Hablar de España

Arturo Robsy


Ensayo, Política



DELANTAL QUE SE PONE AL LIBRO.

Panorama

El hombre es un ser sometido a instintos, como el de conservación o el gregario, y a reflejos como el de la búsqueda (qué difícil es dejar de buscar algo extraviado). Sometido. No hay libertad frente a ellos ni frente al tiempo que toca vivir. Llegar a percibir que hoy no es ayer, que se han modificado los principios activos de nuestro mundo, es difícil. Más si se trata con demagogia.

Hay que contar siempre con que la metafísica no pesa en los postulados que rigen el rumbo de la sociedad. Hay que atenerse, críticamente, a lo que hay, sabiendo que no se busca lo permanente y que se silencia la trascendencia de lo que realmente trasciende.

El mundo del hombre, el único verdaderamente accesible, es la sociedad y, en específico, la propia, en la que se ha formado y cuyo paso debe seguir, a gusto o a disgusto, o aceptar el riesgo de quedarse fuera. La sociedad es un sino, algo a lo que estamos condenados, un principio automático de sometimiento que, si falla, es restaurado por la coacción o la coerción: Policías y jueces cuidan de ello. Y quienes legislan.

Los poderes, antes legitimados por la fuerza o por la voluntad de Dios o por el talento de un líder verdadero, nato, ahora se atribuyen a decisiones del pueblo, que es un falso ente si no se le considera en masa, como masa. De ahí que la gobernación (dígase política si se prefiere) se haya convertido en la “creación de opinión”, en la enseñanza no pedida de ideas no razonadas, voluntariamente fáciles, masivas y repetitivas. Para entender la época, la política ha de considerarse como marketing, imagen de marca, doctrina extrema que se dice tolerante tanto más cuando actúa como censura y borrador de la historia. La política no es ya un enfrentamiento de ideas y de soluciones diversas para unos mismos problemas, sino método psicológico y sociológico en beneficio de la persistencia del poder de cada momento.

La sociedad, como el dinero, se basa siempre en una mentira generalmente aceptada: eso la vuelve inestable y dependiente de la propaganda constante, de un ruido de fondo que impide escuchar lo que realmente sucede y se dice por quienes no disponen de medios de información, que es lo mismo que no disponer del dinero necesario.

Esté donde esté el poder –normalmente en la grandísima empresa— no cree que haya derechos naturales, porque no existen por el hecho de nacer. Los hay por concepción ética, temporal, basada en las ideas predominantes: como emanación, quizá, de unas ideas incompletas de justicia y de libertad, modificadas cada día, según las necesidades. Además, tales derechos, aunque legislados, obligan a las administraciones, no a las empresas que se mueven desde la mentira pública a los clientes preferentes: ninguna igualdad se les exige; ninguna veracidad: tratan al hombre en función de sus conveniencias. También el Estado, convertido en muchos casos en departamento de ventas del poder general.

Un muro, la barrera del tiempo, nos separa de muchas de las ideas que aprendimos como verdaderas durante nuestra socialización. Parece que se ha decidido mantener al hombre en estado de cambio permanente aun a costa del estrés o de la dislocación de su personalidad. Lo común es vivir en lo que ya se ha modificado y negarse a aceptar, pese a las pruebas, que hoy la moral la dicta la economía, la máxima fuerza de transformación del modo de vivir.

Quizá sea urgente que las empresas se sometan al cumplimiento de los derechos y deberes que se contienen en las constituciones y en la liberal declaración de los derechos humanos de 1947, aunque tal declaración, ahora se ve, tuvo un carácter instrumental, propagandístico: convencer de que el mundo era así, o sea, como no era ni será.

Las sociedades, que han creado el principio de autoridad apoyadas en el instinto gregario del hombre, solieron llegar a un grado de civilización que las obligó a resguardarse de ella, a atar corto al poder para preservar alguna libertad. Desde hace ya dos siglos, parece que se desanda el camino, pero sin dejar de predicar los objetivos de libertad, igualdad y legalidad, e insistir en la separación de poderes. Un hecho «descivilizador.» Viene al caso razonar que el poder, para serlo y actuar como tal, ha de ser único y no sometido a ninguna fiscalización, por lo que, para no chocar con su propio discurso, ha de ser discreto, secreto, oculto, ya que todo poder aspira a perpetuarse, es decir a su máximo beneficio. Aspira a ser universal.

En el caso actual, cuando el poder está basado en lo económico, que controla, usa para su estrategia última, el dominio universal, la misma táctica que llevamos observando en el ejército norteamericano (y en otros menos afortunados por falta de capacidad) desde hace un siglo: el ataque masivo desde la superioridad técnica, abrumadora, de sus medios ofensivos, sin ninguna otra consideración moral, ni cálculo de sus costes sociales y humanos.

El obejtivo final de sus diferentes acciones estratégicas es eliminar al enemigo; no conformarse con someterle. Así mirando, el equivalente social de la bomba de hidrógeno es el medio de información masiva, la irrupción en la conciencia individual acompañada por la erradicación de estudios como la filosofía, la historia, la lógica. Desarmar la mente y la atención razonable del hombre.

¿A que extrañarse, pues, cuando se comprueba que los programas electorales entran de lleno en el mercado de futuros? Nos consta que, según sean, las bolsas suben o bajan, lo que no es prueba pequeña. Mercado de futuros, donde cuanto más se predica que han sido cumplidos los objetivos, menos realizados están. Por eso los gobiernos modernos, obligados a usar técnicas comerciales, propaganda masiva, batallas políticas de vuelo raso, promesas imposibles, se dedican plenamente a la agitación social. Son las herramientas del cambio que necesita la fuerza para alcanzar sus diferentes fines en cada instante.

El cambio a la vida como competición impide la vida como cooperación, o sea, la civilización, que es convivencia armónica. Miremos bien el entorno: si aquí se compite antes que se coopera, es la señal de que somos ya nación invadida y dominada. Hombres explotados. Sirva lo dicho como vacuna contra la barbarie tiránica que avasalla nuestra civilización. Moloch.

La desarticulación del vehículo de lo que destruye, la desarticulación de los medios audiovisuales y de sus productoras de opinión masiva, es un objetivo de urgente justicia para impedir la intromisión en el juicio del lector y espectador. De libertad. No silenciarlos sino garantizar su veracidad y liquidar su censura monocorde.

No se pueden construir una sociedad y su gobernación sobre opiniones producidas y extendidas por empresas comerciales que se mueven por la espectativa de beneficios máximos. La opinión como producto de consumo. Como moda.

Un poder sin riendas.

El hombre es un ser sometido a instintos, como el de conservación o el gregario, y a reflejos como el de la búsqueda (qué difícil es dejar de buscar algo extraviado). Sometido. No hay libertad frente a ellos ni frente al tiempo que toca vivir. Llegar a percibir que hoy no es ayer, que se han modificado los principios activos de nuestro mundo, es difícil. Más si se trata con demagogia.

Hay que contar siempre con que la metafísica no pesa en los postulados que rigen el rumbo de la sociedad. Hay que atenerse, críticamente, a lo que hay, sabiendo que no se busca lo permanente y que se silencia la trascendencia de lo que realmente trasciende.

El mundo del hombre, el único verdaderamente accesible, es la sociedad y, en específico, la propia, en la que se ha formado y cuyo paso debe seguir, a gusto o a disgusto, o aceptar el riesgo de quedarse fuera. La sociedad es un sino, algo a lo que estamos condenados, un principio automático de sometimiento que, si falla, es restaurado por la coacción o la coerción: Policías y jueces cuidan de ello. Y quienes legislan.

Los poderes, antes legitimados por la fuerza o por la voluntad de Dios o por el talento de un líder verdadero, nato, ahora se atribuyen a decisiones del pueblo, que es un falso ente si no se le considera en masa, como masa. De ahí que la gobernación (dígase política si se prefiere) se haya convertido en la “creación de opinión”, en la enseñanza no pedida de ideas no razonadas, voluntariamente fáciles, masivas y repetitivas. Para entender la época, la política ha de considerarse como marketing, imagen de marca, doctrina extrema que se dice tolerante tanto más cuando actúa como censura y borrador de la historia. La política no es ya un enfrentamiento de ideas y de soluciones diversas para unos mismos problemas, sino método psicológico y sociológico en beneficio de la persistencia del poder de cada momento.

La sociedad, como el dinero, se basa siempre en una mentira generalmente aceptada: eso la vuelve inestable y dependiente de la propaganda constante, de un ruido de fondo que impide escuchar lo que realmente sucede y se dice por quienes no disponen de medios de información, que es lo mismo que no disponer del dinero necesario.

Esté donde esté el poder –normalmente en la grandísima empresa— no cree que haya derechos naturales, porque no existen por el hecho de nacer. Los hay por concepción ética, temporal, basada en las ideas predominantes: como emanación, quizá, de unas ideas incompletas de justicia y de libertad, modificadas cada día, según las necesidades. Además, tales derechos, aunque legislados, obligan a las administraciones, no a las empresas que se mueven desde la mentira pública a los clientes preferentes: ninguna igualdad se les exige; ninguna veracidad: tratan al hombre en función de sus conveniencias. También el Estado, convertido en muchos casos en departamento de ventas del poder general.

Un muro, la barrera del tiempo, nos separa de muchas de las ideas que aprendimos como verdaderas durante nuestra socialización. Parece que se ha decidido mantener al hombre en estado de cambio permanente aun a costa del estrés o de la dislocación de su personalidad. Lo común es vivir en lo que ya se ha modificado y negarse a aceptar, pese a las pruebas, que hoy la moral la dicta la economía, la máxima fuerza de transformación del modo de vivir.

Quizá sea urgente que las empresas se sometan al cumplimiento de los derechos y deberes que se contienen en las constituciones y en la liberal declaración de los derechos humanos de 1947, aunque tal declaración, ahora se ve, tuvo un carácter instrumental, propagandístico: convencer de que el mundo era así, o sea, como no era ni será.

Las sociedades, que han creado el principio de autoridad apoyadas en el instinto gregario del hombre, solieron llegar a un grado de civilización que las obligó a resguardarse de ella, a atar corto al poder para preservar alguna libertad. Desde hace ya dos siglos, parece que se desanda el camino, pero sin dejar de predicar los objetivos de libertad, igualdad y legalidad, e insistir en la separación de poderes. Un hecho «descivilizador.» Viene al caso razonar que el poder, para serlo y actuar como tal, ha de ser único y no sometido a ninguna fiscalización, por lo que, para no chocar con su propio discurso, ha de ser discreto, secreto, oculto, ya que todo poder aspira a perpetuarse, es decir a su máximo beneficio. Aspira a ser universal.

En el caso actual, cuando el poder está basado en lo económico, que controla, usa para su estrategia última, el dominio universal, la misma táctica que llevamos observando en el ejército norteamericano (y en otros menos afortunados por falta de capacidad) desde hace un siglo: el ataque masivo desde la superioridad técnica, abrumadora, de sus medios ofensivos, sin ninguna otra consideración moral, ni cálculo de sus costes sociales y humanos.

El obejtivo final de sus diferentes acciones estratégicas es eliminar al enemigo; no conformarse con someterle. Así mirando, el equivalente social de la bomba de hidrógeno es el medio de información masiva, la irrupción en la conciencia individual acompañada por la erradicación de estudios como la filosofía, la historia, la lógica. Desarmar la mente y la atención razonable del hombre.

¿A que extrañarse, pues, cuando se comprueba que los programas electorales entran de lleno en el mercado de futuros? Nos consta que, según sean, las bolsas suben o bajan, lo que no es prueba pequeña. Mercado de futuros, donde cuanto más se predica que han sido cumplidos los objetivos, menos realizados están. Por eso los gobiernos modernos, obligados a usar técnicas comerciales, propaganda masiva, batallas políticas de vuelo raso, promesas imposibles, se dedican plenamente a la agitación social. Son las herramientas del cambio que necesita la fuerza para alcanzar sus diferentes fines en cada instante.

El cambio a la vida como competición impide la vida como cooperación, o sea, la civilización, que es convivencia armónica. Miremos bien el entorno: si aquí se compite antes que se coopera, es la señal de que somos ya nación invadida y dominada. Hombres explotados. Sirva lo dicho como vacuna contra la barbarie tiránica que avasalla nuestra civilización. Moloch.

La desarticulación del vehículo de lo que destruye, la desarticulación de los medios audiovisuales y de sus productoras de opinión masiva, es un objetivo de urgente justicia para impedir la intromisión en el juicio del lector y espectador. De libertad. No silenciarlos sino garantizar su veracidad y liquidar su censura monocorde.

