Hespérides, S.A.

Arturo Robsy


Cuento


"No es cierto, contra todo lo que ha venido diciendo la prensa, que exista el árbol del dinero, y lamentamos profundamente que hombres cultos lleguen a pensar que una planta, por cuidada que esté, pueda dar frutos de papel moneda o monedas aculadas."

"Tampoco es cierto que Eduardo Libre, licenciado en historia antigua, haya huido al extranjero con algunas semillas, perseguido por funcionarios de la tesorería norteamericana, puesto que tampoco el citado y falso árbol produce dólares."

"En cuanto a Pedro Salgado sí es cierto que el ayuntamiento de su municipio ha iniciado los trámites para expropiarle la granja, pero es del todo incierto que se haya hecho a instancias del Ministerio de Economía y Hacienda que, simplemente, envió inspectores que recomendaron a los servicios de agricultura la tala inmediata del pomar. Lamentamos la información sectaria que sobre el caso se ha servido a los ciudadanos, insistiendo en que es falsa la existencia del árbol del dinero. Recomendamos a todas las personas acampadas en los alrededores de la finca de Pedro Salgado que levanten el cerco que tienen establecido, pues de lo contrario se tomarán medidas policiales."

Lo que había detrás de esta infinita acumulación de desmentidos era algo más difícil de explicar, pues la noticia había trascendido de la comarca al mundo entero. Sólo los muy bien informados tenían sensato miedo.

Se sabía —y ahora usted podrá temer a su antojo— que Eduardo Libre, siendo estudiante de historia antigua, había participado en la campaña de excavaciones dirigida por el famoso doctor Ñáñigo en la provincia de Cádiz, concretamente en el Campo de Gibraltar.

La campaña empezó con la segunda quincena de julio y su objetivo era penetrar en una falsa colina, tumba muy semejante en apariencia a las de la necrópolis de Tútugi, en Granada. Confiaban en que la suerte les deparara el hallazgo de algún ajuar funerario no expoliado en veinticinco o más siglos.

Eduardo Libre participó en aquella excavación en calidad de siervo de la gleba adscrito a la pala. Ni él mismo sabía si estaba allí por auténtica afición o por hacer méritos ante Ñáñigo, su catedrático famoso, conservador del museo arqueológico de su ciudad y, desde que escribió Las voces de las piedras, autoridad mundial en culturas megalíticas.

Ñáñigo sostenía la teoría de que, si alguna vez estuvieron unidas las Columnas de Hércules, la ruta de penetración de las sucesivas inmigraciones pasaría necesariamente por aquellos lugares, de modo que allí, justamente allí, podrían encontrarse las trazas de los primeros pobladores de la Península.

Por fin hallaron una vieja tumba subterránea, a un hombre y tres mujeres enterrados en vasijas funerarias en compañía de un rico ajuar funerario, utensilios de bronce y un tesoro de finísimo y algo rojizo oro. Aquí y allá se veían, en cuencos, restos polvorientos de granos y alimentos, pero nadie reparó en ellos, atentos sólo a las magníficas joyas "bien labradas" como diría Homero de meterles mano.

Eduardo Libre no llegó a tocar ni una de las valiosas piezas pero, como recuerdo, se guardó un par de cosas arrugadas y quebradizas con la ilusión de ponerlas en una vitrina, de recuerdo. Así, sin dar más importancia a su momificado trofeo, llegó agosto, terminó la campaña y todos volvieron a casa. Eduardo estudió aquellas cáscaras, que no eran más que dos manzanas viejísimas, huecas, quebradizas, con el corazón acartonado y en él, incrustadas como clavos, las pepitas.

¿Qué hace en esta circunstancia un joven moderno y amante de la naturaleza? Preguntarse si esas semillas, sólidas y pesadas todavía, conservan su poder genésico. Y la respuesta no requiere más que un tiesto, tierra, agua, luz y paciencia. Este fue el modo en que Eduardo Libre se encontró dueño de doce plantitas que crecían sin problemas y que no eran sino los hijos póstumos de algún remoto manzano silvestre muerto cuatro o cinco milenios antes.

La emoción, el abismo que la combinación que tiempo y vida abre en el alma, hacían que Eduardo Libre esmerara sus cuidados. Todos los días llevaba a sus tiernos manzanos una golosina, gotitas vivificantes, abonos norteamericanos o chilenos, aerosoles que lustraban las jovencísimas y antiguas hojas.

Había leído, además, esos extraños libros en que la ciencia se mezcla con otras cosas más oscuras. Decidido a convertir a sus retoños en árboles de provecho, les ponía música sinfónica y, todas las tardes, antes de estudiar, les hablaba cordialmente.

No diré que sea éste un procedimiento digno de crédito, pero lo cierto es que los árboles crecían y que Eduardo Libre se sentía transportado a otras épocas, al momento en que las primitivas manzanas, rojas o quizá doradas, maduraban bajo un sol que nunca más volvería. ¿Quién las recogió del suelo y las incluyó en el ajuar de los muertos que Ñáñigo desenterró cerca del Estrecho?

Un año después redactó su tesina, que el catedrático Ñáñigo leyó con interés, admirado también por la supervivencia de aquellas semillas. Eduardo le explicó cómo las había rescatado del montón de ceniza milenaria, antigua basura en todo caso, y cómo tuvo la idea de comprobar si nacería un ser que llevaba cuatro mil años aguardando.

—Los doce manzanos ya han dado sus primeras flores y muy pronto veremos cómo son sus frutos. Es probable que se trate de manzanas silvestres, pequeñas y ácidas, un tipo desaparecido ya de la tierra.

