Invertidos

Arturo Robsy


Cuento


Después de la vigésima cerveza dieron las dos de la madrugada. Las dos pasaron por entre el humo de la whiskería como pisadas de muerto. Pero Quico no participaba ya de las sensaciones. Sólo una señal de alarma en la vejiga puso en marcha ciertos tropismos que le condujeron al lavabo. Allí vio a un gitano que empujaba contra la pared a un joven de mal aspecto. Había una «papelina» en su mano izquierda y una navaja en su derecha.

—¿Pasa algo? —preguntó Quico, que se había formado esa opinión pero no podía estar seguro a causa de la cerveza.

El gitano lo cogió por las mejillas y apretó hasta que Quico enseñó los dientes como un caballo. Muy humillante. Y, como flotaba en un mar de espuma de cebada, le pareció oportuno soltar la mano.

El golpeado al menos tuvo la sensatez de plegar la navaja. Con ella apretada para dar solidez al puño, dio una paliza a Quico. El, recibiendo, oía voces que decían «no» y «por favor». Cuando supo que eran las suyas, estaba ya caído en el suelo. Sangrando y avergonzado.

Lo encontraron minutos después y lo sacaron a la calle con asco. Olía a sangre, cerveza y orines. También tenía, aunque eso no se veía bien, un pómulo roto y una herida larga, desde el rabillo del ojo hacia la oreja.

Apoyado contra la pared, vio salir a dos. «Ayuda», les dijo. Le costaba pedirla, pero más a ellos darla.. Lo dejaron que sangrara, en la convicción de que esa sangre era tan desinfectante como el alcohol.

—Tengo —se dijo, espoleado por varios dolores— un verdadero problema con la cerveza.

Lo consideró, en la intimidad de su alma, y decidió ser valiente:

—...Con la bebida. —rectificó— Soy un borracho. Joven, bien situado, pero borracho.

La mujer, tras liarse con su tercer amante, lo había dejado no sin antes derramar sobre él unos toques de ternura femenina: «Eres un desgraciado». Lo era, pero sonaba mal.

—Quizá —añadió, esperanzado, me han herido lo bastante para que muera.

pero, salvo su desmesurada sed, no tenía nada que no se curara con unos puntos de sutura. Subió, pues, al coche y, cuando consiguió meter la llave en el arranque, se lanzó contra la noche. Sólo cien metros más allá vio al gitano y, como en un sueño, notó que sus manos doblaban el volante. Le despidió por el aire al primer intento.

La emoción y la sangre habían achicado el alcohol necesario como para que Quico dispusiera de algunas facultades. La del insulto, por ejemplo:

—C*** —dijo, poniendo el alma en ello.

C***, caído y quieto, guardó silencio. Los de su raza no comunican secretos. Los moribundos, tampoco.

—¡Oh, Dios! —exclamó Quico, dándole gracias por su suerte:

Registró los bolsillos del muerto. Cambió con él su ropa. Después de sacar el dinero, tiró su cartera a unos metros de distancia. Clavó la navaja en el pecho del gitano sin un gesto de piedad y metió la bayeta de limpiar el parabrisas en la toma de la gasolina. La extrajo un poco, para que no estuviera en contacto con el líquido y metió el cadáver en el coche. Luego, tras prender fuego, huyó en la oscuridad.

Si con veinte cervezas fue capaz de tanto, cuando se le evaporaron con los esfuerzos gozó de una clarísima visión del mundo. Los tropismos, por así decir, habían hecho el trabajo que su alma llevaba años exigiendo: hallar el modo de desaparecer, de cambiar, de ser otro. Cierto que los tropismos, para conseguirlo, se habían cargado a un gitano pero, como dijo Espronceda,, «un muerto más, ¿qué importa al mundo?» Y el muerto del poeta era una dama hermosa, no un golfo.

Ser otro es la ilusión de muchos que no consiguen, simplemente, ser. Lo mágico de renacer arrastraba a Quico a los sueños de carnaval: iría por el mundo riéndose y plantándose ante la gente. «Adivina quién soy: ¿Un muerto o un resucitado?» Quico sentía en lo profundo que ya no le temía a nada

Los educadores le habían echado encima milenios de graves pensamientos y de conformidad con el injusto orden del mundo. El había roto eso con un golpe de volante y era libre. Más todavía cuando leyó la noticia de su muerte y que su casa había sido desvalijada. ¡Claro! pasó la noche sacando de los cajeros automáticos hasta la última peseta y, luego, con la documentación del gitano por delante, se hospedó en una pensión para canallas.

Quico dejó de beber, pero la libertad no sólo vuelve cimarrones a los caballos y a los perros. Una esmerada educación puede disolverse cuando su propietario se dedica, entre otras cosas lucrativas, a vender drogas.. Con ella se van los escrúpulos, la vergüenza y hasta la compasión.

Una noche, tiempo después Quico estaba en los servicios de un bar,ajustando las cuentas a un mal cliente. Lo tenía contra la pared mientras con una mano le enseñaba la navaja y con la otra, la papelina: los drogadictos en celo temen más que les alejes la papelina a que les acerques la navaja.

Un borracho entró dando tumbos y contempló la escena con ojos de besugo refrigerado:

—¿Pasa algo? —dijo al fin, deseoso de ilustrarse.

Quico, que detestaba que interrumpieran sus conversaciones de negocios, lo cogió por las mejillas y apretó hasta que el otro enseñó los dientes como el caballo que relincha. Inesperadamente, el visitante molesto se libró y le largó un puñetazo.

«¿Cómo?» —se dijo Quico, asombrado. En muchos años de prácticas nadie se le había soliviantado.

Cerró la navaja para empuñarla con la mano y hacer así los golpes más sólidos. Con el ánimo bien dispuesto, propinó una solemne paliza al entrometido. Lo oía gritar pidiendo perdón y ayuda, alternativamente, pero eso sólo conseguía que Quico disfrutara de la sensación de ser todopoderoso. Se había labrado un nombre respetado y poco respetable gracias a su cuidadosa manera de dar palizas.

Cuando estuvo cansado, sentó a su víctima en un urinario que desaguaba mal y salió, no sin tener esa sensación francesa conocida como «deyaví», una especie de espejo que relampaguea en la oscuridad.

Momentos después andaba por la noche, tratando de localizar a su fugitivo cliente que, cuando empezó la bronca, cogió la papelina y echó a correr.Oyó cerca el motor de un coche, acelerando. De nuevo con la sensación francesa en la conciencia, se volvió a tiempo para ver como unas luces enormes le alcanzaban y le lanzaban a la oscuridad.

Caído, mientras moría, alcanzó a ver al hombre que había golpeado en los lavabos minutos antes.

—C*** —le decía, mirándole desde lo alto, pero Quico no podía responder. Se había roto el cuello y, paralizado, sólo veía la escena mientras se llenaba de terror. Sabía lo que iba a suceder:

El hombre le arrancó la ropa y, después, tomando impulso, le atravesó el pecho con la navaja. No sintió la nueva herida ni pudo gritar cuando, todavía vivo, el asesino lo metió en el propio coche y le prendió fuego.

Su alma, pasada por las llamas, subió aullando al cielo, donde fue rechazada en el pesaje y devuelta al mundo para seguir, como su peor enemigo, matando y muriendo en una noche oscura hasta que Dios, en su misericordia, la enviase al infierno.


Publicado el 11 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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