No se pueden construir una sociedad y su gobernación sobre opiniones producidas y extendidas por empresas comerciales que se mueven por la espectativa de beneficios máximos. La opinión como producto de consumo. Como moda.

Y España en medio.

Se ha perdido en gran parte la noción de lo que es España y, sin contar la educación deficiente, esto se debe a que hablamos muy poco de ella y, en consecuencia, tampoco pensamos en lo que es.

Hay que partir de una evidencia sin discusión: España existe. Se le puede añadir algo más: España existe «todavía». Y este todavía se nos presenta como esclarecedor: a pesar del trabajo internacionalista de todos los partidos; a pesar de una sociedad más corrupta todavía, camino del caciquismo absoluto ; a pesar de las diecisiete autonomías, de los cientos de manifiestos separatistas, de la influenciabilidad del Defensor del Pueblo, a pesar de una intelectualidad que confiesa que no existe España y, caso de que existiera, no sabría para qué puede servir; a pesar de la prensa, de la televisión y de la escuela, el concepto de España existe «todavía».

Algo debe querer decir. España aún no es un recuerdo; más bien se trata de una realidad herida o, quizá, de una razón en trance de enloquecer, pero ahí está, más allá de toda discusión. Cierto que hay españoles a los que no nos gusta España y españoles a los que agradaría que España dejara de ser para convertirse en una segunda Francia o en una próxima URSS para el siglo próximo. También existen los que opinan que España es ahora lo que siempre debió de ser, pero estos son los comprometidos — vía bolsillo — con el sistema político y, por lo tanto, incapaces las más veces de comprender lo que España significa.

En otra esquina del mapa nos encontramos con los españoles que dicen ser otra cosa más pequeña: catalanes, vascos, gallegos... cualquier cosa menos españoles. Suelen tener una concepción materialista del hombre (la raza, por ejemplo) y geográfica de la nación: la tierra convertida en razón de comunidad y considerada como patrimonio cultural: sería una manifestación de locura si no lo fuera de falta de formación.

Pero amándola, odiándola, combatiéndola o defendiéndola, España sigue en la raíz de casi todos. España sigue siendo vínculo — positivo o negativo — y sujeto al que atribuir la historia buena o mala. Tiene una vida metafísica y esa vida, tan difícil de definir, es la clave que nos explica por qué no somos como los franceses o como los alemanes o como los italianos: porque somos españoles y compartimos, más aún que la tierra, una historia común, unas costumbres comunes, una fe, y muchos problemas.

Hemos de hablar, pues, de España una y otra vez, puesto que es lo que más compartimos con nuestros semejantes. Hemos de averiguar en qué consiste España: la parte que cambia con el tiempo y la que permanece; los aspectos que cada generación añade al patrimonio común y los que cada generación hace desaparecer.

Cuando alcancemos un conocimiento válido de España, comprenderemos la mitad, al menos, de nosotros mismos: esa mitad colectiva, adquirida por contagio y formación pero no por nacimiento, que nos permitirá, también, entender mejor la realidad en que nos movemos y, por fin, modificarla hacia lo mejor y terminar con dos siglos de miedo a España. ese miedo que tantos desaciertos históricos explicaría.

VENDA QUE SE PONE.

En esta tierra y en esta hora sería osadía publicar los mínimos ensayos que siguen sin poner anticipadamente la venda que cure las críticas previsibles. Cuando los sucesivos gobiernos tratan de disolvernos en el totum revolutum de Europa, de la Globalización y de la sociedad multicultural, hablar de España se interpretará por los comprometidos y los asalariados como un gran desafío a los poderes superiores. Y, además, el mal efecto que causará entre los separatismos que siempre piden más, incluido el silencio de quienes intentan pensar sin consigna y desde ninguna ideología.

Así las cosas, lo más urgente del libro es advertir que no contiene alcaloides de nacionalismo; antes al contrario, rechaza que la unión del hombre con la tierra, su identificación con ella o con esa presunta semilla de una sociedad que es la raza, no caben en él: Las Patrias son, entre otras muchas cosas, comunidades de rumbos y de esperanzas: rumbos compartidos, necesidades y esperanzas comunes. España es un método muy elaborado de darse a los demás y de acercarse a uno mismo, o sea, de reconocerse, que es «volverse a conocer.»

Otra posibilidad es que se llegue a mencionar el fascismo, tan múltiple, por el hecho elemental de pretender hablar de una comunidad que, en origen, es irrevocable y que está por encima de cualquier política. Bastará con seguir leyendo para comprobar como se señala que el corporativismo es el raptor de la poca justicia que el hombre puede alcanzar. Pero, diablos, tampoco es malo que te llamen cosas si crees en lo que buscas y en lo invisible: la música es invisible, como el viento, la justicia, la razón, la libertad, la idea o el amor. Si se es inquebrantable, no es malo que te cubran de silencio o de improperio por decir que vamos (ya estamos llegando y se nota) al totalitarismo y que hay que elegir entre un Estado al servicio de la empresa o al servicio del hombre. Nuestra cultura aconseja bien: «Con el rico y poderoso hay que ser orgulloso.» Puro arte de caballería. De caballeros.

Nuestro mundo, en cambio, está atrapado por internacionales y multinacionales y los medios de información (que son empresas) nos lo reflejan como ansioso de entregar las independencias de sus sociedades o naciones.

No hace política el libro. No levanta una bandera ni, menos, un banderín de enganche. Levanta una esperanza posible: si hablamos de España terminaremos por entenderla y entendernos. Incluso en una sociedad regida, temporalmente, por la ley del Máximo Beneficio. Además consuela saber que quienes se echan al cuello del próximo no suelen ser los que han entendido mal sus ideas, sino gente que las ha captado y valorado perfectamente.

El libro, pues, llama, si llama a algo, a convivir mejor, a ser más independientes y a hacer imposible la revuelta en cuyos prolegómenos ya andan al menos dos autonomías. ¿Cómo lograrlo? Conociendo mejor el genio de España. Se insiste, porque nos conocemos: Aquí no se intenta que los hombres se asocien en defensa o en contra de esto o lo otro. Quien quiera conocer la profundidad de lo español, la entraña de nuestras gentes, dispone desde hace siglos de un manual espléndido: el Refranero. Pero ya será mucho que las buenas gentes hablen más de España y, sintiéndola, la razonen y la guarden en su memoria: todos llevamos una imagen, una réplica del mundo en nuestro interior y nos conviene que sea lo más exacta.

Como primera aproximación valga una frase de Bernanos, de 1947: «La mentira ha cambiado de repertorio.» (Tomada de la entrevista que Jean Claude Gillebaud hizo a René Girard en «Le Nouvel Observateur» y traducida en Alfa y Omega, sobre su libro «Los orígenes de la Cultura»).

RÍO CAUDALOSO.

Es bueno pensar en España como en un gran río. El mismo transcurrir líquido nos acerca al modo como el tiempo empuja a España por su cauce histórico. España, como el río, está siempre en movimiento: es el movimiento mismo como es también su cauce y su caudal vital. Nunca es España —como el río — igual a sí misma, pero siempre es el río, el camino, el cauce a veces desbordado y a veces sereno.

¿Te has parado a pensar que en España suceden siempre las mismas cosas, aun las imprevistas? Es como ver la misma película interpretada, cada vez, por otros actores. Pero sigamos con la imagen del río: los afluentes, nacidos todos lejos entre sí, unen su caudal precisamente en él: no son el río pero lo llenan. No son el río, pero lo hacen posible y en él, en España, coinciden las distancias de Galicia y Cataluña, de Andalucía y Vascongadas, y sé, como debieran saber todos, que en mí hay algo de gallego y de vasco. De catalán y de andaluz. De hombre de la Meseta y del Mediterráneo soleado. Porque me he hecho en la cultura española y en ella hay mucho de todos, pero junto, unido, trabado entre sí por una concepción superior.

España transcurre por su difícil cauce desde hace milenios. En todos esos años lo ha cavado profundamente, de manera que es imposible salirse de él. Se trata de una aproximación al destino. España, que es un producto (no suma) de muchos, sin embargo es una dirección única, siempre la misma, que puede señalarse más de Este a Oeste, de Oriente a Occidente, en el sentido más del Tajo que del Ebro. Camino del sol. Camino del Nuevo Mundo.

Busca siempre España el Nuevo Mundo, que fue una vez América, pero que es, además, la España que se anhela, la España grande pero justa; la España libre, pero caballerosa; la España unida, pero distinta.

España, claro, no transcurre por la geografía sino por el mundo de las ideas y de los sentimientos. El buen español siempre está algo enamorado de su Patria y la ama con voluntad de perfección. El malo se siente despechado con España, pero, en general, pocos españoles son indiferentes respecto a su Patria. Para bien o para mal.

Lo peor que le puede pasar a un español es no conocer a su Patria, porque eso le convierte en un hombre desarraigado, en un medio hombre que ignora cuánto de él hay que sólo se explica por el hecho de ser español y no otra cosa.

Periódicamente, iluminados o traidores tratan de desviar de su cauce a este río nuestro. Suelen ser personas que no se sienten ligadas a la cultura española o que han inventado otras de pequeña medida: admiradores, en suma, de otras Patrias. En ellos la frustración ha alcanzado varios grados más que en el resto de nosotros, y les gustaría que España no fuera España sino Francia o Inglaterra, Europa geográfica... Desconociendo esto, no es raro que se confundan acerca de lo que es posible y de lo que es imposible en España.

En España siempre es posible avanzar y siempre es imposible desviarse. Se puede corromper a una generación de españoles, pero no a todas las generaciones. Se puede inventar una España distinta, pero no se la puede hacer realidad: el tremendo empuje de los dos milenios marca definitivamente el futuro.

Y esto es así. Tan inevitable como el perfil geográfico; tan sólido como nuestras cordilleras. Cambiar España no está al alcance de nadie. En cambio, aprovecharla...

Cuando por fin coincidan en unos gobernantes la idea de aprovechar lo español, desarrollándolo, excitándolo, dándole forma social, cultural y política, y el convencimiento de que es el único camino que nos abre la historia, habremos llegado al futuro prometido, que tantos sueñan esplendoroso.

Mientras, se trata de poner presas al río caudaloso; se trata de abrirle canales en otra dirección: inútilmente. El peso de los años, el empuje de las ideas profundas, el golpe de los sentimientos, rompen las presas y ciegan los canales.

Lo terrible es que, mientras tanto, dejamos de avanzar hacia el futuro que nos espera.

MIEDO A ESPAÑA.

¿Tenemos miedo a España los españoles? Quizá sí. Nos asusta nuestra historia, y no sólo la reciente. Nos asusta nuestra responsabilidad actual de españoles frente a todos los españoles muertos y frente a todos los españoles por nacer, si consiguen no ser ejecutados por sus dulces madres.

Tenemos miedo a ser solamente españoles y, también, a ser definitivamente como los que no lo son, porque sentimos que al «homologarnos», al ser Unión Europea sin habernos consultado, tendremos que dejar atrás importantísimas partes de nuestra personalidad.

Siempre que pienso en esto, en los muchos miedos que tenemos tanto a ser como a dejar de ser lo que somos, no tengo más remedio que recordar al hombre frustrado, al pobre enfermo que quiere y teme a la vez y queda bloqueado, pasivo, quieto, campo inerte de todos los miedos y de todas las luchas.

¿A que hay algo de esto en el comportamiento de España? España como frustración, condenada a destructora pasividad, empeñada en negar su propia realidad y hasta su esencia. Querer y no poder. Querer y no atreverse.

¿Pero qué es lo que quiere España hoy? Ser España. Y así hay que aceptarlo: como una de las claves del problema de la Patria.

Los seres humanos frustrados adoptan conductas de emergencia, algo así como rodeos que tratan de evitar u olvidar su problema fundamental. En muchas ocasiones se infantilizan, retrocediendo a una época en que la situación frustrante no había aparecido. Con esto no pretendo equiparar lo que España sea con un ser humano, pero no me cabe duda de que muchos seres humanos en España han estado reaccionando así durante siglos, tratando de escapar de una realidad — la española— frustrante y poco gratificadora.

Siempre hay una gran diferencia entre lo que nosotros queremos para España y el modo en que la vemos. Aún sin pensar en este problema, una visita al extranjero, la lectura de un titular de prensa o una simple película nos fuerzan a la comparación. Y esa comparación es doblemente dolorosa porque, además de la diferencia entre la realidad y los sueños, se nos aparece, automáticamente, la referencia al pasado.

