La Gran Farsa

Arturo Robsy


Ensayo, política



Primera parte

1. La p... farsa

Un día de 1988 me sometí voluntariamente a la contemplación de varios informativos de televisión. Soporté pacientemente la sección de campañas internacionales que, en aquellas fechas, consistían en Gorbachof el Demócrata, Kurt Waldheim el Asesino Nazi, Israel Matamoros, Nicaragua la Víctima y un anuncio de la que sería Pobre Negro Mandela. Un tal Noriega acababa de dar un golpe de Estado en Panamá y, como hacía rotundas manifestaciones antiamericanas, TVE todavía no había decidido si ir a favor, por antiamericano, o en contra, por militar profesional.

Vinieron Luego las Campañas Nacionales. La economía era cada día más boyante. Se generaban mil puestos de trabajo diarios. La mujer era exactamente como el hombre, sobre todo a la hora de ser explotada. El terrorismo estaba vencido... Y todo el habitual discurso político, más dedicado a convencer de ciertos postulados que a informar objetivamente de lo que había sucedido en España y en el mundo.

Fue entonces cuando pronuncié lo que se ha convertido en el título de estos ensayos: Esto es una Gran. Farsa, aunque no lo expresé así. No es malo, en la intimidad del hogar, recurrir a ciertos desahogos verbales. Como la expresión quedaba realista, pero escasamente intelectual, no tuve más remedio que añadir:—La desgraciada historia del Siglo XX es el intento de someter la realidad a unas teorías. Estados, Instituciones e Ideologías, todos empapados en teorías, obstinándose en no aceptar las cosas como son.

Lo que, bien mirado, era una forma delicada de decir lo mismo: nuestro mundo es voluntariamente irreal.

2. Nuestro pequeño mundo

Cuando abrimos un periódico, cuando conectamos un televisor o escuchamos un diario hablado radiofónico, accedemos a una especie de instantánea de nuestro mundo y nos vemos rodeados por la información más actual. O eso tendemos a creer.

Sabemos, simultáneamente, lo que está sucediendo en Filipinas, en Corea, en Nueva York o en Santiago de Chile, aunque ello nos obliga a enterarnos menos de lo que hace nuestro vecino. Oímos, en ocasiones, las voces de los protagonistas de la actualidad y hasta velamos sus cadáveres en la pantalla. Conocemos muy especialmente las desgracias que caen, con regularidad y mala entraña, sobre la humanidad rica y sobre la humanidad pobre.

Casi es posible afirmar que disponemos de un exceso de información. Un hombre que lea un periódico al día, vea un telediario al día y oiga un diario hablado al día, recibe algo más de trescientas noticias interesantes, entre sucesos, catástrofes y declaraciones de personalidades.

Con semejantes fuentes, no es raro que el hombre de hoy tienda a creerse conocedor de la sociedad en la que vive. Mucho más que lo fueron los hombres de las generaciones anteriores, de los siglos anteriores, cuando el mundo era todavía grande y distintas las formas de vivir y de pensar.

La información masiva es un hecho, tanto si se considera el número de personas que se informa diariamente sobre el mundo que les rodea como si se atiende a la cantidad de información que, consciente e inconsciente, recibimos al cabo del día. En ambos casos, este es el mundo de la información y, quizá, ella se ha convertido en uno de sus vínculos fundamentales.

3. Cantidad, calidad

Esta información, masiva en cuanto a su cantidad, hace referencia a aspectos muy concretos de nuestra sociedad. Así, rara vez se nos comunica algo sobre química, matemática o filosofía. El bajo nivel de la información que recibimos es, en primer lugar, consecuencia de su misma masificación, que obliga, no sólo a buscar lugares comunes, sino a sacrificar su profundidad a la cantidad.

Pero hay más: siendo tan amplia la sociedad y dando lugar a tantos comportamientos, los temas sobre los que se informa son, sorprendentemente, reducidísimos: información comercial o publicidad, información política, deportiva, de sucesos y, a mucha más distancia la supuestamente cultural y artística.

De todas ellas, la comercial es, con mucho, la más numerosa e intensa, además de repetitiva. En España, y salvo en programas especializados, el segundo tema informativo es el político y, luego, el deportivo. Así pues, la información que recibimos acerca de nuestra propia sociedad está muy restringida en cuanto a temática, lo que, evidentemente, da una imagen parcial e incompleta del mundo en el que creemos vivir.

Por último nos queda la dimensión histórica: el noventa por cien de las informaciones que recibimos hacen referencia al más rabioso presente. Parece que sólo existe el hoy y rara vez se habla de la noticia de ayer. Nunca de la de hace un mes.

Como diariamente el hombre normal recibe tantísima información del presente, lo natural es que olvide o deje en un limbo de memoria las noticias pasadas, con lo que se hace verdad que, a mayor información, mayor olvido.

El lector, llegado aquí, puede intentar recordar la fecha del último atentado terrorista como ejercicio de memoria. ¿Dónde sucedió? ¿Quién o quienes fueron las víctimas? A buen seguro que muy pocos conseguirán recordarlo con la debida precisión. Y si se preguntan por el penúltimo, lo más normal será que no consigan ningún recuerdo fiable.

Nuestro mundo, tan pequeño informativamente hablando, tan conectado, no sólo informa sobre aspectos muy reducidos de sí mismo, sino que somete al hombre a una permanente necesidad de olvidar. De siempre se ha sabido que el mensaje periodístico es poco duradero, y más si se recibe por medios audiovisuales. Ahora es preciso añadir que no es duradero porque es masivo y, rizando el rizo, que cuanta más información tiene una sociedad, menos memoria guarda, dispone de menos perspectiva histórica y, para colmo de desdichas, menos capaz es de conocerse a sí misma tal como es en realidad.

4. Las cosas, como son

En el mundo de hoy, recordar se está convirtiendo en una difícil actividad. Para el hombre que vive en una gran ciudad, sujeto a la rutina, puede ser problemático recordar sus propias actividades de hace una semana. Recordar al cabo de diez días un artículo, puede ser una proeza. Recordar las declaraciones de un prohombre cualquiera en televisión, un mes después de evacuadas, es casi imposible.

La capacidad de la memoria del hombre, aunque no lo percibamos así, es limitada. Para adquirir nuevos datos, a partir de una cierta cantidad de información, se hace preciso olvidar otros. Así, llega un momento en que no está claro lo que recordamos o si alguna vez supimos lo que ahora no sabemos. Confusión.

Una confusión casi universal que afecta más a los que más información reciben y que, encima, obliga a desviar la atención de lo trascendente a lo intranscendente: a un hombre sobreexcitado informativamente le llegan, por igual, noticias importantes e insulsas.

Se le dice que tal marca de perfumes le hará más viril y, a continuación, que tal empresa ha caído en manos extranjeras. Algo después, que le conviene ver las imágenes en un televisor de una marca en particular y que el Papa ha canonizado a un mártir. Cuando esto se ha repetido medio centenar de veces en un día, discriminar entre unas y otras informaciones es casi imposible. "Mi nombre es Legión", dice el Evangelio.

Al día siguiente se repite el ciclo, de manera que es forzoso olvidar mucho de lo escuchado o leído antes. Al tercer día, la memoria temporal sólo contiene trazas de las informaciones que fueron actuales una vez.

Además, el tiempo que el hombre pasa absorbiendo información —y son varias horas al día— es tiempo y esfuerzo que se detrae de la meditación, es decir, del tiempo que es preciso dedicar a formar juicios, a razonar sobre los datos recibidos.

Exagerando, podríamos decir que el hombre que ocupara verdaderamente todo su tiempo en recibir información, se convertiría en un ser sin razón, en un ser que dispondría de miles de premisas pero ni de una sola conclusión: un estúpido.

Sin necesidad de llevar las cosas hasta estos extremos, lo cierto es que el olvido es uno de los mecanismos más usados por el hombre contemporáneo, que necesita hacer sitio a las nuevas informaciones. Sin embargo, cuando la sobreexcitación informativa rebasa ciertos umbrales máximos, el hombre recurre a la selección automática.

No atiende, por ejemplo, a la publicidad, aunque siempre recuerda mejor lo que más le repiten. No escucha al locutor que no le parece simpático. Salta la letra pequeña y lee sólo los titulares y el artículo de su firma preferida. Niega, en suma, la atención a parte de los estímulos que recibe. Pero, aún discriminando de ese modo, el ciudadano encuentra al cabo del día mil mensajes que consiguen atraer su atención involuntaria. Hay cientos de manuales que explican a los espabilados cómo se capta esa atención involuntaria: movimiento, color, sorpresa, etc.

De la mañana a la noche, en casa, en el trabajo, en la calle, en el coche, en los medios de comunicación, recibimos constantemente una enorme cantidad de mensajes. Rechazamos algunos, atendemos a otros y, por supuesto, creemos eliminar otros cuando, en realidad, nos penetran inconscientemente y, sin percatarnos, actúan sobre nuestro ánimo.

Tal parece que se esté describiendo aquí una especie de tiranía: el hombre asaltado, estimulado contra su voluntad, conducido y, por último, forzado a olvidar.

Quizá sí es una tiranía además de un peligroso camino. Es, evidentemente, una arrolladora invasión de la intimidad, una negación de la soledad y, por supuesto, del recogimiento que en otros tiempos permitió a muchos vivir mejor consigo.

Si atendemos a quienes emiten esa catarata de informaciones, encontramos solamente tres clases de motivaciones: los que desarrollan informaciones que les hagan ganar más dinero (publicidad); los que ganan dinero con la información misma (medios); y los que ganan o conservan poder (política). Hay, evidentemente, informaciones sin tan materialista interés, pero son las menos.

En otras palabras: no se nos informa más para hacernos más libres, según reza la teoría generalmente aceptada pero difícil de demostrar. Se nos informa más para conducirnos mejor en una o en otra dirección. Y, quienes lo hacen, obtienen beneficios por regla general. Del mismo modo, para poder llegar a emitir informaciones hace falta dinero. La comunicación es un bien que se compra y se vende y que, por lo tanto, no está al alcance de todos. Cuanta más se emite, más caro resulta comunicar algo de manera que llegue a los lectores u oyentes. Esta competencia entre mensajes por conseguir un poco de la atención del público, al encarecer los precios, hace que sólo los muy poderosos acaben pudiendo informar: Sólo las grandes compañías hacen publicidad en televisión. Sólo los grandes partidos. Sólo los grandes equipos... Un mundo informativo para los fuertes.

¿Recuerda que antes nos preguntábamos si estábamos describiendo una tiranía? Definitivamente, sí. Pero hay que advertir de algo: la información no es el cuarto poder. Es el dinero

5. El olvido obligatorio

Hay un olvido pasivo, lento, que condena a los recuerdos poco usados y, por lo tanto, innecesarios. Es el que todos conocemos, un mecanismo natural. El otro olvido al que nos hemos referido es más mecánico y está en aumento. Proviene de una auténtica falta de espacio. No es cierto que el saber no ocupe lugar. Para poder saber es preciso, a partir de ciertos niveles y de cierta edad, olvidar, hacer sitio para los nuevos conocimientos. Por eso, si se establece el hábito de dar al hombre una información sobreabundante y extremadamente temporal, información que se vuelve inútil de un día para otro, ese hombre, quiéralo o no, debe olvidar al menos en igual medida que memoriza el presente.

