las mesillas de noche. Están en perfecto estado, mejor que nuevos, y tienen muchos años, más de cien. ¿Pero, cuánto? Sesenta mil. Una verdadera ganga.

Sí, claro... Un señor que va por los predios es el que se lo vende a ellos. Suele entrar en las casas antiguas o en las que sabe que viven ancianos solos, y luego revende y bastante caro. Hay muchos que se dedican a lo mismo.

"Me dieron ganas —me confiesa María— de sacar aquellas diez mil pesetas y romperlas. Era... era como si me hubiesen escupido".

Pero las antigüedades están de moda y tienen un buen mercado, ¿no?


Cuarto caso. De misteriosos precios y desconocidas plusvalías

Magda tiene veinte años y va a casarse con Luis dentro de algunos meses. Los dos viven con la ilusión del matrimonio y a ella le gusta ir de tiendas y comprar las cosas de su futura casa. Cuando mejor lo pasa es con Luis a su lado mientras miran tal dormitorio o tal mantelería.

Un viernes va a unos almacenes donde venden chucherías carísimas: vajillas, servicios de foundue, lámparas, ceniceros y espadones. Hace calor. Luis se toma allí mismo una cerveza y mientras tanto Magda se encapricha de un juego de sangría. Se trata de una jarra y seis vasos de cerámica, barro negro esmaltado en rojo por los bordes... En fin: algo no muy clásico pero sí de buen gusto aún cuando los vasos tienen forma de diábolo.

Lo mira. Le da vueltas y trata de justificar sus tremendas ganas de poseerlo. "Para verano es idea" —dice. Luis se encoge de hombros y reconoce que es bonito. ¿Cuánto vale? Mil pesetas y un pico. Es caro, desde luego, pero merece la pena, ¿no, Luis? Sí, por supuesto.

De manera que se lo envuelven, pagan y se van corriendo a enseñárselo a sus padres y a estrenarlo con una sangría bien fresca. El tiempo pasa. Magda está satisfecha de su compra; Luis está contento con la alegría de Magda y todo va sobre ruedas, al parecer. odo, hasta que, en la misma ciudad, la parejita descubre un juego idéntico al suyo. Está en una tienda chiquitita y angosta, bien distinta a los almacenes donde ellos se lo compraron.

Por curiosidad, sólo por curiosidad, entra a preguntar. ¿Y cuánto vale? Quinientas pesetas, y pico. ¿Cómo? Quinietas pesetas y pico. ¡No es posible! Sí que lo es. ¿Entonces...? ¿Cuál es el valor real del jueguecito en cuestión? ¿Es que en esta tiendecita lo regalan? No, por supuesto. Luego, ¿qué es lo que hacen en los almacenes? ¿Robar? Algo parecido.

Magda, abatida, me lo cuenta. A las chicas les gusta imaginar que compran con ventaja, y su mayor disgusto es descubrir que gastaron mucho más de lo necesario. Magda, además, llama cosas feas a los que le vendieron el juego de sangría.


Para terminar

Quedan aún muchos de estos sucesos por contar... demasiados, quizá. Sin embargo, frente a todo esto existen profesionales especialmente honrados, dignos de alabanza, pues son, a fin de cuentas, la sólida muralla que continuamente nos protege de la invasión de los aprovechados.

Yo tenía que hacer un cuento hoy y me he dicho: ¿por qué no explicas estas historias tan verídicas y actuales en lugar de parir un cuentecillo de tres al cuarto sobre extrañas cosas que nadie conoce? ¿Eh? ¿Por qué no?

Y aquí queda.


Publicado en el Diario Menorca el 3 de julio de 1973.


Publicado el 11 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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