¡A qué pasado? ¿Al imperial, quizá? ¿Al de hace apenas veinticinco años? El pasado, por serlo, nos llega idealizado,; vestido de gala en ocasiones y, lo que es peor, explicado por quien quiere sacarle beneficios. Sin embargo España ha sido siempre problemática. Su existencia no es fruto de la casualidad sino del esfuerzo.

El Esfuerzo. Esa es otra clave del ser de España. Todas las generaciones, con mayor o menor intensidad, han tenido que hacer a España. Cuidado: no la han rehecho, porque el resultado ha sido siempre el mismo, siempre la misma España preocupada por sí, con la tentación permanente de dejar de ser y el eterno desafío de llegar a ser con plenitud.

Me parece muy de tenerse en cuenta el esfuerzo del español por hacerse una Patria a lo largo de los siglos, formando una característica básica en nosotros: la alternancia entre las épocas de exaltación y las de indolencia.

Ese esfuerzo continuado no parece habernos dado, con su práctica, ni el don de la voluntad ni el de la constancia, sino la periódica tentación de caer en la exaltación y en el pesimismo.

¿Por qué? ¿Quizá por lo que ahora se llama fatiga de combate y no es más que miedo? ¿Por un exceso de tensión vital que acaba devorando las energías nacionales?

Lo que sí es seguro es que España oscila entre ambas actitudes, entre el sueño y la vigilia apasionada, y que no pocas veces olvidar el ser de España se debe a no tener ya nuevos sueños, nuevas ilusiones, grandes objetivos. Y es terrible vivir en la desesperanza.

NO SOMOS TODOS.

España no somos todos. Se diría aún más: los hombres no somos España; España es, al contrario, la parte noble de cada uno de nosotros. Es la parte que somos capaces de compartir con los demás. España es, pues, la comunicación que podemos establecer con los demás.

¿Es entonces España el idioma? No: España no es el idioma en que hablamos, aun el idioma — los idiomas y dialectos nuestros — está lleno de España como está lleno de Dios. España no es el idioma, es UN IDIOMA muy distinto, sin palabras, pero con señales que todos entendemos a la perfección. Y ay de aquel que las olvida.

La parte general de nuestras personas, la que no nace con nosotros, esa forma de ver el mundo; lo que sabemos — poco o mucho — del pasado, de la sociedad, del bien y del mal; la ligera materia de nuestros sueños, no son del todo nuestros: España los ha puesto en nosotros. Los ha puesto de cien formas distintas: en nuestra familia, en las escuelas, en la calle y hasta en la soledad. Lo que nos diferencia, es nuestro. Lo que nos une, es España: la base sobre la que podremos entendernos o discutir; la obligada referencia al mundo en que vivimos, que siempre — siempre y para siempre — es distinto al mundo que viven y ven los nacidos en otras Patrias.

España nos une y nos diferencia. España imprime carácter como algunos sacramentos, y algo hay de sacramental cuando un hombre hace el descubrimiento de lo absoluto que es el hecho de ser español, que no sólo dura toda la vida, sino que nos presenta a la misma muerte de un modo original, que no es el de los franceses ni el de los chinos, por ejemplo.

España no somos todos. Sumados no formamos España. Pero en todos está España irremediablemente. España nos da, precisamente, la capacidad de comulgar, la alegría de tener sentimientos que no son sólo nuestros; la posibilidad de entender a los demás.

Por eso cuando uno es español no puede ser otra cosa. Y, si lo intenta, sólo llega a ser un mal español: nunca nadie distinto. Y, puesto que no está obligado a ser español para toda la vida, vale la pena tomarse el tiempo necesario para investigar a lo que obliga esta circunstancia.

¿ESPAÑA SIRVE PARA ALGO?

He aquí una pregunta práctica y algo irreverente, de esas que parece que está mal hacerse cuando se trata de asuntos elevados. ¿Acaso sirve para algo el cielo? ¿Acaso tiene que servir la Patria para algo? Pues creo que sí.

Tengo la impresión, a veces, de colocar a la Patria apenas un escalón por debajo de lo divino, y no es así como pienso. Es cierto que afirmo que España, como algunos sacramentos, imprime carácter, y que es el único camino para comunicarnos con nuestros semejantes y comprender el mundo. También insisto en que la Patria no se puede desviar ya de su destino: sólo se puede engrandecer o perjudicar. Pero la Patria es obra de los hombres; de muchísimos hombres que han ido acumulando en ella su fe, sus experiencias, su angustia y su voluntad. Pero obra de los hombres.

De los de antes y de los de ahora, y rara vez hacen los hombres las cosas sin motivo, incluso los poetas y los locos. Por eso hay que preguntarse por qué los hombres empezaron a hacer España y como. ¿Con qué objetivos? ¿Para cuánto tiempo? Y más aún: ¿para qué la hicieron?

España debe de tener una utilidad, se reconozca o no. España existe para cubrir unos objetivos, para solucionar unas necesidades. Y consta que esas necesidades, por ser de hombres, son a la vez espirituales y materiales, t tienen que ver con lo que muere y con lo que sobrevive del hombre. Desde mi realidad de hombre libre, me pregunto para qué me sirve a mí la Patria, España.

En principio hay algo relacionado con la persona, esa máscara griega que ha acabado por convertirse en la definición de la fusión de cuerpo y espíritu que es el hombre. El «yo», me digo, es el principio de atribución de mis acciones. Yo me equivoco y yo como: no digo que mi alma se equivoca y que mi cuerpo come. Soy yo en ambos casos.

España es, puede ser, otro principio de atribución más general. Por ella transcurre mi vida y en ella se mueve mi pensamiento: la parte que es exclusivamente mía de él y la parte de él que es exclusivamente de todos, lo que una vez< Julián Marías definió como «lo consabido». Si mis acciones particulares las atribuyo a mi yo, ¿puedo atribuir mis acciones universales a España?

¿Qué soy yo? Un hombre, pero ¿soy un hombre a solas? Soy un hombre en el mundo. Lo diré de una vez: mi relación con el mundo es, precisamente, España. El principio de atribución de mis relaciones con el mundo es mi Patria.

Y eso me sirve de mucho: me sitúa en el Universo. España es mi carta de navegación y mi polar, mi brújula y mi sextante. Es la necesaria referencia para saber dónde estoy y, por lo tanto, hacia dónde voy y hacia donde puedo ir. Esa es su utilidad. Es tan práctica España que, sencillamente, sirve para complementarme, para hacerme hijo del tiempo que me ha tocado, para explicarme las posibilidades que tengo hacia adelante y, además, para acercarme a otros como yo en la seguridad de que voy a ser entendido por ellos mejor que por cualesquiera otros seres humanos.

Otra cosa es que, aun entendiéndome, me acepten o, al menos, me toleren.

ESPAÑA PRÁCTICA.

La «utilidad» de España sigue siendo preocupante. En el primer intento se ha dicho que España era el principio de atribución de mis relaciones con el mundo, y así comprendía que España daba temporalidad al hombre y le proyectaba hacia el futuro al hacerle heredero de un pasado.

Sirve aún para muchas otras cosas, como para la unidad. Para la unidad de propósitos y para la unidad de acción. Es decir, para ofrecerme una mayor eficacia en mi elección de objetivos y en las acciones que emprenda.

Porque soy español — y no otra cosa — adonde voy no voy solo. Ya sé que en muchos casos uno avanza disputando con su otro vecino español, pero avanza... Llegados aquí, encontramos al juvenil José Antonio, que iluminó mi primer patriotismo con su atisbo de que España es una unidad de destino en lo Universal. ¿Será que siempre se entiende algo más de esa frase formidable?

Como español no estoy sólo en la aventura de vivir; no dependo de mis únicas fuerzas ni de mis únicos pensamientos, pues ser español me integra en un destino que, desde luego, no he elegido, pero que puedo asumir aceptando algunos esfuerzos. Tampoco intervengo en la dirección hacia la que la tierra gira, ni en la luz que despide el sol, pero ahí están sin que yo pierda la libertad por ello.

España está ahí: es anterior a mí y será posterior. No se interfiere en mi libertad: al contrario, me permite desarrollarla al hacer accesible para mí un mundo que no lo sería si yo hubiera nacido aislado, a solas. Me uno a una marcha, a una comitiva a la que puedo añadir mi voz y mis pensamientos. Me da una oportunidad: comprender lo que sucede y adivinar adónde voy.

Cuando veía a España como un río, indicaba su dirección: nace en alguna parte y va a desembocar a otro lugar. Por el afluente de mi vida individual, llego y aumento el caudal de España, pues acabo sabiendo hacia adónde voy y conozco las marcas con que el tiempo ha señalado la edad que me tocará recorrer.

Mucha filosofía extranjera suele aturdirse por este problema, por el miedo del hombre a solas en el mundo, que no sabe muy bien de dónde viene e ignora adónde va. Esa dicen que es la clave de la angustia.

Y he aquí que España me protege de ella como una madre comprensiva. Me dice — a veces bronca y a veces amable — de donde vengo desde el fondo de los tiempos y me enseña un futuro amplio en una dirección que conozco y no me preocupa.

Luego, claro, me carga con parte del peso: adonde voy, no voy solo pero tampoco descargado: dos mil años de ilusiones pesan, precisamente porque España me lleva de lo particular a lo universal, de lo pequeño a lo grande, de lo incomprensible a lo comprendido, mientras me quita las dudas más graves: sé de dónde vengo y quiero ir adónde voy.

EL CUERPO MÍSTICO.

Volvamos a la primera de todas las preguntas: ¿Qué es España? Esa unidad de destino en lo universal, ese principio de atribución de mis relaciones con el mundo, ¿es algo real o una pura imaginación?

A partir del momento en que sé que desde la prehistoria hasta aquí han transcurrido dos mil años por el hilo conductor de la identidad de nombres y emociones, me siento hoy responsable de toda la historia, comprendo que la existencia de España es algo real, algo tan sólido que, en lugar de deshacerse en los temporales de los siglos, ha crecido sin parar.

La España de hoy es más grande que la de Felipe II, porque la medida de una nación es el tiempo y no el territorio. España se mueve en la historia a la vez que el planeta se mueve en el espacio. El planeta da vueltas en torno a sí mismo, mientras que España avanza en lo temporal hacia un futuro. La España de hoy también es más completa porque dieciséis o diecisiete generaciones le han sumado sus hallazgos y sus esfuerzos. Dentro de cuatrocientos años España aún será más grande, más rica.

Se nos ocurre a todos añadir: «si sobrevive». ¿Es que corre peligro España? Se lee en la prensa que sí, se ve en los separatismos que sí; se ve en la colonización económica que sí, lo mismo que en la inoperancia del sistema y en el entramado de intereses particulares. Oigo en este sentido muchos comentarios: «España se nos deshace entre las manos?» ¿Qué le voy a hacer si no me lo creo? España es una Patria. Ha protagonizado una historia larga y durísima precisamente a costa de estar en crisis, de correr esos aparentes peligros de destrucción una y otra vez. Me excuso de citar todos y cada uno de ellos. A todas las generaciones España ha estado a punto de deshacérseles entre los dedos: la Primera República, el 98, el 36, ahora. Pero aquí sigue España y esto sí que es incuestionable. No es un nombre en el mapa o en la historia solamente: es una cultura milenaria, universal y con vocación de eternidad, y eso no se muere ni se puede matar.

A veces lo político se nos mezcla con lo universal. No dudo que este sistema político de esta España se hunde solo, por falso, irrealmente representativo y corrupto. Ni dudo, aunque quisiera, que ello va a suponer una fuerte sacudida en todos nosotros. Pero, gracias a Dios, España está por encima, a años luz por encima de estos cambios políticos que serán pura anécdota dentro de doscientos años.

Me importa más saber por qué estas cosas suceden y por qué tienen que suceder una y otra vez. Hay sistemas políticos que aspiran a representar a España en un Estado que no está ni hecho ni pensado para nuestros problemas y realidades en esta época. Esos caen siempre al poco tiempo y con estruendo: ni son realistas, ni son eficaces, ni son, por no ser, nada más que la demostración de la contumaz tozudez de ciertas minorías. Hay otros sistemas, otros estados, que nacen con su tiempo, que cubren una época y que desaparecen suavemente — tristemente — una vez cumplida su misión. Con mayor o menor acierto, tratan de comprender a España; se fijan más en lo permanente que en lo transitorio, y suelen solucionar gran parte de las miserias causadas por lo anteriores.