El mecanismo es lógico, pero peligroso. Con lo banal se olvida parte de lo importante. Con el aspecto de una prenda o con los resultados de un partido se nos puede ir un dato fundamental, un hecho que debiera ser clarificador, un conocimiento profesional...Cualquier cosa.

¿Se ha preguntado alguien por la relación existente entre el fracaso escolar y la sobrexcitación que soportan los niños y estudiantes? La población no es ahora más necia que la de hace veinte o treinta años ni más complejos los estudios elementales. Tampoco puede achacarse el fracaso al tiempo invertido en el estudio. Tal vez esté actuando el olvido obligatorio, ese olvido estructural que reclama espacio libre para almacenar publicidad, televisión y los mil reclamos de nuestra sociedad comercial y politizada.

También debieran investigarse, en este sentido, las conductas ineptas de tantos y tantos profesionales: no es sólo la pereza, no es sólo la informalidad. Nuestro mundo actual está cada vez más lleno de personas que, de buena fe, hacen mal su trabajo, que olvidan lo que debieran recordar, que tienen dificultad para fijar la atención en su quehacer durante un largo espacio de tiempo.

Pero esto no es lo peor. Como se anticipaba más arriba, la sobreabundancia de la información masiva, que es en sí fragmentaria, poco duradera en la memoria y no muy amplia, hace difícil su asimilación. A mayor tiempo dedicado a recibir informaciones que no se desean expresamente, menos tiempo para la reflexión.

La información, cualquier información, es solamente útil en la medida que somos capaces de relacionarla con otro conocimiento y extraer de ella una consecuencia. Y es muy difícil sacar consecuencias de informaciones dispares que hemos olvidado veinticuatro horas más tarde. Es muy difícil relacionar la alegría navideña que produce devorar turrón según los espotes, con el discurso, navideño también, de un Jefe de Estado.

Si a esto se le añade que es perfectamente normal oír tres veces la misma información pero referida con distinta óptica, con distinta interpretación según el interés del medio que la emite o del dinero que la paga, es sencillo comprender que el proceso de relacionar esas informaciones, para extraer consecuencias de ellas, se vuelve fatigoso.

Por eso mucha gente, so pretexto de huir de la confusión, o confesando no entender del tema, renuncia a formarse opiniones propias, a tomar partido, a discurrir en suma, y cae en lo que solemos llamar entretenimientos

No en vano se ha dicho que el aburrimiento es un mal de nuestra sociedades desarrolladas. Pero el aburrimiento no proviene, como se dice, del hombre vacío que busca el espectáculo el matar el tiempo y que, por lo tanto, no sabe qué hacer cuando nada capta su atención en el exterior.

El aburrimiento es más propio de las personas sobreexcitadas informativamente, que tienen ya dificultades para fijar su atención en algo concreto durante un tiempo algo prolongado. Evidentemente hay en él, además, otros componentes de la psicología de cada persona, pero no hay que desdeñar el factor del exceso de información.

En cualquier caso, basta con atender al auge de la industria del ocio para comprender que el problema es grave, que millones y millones de hombres renuncian sistemáticamente a estar a solas consigo mismos, a usar su imaginación o su inteligencia fuera de las jornadas laborales, a formarse seria opinión sobre el mundo.

6. Memoria

Sin embargo, no todo se olvida o, mejor dicho, nada se olvida del todo. Los publicitarios y muchas mujeres casadas saben que el éxito de su mensaje dependerá de las veces que consiga repetirlo. No siempre lo repetido es cierto, como decía Goebbels, pero sí siempre lo repetido se recuerda más. Y lo que se recuerda con facilidad, automáticamente, tiende a considerarse opinión propia, criterio propio, cuando es, en realidad, un simple mensaje implantado en la memoria con fines no precisamente filantrópicos.

Tales mensajes repetitivos no suelen incluir razonamiento alguno. Contienen, por regla general, una afirmación antes que una negación y, cuando caen sobre un hombre que tiene ya dificultades para formar sus propias opiniones, las sustituyen insensiblemente.

Incluso los que se consideran inmunes a tales tipos de manipulación no están a salvo de ella. Piense el lector en un refresco carbónico.¿Verdad que recuerda cierta marca americana? Tal vez no recuerde tan rápidamente la fecha de su boda. Seguro que no conserva memoria exacta del día que empezó su servicio militar. Pero el refresco, sí.

Pues las cosas que se olvidan son peligrosas, pero las que se recuerdan sin querer lo son más. Es así, por contagio, por repetición, como una gran cantidad de hombres tienen una visión tópica de la sociedad en que viven. Diariamente cientos de medios repiten las ideas, las cáscaras de ideas, sobre las que se asienta la justificación de nuestra sociedad. Y tales ideas tienden a aceptarse o a rechazarse de modo instintivo y visceral, sin que en ello intervenga ningún anterior o posterior análisis.

¿Es éste un panorama desolador? Un mundo de gente que se concentra mal en sus asuntos, que acepta o rechaza en función de sentimientos más que de razones, que mezcla en su concepción del mundo frases publicitarias y que, además, tiene cada vez menos memoria histórica.

Tras una masiva campaña electoral, por ejemplo, tal clase de gente emite su voto. Y todos somos un poco así. Después de un mes de propaganda masiva, es difícil para todos recordar cualquier dicho o hecho anterior a la orgía publicitaria ni, mucho más, analizar con claridad las propuestas de los candidatos, si es que éstos se han molestado en emitir alguna en vez de hacer, simplemente, imagen, simpatía; conectar con los sentimientos y no con la razón. Pero éstos no son más que ejemplos. Lo grave de todos ellos está en la dificultad para distinguir entre si lo que se recuerda es real o no. Lo grave está en la sospecha de que no exista la sociedad en la que creemos vivir, en que sea una imagen prefabricada y difundida por quienes negocian con la información (por dinero o por poder), superpuesta sobre la sociedad real para darle una apariencia más ética, más humana. Para disimular el hecho de estar la mayoría sometida a la dictadura de una minoría: aquélla que, por un motivo u otro, difunde la información.

7. Lo que creemos

Para aproximarnos mejor a nuestro mundo actual hemos hecho una mínima encuesta y hemos preguntado por nuestra sociedad a un determinado número de personas. Nuestra sociedad, ha dicho la mayoría, es una democracia. Una democracia, han continuado, consiste en vivir con una serie de libertades, escoger libremente a los gobernantes o decidir sobre lo que éstos deben hacer; poder comunicar a todos nuestras ideas; vivir en paz; no ser explotados.

Estas eran las respuestas principales. Se ha preguntado entonces por lo que es la libertad. Muchos más de los que creíamos han afirmado que respetar y ser respetado, o sea, vivir y dejar vivir, añadiendo una serie de consideraciones sobre la tolerancia con el siguiente repetido descubrimiento: Mi verdad puede no ser la de mi vecino, pero no por eso no hemos de entendernos. Cada uno tiene su verdad, pero eso no tiene por qué importar. Aunque no nos entendamos debemos ser amigos...

Otra gama de respuestas equiparaban la libertad con la igualdad. Sólo una persona ha dicho claramente que libertad es justicia. Pero no se trata aquí de hacer una descripción detallada de las preguntas y respuestas de la muestra, sino de trazar el perfil de nuestra sociedad tal y como la ven sus protagonistas:

Aún manifestando tener concretos puntos de desacuerdo (paro, delincuencia, terrorismo, injusticias personales, etc.) parece que los ciudadanos españoles entrevistados consideran que la actual sociedad democrática es una sociedad libre, que progresa, sencillamente, porque cumplir años es, siempre, progresar. Considera también que aumentan la riqueza y la cultura; que el hombre de la calle participa en la toma de decisiones políticas y que esta sociedad permanecerá así para siempre.

Inútil es resaltar que el mito del progreso, (tiempo es progreso) choca con el mito de la democracia universal e inamovible. Inútil también insistir en que la gente equipara la existencia de los partidos a la existencia de la libertad y de la participación del ciudadano en los asuntos públicos. Son convicciones difíciles de demostrar pero de general aceptación.

Junto a ellas figuran creencias de pura fe progresista, como que la soberanía reside en el pueblo, que esta democracia es el único sistema posible, que el único mundo libre es el que dispone de instituciones basadas en la entrega de toda representatividad posible a los partidos políticos y que la sociedad de consumo es la única que asegura riqueza para todos.

Este no es el momento de ver si este tipo de afirmaciones contienen mucha, poca o ninguna verdad, sino de dejar constancia de que esto es lo que cree una gran cantidad de ciudadanos cuyas fuentes de información son, exclusivamente, los medios de comunicación.

No importa que, individualmente, tales ciudadanos se hayan sentido poco representados y agredidos por algunas leyes aprobadas en el Parlamento, o que hayan perdido algún poder adquisitivo. Una cosa es la peripecia personal, rara vez satisfactoria del todo, y otra lo que se siente como verdad, la imagen que se tiene del mundo y de la sociedad en que se vive. Imagen siempre parcial, por la dificultad de conocer todos los entresijos del mundo actual y por formarse a través de los tópicos que el sistema mismo genera para definirse y justificarse.

8. Justificación

Rara es la sociedad que no se considera a sí misma lícita y definitiva. Cada época parece haber tenido un código de valores capaces de justificar determinadas actuaciones. El mundo del Imperio Español creía firmemente que la autoridad del Rey venía directamente de Dios y, por ello, era justo luchar por Dios ejecutando la política absolutista del César Carlos o de Felipe II.

El mundo de la Revolución Francesa consideró que la libertad consistía en cambiar de clase dominante y sustituir a la aristocracia por la burguesía adinerada que había adquirido un poder real pero no político.

En el siglo pasado la Nación se convierte en una especie de ente psicológico que abarca a todos. Ser español o ser francés no es sólo ser distinto a los demás, sino ser igual al resto de los españoles o franceses en una serie de relaciones con el resto del mundo. El nacionalismo es, hasta cierto punto, un psicologismo político que acaba considerando al hombre como obra de su sociedad nacional, y no al revés: la sociedad como espejo de sus hombres.

En todos los casos, lo que los hombres piensan de su sociedad no es exactamente lo que esa sociedad verdaderamente es, sino su justificación, una especie de mínimo sistema filosófico fabricado con lo que la gente de cada época está dispuesta a aceptar como justo y necesario. Mientras, el poder siempre es poder y actúa como tal, decidiendo, legislando y procurando sucederse a sí mismo, cosa que no ha conseguido aún ningún sistema.

Es curioso ver como la política, toda la política, ha vivido siempre como parásito de un elemento superior. En la Edad Media, por ejemplo, política y religión son difíciles de distinguir. En la Edad Moderna es la filosofía la compañera de la política. En la contemporánea es la sociología, la supuesta lucha entre la desigualdad social de los hombres y la utopía de la igualdad universal que, en la Revolución Francesa y sucesivas, debe interpretarse como igualdad entre aristocracia y burguesía, una vez comprobada su igualdad económica.

