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«Jimi» quería decir «Jimi el Rápido». Tras la guía, a cincuenta céntimos página, cogió el vicio de la lectura y devoraba novelas de peseta, del oeste: unas historias populares donde forasteros altos y desconocidos enamoraban a la hija del ranchero malo, tenían el caballo más veloz y mataban a todos los demás.
A Jimi, como antes a Alonso Quijano, el Bueno, se le secó el cerebro con aquellas historias y se le agarrotaron buena parte de los mecanismos de percepción de la realidad: distinguía al padre y al profesor por la cuenta que le traía, pero poca cosa más. En los recreos, mientras la masa jugaba al baloncesto y los temerarios se zurraban, él paseaba, contoneándose como los forasteros altos de sus fantasías; por sorpresa, giraba sobre su eje y llevaba a cabo la acción de disparar. Sonreía luego, torciendo la boca y, muy sereno, se soplaba sobre los índices tiesos. Jimi el Rápido en acción.
El padre no supo estar a la altura y separarle de aquellos ejemplos perniciosos. Creía que, leyendo, algo acabaría floreciendo en el interior de Jimi. Algo bueno y razonable, no la calabaza que germinaba en silencio.
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Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.
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