Uno de estos estados nacionales es el que se vislumbra ahora. Pero para llegar a él antes hay que llegar al ser de España; antes hay que comprender cómo es la Patria y qué necesita. Y comprenderlo todos. Todos los fundamentales, al menos. Saber que esta frágil estructura, doblada bajo el peso grotesco de UCD, PSOE y PP, se esté cayendo sin arreglar nada, de puro imposible y débil, no significa que cualquier otra cosa que la substituya será mejor si arranca, como arrancó la "democracia", de las prisas y de la negación de las historia que nos prevenía en contra de lo que acabó haciéndose.

CUERPO MÍSTICO.

No pude, en lo anterior, esbozar apenas la idea del cuerpo místico, cuando decía que España, por ser una cultura milenaria, ecuménica y con vocación universal, no puede morir de buenas a primeras: se va transformando despacio pero jamás cambia absolutamente. Jamás se olvida.

Lo político — añadía— es anecdótico, mientras que lo permanente sigue. ¿Cómo llega a suceder esto? ¿Cómo es posible que determinadas ideas, determinados sentimientos permanezcan y se fortalezcan a lo largo de los siglos? ¿Cómo funciona España?

Si España no es, como supongo, una entelequia, tiene, a la fuerza, un modo de ser , de llegar a ser en cada momento; un mecanismo para sobrevivir, y ese es un tema en el que pensar muy seriamente. En suma: ¿Cómo nos las hemos arreglado para llegar hasta aquí, después de la enormidad de cosas que han sucedido desde el principio?

Tiene España una fuerte personalidad (Cuidado: no le atribuyo alma ni psicología: hablo de su cultura), una genial personalidad temperamental y artística, dada a los altibajos y a las crisis de las que sale más y más viva. A bote pronto, puede calcularse que su rasgo más notable es su fuerza creadora, como demuestran las sólidas huellas de su cultura. Madre de Patrias, embrión de difíciles empresas, España está más concebida como matriz fecunda que como sencilla unidad. esto no lo entienden ni pujoles ni arzallus ni aznares: en España no se puede crear al margen de España.

La Patria tiene talento para la creación, para la innovación, para percibir lo que a otros se les escapa y para concebir el futuro como empresa, como transcurso en el que se tiene que llevar a cabo todo. Como creadora que es, necesita independencia y no resiste verse sometida ni a hombres ni a ideas extranjeras. Y los separatismos aspiran a ser lo contrario: extranjeros.

Su genio es artístico y exaltado, y lleva el realismo hasta tal punto que trasciende de la realidad para convertirse en mística: el gran Barroco español no ha dejado de ser todavía. Sucede, pues, que cuando España no puede inventar, no puede renovar el mundo, ni causar asombro entre las naciones, cae en la postración, en la frustración del artista que no consigue rematar su obra, con sus pesimismos enfermizos y sus tendencias suicidas. Luego, despierta del sueño fatal y actúa. España está condenada a la acción por la propia vitalidad de su cultura y por su juventud exuberante. Si no puede saltar las fronteras, se vuelve contra sí misma, pero siempre en movimiento, siempre efervescente, aguardando el momento del nuevo hallazgo, de la inspiración que, cuando llega, llena un siglo de la humanidad cada vez.

Así la veo yo. Así la conozco, dándome la dimensión temporal de mi vida, pero intemporal ella misma, porque hay dos Españas — sin contar esas problemáticas de derechas y de izquierdas — , la España Militante y la España Triunfante, en permanente comunicación a través de las épocas.

La España de hoy, militante; la España del esfuerzo cotidiano, es la punta de la flecha que se mueve en el tiempo. La España Triunfante, todas las anteriores Españas que fueron y devinieron en esta de ahora: la romana y la gótica, la arábiga y la fronteriza, la descubridora y la que inauguró la Edad Moderna.

Tenemos línea directa con esas Españas Triunfantes. Sabemos sus pensamientos y sus luchas, y sólo aprovechándonos de este pasado tan rico ganaremos el derecho a hacer nuestro futuro. Y he aquí la razón por la que ni UCD ni PSOE ni PP permiten que las juventudes conozcan la historia o el idioma que nos conecta con ella. No es una casualidad sino una conspiración.

EL GENIO DE ESPAÑA.

En mi última lectura de Ganivet, quedé meditabundo ante su afirmación de que España no es una nación militar pero es una nación guerrera. después he comprendido bien que es así: la disciplina y la organización no son virtudes en las que destaquemos, y, en cambio, sí somos hombres de fe y de convencimientos absolutos. Ni tenemos la tenacidad ni la perseverancia de otros pueblos más militares, como el inglés y el alemán, y sí, en cambio, les superamos en acometividad.

esto viene a cuento porque, últimamente, trato de imaginar un futuro español y creo comprender que ese futuro no va a ser de gloria militar, aunque la guerra jamás puede descartarse en este mundo. Para hacernos un imperio clásico, por la fuerza de las armas, nos sobra valor, pero nos faltan perseverancia, riqueza e industria. Tampoco nuestro talante es dominador: no somos un pueblo de amos por la misma razón de que no somos un pueblo de esclavos: somos independientes y deseamos lo mismo para los demás.

Pero, por otro lado, España tiene la necesidad de ser expansiva para ser España, luego nuestro crecimiento, nuestra manera de saltar las fronteras y llegar a otros hombres, sólo tiene un camino: el de nuestras mejores virtudes: el arte, la idea nueva, aquello en lo que de verdad somos mejores y existe ya: nuestra cultura.

Ganivet presentía, en los umbrales del Siglo XX, un futuro resurgir cultural al lado del cual el Siglo de Oro no sería más que un prólogo. También lo veo posible en cuanto nos sacudamos esa pereza de siglos y ese pensamiento inducido de que lasa culturas extranjeras son más ricas y están más vivas que la nuestra.

Parece ser que no podemos dominar el mundo con las armas: eso lo hemos hecho ya y no apetece repetir. Pero es seguro que lo podemos conquistar con nuestras ideas: el mundo necesita las nuevas, porque las viejas agonizan y le arrastran a la muerte con la desilusión y la incapacidad de creer ya en ellas.

España — porque lo ha hecho ya otras veces — puede alumbrar las ideas que serán la base de los próximos siglos. Puede hacer la síntesis entre el mundo masificado y la técnica al servicio del hombre. Puede proponer a sus juventudes la aventura de pensar para el mundo del mañana y españolizar su concepción del hombre y de su misión sobre la tierra, que es la gran batalla de la actualidad.

La España creadora tiene la palabra y deben guardar silencio los papanatas admirativos. Hay mucho qué decir desde aquí al mundo, que ha perdido la fe y la seguridad en sí mismo, que ya no se atreve a decir «las cosas son» o «sólo el ser es». Queda mucho que hacer para que llegue el futuro prometido, y debe hacerse usando el más humano de los dones: la inteligencia; y la más elevada de nuestras virtudes: la fe.

AMÉRICA.

Leí hace ya tiempo que el confuso Fidel opinó que con el descubrimiento de América se abre una de las épocas más tristes y terribles de la humanidad. Añadía, para no perder su talante de histrión, que él se sentía indio y que por eso estaba con la indiada que le escuchaba, aunque hubiera estudiado con los jesuitas. Hacía, pues, el indio. Y sigue en ello.

América es la empresa española por naturaleza y nos costó un futuro distinto y prometedor. Fue, además, una gesta que sólo los españoles podemos entender. En América se fundieron las razas y, con ellas, los continentes. En América, desde el primer momento, se dio al indio carácter de hombre libre y se luchó por abrirle las puertas de la eternidad.

Quien crea que se bautizó por la fuerza, debiera de explicar por qué ahora, sin que se haga ninguna, sigue allí viva y pujante la fe en Cristo y en su redención. No: En América se explicó por primera vez, la concepción moderna y española del mundo y de la eternidad, y convenció. No sólo eso: también ilusionó, de tal manera que aquellas tierras no fueron conquistadas por las armas sino por la fe y la palabra, y aquellos hombres no fueron dominados por los españoles, sino que se volvieron españoles ellos, sumándose al caudal de la España crecida en busca de su futuro.

Y son todavía España, porque siguen siendo nuestro mundo y compartiendo historia y cultura. Se ha fraccionado el poder político, pero no se ha roto la unidad de pensamiento. Su mundo es el nuestro y, como nosotros, necesitan la independencia por encima de todo, tan amenazada por los Estados Unidos, la nación sin nombre. Como nosotros, viven la postración después de aquel formidable colapso que significó la división de lo que seguía siendo uno: España.

Lo anterior parece indicar la existencia — al menos personal — del sueño de reconstruir el Imperio, como en el torpe libro de Areilza y Castiella, que sólo entendieron el Imperio como geografía. No se sueña en pasados frustrados y creo que el imperio está por hacer. Se siente en los tiempos que de nuevo estamos tomando conciencia de cuanto nos une; que nada se rompió en el equivocado siglo pasado. El mundo accesible para nosotros es el mismo accesible para los españoles americanos (así los señala la Constitución de 1812), y no podemos entrar en ningún otro sin dejar de ser, lo cual es posible para algunas minorías pero no lo es para el pueblo, que sabe para siempre que sólo puede ser como es, sólo puede creer en lo absoluto y sólo puede acceder al futuro descubriendo y guardando su identidad.

Para acometer una empresa, fácil o difícil, hay algo previo: saber quién se es, saber qué se es. El que no se conoce no entiende nada y nada puede hacer. El pueblo que se olvida de sí mismo, desaparece. Pero España no olvidará nunca porque tiene una conciencia gigante, increíble, que al otro lado del Atlántico le recuerda que lleva en ella la esencia de lo eterno y lo hace en español. España, las Españas, son todavía las más ricas en tradiciones vivas.

ESCLAVITUD.

La esclavitud avanza precisamente en este siglo en que todos hablan de libertad y la enarbolan como una bandera. Unos buscaron la libertad clasista, al convertir en dictador al proletariado, y otros la han perseguido haciendo del dinero y de la sociedad anónima el presunto instrumento de independencia, llamado a veces nuevo orden mundial. Pero la esclavitud avanza.

Pienso que ningún español entendió muy bien en qué consistía la dictadura del proletariado, ni mucho menos que pueda ser justa una sociedad igualitaria. Aquí todos somos diferentes y, lo que es más, lo sabemos. El «a cada uno lo suyo» se nos presenta más justo que el «a todos por igual»

Tampoco entendemos que el objetivo de la vida sea el protestante: el éxito a través de las riquezas es una bendición de Dios, dicen. Como pueblo, en contadas ocasiones hemos saboreado la riqueza o siquiera el bienestar material. Además, soportamos muy mal la «buena vida», quizá porque no lo es tanto y porque no se llena con comodidades la ambición del espíritu.

Sometidos a la violencia o sometidos al enriquecimiento, sometidos quedamos; y somos demasiado independientes para aceptar cualquiera de estos futuros extranjeros. Vivir exclusivamente no es nuestra forma de vivir. Aquí la vida se nos presenta más intensa que lo que nos pueda ofrecer la carne. Aquí la ambición siempre intenta ir más allá de la simple existencia, y andamos todos con la amiga muerte en un bolsillo, no exactamente con ganas de morir, pero sabiendo que a ello vamos.

En España han sucedido cosas importantísimas en torno a la esclavitud, porque nos consta que el hombre que pertenece a otros (o a una sociedad anónima o a un partido) no es ya un hombre. Creemos que eso no se le puede hacer a un ser humano, que es más que su trabajo, que es más que su cuerpo, que es más que su pobre o rica existencia individual. "No puede esclavo ser/ pueblo que sabe morir", dijo el poeta López al tratar de la francesada.

Jamás cuajó en España el feudalismo europeo, y eso nos llevó, nos forzó, a anticipar una sociedad moderna, repleta de fuerzas que se utilizaron durante algunos años sólo en empresas de todos. Tampoco cuajó en España la Revolución Industrial, con el hombre sometido a la condición de obrero, reducido a vender su trabajo, al horario, a pieza de la complicada maquinaria del consumo y de la producción.

Sabemos todos que no es eso. Sabemos todos que hay algo más y, como el mundo de hoy sólo ofrece una dimensión económica del hombre, del Estado y hasta de la Patria, estamos convencidos de que hay que encontrar algo más allá de la relación entre importaciones y exportaciones, del dinero como medida de todas las cosas («lleva un traje de mil dólares» dicen los norteamericanos) y del sometimiento del hombre a los problemas exclusivos de la riqueza y de la pobreza.

Este instante se me aparece muy semejante a aquel en que los Reyes Católicos unieron sus reinos pobres que habían salido de sendas guerras civiles, una en Aragón, antes, y otra en Castilla. De repente España volvió a alcanzar su «masa crítica», a complementarse. Hubiera sido imposible conseguir que España no entrara en actividad cuando percibió su identidad y tomó conciencia de sus objetivos, de su misión en el mundo.