Pese a todas las justificaciones, subsiste el hecho de unos hombres que mandan y otros que obedecen; unos hombres que toman decisiones por los demás, y otros que se ven obligados a aceptarlas. Siempre se intenta que esas decisiones parezcan justas o lo sean en realidad. Siempre se procura que los más acepten de grado el hecho imprescindible de que unos pocos mandan y unos muchos obedecen. La voluntad de Dios, por ejemplo; la similitud entre la cabeza que rige y el resto del cuerpo social.

Hoy, como siempre, sucede lo mismo. Nuestro sistema social y político es una justificación, una puesta en escena que garantiza, en parte, la aceptación de la autoridad por el pueblo. Y, como nunca en la historia, el mecanismo político se explica como un proceso absolutamente lógico y, por lo tanto, eficaz. Luego veremos como esa eficacia no es tal y comprobaremos que las sociedades no son ni han sido racionales ni razonables; no han surgido de un método ni de un discurso, sino de un instinto: el gregario. Por ahora destaquemos sólo esto: las sociedades siempre se justifican a sí mismas, siempre se explican como necesidad; nunca se perpetúan indefinidamente; nunca son definitivas, sino temporales, y duran en tanto sus miembros creen verdad las razones por las que esa sociedad o sistema dice ser lo que es.

9. La lógica imposible

Hemos dicho que, en nuestra época, los sistemas sociales se presentan siempre como hijos de la razón y de la lógica, sin duda herencia de los siglos XVIII y XIX en los que nacen las concepciones que, hoy por hoy, siguen justificando el ejercicio del poder: por un lado el marxismo, más o menos comunista, y, por el otro, el burguesismo, más o menos liberal y capitalista.

El hombre, que posee una gran capacidad lógica, no es, sin embargo, un ser exclusivamente lógico: su universo instintivo y afectivo es, al menos, tan fuerte como su razón. Más que el conocimiento buscamos la felicidad. Más que la justicia buscamos la libertad; más que la paz buscamos la acción. Y la libertad, como la felicidad o la acción, no son conceptos lógicos y universales, sino subjetivos y sujetos al cambio.

Todavía hoy, en muchos manuales supuestamente modernos y en muchos políticos supuestamente inteligentes, se sigue insistiendo en el Contrato Social y en sus sucesivos derivados. Todavía la versión oficial de nuestro mundo es que la sociedad nace de un conjunto de razones que la hacen aconsejable y necesaria: la mutua protección, la división del trabajo que permite, consecuentemente, el progreso, la existencia de clases y de muchos beneficios mutuos.

Se da por sentado que, en un determinado momento, varios nómadas cazadores o pastores, con sus mínimas familias, se reúnen, cambian impresiones y comprenden que juntos les irán mejor las cosas. Tú harás de guardián. Tú, de albañil. Tú labrarás. Tú, pastorearás. Tú limpiarás las calles y tú celebrarás los matrimonios y nos curarás. Así de lógico y así de sencillo. Pero irreal. Increíble por quien haya tratado, aun de lejos, con seres humanos.

También se da por sentado que la autoridad nace de una decisión corporativa de todos los miembros de esa recién nacida sociedad: ¿Quién es el más apto para ejercer el mando? Fulanito. Pues Fulanito es Rey.

Así es como se nos plantea actualmente nuestra democracia: vivimos juntos para beneficiarnos mutuamente y, en ejercicio de nuestra razón, elegimos cada determinado número de años a quien en conciencia creemos más capacitado para hacer las leyes y para hacerlas cumplir. Un puro mecanismo de relojería. Una máquina perfecta que no admite ni oscuridades ni injusticias.

Tendemos a aceptar como bueno que el hombre no es sólo igual ante la ley, sino igual en toda circunstancia, por más que la experiencia confirma poderosas diferencias de tamaño, carácter, inteligencia, sexo y comportamiento. Por encima del espectáculo diario actúa el dogma de la igualdad universal, como actúan los dogmas de la razón y de lo razonable, de la sociedad como ayuntamiento lógico y del pueblo como ente psicológico colectivo, capaz de pensar y de sufrir.

Para bien o para mal nuestra sociedad se obstina en presentar este aspecto utópico, este aire de mecanismo perfecto, y lo hace mediante la extensión de una serie de dogmas, repetidos pero no demostrados, en los que la gente se apoya para explicar el mundo que le rodea y, en todo caso, para conformarse mejor con su suerte.

Del mismo modo que en la Edad Media se pedía conformidad ante la voluntad de Dios, hoy se la pide ante la voluntad del Pueblo, libremente expresada, eso sí. Del mismo modo que nuestros reyes, hasta 1812, lo fueron por la Gracia de Dios, nuestros Presidentes nos gobiernan por la voluntad de las urnas. Que esas urnas se llenen tras de intensísimas campañas de publicidad, obviamente destinadas a modificar la opinión libre de los votantes, no parece afectar para nada al moderno mito de la libertad en la elección.

¿Son así las cosas? ¿Verdaderamente el hombre de la calle decide sobre su sociedad? ¿Verdaderamente se elige lo más conveniente?

10. Todo es muy distinto

El origen de las utopías modernas, la del contrato social, la del progreso permanente, la del pueblo como generador de autoridad, justicia y soberanía, la de representación por delegación, y otras muchas que, bien encajadas, forman la apariencia de las sociedades democráticas, tienen su origen en el siglo XVIII, en el que se mitificó a la Razón y en el que se intentó que ésta lo presidiera todo.

Tales utopías, sin embargo, forman parte hoy de un mundo desaparecido. La ciencia del siglo XVIII, su cosmología, nos parece hoy una especie de broma: en aquella época todavía existían tierras por descubrir o se hablaba del éter que llenaba el espacio. Sus prácticas médicas nos aterran. Se practicaba la esclavitud. Se vendía a las personas por deudas. Recordemos el globo y las primeras máquinas de vapor y, junto a ellas, las catastróficas condiciones de los primeros obreros del maquinismo.

El mundo en el que nacieron aquellas utopías, extinto afortunadamente, no tuvo nada de utópico, pero esas ideas fueron la herramienta necesaria para un radical cambio en la estructura del poder en la sociedades.

El poder, despojado de las doctrinas que en cada época lo legitimaron y justificaron, siempre ha sido la actividad de los poderosos. No es extraño que en una sociedad agraria, fraccionada en feudos, poderosos fueran los dueños de la tierra, única fuente de riqueza.

El auge comercial del Renacimiento y, consecuentemente, el auge de la banca, da poder a otra clase social no agrícola: la burguesía comerciante. Cuando tal clase rivaliza por el poder con los descendientes de la nobleza terrateniente, el conflicto se resuelve precisamente con las teorías que llevan a la Revolución Americana y a la Revolución Francesa:

No es el pueblo el que busca esa utópica libertad: es la burguesía, dueña del suficiente poder real como para hacerse con el estado, para confeccionar las leyes que le convienen y, en general, para suplantar a la autoridad tradicional.

Curiosamente, de aquellos siglos XVIII y XIX, no nos quedan en uso ni la ciencia, ni las máquinas, ni las corrientes artísticas, ni la cosmología, ni la filosofía, ni la rudimentaria sociología de Comte, ni la psicología de Charnot. Todo gloriosamente obsoleto. Todo, menos la teoría política, lo que no deja de llamar la atención a la vista de lo poco que se parecen las sociedades de 1800 y las de 1998.

Y, sin embargo, nuestros gobernantes de hoy, nuestros políticos de hoy, mantienen en público las teorías de esos lejanos tiempos y afirman que son las únicas capaces de organizar una sociedad tan distinta de aquélla que las alumbró. A todas horas hablan del contrato social, de los tres poderes de Montesquieu, de la soberanía que reside en el pueblo, de los derechos individuales y de cien conceptos más que sería fatigoso repetir aquí.

El hombre medianamente a salvo de la información masiva se pregunta cómo es posible que aquella época haya desaparecido, que su ciencia sea inoperante en ésta, que su técnica cause risa, que su filosofía, tan burguesa, apenas explique la cambiante realidad y que, sin embargo, sus teorías políticas sí conserven su plena madurez.

Ya no se hacen puentes como entonces, ni barcos ni libros, ni guerras ni globos, pero, por lo visto, sí la sociedad. ¿Es posible que aquel mundo con barcos de vela y diligencias, sin aviones, sin radio, sin tele, sin informática, sin superproducción, sin industria, pobre y poco poblado, funcionara con las mismas instituciones y con las mismas soluciones políticas que el nuestro?

Sociedades tan distintas, con tantas diferencias entre sí, no pueden organizarse bajo los mismos planteamientos y, puesto que nos consta que la de los siglos XVIII y XIX sí se estructuró en función de las ideas y doctrinas previas a la Revolución Francesa, es forzoso concluir que nuestro mundo, pese a afirmar lo contrario, no está organizado a partir de esas ideologías, por más que los políticos las exhiban.

Todo es muy distinto hoy pero, como siempre sucede, es difícil tener una visión general mirando desde dentro.

11. Una mínima teoría

Aunque no creemos en el materialismo dialéctico ni damos a la historia ninguna capacidad de evolución metódica e inevitable, parece claro que el origen real del poder ha pasado por una serie de fases desde la Edad Media hasta nosotros.

En algunas lejanas épocas el poder dependió de la posesión de la tierra. El conde, el duque, el marqués, el rey mismo, eran terratenientes y la propiedad del suelo incluía una amplia tanda de derechos sobre sus habitantes, la mano de obra. Propiedad, pues, de las materias primas y del trabajo. El Poder, resumiendo, procedía del sector primario.

La gran revolución que abre la Edad Contemporánea, tras una Edad Moderna en que las ciudades y los burgueses se consolidan, supone un desplazamiento del centro de gravedad del poder. Las sucesivas revoluciones industriales permiten comprender que éste está en la posesión de los medios de producción, en el segundo sector: Liberalismo y marxismo lo señalan así. Justamente son los que poseen tales medios los que crean y dominan un Estado hecho a su imagen.

Aún en nuestros días el marxismo sigue predicando esta concepción y proponiendo la propiedad colectiva de tales medios como camino para establecer la justicia en el mundo o, al menos, cierta igualdad.

Sin embargo el mundo ha cambiado de entonces a hoy. La figura del empresario dueño único de su industria está en extinción. La Sociedad Anónima, la gran multinacional, han demostrado que lo importante es controlar el Consejo de Administración, y para eso no hace falta ser el propietario más que de una parte.

Los últimos cien años han visto como el mundo se comunicaba más y mejor. En los últimos cincuenta la comunicación se ha hecho tan rápida y, por lo tanto, económica, que ha posibilitado un inconcebible auge del comercio nacional e internacional.

Las empresas, con tantos medios a su disposición, han trascendido de su ámbito. De los mercados locales pasaron a los nacionales y, de éstos, a los internacionales. En el proceso de nacimiento, y para hacer frente a las grandes inmovilizaciones de capital que les eran necesarias, se convirtieron en las modernas Sociedades Anónimas.