Los árboles —es el momento de decirlo— se habían trasplantado en la granja de Pedro Salgado, primo lejano de Eduardo, que cuidaba de los manzanos como del resto de su familia. Por fin llegó el momento de coger las primeras manzanas. Habían dispuesto una mesa entre los arbolillos y, en ella, buena comida para el aire libre, buen vino para la alegría y buenas gentes: niños y la mujer de Salgado, Ñáñigo, el catedrático, y Eduardo, al que nadie discutía la paternidad de la criatura.

Las manzanas no eran silvestres ni pequeñas. Tenían el mismo aspecto que debió tener la de la bruja de Blancanieves. Solemnemente las partieron: una carne muy blanca y apretada y, mala suerte, un corazón más que grande. Hicieron cuartos de las mitades y, como se suele, con el cuchillo les sacaron la uve donde iban las pepitas. Estas, al caer sobre el plato, hicieron un ruido impensado: metálico.

No hubo que investigar mucho porque, una vez rascadas, resultaron brillantes y doradas. Con razón, porque de oro eran. Oro legítimo, rojizo como el que encontraron, bien labrado, en la tumba cercana al Estrecho. Seis pepitas de algo más de tres gramos hacían 18 gramos de oro por manzana, 180 en una decena y en cien manzanas casi dos kilos.

Aquello sólo era comparable al hallazgo de las minas del rey Salomón, porque los doce árboles tenían en sus ramas muchos frutos más: entre cuarenta y cincuenta. Así estaban las cuentas: 45 manzanas por 12 árboles, por seis pepitas a tres gramos cada una, 9720 gramos de oro puro. Millones. Eduardo Libre tentaba las maduras y meditaba en las supercuentas. Ñáñigo había caído en un trance meditabundo, muy concentrado en alguna dificultad:

—El Estrecho, las Columnas, el Atlas. ¿Qué hizo Hércules por allí abajo? Robar las manzanas de oro de las Hespérides. Estas son, sin duda, y aquel esqueleto tan grande que desenterramos hace ahora cuatro años es el de Hércules y los de las tres mujeres.... ¡Dios mío, si pudiera demostrarlo!

—No le creerían, profesor. —le advirtió Eduardo.

—Además —informó el práctico Salgado— si convenimos partes iguales, le tocan tres kilos y cuarto de oro, poco más o menos. Es cuestión de tiempo que podamos seguir plantado hasta llenar toda la granja.

Así fue. Cinco años después, con una cuidadosa política de silencio y una legalísima exportación de manzanas a Suiza, el oro empezaba a tomar forma de montaña. Las tapaderas eran varias. Ñáñigo publicaba libros doctos a sus expensas, los regalaba, aumentando de paso su popularidad, mientras afirmaba con cinismo que se estaba haciendo rico al vender tantísimos. Eduardo Libre invertía en hoteles y negocios turísticos que, aun cuando no obtuvieran más que ligeros beneficios, también le permitían conducir coches caros y tener una casa con muchos cuartos de baño. Mientras, Salgado adquiría fincas rústicas y concejales.

Pero su gran negocio seguía siendo la granja. En cinco años el número de manzanos injertados pasaba de quinientos que, aún con cifras bajas de producción, rindieron algo más de seiscientos kilos. Sumados a lo obtenido anteriormente, equivalían a unas dos toneladas y pico de oro de primerísima calidad.

Estimaban una producción de tres mil kilos anuales en un corto plazo. Para el dos mil, con el viento en popa y un poco de discreción, seguramente sería la granja el mayor productor mundial de oro.

Las manzanas de las Hespérides, rescatadas de una tumba y de la oscuridad del olvido mitológico, volvían a ser algo capaz de poner en marcha a cualquier Hércules. Por un lado, las pepitas salían como fruta de España y, por el otro, se depositaban en la Banca Suiza convenientemente fundidas en lingotes. La hacienda española, a roso y velloso, quedaba al margen. Pero el bueno de Ñáñigo se murió en un descuido, de un atracón de ostras, y entre sus papeles apareció la curiosa historia de los áureos frutos.

Se comprobó que habían existido las excavaciones y que Eduardo Libre era una persona tan real como Pedro Salgado, propietario de un bonito pomar. Así fue como saltó a la prensa la noticia que hemos dado al iniciar esta historia. Y, mientras saltaba a la prensa, Eduardo lo hacía al extranjero y el asno de Salgado, más codicioso, se ponía bajo los manzanos con la escopeta cargada y muy mala cara.

España se debatía, como siempre, entre la duda y la incredulidad. Mientras sus responsables se frotaban las manos, en Wall Street mentes retorcidas hacían cálculos muy aproximados, así que, mientras el municipio expropiaba el pomar y el Estado nacionalizaba lo municipal, los grandes mercaderes planteaban su ultimátum:

Para proteger el mercado internacional del oro los árboles debían ser talados, las semillas, hasta la última, fundidas en lingotes que garantizarían la extinción de la manzana áurea, todo ello bajo el control de inspectores internacionales.

—¿Y si nos negamos? —preguntó el Estado.

—Nos devuelven ahora mismo todos los préstamos recibidos.

Y todo terminó. Nada existe ya, aunque la única noticia que se dio fue el desmentido que usted ya conoce.

Aún así, Hay un lugar en el Midi francés donde, al sol mediterráneo, un hombre cava sonriendo. Tiene en su bolsillo una cajita blanca con ochenta y seis pepitas y está dispuesto a cargarse la economía mundial. Nadie le conoce, pero sabe de agricultura tanto como de historia antigua.


Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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