Hoy, quizá mañana, será igualmente imposible que España no descubra otra vez lo que es y reanude el viejo camino. Y esto sucederá inevitablemente, porque todas las concepciones extranjeras (liberales, tardomarxistas, conservadoras) están fracasando estrepitosamente entre nosotros, de manera que, cansados de mirar estúpidamente hacia afuera, no nos queda otro camino que volvernos hacia nosotros. Y más cuando el proyecto de los Estados Unidos de Europa (Unión Europea) fracase y el Euro se descubra como lo que es: una herramienta al servicio del tráfico de capitales. Esta aventura paneuropea, como todas las anteriores, no puede sobrevivir si no se usa la fuerza de las armas. Y puede que lo hagan.

España, para crecer y resurgir, siempre ha tenido que hacer lo mismo: volver a desear ser España, que es lo que mejor y con más soltura sabemos hacer.

Gracias a Dios la esclavitud moderna aquí no puede funcionar. Se nota ya y la nación española considera a la clase política como uno de los oficios más despreciables. A pesar del bombardeo constante a su favor.

¿HASTA CUÁNDO?

¿Qué tiene España y qué tienen los partidos políticos, que tan mal combinan? Lo fácil es echar toda la culpa a los partidos — como hace el pueblo — o toda la culpa a España, como hacen los partidos. Incluso oí, hace años, a un pobrecillo senador que, sin darse cuenta de que desautorizaba el sistema como "soberanía del pueblo", afirmaba en la radio que España debía acostumbrarse a las nuevas instituciones, hacerse a ellos, pues le eran desconocidas. No he vuelto a escuchar una descalificación mejor de semejantes instituciones: que son artificiales. Como los partidos. Así pues, lo único auténtico que nos queda es España, y España queda del lado de la realidad mientras que los partidos, y las instituciones que se han inventado (improvisando) para gobernar el Estado, quedan del lado de lo imposible.

Me da la sensación de que los partidos tienen una fórmula: «esto es así y esto, asao», y la aplican sin más, sin averiguar dónde lo hacen ni sobre quién. Es elemental sospechar que el socialismo alemán no puede ser, a la vez, socialismo español, porque se ve obligado a actuar sobre una realidad bien diferente. Lo mismo pasa con el liberalismo estadounidense, inglés o con cualquier otra fórmula.

La España sobre la que dicen actuar los partidos no existe, es una entelequia, cuanto más, una aproximación sobre el papel; cuanto menos, una burda mentira, como todo ese coro que canta que la ETA es fascista mientras le ETA se insiste comunista, marxista leninista: no querer definir el problema es no querer resolverlo. Y, claro, aquí los partidos no pasan de ser un esquema, sin carne y sin sangre españolas, sin militancias dignas de ser tenidas en cuenta por su número y, por lo tanto, sin razón de ser, aunque ellos lo oculten.

¿Y España? ¿Por qué no acepta a los partidos políticos? Una nación que ha pasado la historia luchando por su unidad y, después, luchando por mantenerla, ¿puede sentirse tentada por la idea de división que llevan dentro todos los partidos? Parece que no, y, aunque sé que las cosas no se plantean así en la calle, sé también que es el fantasma de la división de «la partición» el que aleja de ellos a los españoles.

Aquí, desde hace muchísimos siglos, el único partido con suficiente mayoría es España, incluso ahora que tanto se gasta para que pensemos que somos iguales que nuestros «hermanos» europeos. Nadie se cree, porque somos absolutos, que pueda haber varias soluciones para el mismo problema, según sean ucedeos, socialistas o pepistas los que gobiernen, porque sabemos, en cuestión de soluciones, que si hay una buena, todas las demás son malas en tanto que distintas.

¿Quiere un partido tener militantes? Que deje de ser partido en primer lugar, y luego, con calma, que averigüe cómo es España y en qué sueña. Que aprenda el idioma de la gente y los misterios que atrapan el alma de la gente y, en lugar de prometernos cosas y maravillas, nos proponga algo que podamos creer, es decir algo que no niegue nuestra forma de ser, que no aspire a cambiar nada sino a reforzar todo.

Pero ningún político partidista podrá entender algo tan sencillo. Viven en otro mundo, en el ideal, en el de las estadísticas, porcentajes y logias. En otro mundo que, desde luego, no es España.

LAS IDEAS CLARAS.

Supongo que se las llama así no por transparentes sino porque arrojan luz sobre las cosas. En el mundo, además, sólo hay ideas claras, porque las confusas u oscuras no suelen serlo, sino piltrafas de ellas.

Algo pasó con la teoría de la Relatividad que, en lo físico, desató las fuerzas sólidas del átomo y, en lo intelectual, rompió la posibilidad de creer en las ideas sin sombra de duda. El que todo sea del color del cristal con que se mira, insigne despropósito, sólo quiere decir que el color de la cosa cambia, pero no la cosa. El miedo a creer, el temor de aparecer como un extremista por el solo hecho de no dudar sobre algo, es uno de los miedos más nefastos de nuestros días y de los más explotados por la desinformación.

Me asusta el político, me asusta el intelectual que, discutiendo con otro, afirma previamente que ambos pueden tener razón, lo que sin duda equivale a que no la tiene ninguno. Este es uno de los inventos que nos asolan: la insistencia en que todo puede ser verdad, que el español percibe a la inversa: todo puede ser falso.

A España no se la puede pintar con tonos pastel, porque es Patria de claroscuros. Todo lo que no es verdad es mentira o está en camino de serlo. Así razonamos, con perfecta lógica. O lo blanco o lo negro. Lo intermedio puede ser o no una equivocación, pero siempre acaba resultando erróneo.

No me asusta que las cosas sean así. Me parece muy útil ir por la vida sabiendo a qué atenerse y me resultan unos falsarios los que apelan siempre al «sí, pero» o al «no, sin embargo...» De este modo quizá es más difícil explicar la realidad, pero, una vez hecho, no quedan dudas. Quizá se pierden unas precisiones entre lo blanco y lo negro, pero jamás se extravía la esencia de las cosas.

Y esa es la razón de este aparente extremismo: en España importan las esencias infinitamente más que los accidentes; lo que una cosa — una idea — es, por encima de cómo se nos presenta. Y la única forma de llegar a la esencia, de atraparla y darla a conocer es con la sencillez: no otra cosa es lo tajante. Lo sencillo de la cosa es la cosa misma. Lo sencillo de la idea es la idea. Las medias tintas tienden a oscurecer, tienden a disimular, y en España las reconocemos como artimañas: estamos prevenidos contra ellas. Ahí tenemos nuestro dicho universal: la mentira tiene las piernas cortas.

También en esto la política actual opera contracorriente: prefiere la penumbra; huye de la definición precisa y de tomar partido definitivo que es, por contra, lo que mejor convence al español: ya de izquierdas, ya de derechas, ya solamente de España. Ni blanco ni negro hoy: es preferible la duda. Para el político es preferible extender la inseguridad. Hasta la democracia es aquí una permanente duda sobre el objetivo, sobre la solución, sobre todo.

Tener las ideas claras es, por lo tanto, una especie de insulto democrático. El señor que no duda, vienen a argumentar, es tonto, fundamentalista. ¿Y por qué es tonto? Sencillamente: porque cree haber encontrado alguna verdad y está dispuesto a seguirla, pese a que la verdad democrática no existe por definición, ya que la verdad se modifica por la opinión electoral..

Pero en España, para desgracia de la misérrima clase política, para convencer hay que estar convencido y para arrastrar hay que estar al servicio de lo superior. El dubitativo, el que admite que quizá yerra, no despierta confianza y todos sabemos, además, que por dentro cree tener razón pero sin el coraje de decirlo. Por lo tanto, miente.

Las ideas claras, al pan, pan y al vino, vino, no asustan a la gente pero sí a quienes dicen ser sus representantes. está claro: España quiere las cosas exactas, bien definidas, mientras que sus falsas minorías las temen.

Pero, vamos a ver: ¿Cómo puede un hombre dudar de lo que cree? de lo que piensa, sí. De lo que cree... Hay una única respuesta: sólo se duda de lo que no se cree y, por eso naturalmente, sólo los hombres de fe pueden triunfar de sus empresas.

MIEDO.

También tengo mucho miedo a quienes dicen, con grandilocuencia, admirar a España. Todos ellos pretenden, además, presentarse como patriotas, rodeados por sus panegíricos y su falta de crítica. Les gusta lo grandioso, el entrechocar de las brillantes armas, los dos siglos Imperiales y la dulce idea de cuando nuestros Tercios pisoteaban Europa. A veces tientan como un Mefistófeles, pero no son más que mensajeros y agentes de la nostalgia. Dicen verdad, pero no toda ella.

Mala cosa la nostalgia, lastre y pena, mirada hacia atrás que se recrea sin escarmiento. ¡España, oh, España! ¡La mejor tierra! ¡Los mejores hombres! Bueno pues eso es falso, y se dice a sabiendas de que algunos retóricos van a entenderlo mal y acusarme de enemigo de mi Patria.

«No olvides que fuimos...», «No olvides que hicimos...» — suelen decir — «No se ponía el sol...». Naturalmente, pero no somos; pero no hacemos; y es de noche. Hay gente que no se exige una respuesta seria cuando se pregunta por España. Además, rara vez se pregunta de verdad por España y se conforma con el tópico.

tengo miedo por igual a las dos grandes mentiras: a la que hace de España el Imperio que ya no es, y a la que la convierte en el monstruo inculto y cruel que nunca ha sido. Curiosamente de un lado cae buena parte de lo que se llama a sí misma derecha, y del otro la izquierda casi en su totalidad.

Ambas partes mienten. Ambas falsifican. Ambas ignoran o pretenden ignorar. A unos hay que decirles que no se viven dos mil años sin errores, flaquezas y miserias. A los otros, que no se sobreviven dos mil años sin cultura, sin solidísima y eficaz cultura para la que todavía no se han descubierto fronteras.

El mal de España —de la España real a la que intentamos acercarnos — no está en la nostalgia ni en esa supuesta crueldad que algunos personifican en los toros. Ni está en su pobre cultura, porque no es pobre la cultura del pobre, ni ligera la del flaco. El mal de España está en lo que unos y otros creen que no posee: en la tolerancia. ¿Que no somos tolerantes? ¡Vaya! Tolerantes, confiados y propensos a aguantar cada día un poco más. Estoicos y ni siquiera con la grandeza de un Emperador Romano.

«¿Qué se le va a hacer?» «Ya no tiene remedio.» «Dios dirá». Aquí se respeta al hombre. Aquí se respeta hasta al hombre malvado. No es raro que el delito más original del mundo sea español: el timo. Porque es fácil timar a los españoles. Porque es fácil, dada su conformidad natural, llevarlos a malas situaciones sin apenas quejas.

Demasiado cultos y, por lo tanto, muy tolerantes. Aquí hemos aguantado a todos, desde los Celtas en adelante. Todos han venido y nadie ha encontrado, al principio, ninguna resistencia. Todos, en cambio, han tenido que irse. ¿Por qué?

Porque frente a una España que aguanta lo indecible y que calladamente confía en un futuro mejor, es muy fácil equivocarse, envalentonarse, y acabar creyendo que, ya que ha aguantado esto y lo otro, va a tolerar esto otro más. Poco a poco se llena el vaso de la ira. Poco a poco, callandito, se acumulan las ofensas hasta que al final algo, no siempre excepcional ni insoportable, rebosa el nivel de tolerancia, que es muy alto.

Ese acontecimiento pequeño, esa injusticia particular, se convierten en espoleta y todas las ofensas súbitamente salen a la luz. Es la sublevación. Aquí no se hacen revoluciones: ¿para qué, si somos todos revolucionarios? Aquí se hacen sublevaciones y ¡ay de quien ofende a un gran pueblo! Luego, rebasado el punto de retorno, los sucesos son irremediables y trágicos. Pero siempre, cuando llegan, es porque alguien no ha sabido interpretar los silencios de España; porque alguien no ha sabido medir las fuerzas de España cuando, indolente, calla y se pregunta a partir de qué momento peligrará su futuro. Cuando ese momento llega, ya no hay estoicos, ni sufridos ni indolentes: todos — como dijo Napoleón — reaccionamos como un solo hombre: Un hombre de honor.

Podría atenerme a la historia y poner muchos ejemplos, pero es preferible emplazar al futuro para que me dé la razón.