Hoy muchas de ellas actúan en varios Estados, creando una trama internacional más amplia que el mismo Estado, una unidad de doctrina que rebasa las fronteras, un flujo de bienes, de dinero y de intereses que genera una riqueza y un poder también desconocidos hasta ahora en la historia de la humanidad.

La "superempresa" hoy es la banca. No fabrica nada, pero es imprescindible para todo. Cualquier banca, por pequeña que sea, controla varias empresas de envergadura. Sucesivamente, hay bancas que controlan otras bancas, en un difícil entramado de sociedades anónimas interconectadas, incluso sin el conocimiento de quienes ejercen en ellas cargos de responsabilidad. Una especie de sistema nervioso financiero que cubre el mundo y, muy especialmente, el mundo occidental.

Estas formidables empresas han unificado la mayor parte de los mercados mundiales. Además, en los últimos cincuenta años, sus beneficios y, más aún, su extensión por tantísimas naciones, les han permitido acumular una riqueza increíble, fuente evidente de un poder increíble.

Si hasta hace poco la empresa se amoldaba al mercado, hoy el mercado es configurado por la propia empresa: crea necesidades que luego satisfará. Inventa y propaga nuevos estilos de vida. Difunde filosofías cuyo núcleo central consiste en el consumo, del que deben arrancar la felicidad y el bienestar.

Todo ese poder, empleado hasta no hace mucho en modificar los hábitos de los consumidores y en nivelar, por el consumo, a las sociedades, eliminando viejas costumbres y creencias e implantando cosmologías de claro contenido comercial, era lógico que trascendiera del mundo de las relaciones económicas: no se puede concentrar un ilimitado poder en ciertas corporaciones sin que el poder, que es activo, invada campos hasta ahora ajenos a su actividad. La política, por ejemplo.

Es muy fácil pasar de la concepción de un mundo de mercados a la de un mundo exclusivamente mercado. Como es muy fácil observar a Estado como si fuera una empresa en vez de una sociedad organizada para la consecución del bien y de la justicia comunes. Sobre todo cuando el Estado Moderno, masificado, mantiene su funcionamiento a base de cobrar, en impuestos, la variada serie de sus prestaciones.

12. El Estado

Ser hombre en el mundo libre equivale a pagar por serlo. Ser español cuesta entre un 30 y un 50 por ciento de los ingresos brutos. La teoría explica que estos impuestos directos e indirectos sirven para asegurarnos a todos la educación, la protección de la vida y del patrimonio, la convivencia, la justicia y otra serie de necesidades básicas.

La práctica ha hecho obligatorios los impuestos con independencia de lo que por ellos se consiga. Situaciones como la actual española ponen de manifiesto que el Estado recauda más y más y revierte menos y menos. Por ejemplo, una justicia politizada que puede demorar años la resolución de un pleito; una red viaria en acelerado deterioro que se cobra miles de muertos al año. Unas comunicaciones —Renfe e Iberia— anticuadas, que llevan años sin renovarse, pero ni uno sólo sin subir sus precios. Una protección débil o inexistente contra la delincuencia. Una educación cuyas titulaciones a veces no son ya aceptadas en otras naciones.

La lista sería demasiado larga para demostrar lo que es evidente por sí mismo: Un Estado que maneja unos catorce billones ofrece, desde Correos a Sanidad, unos malos servicios, insuficientes para las necesidades de la sociedad. Pero esa sociedad, defraudada por su Administración, o estafada a decir de otros, no dispone de ningún medio real para evitar esta explotación, a pesar de contar con muchos derechos sobre el papel de su Constitución.

Negarse a pagar, por más que se justifique el mal servicio recibido, equivale a multa o, posteriormente, a cárcel. No existe ninguna opción política que incluya en su programa una mayor justicia en el toma y daca entre el Estado y el hombre. Tampoco existe mecanismo alguno para que el ciudadano, como tal, fiscalice al Estado.

Entre el hombre y el Estado, a modo de colchón sordo, está el Gran Intermediario, el Partido Político, única organización autorizada para intervenir en la cosa pública. Sólo los hombres de un partido, el que sea, tienen derecho a aspirar a los cargos públicos, a hacer las leyes, a usar ampliamente de los medios de comunicación social. Sólo las minorías partidistas pueden ser candidatos. A despecho de lo que la Constitución diga sobre la igualdad, es imposible señalar en España a un solo diputado, senador, gobernador o ministro apartidista, cuando la población lo es mayoritariamente.

Entre lo que las leyes sancionan como real y lo que es verdaderamente posible en un Estado Moderno hay una diferencia peligrosa. Se puede hablar sin mentir del hombre adscrito al Estado como en otros tiempos el siervo lo estuvo al señor y el campesino al terrateniente.

El mundo libre, precisamente para llamarse así, exige que todos los ciudadanos usen exclusivamente a los partidos como intermediarios entre ellos y el poder. Libremente se puede escoger sólo entre los candidatos presentados por los partidos. Y es muy fácil comprobar que el porcentaje de escaños conseguido por uno de ellos está más en función del dinero y la técnica invertidos en la campaña electoral que en función de sus propuestas políticas.

En las naciones libres aparecen muy pocos partidos nuevos, y esto viene sucediendo desde hace más de cincuenta años. En la misma España donde la euforia del 76, y cierta cándida confianza en la utopía, propició la legalización de más de trescientos, apenas ocho disponen de representantes, de los que sólo dos son capaces de competir por el gobierno del Estado.

¿Supone esto que sólo hay dos visiones posibles de la sociedad, digamos la socialista y la conservadora? ¿O más bien supone que, para ser partido, es preciso contar con créditos económicos antes que con ideas, programa y hombres válidos?

Acceder al control del Estado —la mayor empresa en volumen de negocios de una nación— obliga a un desembolso de dinero que ningún particular, ningún grupo de intelectuales, idealistas, obreros o ciudadanos puede permitirse: hablamos de cuatro, cinco y seis mil millones de pesetas. El Poder, como es costumbre histórica, sólo está al alcance de los poderosos.

Por voluntad de esos mismos poderosos se extienden la llamada Democracia Liberal por el mundo occidental. Un sistema que obliga, inevitablemente, a disponer de dinero para alcanzar el gobierno y, puesto que el dinero está en esas empresas multinacionales, es evidente que esos formidables grupos económicos se han convertido, de hecho, en los árbitros de nuestro mundo libre.

Para participar en la cosa pública es preciso someterse y merecer la confianza de ese nuevo poder que está uniformando costumbres e instituciones en todo el mundo. Una vez cumplido el trámite y alcanzado el gobierno de un Estado, es el momento de pagar los intereses del préstamo.

España, donde las cosas se han hecho de prisa y corriendo, se ha convertido en uno de los ejemplos más transparentes de cómo es en realidad el orden social en que vivimos: las apresuradas leyes para el libre flujo de capitales; la nacionalización de unas empresas no internacionalizadas; las huelgas amarillas que, posteriormente, han permitido la compra de empresas españolas por las multinacionales; la instalación masiva de los bancos extranjeros; las extrañas compras de bancos españoles, junto con los proyectos de fusión; el saneamiento de las empresas que, luego, han pasado a ser propiedad internacional (la Seat, Rumasa, etc.) a costa de incrementar el paro a favor de unos mayores beneficios empresariales; el fomento de la contracepción y el aborto para ir eliminando lentamente el exceso de mano de obra que nunca más volverá a ser necesaria

Tampoco puede olvidarse que, en una crisis generalizada, la banca ha sido el único sector que ha incrementado sus beneficios año tras año y que, encima, ha sido autorizada para aumentar sus tipos de interés hasta sobrepasar el umbral de la usura. Mientras esto sucedía, los ciudadanos, últimos dueños del Estado, con reconocidos derechos sobre el papel, han visto aumentar la presión impositiva y disminuir su capacidad adquistiva, deteriorarse los servicios que el Estado debe prestarles, enrarecerse la sociedad por el aumento de la delincuencia y de los negocios ilegales, como la droga, que mueven miles de millones anuales, no lo olvidemos. Millones que no se deben guardar en un calcetín sino en poderosos bancos.

Cada uno puede sacar su propias conclusiones de lo que se acaba de exponer. También puede meditar en por qué España no entró en el Mercado Común mientras no estuvo colonizada por las multinacionales y el capital extranjero y en por qué nuestra entrada equivalió a renunciar al crecimiento económico de los sectores primario y secundario, dejándonos destinados a ser una nación de servicios.

Es lícito sospechar que el último Estado Moderno ha pasado a ser una sucursal del Poder, de ese poder que, verdaderamente, viene de la extraordinaria concentración de capitales que se ha dado en los últimos cincuenta años. Un poder que, por circunstancias políticas imprevisibles, no penetró profundamente en España hasta 1976.

13. Nueva versión del cambio social

En España son ya muchas las voces que, desde la política y desde la información, vienen insistiendo en un nuevo concepto: La Soberanía compartida. El hecho de que semejante idea no haya provocado especiales reacciones en ningún partido, ni en la ultraderecha, por llamarla de algún modo, tiene mucho de extraño. Por un lado la Constitución, máximo exponente de las excusas políticas del Poder, afirma que la Soberanía reside en el pueblo (español); por otro, se acepta la idea de la Soberanía compartida, o sea, la voluntad del pueblo español más alguna otra voluntad no elegida en proceso electoral alguno ni especialmente justificada por ninguna ideología autorizada.

En otras palabras: las decisiones soberanas que pueda tomar el pueblo español a través de sus representantes, quedan subordinadas, o emparejadas al menos, a otras decisiones no populares o no democráticas. Tenemos así el grave problema de la sumisión de los intereses españoles a los del Mercado Común.

El viejo problema de la unidad de Europa ha sido abordado muchas veces en la historia, desde Roma a Felipe II, pasando por Carlomagno y por Napoleón y Hitler. La base desde la que Felipe II, por ejemplo, intentó la unidad, fueron unos estados patrimoniales y la religión católica: vínculo internacional de la época.

Napoleón, como corresponde a los albores del nacionalismo, prefirió las armas de sus ejércitos. Hitler y, claro, Stalin, se valieron de armas, pero también de ideologías, de armas psicológicas.

Los tiempos han cambiado desde estos últimos intentos mucho más de lo que sospechamos y hoy la Unidad Europea adopta la forma y los modos de un mercado. Pero de un mercado muy especial en el que, para empezar, hace falta disponer de un Estado Homologado, llamado Democracia Occidental, que contiene instituciones semejantes y semejante doctrina del poder. Un Estado que, peligrosamente, insiste en tener ciudadanos libérrimos: tanto remarca esta condición que más parece una especie de slogan publicitario que una verdad.

Estos Estados se han puesto de acuerdo para favorecer el libre tránsito de capitales y mercancías. Los más sólidos lazos de unión entre nuestras naciones son las empresas, determinadas empresas y, evidentemente, alguien decide qué se puede fabricar y en cuánta cantidad en cada lugar.

Todo hace pensar que los Estados, en este nuevo intento de unidad europea, han sido relegados a un segundo término y, con ellos, los ciudadanos y las distintas soberanías que en ellos residen por mandato ideológico de catorce o quince constituciones semejantes.

Este hecho, impensable hace sólo 50 años, hace sospechar de nuevo que el poder ya no está en el Estado, pues de lo contrario los proyectos de unidad hubieran tenido un predominio de lo político sobre lo económico. Aquí, al contrario, se ha igualado a los estados y a sus Instituciones lo suficiente para que sus leyes económicas favorecieran a determinadas Sociedades Anónimas, bancos y filiales.

A partir de ahí, la ulterior unidad se presenta como un control de los diferentes mercados nacionales, sujetos todos a una misma economía. Es la primera vez que se manifiesta públicamente el hecho fundamental de que el Poder Verdadero no es ya nacional ni estatal y que el concepto de soberanía es otro distinto del que se nos predica.

Las naciones no son ya útiles para el Poder. Sobreviven como residuos, como cáscaras de lo que fueron alguna vez, pero las diferencias nacionales son ahora de riqueza, de desarrollo industrial. Hay en marcha todo un proceso de homologación cultural con la extensión de lo que podría llamarse cultura ciudadana, basada en la masificación, en las mismas formas de vida que imponen los usos de los mismos servicios, vehículos, aparatos e instituciones Se extiende una flojísima filosofía materialista basada en el cuerpo, la salud, el hedonismo y la sociedad conservadora, aunque aparentemente móvil. Se forma a las juventudes especialmente para el mundo de la producción y del consumo, a cuyas necesidades se van sometiendo las costumbres, la enseñanza y las demás actividades de una sociedad.

Si en un tiempo fue la familia la unidad de producción y de consumo, para luego transformarse en sólo unidad de consumo, ahora las familias no pueden ser ni lo uno ni lo otro, de ahí su evidente crisis y la aparición de la familia nuclear, pura mano de obra, junto con el interés de limitar su capacidad reproductora.

La unidad de consumo actual, en un Mercado Internacionalizado, es el Estado. Las corporaciones fabrican, distribuyen y, sobre todo, financian, a cambio de la participación en todos los beneficios. Los Estados, consumen.

Mientras el individuo consume bienes y servicios, el Estado consume dinero, se endeuda voluntariamente a través de los partidos en el poder —internacionales también— y paga, además de en dinero, en soberanía. La famosa Soberanía compartida. Los intereses nacionales ya no son su razón. Los gobernantes, de ser los máximos representantes de una nación, han pasado a ser, cada vez más, feudatarios de unos nuevos poderes que están consolidando un nuevo Imperio de Occidente. Desde luego, no democrático.

14. Nuevo feudalismo

El caso es que parecemos estar entrando en un nuevo feudalismo, señalado desde hace años por muchos pensadores. Feudalismo en cuanto a su intrínseca inmovilidad y en cuanto a la cada vez más limitada capacidad del ciudadano para sustraerse al control social y al rol que ese control le asigna.

Una paradoja más, de las tantas a las que obliga la existencia teórica de unos estados justificados por la Democracia Liberal, el mundo libre que le dicen, y la existencia de un poder superador del Estado, que lo suplanta Se trata de un mundo sometido a un mundo sometido a un cambio permanente, a una evolución acelerada, con modas, máquinas y costumbres que se quedan anticuadas de un año para otro y que, sin embargo, permanece políticamente inmóvil, incapaz de dar a luz una nueva sociedad y una nueva teoría del Estado.

Pese a la libertad teórica, no se puede hoy postular un nuevo Estado en ninguna parte del mundo libre sin que caiga sobre el osado la censura intelectual, el desprestigio y el silencio: el mundo occidental sólo puede ser como es y así debe seguir por los siglos de los siglos, al menos hasta que el nuevo poder haya desenraizado y "desculturizado" a las diferentes naciones, lo que haría posible, a las claras, iones de dinero, lógicamente fue hablar del Estado Mundial, sin Patrias ya, sin más rectores que los que dispongan del dinero.

Un hombre que en 1974 hubiera predicho cómo serían el Estado y la Sociedad españolas de 1988, sólo catorce años después, posiblemente hubiera sido procesado como subversivo por los mismos que, luego, han servido a la actual democracia. Aquel régimen aspiraba a perpetuarse, como todos.

Hoy, predecir la evolución de los próximos años, si bien puede escapar a los procesos judiciales, es condenarse al silencio. El nuevo poder acepta cualquier cosa menos la explicación directa de que ha escapado definitivamente a los convencionalismos de la democracia liberal para entrar de lleno en la oligarquía feudal. Los estados democráticos, como una empresa más, se han hipotecado hasta convertirse en sucursales de intereses que poco tienen que ver con los del pueblo soberano.

Los partidos, únicos legitimados para acceder al gobierno y al legislativo, son partes de unas internacionales, a su vez condicionadas por el nuevo poder. El Estado, de nuevo como cualquier empresa, necesita un formidable capital para mantener su independencia. O, si se prefiere al revés, la Gran Banca Internacional se está convirtiendo en un Superestado que obliga a la aceptación de esa soberanía compartida: exige leyes que, ante todo, le favorezcan y, en definitiva, decide quién y quiénes van a poder participar en los obsoletos y teatrales procesos electorales.

15. Cambio social

Pero aún hay más: Ese poder, desde hace más años todavía, ha ido controlando los modernísimos medios de comunicación, porque esos medios dependen de fuertes inmovilizaciones de dinero, lógicamente fuera del alcance de los bolsillos normales: El cine, la televisión, mucha radio y la gran prensa no sólo son instalaciones carísimas sino que para subsistir dependen de la publicidad.

Ya se ha dicho anteriormente que la empresa moderna, en lugar de atenerse al mercado, lo crea. No es rentable fabricar los objetos que la gente precisa ni la cantidad que buenamente es necesaria. Es más progresivos inventar necesidades y satisfacerlas luego. Y en ello se gastan billones de dólares. Billones de dólares que son, a su vez, el sostén de los sofisticados medios de comunicación.

Para estudiar el cambio social se vienen usando conceptos tales como situs, status y locus, que definen el cambio de los individuos de una sociedad. Pero hoy el cambio fundamental está en la sociedad misma, cuyos comportamientos-tipo están cada día más relacionados con los ejemplos publicitarios que se transmiten como modelo a seguir.

España, una vez más, es un perfecto modelo de ese cambio condicionado por el ciclo publicidad-consumo. En ella es relativamente reciente el fenómeno.

Hasta hace muy poco la religión y la política eran los dos principales factores que orientaban el comportamiento social. Ellos y la capacidad adquisitiva que, desgraciadamente, permitía sólo a unos pocos mejor apariencia, mejor salud y, evidentemente, más tolerancia moral.

En los años sesenta, con un notable proceso de desarrollo, resultó forzoso enseñar a los españoles a gastar más para absorber la mayor cantidad de bienes producidos. No se trata ya de que las modas sean más efímeras o de arrinconar el tenedor con el que se batían los huevos en beneficio de la batidora eléctrica. Se trata de prestigiar el gasto, de asociar el uso y consumo de determinados bienes a una forma más moderna y distinguida de vivir.

El american way of life hace entonces su tímida aparición en la publicidad y en el cine españoles. Sobre todo, se empiezan a prestigiar ciertos conceptos, no siempre bien vistos en una sociedad católica, tradicional y provinciana: La originalidad, presentada muchas veces como extravagancia; la juventud como desenfado, impresión y canon de belleza. El éxito con las mujeres, a causa de una bebida, un coche o una marca de camisas.

Sería demasiado largo enumerar cada uno de los conceptos que la publicidad ha manipulado en el corto espacio de treinta años. Del anuncio, en dibujos animados, de unos romanos con cuadrigas que se decían ¿Nerviosorum? ¿Un pitillorum? Y el pitillorum era marca Ben-Hur, hemos pasado al que invita a una jovencita a liberarse gracias al uso de un desodorante, o al de otra, en cueros vivos, que se baña con otro gel embotellado en un agresivo estuche con forma fálica y gravísima apelación subliminar.

Hemos pasado de la mujer que sólo entraba acompañada en los bares a la mujer que se desnuda en público en las playas y que se entrega a manejos eróticos en presencia de los viandantes; del joven que se liberaba con tintorro al que se destruye mejor y más de prisa con heroína; del matrimonio para toda la vida al más sencillo y temporal arrejuntamiento; de la misa dominical al desvirgamiento en la discoteca nocturna.

Sin necesidad de formular juicios de valor, algo es evidente: estos cambios notables han sucedido en coincidencia con el incremento casi insoportable de la publicidad y con el ingreso, de hoz y coz, en la sociedad de consumo. Así pues, se trata de un cambio generado en buena parte por los intereses de inversores, fabricantes y mercaderes o, lo que es lo mismo, un cambio dirigido y organizado para aumentar los beneficios de unas minorías.

Lo que está por ver es si estos cambios ayudan o no a vivir mejor a la totalidad de los hombres o si, por el contrario, son responsables del incremento de muertes prematuras, del de enfermos que acuden a la seguridad social, del de delitos de toda clase, del fracaso escolar —incluido el universitario— del de accidentes de toda índole y de la nueva extensión de la miseria.

Siempre el mismo dilema: La sociedad para el hombre o el hombre para la sociedad. La Sociedad Anónima, por supuesto.

16. Política

Los cambios de la sociedad, cuando son profundos, desembocan necesariamente en cambios políticos, y es evidente que una España metida de lleno en la universal sociedad de consumo debió obligatoriamente dar respuestas nuevas a los problemas nuevos. No es que, muerto Franco, España debiera cambiar: es que ya había cambiado con Franco y le urgía acomodarse a la nueva situación. Aumentar y flexibilizar la participación del ciudadano en la política, corregir los excesos que el capitalismo y las nuevas clases medias traían consigo. Y, evidentemente, articular mejor los mecanismos del justo reparto de la renta. Cosas fundamentales y casi urgentes.

En España se daban unas condiciones inexistentes en cualquier otra nación de la Europa Occidental: un índice de desarrollo sólo equiparable al del Japón industrializado. Una casi total independencia de las multinacionales y de los capitales extranjeros, o sea, del clásico poder internacional. Una elevadísima potencialidad de continuar ese desarrollo, lógicamente a costa de mercados ocupados por otras economías. Una estabilidad social envidiable, sin delincuencia notable, quizá más consecuencia de un pasable reparto de las rentas del trabajo que de un estado policial. Hoy, con cinco veces más policías, tenemos mil veces más de delitos, lo que no es lógico.

El cambio necesario se hizo por la vía de la homologación. Se eligió la democracia liberal, coronada con un embrión de federalismo que debía, en opinión de sus cándidos creadores, atenuar ciertos sentimientos separatistas. Estas decisiones, refrendadas por el pueblo, habían sido tomadas, sin embargo, por unos pocos individuos sin representatividad conocida, en Munich y en Baviera. En Munich pactaron las Internacionales políticas. En Baviera, reunidos con el sr. Rockefeller —de origen sefardí—, las Multinacionales financieras.