HABLAR DE ESPAÑA.

¿Nos gusta a los españoles hablar de España? Sí y no. Nos gusta hablar mal de España entre nosotros y no nos gusta hablar de España seriamente porque hay algo en ella, en su historia y en su presente, que nos intranquiliza. Sospechamos que España padece doble personalidad — y no es así — y que tiene un alma contradictoria: exaltada y apática; tierna y seca: juvenil y decrépita.

¿Es España un enigma histórico? Desde luego es bien cierto que España no acostumbra a comportarse como se espera de ella. La reacción de España ha sido y es siempre imprevisible, pero ahí no podemos quedarnos. No es una respuesta.

¿Por qué es imprevisible España? Porque para prever algo hay que conocerlo bien y a España no la conocemos los españoles ni poco ni mucho. Con esto hay que terminar del único modo posible: hablando mucho de España. Pensando mucho en España. A poco que lo intentemos, puede resultarnos apasionante.

Conocer su historia es básico (y por eso no la enseñan ya), pero más aún preguntarse siempre por qué han llegado a suceder los acontecimientos que nos han traído hasta este punto negro. Hasta aquí tiene España algo de inevitable que al principio nos puede asustar. Pero sólo hasta comprender que la única posibilidad de un futuro grande y pleno pasa por la interpretación exacta de por qué suceden las cosas aquí.

Cuantos más hombres se preocupen de ello, más cerca estaremos del éxito. Pensar, pensar y pensar, para poder actuar. Conocer, conocer y conocer nuestra realidad para conseguir dominarla. La tarea no exige grandes inversiones económicas ni esfuerzos sobrehumanos: leer, comentar con los amigos, hacerse preguntas. Eso es todo lo que necesitamos hoy para triunfar.

LAS ESPAÑAS.

En cuanto empezamos a hablar de España, descubrimos algo fundamental: que existen muchas versiones de ella y que, además, han existido muchas Españas. Todos conocemos al señor que aplica al desarrollo de España criterios económicos y habla, por ejemplo, de cómo la España ganadera se impuso a la agrícola y del modo en que la pobreza influyó en la colonización de América (no fue colonización sino repoblación). Lo terrible es que este señor no considera otras realidades distintas; se niega a hacerlo y, por lo tanto, se engaña. Hay quien sólo considera a España una aventura espiritual, que lo es, pero no exclusivamente. Para él sólo cuentan la fe y los santos, los esforzados y los místicos, pero olvida a los traidores y a los conspiradores, a los extranjeros y, ¿cómo no?, a los banqueros.

Que haya tantísimas versiones sólo explica que nos acercamos al ser de España con ideas preconcebidas, con el juicio de lo que deseamos que sea hecho. El superviviente marxista se obstina en ver una sucesión de clases dominantes, dueñas, según las épocas, de los medios de producción: monarca, nobles, clero y burgueses esclavizando a un pueblo sin carácter y sin inteligencia. ¡Vaya! Otros creen que España es una pura casualidad, una buena o mala suerte. Hay quien intenta la versión a través de las razas y su mezcla: celtas, íberos, árabes, africanos y judíos... Y aún otros lo explican todo con la geografía en la mano para opinar que tales cosas nos suceden por vivir donde lo hacemos: no hay otra razón.

Que haya tantísimas versiones sólo explica que nos equivocamos muchísimo, porque sólo puede haber una razón auténtica. Pero ¿cuál es? Ni sólo la geografía, ni sólo el poder de una clase, ni sólo las invasiones ni sólo la raza. Todo ello unido explica algo mejor nuestros problemas, que han sido muchos, desde el aislamiento pirenaico — que nunca lo fue del todo — hasta nuestra religión.

Cuando seguimos hablando, acabamos por tener la sensación de que en realidad nos preguntamos por quién tiene la culpa de que España sea así, y esa no es una actitud muy positiva, por más que es muy nuestro eso de intentar echarle a alguien la culpa de todo. La Leyenda Negra señala a Felipe II, el monstruo del mediodía. A Fernando VII se le cargaron todos los mochuelos habidos y por haber. Vemos últimamente como se intenta hacer responsable a Franco.

¿Y adónde nos conduce? A engañarnos. España no es una culpa ni un fracaso por el simple hecho de no ser como otras naciones. España no es un error. No puede serlo, porque los errores históricos de un pueblo se pagan con su desaparición, y eso todavía no nos ha sucedido a pesar de los intentos de los partidos y de los separatistas catalanes y vascos. Lástima que se piense así, porque significa que año tras año, siglo tras siglo, nos negamos a aprender de España.

¿Sentimos a España como fracaso? Muchos, sí. ¿Sentimos a España como éxito? Nadie lo hace ahora, desde luego. A veces somos capaces de ver, casi con claridad, la España de una época, pero esa ya no es nuestra España de hoy, que es siempre mucho más, que ha crecido en muchas otras direcciones. Quizá lo que de verdad importe sea dar con el motor de España, con lo que la mueve. Antes ya dije que sigo creyendo que hay uno fundamental: su necesidad de independencia.

Tal vez no sea el único. Es más: algo tan grande como España no puede depender de una sola fuerza para empujarse hacia el destino.

LA CANTIDAD ESPAÑOLA.

Nunca hasta la fecha he encontrado a nadie que tratara de interrogarse con el problema de la Cantidad de España. Quiero decir que España puede ser mucha, algo o poca, y que esto ha de ser analizable.

¿La España de los reyes godos, era más o menos; tenía más cantidad de España que esta de ahora? ¿Y la de los reyes Católicos? ¿Y la de Napoleón? ¿Y la de Franco? No se trata de una pregunta fútil. E importante medir la vitalidad de España en el tiempo y encontrar el método para hacerlo.

Tengo para mí, aunque es muy discutible, que España, como las ciencias, es una entidad acumulativa. En España se van sedimentando las experiencias de sus generaciones, sus éxitos y sus fracasos, sus problemas y el modo que tuvieron de resolverlos. Es una Patria de aluvión que nunca está hecha del todo y que necesita geólogos que vayan analizando sus estratos.

España fue — porque tuvo que serlo alguna vez — un embrión de Patria. Con ese embrión empezó a ser y a dar respuestas colectivas y a general modos y actitudes unívocos. Por el éxito y el error, adoptó los comportamientos más prácticos para su modo de ser y los fue convirtiendo en universo, en cultura, en su modo particular de responder a las necesidades del devenir.

¿Qué número de hombres fueron españoles por primera vez? ¿Qué número de españoles hallaron y usaron a España como principio de atribución de sus relaciones con el mundo? El nacimiento de una Patria no es acontecimiento fácil. No todos los pueblos consiguen ser Patria, y no todas las Patrias nacientes se consolidan.

Es de suponer que las primeras generaciones tienen de ello una conciencia muy difusa, si la llegan a tener, pero sus comportamientos patrióticos necesariamente han de ser más solidarios, estrictos y permanentes que cuando la misma Patria lleva siglos ya en movimiento. Por eso las Patrias que funcionan lo hacen por la vía del esfuerzo, y contagian. Así crecen.

¿Fueron cien mil los primeros españoles? Su «cantidad española» era la del Todo dividido entre cien mil. Aquí, claro, lo que se reparte es la responsabilidad, y de la forma de aceptar esa responsabilidad dependió el futuro de España. Siete millones de españoles hubo con Felipe II. Una cantidad de responsabilidad mucho menor que al principio. España podía, pues, permitirse el lujo de que algunos españoles no se sintieran tales, y no aceptaran sus responsabilidades, mientras otros cargaban con el esfuerzo de varios.

¿Y hoy? Nos basta dividir el Todo, el mismo principio de atribución de nuestras relaciones con el mundo, entre los cuarenta millones (o, quizá, entre los cuatrocientos millones), de donde resulta que la cantidad de peso que reposa sobre cada uno de nosotros es infinitamente menor que al principio de nuestra historia, Podemos tener traidores, convidados, zánganos, indiferentes y hasta enemigos.

La Cantidad Española por persona es inversa al número de hombres. Pero hay algo más: la experiencia aprendida ha aumentado con cada generación. El número y la intensidad de relaciones, también. Esto no hace que la Patria sea más grande o más importante, pero sí la convierte en mucho más compleja y resistente. Más difícil de comprender, también, y hasta de servir.

Si la Cantidad de España que directamente nos corresponde es menor, —y esa es la cantidad con que nos relacionamos con los demás — , y la complejidad del Todo (del principio de atribución de nuestras relaciones con el mundo) es mayor a cada generación, está claro que tenemos problemas para vivir nuestro patriotismo, y, también, para explicarnos como es nuestro universo español.

En otras palabras: el de hoy necesita atender más a su condición de español; no darla por supuesta simplemente. Necesita meditar largamente sobre su responsabilidad histórica y atender a que no se pierda el único camino verdadero que tiene para comunicarse con el mundo: su patria.

No pocos compatriotas han perdido ya su capacidad para usar de lo español como elemento básico de relación con el mundo.: han dejado, en cierto modo, de ser españoles, pero no han podido ser otra cosa: están extraviados en un mundo que no pueden comprender ya, y despojados de la mitad de su humanidad: justo la mitad que les hermanaba.

Y esta es una de las más importantes causas de nuestro drama. La medicina —siempre insisto en ello — la sabemos ya todos: Hablar de España. Nada une tanto como esto.

Pruébelo usted, lector amigo. Tiene mucho que ganar y, con usted, todos nosotros.

LA CONSPIRACIÓN.

Mucho se ríen algunos infelices, esos extraviados que comentábamos arriba, al oír hablar de las conspiraciones antiespañolas. Son ellos, justamente, víctimas de ese problema de Cantidad. Ya no perciben los lazos que les unen a los demás y, en consecuencia, tampoco pueden darse cuenta de que la independencia es previa a cualquier papel histórico.

Y precisamente es la independencia lo que se nos quiere arrebatar, porque otros han decidido el destino del mundo, con su Nuevo Orden Mundial, y, aunque pueden permitirse guerras no pueden, de ninguna forma, tolerar comportamientos nuevos sin correr peligro.

España, cuya vocación militar es más que discutible y cuya vitalidad guerrera es innegable, se encontró dueña de dos mundos enormes: el espiritual (conseguida la unidad física llegó la religiosa) y el territorial (con una América nueva y una Europa todavía dividida). Tuvo, pues, necesidad de mantener ambos mundos: mientras el uno le exigía fe y contacto humano, el otro guerra y dinero.

Se vio sometida, así, a un increíble desgaste; obligada a mantener su fe para sobrevivir como Patria y necesitada de mantener su imperio como soporte de su vocación universal. Quizá debimos haber elegido entre lo uno o lo otro, o haber sido de otra manera: menos sentimentales, no tan profundamente humanos, porque nuestra concepción del hombre y de su misión no cuadraba con nuestra necesidad de dominio físico sobre la tierra. Nos faltó crueldad, de lo cual me alegro, y método, lo cual deploro.

Fuimos absolutamente independientes mientras crecimos; creadores fuera de serie. Empezamos a perder nuestra libertad cuando tuvimos que defender nuestros descubrimientos, que nos convirtieron en siervos de nuestra extensión. Aquello concluyó como era previsible ya desde Quevedo: Lo que solos les quitamos a todos, entre todos nos quitaron a nosotros solos.

Pero aquel fracaso heroico, aquel fracaso glorioso que fue una agonía de más de dos siglos, nos marcó. El hecho de no haber vencido nosotros sobre el resto del mundo parece que convenció a España de no ser capaz de grandes empresas. Se aletargó la vida nacional. Unos prefirieron vivir del recuerdo y la nostalgia, y otros se volvieron hacia el extranjero, tal vez convencidos de que había que imitarles puesto que nos habían vencido, demostrando con ello ser mejores.

Son momentos turbios de la historia, imbuidos del miedo a creer y hasta del miedo a soñar, hasta que aquella crisis nacional, aquel encerrarnos en nosotros, sin participar en los sucesos del mundo, desemboca en 1936 y en el momento en que hubo que decidir si seguíamos siendo españoles o desaparecíamos como pueblo.

A partir del 39, la reconstrucción; y a partir del 45, el bloqueo: aislados, no tuvimos ninguna servidumbre política, puesto que Italia y Alemania habían desaparecido como antiguos aliados. Tampoco participamos del Plan Marshall ni del dinero internacional, por lo que nos libramos dela descarada compra de Europa por Estados Unidos y de las servidumbres financieras que ello conllevó hasta hoy. Esto equivalió a rescatar nuestra independencia internacional. Y lo que se hizo, se hizo con nuestro trabajo, con nuestro dinero y con nuestra unión.

Fuimos — y no es nostalgia — novena potencia mundial: mucho más de lo conseguido en los últimos doscientos años. Nuestro índice de desarrollo sólo era inferior al del Japón, y aún en décimas. Las relaciones sociales eran, con mucho, más estables y pacíficas que en el resto de Europa y no había forma de retrasarnos, al no depender políticamente del exterior (internacionales) ni financieramente del dinero internacional (multinacionales).

Pudimos — de haber seguido mejorando en nuestro camino de independencia — alcanzar puestos aún más notables, con una administración que no debía dinero a nadie. Pudimos — y en parte lo fuimos — ser competidores de los más grandes y repartirnos riqueza y cultura camino de una nueva edad. Era una posibilidad que la nación entera sentía.

Por eso, porque desde fuera no había instrumentos para desviarnos de nuestro camino, ni le era fácil a la masonería carcomer nuestra sociedad; como no nos podían imponer acciones que interesaran a unos terceros, se hizo el Contubernio de Munich: la sólo presencia de comunistas y separatistas indica lo poco que importaba en realidad la "democracia". Por eso, a la muerte de Franco, se nos impuso un sistema a través de los cipayos y se nos arrebató un digno y pacífico futuro.

Hemos llegado ya, en pocos años, al puesto veintitrés o veinticinco de las naciones. Nuestras empresas están invadidas por el capital extranjero, que ha obtenido el libre tráfico, mientras nuestros políticos están dominados por las ideas extranjeras de las internacionales. Nuestra enorme deuda es, ni más ni menos, la anilla en la nariz del oso. Nos han neutralizado. Ya no seremos competidores. Ya no decidiremos por nosotros. Ya hemos sido invadidos y colonizados.

Cuando unos años después cayó el Sha de Persia en una revolución apoyada por los EE.UU. muchos recordamos unas declaraciones suyas: presumía de que la industrialización y modernización de su Patria les llevaría al rango de superpotencia para el año dos mil. Debía ser verdad, porque fue destronado y perseguido, y Persia arrojada a la Edad Media de la mano de un loco, como nosotros fuimos arrojados a los entornos de la Primera República.

Creo que son historias paralelas. Por eso clamo, una vez más, por nuestra perdida independencia. Hubo, pues, una conspiración. Y tuvo éxito.

¿CÓMO SE AMA A ESPAÑA?

Hace desgraciadamente bastantes años que me hirió por primera vez la chocante frase de José Antonio: «Amamos a España porque no nos gusta». Entonces a mí me gustaba España por dos cosas: porque era casi un niño y porque no había pensado, siquiera, en la posibilidad de que pudiera no gustarme lo que me hacía miembro de una comunidad tan importante: España misma.

A partir de entonces interpreté la España que no gustaba a José Antonio, como esa España triste, material, sin ilusiones ni empuje. La España vencida definitivamente, asustada, dormida en recuerdos y apenas capaz de exaltarse sólo en el odio. También era la España injusta y el obrero explotado, la justicia insultada y la libertad sometida. Efectivamente, esa España tampoco me gustaba a mí.

Pero imaginaba ir — demasiado despacio — hacia una España Grande y Libre y a ella pensaba añadir mi esfuerzo y mi ilusión, mientras que por ella — me decía — me enfrentaría a los falsarios, a los explotadores, a los zánganos y a los ambiciosos. Por España, no por ninguna doctrina política. Y amaba intensamente a esa España venidera que yo ayudaría a terminar.

No fueron así las cosas. He visto desde entonces demasiados «posicionamientos», y he oído a la misma gente me me llamó casi rojo en su día llamarme ahora ultraderechista. El asunto es si este invencible asco que siento se lo debo también a España, a una fidelidad propia mal entendida, o a unos sueños que solamente se quedaron en sueños por mi culpa y por la de varios cientos de miles de españoles.

Así que me vuelvo a preguntar qué España era la que no le gustaba a José Antonio. ¿Hablaba de los hombres de España? ¿Hablaba de la historia de España? ¿Hablaba de la indolencia de España? No lo sé todavía. ¿Se refería a una de esas dos Españas famosas, cuya misión era helar corazones? La España que muere y la España que bosteza, de Machado.

Siempre hay una España que muere. Siempre la parte inútil de España queda atrás, a merced del olvido, y, en ocasiones, del insulto apasionado. Es la vieja ropa temporal; la moda de las ideas y de las costumbres: lo accidental de España. No resisto la tentación de una frase: sólo sobrevive al tiempo lo esencial de España.

¿Y qué es de la España que bosteza? Porque esa continúa aquí, bien viva, aunque dormida, lastre de la revolución que no acabó de llegar; residuo de todo lo que desprecio: la incapacidad para sentir grandes ilusiones. Pero a esa España es a la que nuestros políticos le preguntan. Con esa España apática es con la que cuentan. A esa España es a la que dicen amar.

¿Cómo amaba José Antonio a España? ¿Cómo la ama cada uno de los españoles que se le entregan? ¿Y con qué? ¿Con qué llegamos a amar a nuestra Patria? Yo lo hago desesperadamente y con rabia. Pero también con fe.

LA TENTACIÓN DEL DESPRECIO.

¿Por qué será esa permanente afición nuestra al desprecio? En otra parte se ha dicho que España era, de momento, una frustración histórica y que no hemos sabido aceptar en su justa dimensión el hecho de que fuimos vencidos por muchas naciones al cabo de trescientos años de lucha. El desprecio español viene de más lejos. Al que nos vence no se le desprecia; se le odia y se le perdona. Uno sólo desprecia al inferior.

¿Es éste nuestro caso? Cuando despreciamos a otras naciones, ¿queremos decir que nos sentimos superiores a ellas? Quizá. Pero, ¿cómo es posible que algo en nosotros se sienta todavía superior después de los sucesivos fracasos y derrotas? ¿De dónde sacamos los españoles nuestro orgullo?

Es como si no aceptáramos los fracasos, como si estuviéramos convencidos de que no han sido por nuestra culpa y que, si quisiéramos, las cosas rodarían de muy otra manera. Pero esto puede ser malo y no veo en ello más que otro de los síntomas de nuestra enfermedad centenaria: nos parece que las cosas que han pasado aquí les han pasado a otros, a otra España a lo mejor. Huimos de la responsabilidad de nuestros errores históricos y seguimos pensando que somos los mejores mientras no nos atrevemos a demostrarlo. Por si las moscas.

Algunos españoles despreciamos a los extranjeros, a los que acusamos de ser incomprensibles. Lo son, claro, en la medida que son obra de otra cultura, y eso no lo cambiará la Unión Europea. Pero si nosotros intentásemos comprender por qué somos distintos a ellos, estaríamos dando el paso necesario para empezar de verdad a ser mejores.

Otros españoles desprecian, en cambio, al pueblo español, al que acusan de bárbaro, inculto o tonto. Desprecian a España por no ser ni tan práctica ni tan rica ni tan lógica como otras naciones. Y desprecian a todo español que publica su amor a España, acusándolo de ilógico, de nostálgico o de prehistórico. Son ellos los prehistóricos, los que han retrocedido a los tiempos en que España no existía; los que reniegan de una buena parte de su ser. Son ellos los despreciables, aunque «políticamente correctos».

Pero también significa algo más la española tentación del desprecio: queda en el fondo de la gente la conciencia de lo que España puede y debe ser; el eco exigente de los siglos, y hasta la vergüenza por haber desperdiciado magníficas oportunidades.

Ese desprecio indica que en nosotros vive todavía un ideal y aguarda — entre la esperanza y el miedo — la oportunidad de ser lo que ansiamos: protagonistas de la historia. Esa es nuestra vanidad, el protagonismo o, como se dijo en la transición primera, ser la envidia de Europa. Si nos duele que se hable mal de nuestras cosas, más parece dolernos que no se hable en absoluto.

Y no tener que volver que volver nunca más el desprecio contra nosotros mismos: la aventura de ser español en el mundo sigue siendo importante, como demostrarán los años que nos separan del siglo próximo.

LOS ENEMIGOS.

Sabemos perfectamente que hay una corriente de opinión que se obstina en mantener que España no tiene enemigos o, al menos, que nuestros enemigos no son los que creemos: esto justifica muchas decisiones raras y, por supuesto, el desmantelamiento real de los ejércitos. En principio esas afirmaciones, no tener enemigos, me parecen poco realistas y escasamente sinceras, motivadas por intereses o políticos o económicos.

Una nación — y más la nuestra — ha de tener enemigos para mantener su tensión histórica y hacer más vigorosa su proyección hacia el mundo. Por lo demás, los enemigos existen siempre, se les reconozca como tales o no. Las naciones que olvidaron esto sucumbieron siempre. Y, como vemos, hemos admitido que los vecinos nos regulen cada gramo de producción, en un proceso que sólo se daba con quienes habían perdido una guerra y no tenían más remedio que transigir.

Nuestros enemigos tradicionales son nuestros vecinos, más Inglaterra, con la que lindamos a través del mar y del Peñón. Siguiendo el postulado clásico, nuestros amigos debieran ser sus enemigos naturales. Pero tenemos, además, otros, que son los diferentes proyectos de dominación universal, ya se llamen Capitalismo, Trilateral, Masonería y los infinitos supervivientes del socialcomunismo.

El que no quiera creer en ellos, que repase nuestra historia y que comprueba los malos resultados que se han obtenido al embarcarnos en proyectos exteriores no pensados por nosotros mismos. Hoy, como otras veces, nos quieren hacer creer que Europa nos aplaude, cuando, en realidad, Europa aplaude una política que frena nuestro desarrollo y nos lleva a un fracaso histórico de imprevisibles consecuencias. Alaban todo lo que nos reduce a la condición de siervos de multinacionales económicas, e internacionales políticas. Se aplauden nuestras seculares tendencias a la división. Hay, además, el enfrentamiento con unas naciones realistas que no han olvidado — al contrario que nosotros — nuestras tremendas potencialidades. Es decir que creen en el genio de España más que nosotros.

Cuando Alemania perdió la guerra, alguien decidió que España debía perderla también, aunque no hubiera participado en ella. En Yalta se repartieron Alemania y se decidió el bloqueo para España. El tratado de adhesión al Mercado Común, convertido sin avisos en Unión Europea, puede ser nuestra Yalta particular, con el agravante de haber aceptado el empequeñecimiento impuesto sin habernos defendido.

Hay que desengañarse: tenemos enemigos poderosos, activos y metódicos, y eso no indica más que entre ellos y nosotros aún subsisten esenciales diferencias. Enemigos que, tenazmente, nos atacan con los medios políticos, culturales, económicos y militares (la terrorista guerra del norte). Si se molestan en intentar destruirnos o atenuarnos, a mí no me queda más remedio que pensar que deben considerarnos peligrosos en algún sentido, y eso me ilusiona.

Me ilusiona pensar que las frías mentes de la política y de las finanzas opinan que podemos causarles un perjuicio, como, por ejemplo, ser la demostración de que se puede vivir libremente y prosperar sin someterse al liberalismo. Si no pueden temer ni a nuestras armas ni a nuestro poder económico, no me cabe duda de que lo que les preocupa es nuestro espíritu, nuestra capacidad para dar soluciones nuevas al mundo en decadencia y nuestra habilidad para hacer la síntesis trascendente de las culturas agotadas.

Tal vez nuestros enemigos saben algo más que nosotros. También creo saberlo yo: Es justamente en los momentos más críticos cuando se dispara el genio de España. España nace siempre cuando empieza a morir algo y a agostarse en su entorno. Por eso, según las señales que se observan según el Euro maravilloso que va a valer lo que una peseta del 65 o 66, nuestro momento se acerca.

Va a ser una hermosa y esforzadísima aventura. Mientras sepamos que nos quedan enemigos, no hay peligro de ser derrotados.

EL PARTIDO DE ESPAÑA.

El partido político es un clarísimo instrumento de dominación social, la herramienta que una pseudo—clase utiliza para suplantar los intereses de la nación por los suyos propios. Algo en nuestros últimos veinte años viene a demostrarlo: ningún partido ha representado a quien dice representar y de cuyos votos se nutre.

Parece mentira que, a tanta distancia ya de nuestros primeros partidos políticos, la lección no esté todavía aprendida: mientras se hace la política de una determinada clase social, se deja de hacer la política realista de toda la sociedad. Para defender los intereses de grupo hay que abandonar los intereses generales.