Que el pueblo español, tan independiente de criterios, acabara votando los acuerdos de una minoría en parte extranjera, sería sorprendente y hasta increíble si no tuviéramos en cuenta ni la capacidad de olvido ni la fuerza de la información masiva ni el tremendo poder del dinero. Tal vez nunca lleguemos a saber cuánto dinero internacional se invirtió en la operación, pero no fue poco.

Producido el cambio social, se produjo el político, entregando a los partidos los únicos cauces de participación del ciudadano en la cosa pública. Nótese que hoy no hay ni un solo partido con representación parlamentaria que no pertenezca a una internacional. Nótese también que cualquier otro grupo político exclusivamente español, desde el anarquismo a la Falange, ha quedado excluido. Quizá a causa de su maldad intrínseca, pero también consta que jamás tales grupos dispusieron de fondos para intentar siquiera una mínima campaña electoral.

Y el dinero para las campañas no lo da el pueblo, sino los bancos. La tercera fase del cambio ha sido igualmente notable: Con un gobierno de centro derecha, directo heredero del franquismo que se presentó en un principio como continuidad. Después con un gobierno socialista-marxista que se cambió,al poco, en socialista a secas. Luego con el fantasma de la UCD reencarnado en Aznar. Con los tres se redujo automáticamente nuestro índice de desarrollo, hasta ser negativo. Decreció la participación de las rentas del trabajo en el Producto Nacional, lo que equivale siempre a un peor reparto de la riqueza.

Los incesantes conflictos laborales encarecieron los productos españoles, restándoles competitividad, lo que en poco tiempo condujo a quiebras masivas de empresas y a paro no menos masivo. En doce años se pasó de un paro inferior a los cien mil desempleados a tres millones. Un récord para el Guiness.

Se llevó a cabo una reconversión industrial que consistió en nuevos cierres de industrias punteras y en nuevos despidos. Todo ello trajo una disminución de la producción española en casi todos los sectores.

Paralelamente el Estado fue aumentando sus gastos: De setecientos mil millones a treinta billones de Presupuesto Nacional va un buen tramo. Encima, se endeudó hasta una cantidad superior a 55 billones. A la vez, y como por casualidad, se permitió una mayor entrada de capital extranjero, la existencia de empresas sin participación española, el funcionamiento de bancos foráneos y muchas otras medidas que, en vez de favorecer la financiación de las empresas nacionales, permitían un neocolonialismo económico que saca de España altos intereses y plusvalías del trabajo que se detraen de la financiación de la economía española.

No es creíble que este cúmulo de hechos que han quitado a España productividad, competitividad nacional, índice de desarrollo, independencia económica y que han encarecido el precio del dinero hasta ahora mismo no tengan que ver con los pactos previos en Munich y en Baviera, de donde salieron los proyectos del postfranquismo y los créditos que permitieron que el Estado quedara sólo en manos de partidos de militancia internacional. En política no se dan estas casualidades.

17. Interior

La división de España en 17 autonomías, con 17 gobiernos,17 parlamentos y 17 administraciones, a medida que el Estado se debilitaba, favoreció el resurgir de los separatismos endémicos en una nación fraccionada físicamente por una difícil orografía y dividida económicamente en regiones muy ricas y regiones muy pobres, quebrando los básicos principios de solidaridad nacional.

Si un sistema federal, o semi-federal sirve para unir lo que está separado, sirve también para separar lo que ya está unido. Pero no está ahí la clave exclusiva del resurgir de los fanatismos separatistas propios del siglo XIX y anteriores, como tampoco lo está en la existencia de burguesías derechistas enriquecidas que aspiran a convertir su dinero en poder político, siguiendo el modelo de las burguesías que provocaron la Revolución Francesa.

Las regiones españolas no están separadas, como las alemanas y francesas, por una simple línea sobre el mapa. Las regiones españolas están encerradas por formidables accidentes geográficos: grandes cordilleras. El hecho de ser todas españolas y haber pasado por la misma historia explica que en ellas, en un momento u otro, se hayan producido brotes separatistas, desde los godos a las dos repúblicas, pasando por los reinos cristianos y los de taifas.

Esa separación física de las regiones está contrarrestada por la unidad de la península, que las condena a relacionarse pese a todo ya que más inviable es aún la relación más allá del Pirineo. Este difícil equilibrio entre lo centrífugo y lo centrípeto se altera de muchas maneras: la debilidad del Estado y la ineficacia de sus instituciones es una forma clásica, padecida exhaustivamente durante la Primera y la Segunda Repúblicas.

Las malas vías de comunicación es otro modo. Y el enriquecimiento de ciertas periferias a costa de otras regiones, otro más. También en este aspecto el débil Estado actual, en manos de partidos de obediencia internacional, ha llevado a cabo tres catastróficas medidas: Dejar de industrializar las regiones centrales y de crear en ellas pantanos y otras fuentes de energía. Abandonar el plan nacional de autopistas a la vez que cerraba miles de kilómetros de vías férreas, y dotar a las regiones más ricas de unos más altos presupuestos autonómicos, con capacidad de endeudamiento incluida.

Sólo a personas que desconozcan la más elemental historia de España se les puede ocurrir que no generar energía y, por lo tanto, desarrollo en el centro, que dificultar las comunicaciones interregionales y que financiar en exceso a las regiones ya desarrolladas y centrífugas no iba a provocar un desmedido incremento del separatismo.

O al contrario: cualquier español instruido —y los gobernantes lo están— sabe que con tales medidas se genera separatismo, ergo éste ha sido auspiciado como parte del proyecto de cambio político.

18. Cambio

Las consecuencias del cambio político están a la vista de todos: colonialismo político a través de las Internacionales y colonialismo económico a través de las grandes finanzas. Aumento desproporcionado del paro, de la delincuencia y del desigual reparto de la renta. Grave desequilibrio en los vínculos entre las regiones y declarado independentismo de varias de ellas. Increíble —e inamortizable— endeudamiento público. Desindustrialización. Usura bancaria. Descenso a ínfimos niveles de nuestro índice de desarrollo. Inflación. Retracción tanto de los mercados exteriores como del interior.

Una oportunidad de cambio, que hubiera permitido a España modernizarse social y políticamente para llegar con ventaja a su propio futuro, ha sido desaprovechada. Y esta clase de errores históricos, con o sin propaganda, acaban devorando a quienes los cometen. Tal ha sido el caso de UCD y tal parece ser el destino que aguarda al Psoe tras los sucesivos desengaños que ha proporcionado al pueblo que creyó en él y que, efectivamente, ansiaba cambiar.

El dinero que el Estado gasta en política y en políticos, en propaganda constante que, como mínimo, atenúe la realidad degradada; el que facilita en forma de créditos blandos, sin retorno, a naciones que pertenecen a su misma internacional o a otras que son competidoras directas, como Marruecos, se detrae de la inversión y, por lo tanto, del proceso productivo

El dinero que los bancos y las demás empresas multinacionales sacan de España, que es mucho, tampoco se invierte en nuestro desarrollo. Este proceso de descapitalización de la economía española es el que se aplicó con éxito a Sudamérica tras su independencia y el que la ha conducido a su conocida situación de pobreza e injusticia. Naciones ricas, como Brasil o Méjico, tienen a sus ciudadanos en la miseria porque su riqueza sale, íntegra, al extranjero.

¿Es éste el cambio que los españoles precisaban? ¿Es, al menos, el cambio que se les prometió? Pero mientras esto sucede así, un auténtico río de dinero fluye a los medios de comunicación para convencer a los ciudadanos, con teorías copiadas del Pangloss volteriano, de que viven en el mejor de los mundos posibles.

En el momento de escribir estas líneas, la televisión española da como verdades de fe que volvemos a ser la décima potencia industrial, que los precios bajan, que se crean mil puestos de trabajo diarios, que se vive un gran momento de reactivación económica, que hay más justicia... Y hasta se atreve a presentar como éxito el hecho de que pronto perderemos el Banco de España y nuestra propia moneda en beneficio del Mercado Común.

Como se ha dicho al principio, se nos somete a dos realidades: la que percibimos por nuestros propios medios y experiencias y la que nos sirven a través de la información masiva. Ambas son, en muchos casos, contradictorias. Y, cuando a un hombre se le somete a dos percepciones excluyentes, se le condena a la confusión.

Cuando las cosas son blancas y negras a la vez, buenas y malas, ciertas y falsas, se fuerza al hombre a romper con la realidad o, al menos, a no saber distinguirla de la fantasía: o fabricamos un esquizofrénico o fabricamos un psicótico. Nada distinto sucede a una sociedad compuesta por hombres confundidos: o es una sociedad psicótica, sumida en el delirio subjetivo, o es una sociedad esquizofrénica, alejada de la realidad y regida por otra realidad falsa. Tal sociedad enferma es incapaz de comportamientos normales y de sentimientos normales. Tal sociedad, bien lo vemos, puede aceptar la fealdad como belleza, la inversión como normalidad, la subversión como ley, el satanismo como religión, la ignorancia presuntuosa como sabiduría, la anécdota personal como categoría, lo subjetivo como objetivo, y, para abreviar, la esclavitud como libertad.

Y la esclavitud moderna no usa látigos, sino latiguillos, slogans.

19. Y recambio

España es una tierra de revoluciones anómalas o, si se prefiere, aquí no se ha consolidado ninguna de las que se han hecho. Aquí no ha quedado una Revolución Americana ni una Francesa ni una Garibaldina ni una Rusa. Recordemos la revolución liberal o la carlista, la Primera República o la Segunda. Los cambios bruscos son más posibles que en otras naciones pero fracasan

Las regiones españolas, condenadas a ser distintas, también están condenadas a convivir no sólo por sus semejanzas profundas, que el ojo extranjero distingue mejor que el nuestro, sino por el hecho geográfico: somos una península bien cerrada desde hace milenios. Además, nuestra capacidad de entendimiento con el extranjero es todavía menor que nuestra capacidad de entendimiento mutuo. Hoy muchos españoles tienen la sensación de que el llamado cambio se está haciendo lentamente, dando tiempo al tiempo, lo que, en principio, parece asegurar el éxito de la llamada revolución silenciosa, último invento dialéctico que nace para enmascarar la colonización de hecho que vivimos. Cito a D. Alfonso Guerra, Vicepresidente del Gobierno: En España hemos hecho una revolución silenciosa en las costumbres... Hemos hecho una revolución absolutamente tremenda. Y a Felipe González: Necesito 25 años para hacer el cambio

Pero lo cierto es que, como de costumbre, España se acostó franquista y se levantó democrática de esta democracia internacionalista. En días, apenas quedaron franquistas; apenas quedaron desconfiados de Europa; apenas quedaron católicos, al menos en las instancias oficiales. Esto no es ir despacio. Tampoco se fue despacio en la creación de las nuevas instituciones, de la nueva constitución, de las nuevas nacionalidades y autonomías. Ni en la disolución del Movimiento Nacional una vez que ganó las primeras elecciones para la UCD, ni en la degradación de la convivencia, ni en el recrudecimiento del terrorismo. Seis elecciones generales; tres referéndums y sólo Dios sabe cuántas elecciones autonómicas y cuántas crisis de gobierno tampoco son un dato objetivo para sostener la idea de la lentitud. Otra cosa es que la información, a pesar de las tajantes declaraciones de los prohombres no reconozca a las claras el hecho revolucionario ni la colonización. Pero lo cierto es que el cambio en España empezó como de costumbre: con un golpe de Estado y con la derogación de buena parte de las leyes anteriores. No interesa si eran buenas o malas, sino el hecho de que un Estado, con casi cuarenta años de existencia, fue sustituido por otro hecho de prisa y corriendo, tal vez improvisando.