Es evidente que España, que la Patria, no es una clase social, pues representa lo que nos es común, no sólo en lo material sino en lo espiritual, aquello en lo que participamos, sea cual sea nuestra condición, mientras que la Clase Social representa lo que es particular y exclusivo de un determinado grupo de individuos.

¿Qué nos es común a todos? Hay que responder cuanto antes a esta pregunta; separar con cuidado lo particular de lo general, lo transitorio de lo permanente, porque de la respuesta se deducirá aquello en lo que podemos ponernos de acuerdo todos, sin más excepción que los que se benefician de nuestra división y los que explotan el fácil afán de justicia que late en todos nosotros.

No debemos ir a deslindar otra nueva opción política, sino a clarificar aquello sobre lo que se podrá asentar cualquier política racional, sensata y efectiva. Que sea una clase social —no importa cuál — la que soporte el peso político de todos, es un mito con el que se engaña a medio mundo; un método que Clinton acaba de declarar de fe y que no va a permitir que cambie aunque sean necesarias cien guerras.

La única realidad capaz de soportar sin tambalearse el peso de las decisiones y el impulso para alcanzar el futuro conveniente, es la Patria misma. Y sobre ella hay que edificar; sobre lo que ella es y significa, y nunca sobre ideologías, que siempre son transitorias y están sujetas al envejecimiento y a la muerte. ¿Piensa alguien de verdad cree en el neoliberalismo? ¿Y González en la Social Democracia? Son posiciones demasiado viejas para poder entregarse a ellas.

Hay que insistir en que lo que más somos es lo que compartimos y en que lo que se comparte es lo único que se libra del envejecimiento, lo único que prevalece del tiempo, lo más real y duradero de nuestras humanas peripecias.

Hay que hacer ahora mismo la lista de todo lo que nos une y a ello aplicar nuestro ilusionado esfuerzo. Mimar las diferencias que nos separan de las otras naciones y exaltar las igualdades que nos unen a todos dentro de España. Lo contrario — que se viene haciendo hasta ahora — es pretender un imposible.

De todas formas, cuanto más se alejen las posturas políticas de lo que somos en realidad, antes sobrevendrá su fracaso; mejor dicho, ya ha sobrevenido y nuestro actual régimen trabaja en el vacío, sin la carne y la sangre de los españoles. Pero las ideologías no deben ser suplantadas por otras, sino por una formulación clara y precisa de lo que somos. Por el Partido o por el «Entero» de España. Sólo así nos haremos justicia.

NACIONALISMO.

El hombre que se ha preocupado por la doctrina de La Falange y por su espíritu nacional, acostumbra a distinguir con detalle entre el patriotismo y el nacionalismo, pero no es raro, en otros ambientes, oír a españoles de buena voluntad definirse como nacionalistas.

El nacionalismo burgués y material, moribunda herencia del siglo diecinueve y de la decadencia del Romanticismo, eleva la tierra a la categoría de Patria. A la tierra hay que dejarla ser lo que es, y todo intento de sublimarla a nexo, a unión, a razón, a acontecimiento, participa de la majadería del siglo. Este es el nacionalismo falsamente romántico, antiguo como una tribu y estéril como un desierto: y ha prendido en regiones tan españolas como Cataluña, Vascongadas, Galicia y hasta Andalucía.

A nadie se le oculta que para dar a la tierra categoría de nación hay que mentir, y a eso estamos asistiendo.: a la deformación de la verdad y de las personas en manos de unas clases políticas que usan ese nacionalismo como excusa para sus fines desintegradores y pueblerinos, haciendo creer a las masas que lo pequeño es más auténtico que lo grande y la división más fructífera que la realidad. Además, ¿cuántas veces se ha oído a Pujol insistir en que el Catalán es la lengua propia de Cataluña, siendo que las tierras ni tienen idioma ni pueden usarlo?

Todo se hace con olvido de las dos características principales de nuestro ser: la Unidad, por la que luchamos durante siglos, y la Independencia, que tanta sangre y esfuerzos nos costó. Ambas son inseparables y no habrá independencia sin unidad, ni unidad sin independencia.

Algunos gobiernos — como José Antonio señaló certeramente — equivalen a una invasión extranjera. Hoy, cualquiera que encarnen los partidos políticos encuadrados en internacionales, pero mucho más aún los gobiernos autonómicos sea el que sea su color. Mientras se nos divide se nos arrebata la independencia y se nos condena a empezar de nuevo una larguísima historia.

Nuestra unidad jamás fue un capricho ni una coincidencia, sino una necesidad clarísima de la que dependió, en su día, nuestro crecimiento, y de la que hoy depende nuestra supervivencia.

El partido, la clase social, el visionario que niegue tal evidencia, es un invasor de nuestra libertad: su raptor, y un clarísimo enemigo de nuestra convivencia.

Las autonomías políticas, que existen sin un previo mandato específico de la constitución (son una posibilidad contemplada en ella), no son ya un error sino algo muchísimo más grave: la destrucción de la única herramienta de que disponemos para construirnos un futuro y realizarnos como individuos y como pueblos, como cultura e historia, asumiendo libremente el mundo que nos ha tocado. Pero, como eso no lo puede admitir el Poder General, ahí está la caída absoluta de la educación. Nos prefieren sin raíces.

MISIÓN.

No es exclusivamente cierto que España sea diferente. Todas las naciones, en tanto que Patrias, lo son y, si alguna fracasa en la creación y mantenimiento de sus diferencias, deja de ser Patria en el acto.

Tampoco es cierto que en España existan varias culturas, esa palabra que sirve incluso para el fútbol y que es la excusa del Estado de las Autonomías. La Cultura Española, se escriba o se hable en español, catalán, gallego, vascuence u otra lengua, es una sola, nacida de la historia común, de las costumbres compartidas, de la fe única e inalterable y del conjunto de problemas y de preguntas que a todos afectan por igual. El idioma, con ser importante, no define a una cultura, sino lo que con él se expresa desde la generalidad de los que lo usan.

Hay en España un claro resurgir de las características diferenciales, muchas veces inventadas. Algunos tratan de usarlas para dividir a las regiones, pero los hombres libres que sigan este camino, acabarán por descubrir — buscando las diferencias con las otras gentes españolas — el amplio mundo que compartimos.

La situación actual de España, por peligrosa, es prometedora. Están fracasando entre nosotros, de nuevo, los viejos sistemas importados, los nacionalismos románticos y los partidos políticos, constituidos en «aparatos». Si el único cauce de participación política, el partido, no tiene militantes en España, , quiere decir que los españoles, en masa, no usamos los únicos cauces de participación política y nos mantenemos al margen de la democracia liberal. ¿Por qué? Porque no responden a las auténticas necesidades de representación. La democracia partidista aquí no funciona ni ha funcionado jamás y esta afirmación no es fruto de ninguna especulación teórica: si los partidos no tienen hombres, es que los hombres no van por donde quieren los partidos. Quien más quien menos sabe que, como el DNI, que es personal e intransferible, ni la memoria, ni la Voluntad, ni el entendimiento de uno puede ser representado por otro.

El fracaso continuado y espectacular de los mecanismos de representación del sistema, enfrenta, velis nolis, al español con la necesidad de encontrar un cauce real para sus inquietudes. Y sabe, además, que si los partidos no contaran con sus amplísimas subvenciones, desaparecerían en un día. Por eso afirmo que este momento es prometedor y que de él saldrá el futuro. Nuestra misión es proponer caminos y, antes aún, abonar el nacimiento de un movimiento español que ya existe en su mayor parte, y la extensión de esta premisa básica: España necesita soluciones españolas para sus problemas españoles, y la única forma de encontrarlas es meditando, averiguando qué es España y para lo que sirve.

Cara al futuro, los españoles que hablamos de España no somos, como algunos creen, como esos «independientes» que van en listas electorales. Ni siquiera significamos la única postura política posible, porque no somos — un movimiento español no puede serlo — una posibilidad. Somos más que eso: necesarios.

Son el tiempo, la situación, el fracaso y la decepción los que, a la fuerza, nos obligan a enfrentarnos con el futuro en la absoluta seguridad de que España necesita transcurrir sobre su propio cauce, dar respuestas antes que recibirlas, y aportar a la comunidad de las naciones sus hallazgos y sus planteamientos. España debe crecer para no morir, y sólo puede hacerlo en una dirección: hacia el espíritu, hacia la inteligencia; hacia la cultura. Es decir, hacia arriba.

Es la misión de este librito: explicar lo necesaria que es España para todos. Recordar al lector que nuestra Patria no es sólo una palabra hermosa, sino una perfecta — y mal usada— herramienta para la convivencia, y que España, lejos de ser un enigma histórico, es un olvido histórico del que todos somos responsables. Pero la historia misma se ha encargado de volvernos a poner contra la pared y todo está muy claro: o descubrimos y reconocemos a través de instituciones cuáles son nuestras características diferenciales, o dejaremos de ser una Patria. Como esto último es un imposible, siendo España matriz de pueblos, se hace inevitable que recuperemos y alentemos ilusionadamente, apasionadamente, nuestra identidad.

Por eso España, el Ser de España, será previo a cualquier otra meditación política. Sólo se puede influir sobre la realidad conociéndola. Sólo llegaremos a una plenitud social cuando sepamos por qué somos así y hacia dónde nos lleva el empujón de los siglos.

Y desde España, resuelta nuestra identidad, daremos respuesta española a la injusticia del liberalismo y al proceso de invasión mundial. Daremos respuesta española a la representación política y, ¿cómo no?, a la distribución de la riqueza: no sólo económica sino cultural. De modo que cada español reciba por fin la herencia de estos dos mil años llenos de vida, empresas y pensamientos.

He aquí la clave: recuperar la libertad de ser y de manifestarnos como somos. Otra cosa será siempre artificial. Otra cosa sólo nos conducirá, de nuevo, al fracaso., a no salir de esta frustración histórica, de este miedo a ser, que acaba enfrentándonos con nosotros mismos.

LOOR DE ESPAÑA.

Desde San Isidoro a Alfonso X se han prodigado los loores de España. Nos hemos llamado ricos, poderosos, grandes, mimados de Dios y de la fortuna, cuando nuestras tierras no son ricas, ni fértiles en su mayoría, y nuestra extensión territorial lleva casi cuatro siglos disminuyendo.

Prefiero alabar a España por sus dificultades y por sus asperezas. No me cabe duda de que España llegó a ser precisamente por ser pobre, por sufrir invasiones, por tener que endurecerse en la lucha por su independencia, en su escasez eterna , que no la forjaron conservadora — ¿de qué? — sino aventurera; que no la hicieron avarienta sino generosa y hasta manirrota; que no la volcaron hacia el placer carnal sino hacia la sobriedad y, por ello, al cuidado de su fe y de su espíritu. A fuerza de guerrear sin pausa, la hicieron amante de la paz.

Tal vez parezca una curiosa forma de ver las cosas, pero no es un modo difícil de enfocarlas. La pobreza y las dificultades nos han acompañado siempre. Y son, también, pobreza y dificultades las que explican los más pletóricos momentos de resurgir nacional, mientras que la riqueza y el bienestar nos abocan siempre a la decadencia, al sueño de siglos y a la invasión.

Mi loor de España lo es, entonces, a lo que los españoles han deseado siempre: la justicia, porque fueron sometidos a la injusticia; la dignidad, porque padecieron las hambres y los piojos; la independencia, porque fueron muchas veces invadidos por pueblos y por ideas; la grandeza, porque tantos han intentado empequeñecerles; la fe, porque por ella les han combatido; y la esperanza, porque han sufrido la desesperación.

No puedo dudar (per aspera ad astra) de que por lo difícil se llega antes a las estrellas. La dificultad es un atajo peligroso pero rápido hacia la grandeza y una forja permanente del carácter de un pueblo. Un pueblo que, cada vez que vuelve a encontrarse con sus males, descubre sus virtudes y en ellas descansa, a veces violentamente, el peso de su destino.

¿Qué mejor decir de España? Se crece en lo difícil; sólo se aúpa al éxito cuando se sube sobre sus defectos y siempre, siempre, vuelve a ser ella misma en los peores y más confusos momentos, cuando todos la creen en trance de morir.

Esta es su más duradera gloria; más que la de sus proezas; más que la de sus ejércitos; más que la de sus hombres heroicos, porque España entera reacciona heroicamente en el instante en que cualquier otro se rendiría. Y esta gloria, a través del dolor y de la angustia, es la que justifica mi esperanza y la que me hace confiar en que el renacer de España prenderá en todos los corazones y nos llevará al día en que, como Acuña dijo, vencido el mar, venza la tierra.

Un gran destino aguarda.


Laus Deo


Publicado el 14 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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