Cambios así, si no se apoyan en una larga lucha, nunca se han consolidado en España. Empiezan de prisa y su propia inercia les obliga a acelerar: tal aceleración no hace más que profundizar en sus contradicciones y acrecentar su debilidad interna. De hecho, la aparición del separatismo, de cualquier separatismo, es la más clara demostración de esa debilidad, lo mismo que la presencia del pistolerismo —hoy llamado terrorismo— y el mayor o menor colapso de la justicia.

Con soberanía compartida o sin ella, con neocolonialismo o sin él, con políticos dependientes de internacionales o sin ellos, con sociedad de consumo que, sin embargo, genera miseria e insatisfacción, España sigue cultural y geográficamente separada de Europa, y los españoles, dispuestos a aceptar los próximos cambios con la misma facilidad.

Un día, pues, sobrevendrá indefectiblemente el recambio. El bienio liberal trajo a los conservadores. La Monarquía a la República, y ésta, a la monarquía en dos ocasiones en apenas cien años. Pero no está claro si esta clase de ciclos se repiten por una especie de maldición divina —lo que sería una memez pensar— o porque los cambios bruscos elevan a personas de poco talento que acaban cometiendo los errores típicos de los hombres de corta inteligencia.

Hoy el mundo, y no sólo España, reclama un método para superar este capitalismo que se devora a sí mismo. Un método que devuelva al hombre su protagonismo. Y aquí, en cambio, hemos aceptado la colonización. Frente al igualitarismo consumista y presuntamente democrático, lo inteligente es reconocer que las culturas nacionales son personalidades definidas e incambiables: tales culturas pueden y deben dialogar, pero no pueden ser sustituidas por una cultura artificial, de origen económico, que las igualaría, sí, pero después de destruirlas.

España, en particular, padece hoy de mal reparto de la riqueza, de bandolerismo, de pistolerismo, de politización de la justicia y de la vida cotidiana, de ausencia de transparencia oficial, de mala administración y de separatismo.

Excuso decir que el próximo cambio, si aspira a serlo, será un cambio hacia el orden y la eficacia, hacia lo apolítico entendido como la demostración de la ineficacia de los partidos. Hacia la sensatez, hacia la lógica y hacia la unidad. Y para unir a España a la vez que librarla de las invasiones extranjeras, sólo ha existido una fórmula de éxito en nuestra historia: generar riqueza en el centro. No en Madrid solamente, sino en las regiones centrales. Eso y comunicar las provincias mejor, no sólo con carreteras, autopistas, ferrocarriles y aviones, sino con medios de comunicación social que rompan el aislamiento intelectual y cultural de las regiones.

Cuanto más unida pueda estar España, tanto más imposible será el éxito de cualquier colonización, sea económica, cultural o militar. Y la unidad es lo natural en nuestras circunstancias geográficas y culturales. La división, como la actual, es siempre artificial, contraria a los intereses del pueblo y a su misma supervivencia

Por eso no es extraño que coincidan hoy en el tiempo las colonizaciones políticas, culturales y económicas y los separatismos: no podía ser de otra manera. No podía organizarse de otro modo si se aspiraba a tener éxito en el empeño de reducir a España, como a otras naciones, a la condición de mercado, a la situación de colonia.

20. Espacio informativo

En España suele ser un buen hábito leer la letra menuda de los periódicos de provincias: la mayor parte de los españoles, aunque choque profundamente los madrileños, vive en ellas y desde ellas piensa.

Sólo gracias a este método de lectura algunos pudimos enterarnos de una idea profundamente moderna y realista, además de peligrosa. Se expuso en un conciliábulo de separatistas, hoy llamados nacionalistas, organizada por la Diputación Provincial de Gerona. En ella trataban de encontrar el modo de crear una nación catalana.

Nación, como sabemos, puede tener tres significados: conjunto o totalidad de un país regido por el mimo gobierno; territorio de este mismo país, y conjunto de personas que tienen el mismo origen étnico, hablan generalmente la misma lengua y están ligadas por una historia común

Está claro que Cataluña está regida, mal o bien, por el mismo gobierno que Castilla o Galicia o Extremadura, a pesar de los minigobiernos autonómicos. También está claro que el origen étnico de los catalanes difiere muy poco del resto de los españoles y que han participado y hasta protagonizado la misma turbulenta historia que los demás, aunque con la invencible tentación de presentarse como víctimas de ella. Analizando objetivamente las anteriores definiciones, queda el idioma catalán, minoritario pero vivo, como hecho diferencial. Y a él apela el conjunto de separatistas catalanes de izquierda y de derecha. El idioma se les ha convertido en única y privilegiada herramienta política, lo que, bien mirado, hará peligrar la supervivencia de la lengua catalana en un futuro no muy lejano.

Explicado esto, un grupo de marxistas catalanistas o de catalanistas marxistas —no está clara la preponderancia— tuvo una intuición que yo llamaría genial y definió la Patria, o, mejor, la nación, como un Espacio Informativo en el que toda la información se da y se recibe en la misma lengua. Nación no es sólo eso pero lo dicho por ellos supone una gran verdad de trabajo.

Otra de las grandes contradicciones del momento español es que los grupos políticos intentan disolver la nación verdadera con apelaciones a la modernidad de los tiempos, a la antigüedad del concepto de Patria, a la soberanía compartida, o sea, restringida, y al nuevo orden mundial. Pero los mismos grupos o, al menos, las mismas ideologías, tratan de crear auténticas Patrias donde no las hay, presentándolas como progreso, necesidad de los tiempos, etcétera.

No hace falta ser un superdotado del análisis para deducir que se usa a la patria pequeña para desarticular a la Patria grande y de ello sólo puede resultar debilidad del cuerpo social y pérdida de la necesaria independencia.

Así las cosas, esos fanáticos catalanistas descubren un modernísimo principio de la unidad nacional: un espacio informativo ocupado por el mismo mensaje y en el mismo idioma. Leyendo la ponencia se descubre el proceso que esperan desencadenar: primero, extensión, aunque sea por imposición, de la lengua catalana, que debe de ser la única usada en los centros de enseñanza y en los medios de comunicación. Segundo, secesión de España, porque los habitantes que se comuniquen sólo en catalán no serán, según ellos, verdaderamente españoles.

De hecho, la enseñanza superior en Cataluña, Baleares y buena parte de Valencia ya se imparte sólo en catalán. La mayoría de la enseñanza media está en la misma situación, lo mismo que la EGB. De entre los medios de comunicación, por una primera cadena de televisión en español existen dos en catalán, más las autonómicas de Baleares y Valencia: cuatro contra una. La prensa cuenta, como la literatura, con gran número de publicaciones en catalán, a pesar de que se vende menos y de que una enorme población de las provincias afectadas prefiere todavía leer en español.

Este sofisticado método separatista, mucho más inteligente y eficaz que las bombas, está alcanzando rápidamente sus objetivos y pagando los gastos con asignaciones de los presupuestos del Estado. En Cataluña gobierna su burguesía, en Valencia el socialismo y el Baleares la derecha de A.P., pero estas formaciones tan opuestas coinciden, ¡qué casualidad!, en la creación consciente del ya explicado espacio informativo. Hasta el gobierno "central" financia con dinero de todos la imposición del catalán.

Si es así, que lo es, será forzoso concluir que parte del fenómeno separatista tiene su origen fuera de las provincias secesionistas y, encima, está pactado entre dispares fuerzas políticas. ¿Qué pretenden con ello? ¿La consolidación de una España independiente y unida o la disolución de una vieja Patria?Pero lo que es una inteligente medida para la creación de una nueva Patria, puede ser inteligente medida para reforzar una Patria auténtica como es España. El mismo estado debe saber esto, tanto por sus policías como por los gobernadores civiles. Sin embargo TVE y Radio Nacional han permitido, e incluso forzado, la creación de canales y emisoras que sólo emiten en lenguas distintas de la española. ¿Con qué objeto? ¿Para defender y reforzar la unidad de España?

Estamos, una vez más, frente a la farsa. Inteligente, atrevida, pero farsa al fin y al cabo. Pero ello no disminuye la verdad del concepto de Patria como espacio informativo, como trama de múltiples informaciones en un mismo idioma y desde una cultura única. Quizá es esta la razón por la que fracasaron todos los separatismos anteriores y todas las invasiones anteriores. Ahora, en cambio, los riesgos son mayores y todo, hasta la voluntad política de Madrid y de Bruselas parece conducir directamente a la disolución de los lazos nacionales entre los españoles.

—El cambio de costumbres, hasta el punto de que ya no hay costumbres.

—La existencia de un medio de comunicación, la tele, que alcanza a treinta millones de españoles y que elimina la tradicional pereza hacia la lectura de información

—La creación desde televisión, radio, prensa y editoriales de múltiples espacios informativos que sustituyen al espacio español

—La confusión de lenguas que, lejos de facilitar el entendimiento, ahondan en las diferencias.

—La progresiva sustitución de nuestra rica cultura común por culturas parciales, en muchos casos importadas o inventadas.

—La entrega de la justicia, de las comunicaciones y de la cultura a los partidos, que son grupos particulares, como su nombre indica.

—La pérdida de la misión socializadora de la familia y la buscada confusión entre educar y liberar.

21. Futuro

¿Puede España atravesar, como tal, este agitado fin de milenio para alcanzar el 2001 como Patria común capaz de resolver los problemas de todos? Dos mil años de inercia española, quinientos de unidad, son un peso demasiado fuerte para poder ser liquidado en 20 años de trabajos en contra de la unidad

La misma geografía, que es inmutable, trabaja a favor de esa unidad, aunque a la vista está que el separatismo aumenta de día en día.

El turismo, fenómeno de masas, también favorece la unidad. Cuando nuestra sociedad recibe a un número de extranjeros superior al de españoles, aparece la xenofobia más o menos disimulada. El turismo no es una verdadera invasión por cuanto sólo se trata de una invasión temporal, pero, en cambio, se percibe como auténtica colonización.

Sabemos que la colonización real se lleva a cabo con partidos, con sociedades anónimas, con dinero y con información, pero, al ser solapada, no llega a percibirse conscientemente por la mayoría. La presencia física del hombre extranjero, en cambio, sí se siente como algo que amenaza directamente a nuestra independencia e integridad.

Y esta circunstancia hace que se despierten sentimientos nacionales. Groseros y poco profundos en ocasiones, pero capaces de reclamar de nuevo la atención sobre la idea de la Patria y de la independencia. Otro elemento que dificulta el avance rápido de la desmembración de España es el creciente fanatismo de los separatistas, cuyos excesos e irracionalidades generan estados de opinión negativos. Los modos dictatoriales, las imposiciones que suelen adoptar, despiertan muchas conciencias, en principio neutrales o apáticas.

Pero éstos no son más que frenos que dificultan sólo en parte un proceso desintegrador, cuidadosamente organizado, en el que se invierten billones de pesetas. La única verdadera forma de pararlo es darlo a conocer. Como en el psicoanálisis, cuando el enfermo comprende la razón de su enfermedad, se cura.

Si España entera comprendiera que está soportando una invasión silenciosa que, para mejor desarmar a nuestra sociedad, busca su división y su confusión, el peligro habría desaparecido al quedar reducido a la exigua minoría que lo desarrolla.

Pero, ¿quién difunde un mensaje prohibido a través de unos medios absolutamente controlados o mediatizados? ¿No hemos quedado en que el poder hoy es, en España y en casi todo el mundo, un largo y prepotente monólogo a través de los medios de información; una complicada y elocuente publicidad?

22. La mayoría gobernante

Tras cinco años de poder absoluto, con su infiltración en la administración del Estado y su conquista del Consejo del Poder Judicial, el Psoe tenía en Enero de 1987 sólo 185.664 militantes, de los que sólo el 70% pagaban cuotas y sólo el 20% tomaron parte activa en alguna campaña. Para colmo, sólo el 6% está entre los 18 y 25 años, mientras que la mayoría supera los cincuenta.

Este número de militantes representa apenas el 0,5% de la población. Tal masa consigue sin embargo un 30% de los votos y, con sólo un 20% de militantes activos, está claro que tal éxito no depende de la actividad de los socialistas, sino del uso oportuno de los medios de información, del férreo control ejercido sobre televisión y de un constante gasto de dinero que, lógicamente, no sale de ese 70% que paga sus cuotas, sino de los bancos y de los presupuestos generales del Estado.

La democracia es, en resumidas cuentas, publicidad pagada, control informativo, monólogo del poder que el pueblo escucha entre atónito y paciente. Ya hemos hablado del decorado de la farsa: voluntad popular, soberanía que reside en el pueblo y libertad de elegir. También la casa Coca Cola podría justificarse así, pero lo cierto es que, sin publicidad, no vendería tanto líquido oscuro.

Es más, si el votante tuviera que pagar por su derecho a votar el equivalente del precio de una lata de Coca Cola, los votos del Psoe y de los demás partidos descenderían alarmantemente. En cambio, emitido el voto, el Psoe sabe cómo resarcirse de los gastos a través de una diligente labor de sus inspectores de Hacienda.

O suponemos que el proceso de comprar Coca Cola es un ejercicio de libertad democrática, o concluimos que el voto electoral, tras las masivas campañas de quienes tienen dinero que gastar y promesas que vender, no entraña libertad alguna, sino un cuidadoso trabajo de intoxicación psicológica. En cualquier caso, entre el poder y el elector sólo están los medios de información actuando en un espacio prácticamente vacío de otras relaciones más humanas. Entre el Poder y el individuo no existe interrelación digna de tal nombre, salvo el derecho a la pataleta tras cada una de las decepciones y promesas incumplidas

La batalla política es una lucha entre depuradas técnicas de información y entre presupuestos que permiten intensificar más o menos los mensajes. Los mismos mitines sólo sirven para ser explotados como éxito en la retransmisión televisada del mensaje.

Evidentemente, cuanto más nutrido es el bombardeo publicitario, más difícil resulta recordar los motivos de queja acumulados en los tres o cuatro años anteriores y hasta más difícil distinguir la mentira. Que a esto se le llame libertad de elección no deja de ser una paradoja: bien claro está que las técnicas publicitarias sirven para obligar al hombre a hacer lo que desea el anunciante, o sea, para implantarle ideas

Si se quiere libertad, no hay más que prohibir la publicidad y permitir que los sucesivos candidatos lean sus programas sin más añadidos, sin músicas electrónicas, sin maquillajes, sin señoritas estupendas. Eso, y una cláusula que penalice con la cárcel a quien haga una promesa que no cumpla después.

Esto, como se pueden imaginar, no sucederá nunca.

Y, mientras tanto, el que quiera alcanzar una auténtica democracia, evitar la colonización, rescatar su libertad y vencer a los falsarios adinerados, tendrá que enfrentarse a estos hechos:—La política es hoy publicidad hecha a través de los medios de información.

—Para poder pagar esos medios hace falta muchísimo dinero.

—Para disponer de tales cantidades es necesario recibirlas de los financieros.

Luego ellos son los árbitros de nuestra libertad y los que verdaderamente seleccionan a partidos y a candidatos. Lo posterior es puro trámite exigido por el decorado de la Democracia Liberal de hace dos siglos.

23. Alternativa

Hacer política es transmitir información susceptible de ser creída y transmitirla con intensidad. ¿Cómo consigue esto un movimiento sin patronos, sin kapos, sin amos, dispuesto sólo a defender los intereses de su pueblo? No lo consigue, y ahí está la demostración del Parlamento Español.

Las emisoras de radio, si aspiran a cubrir un espacio local, son baratas. Pero están prohibidas. Necesitan un permiso aun en contra de la Constitución. Casi lo mismo puede decirse de las emisoras locales de televisión, posibles a partir de los dos millones. Y, claro, también están prohibidas.

Las fotocopiadoras son aún más económicas y parece que el pueblo soberano hace un intenso uso de ellas, con mayor o menor acierto. Pero la importancia de la información escrita es mínima en el conjunto de la información que recibe diariamente el ciudadano. Los ordenadores, y su conexión vía modem, están todavía muy poco introducidos como para poder dar lugar a un nuevo y económico medio de comunicación con verdadero impacto en la sociedad.

¿Es posible, pues, romper esta dictadura informativa que, en resumidas cuentas, hace posible esta otra dictadura política que ha descubierto las excelencias de los modernos lavados de cerebro?

El único camino posible no está en competir con los medios creando otros igualmente costosos e insostenibles sin padrinos, sino en combatirlos. La única defensa está en demostrar la parcialidad, la venalidad, la fría hipocresía y el cinismo de los mensajes difundidos.

Si a todos nos consta que los medios mienten por dinero y por poder, sus informaciones quedan inutilizadas. Y, créanme, mienten. Y, a causa de la dinámica de la mentira, cada día mienten más.

Parte segunda

24. La Edad Final

Ya se acerca, Señor, o ya es llegada
la Edad Gloriosa.

Hernando de Acuña.
 

Existe unanimidad sobre la aceleración del cambio que está sufriendo el mundo. Nuestra época, más que ninguna otra, ha supuesto el salto entre dos formas de vida y, sobre todo, el fantástico e inquietante desarrollo de las ciencias, la economía y la tecnología. Hay quien ve en todo ello una especie de Edad de Oro Occidental y gasta tiempo precioso entonando presuntuosas cifras: hoy viven más científicos de los que ha habido en todas las otras épocas juntas. Los pobres de hoy viven con más comodidades y riqueza que Felipe II. Los hombres están cada vez más instruidos. Se han vencido las enfermedades epidémicas.

Hay quien, por las mismas razones, compone himnos funerarios: Nunca, hasta ahora, había existido tanta pobreza en el mundo. Nunca había muerto tanta gente de hambre y miseria. Se aproximan a 200 las guerras que ha habido desde el final de la II G.M.

Y lo peor es que es verdad tanto lo que dicen los eufóricos como los pesimistas. Es cierta la riqueza y es cierta la miseria. Son ciertas las guerras como lo son también los sentimientos pacifistas de la población europea. En otras palabras: nuestro mundo está desequilibrado.

El innegable desarrollo de un buen número de ciencias, el asombroso auge el comercio mundial, el aumento de la población y de la longevidad, las nuevas energías y la tecnología, han cambiado la forma de vivir de millones de personas. Pero esta edad de oro de las ciencias y de la economía no ha venido acompañada por el desarrollo de las ciencias sociales. Mientras usamos máquinas del siglo XXI, organizamos nuestras sociedades con arreglo a sistemas del siglo XIX.

Casi todo ha cambiado radicalmente desde principios de siglo hasta hoy: las macrourbes, los medios de comunicación social y física, las profesiones, la familia nuclear, la mujer como elemento de consumo y ,ya, de producción, la salud, el culto al cuerpo, la publicidad, la pérdida el patrón oro, el acceso a la instrucción, la masificación de las universidades, la empresa y los empresarios, el concepto mismo del amor y de matrimonio, la religiosidad...

Algo, sin embargo, sigue ofreciendo el mismo aspecto, la misma fachada ideológica, la misma justificación moral: El Estado. En principio parece chocante y raro que una sociedad profundamente distinta a la de 1900, más numerosa, rica, instruida, industrial, móvil y comunicada, siga manteniendo instituciones iguales o semejantes a las de entonces, desde la Monarquía Liberal a los sindicatos de clase, pasando por la participación exclusiva a través de los partidos políticos.

Si nuestro mundo actual ha tenido que inventar nuevas profesiones, nuevos métodos de financiación industrial, nuevas relaciones familiares y laborales, ¿cómo es posible que tales cambios profundos no hayan alterado también la forma de organización política y social?

El mundo es otro, pero nuestras respuestas a sus nuevos problemas y desafíos aún no lo son. Para bien o para mal, pretendemos gobernar igual a dos sociedades diferentes; pretendemos aplicar soluciones viejas a problemas nuevos; pretendemos ajustar la realidad a la teoría obsoleta, envejecida.

Ahí está la base del desequilibrio que todos percibimos. Ahí está una de las razones de multitud de actitudes estériles y de ciertos fracasos sociales que, como vemos todos los días, incrementan la conflictividad social y la delincuencia, la agresividad de los individuos y su capacidad para realizarse como hombres.

La decadencia rara vez tiene que ver con la pobreza de una nación: la pobreza acaba siendo consecuencia de la decadencia. La Roma decadente es una sociedad rica, pero injusta. La España decadente también es rica y, además de injusta, incapaz de convertir el imperio en otra cosa. La decadencia actual, en el apogeo de la economía de mercado, es sobre todo un desequilibrio: el mundo del siglo XXI encerrado en las ideas del siglo XIX. Situación esterilizante como pocas, de espaldas a una realidad distinta y necesitada de una nueva y más práctica organización.

25. Motores sociales

Que la sociedad cambia equivale a afirmar que algo la hace cambiar. La aniquilación de Cartago y la ocupación de Grecia hicieron cambiar a Roma. El triunfo de los valores cristianos cambió el mundo antiguo hasta el punto de cambiar de época: la Edad Media. El descubrimiento de América cambió la monarquía española y, también, la historia de la humanidad.

Acontecimientos precisos han sido clarísimos motores del cambio de la humanidad; cambio progresivo, como el Renacimiento, o regresivo, como la Revolución Rusa. ¿Qué acontecimiento o conjunto de ellos ha modificado nuestro mundo? Todavía muchos señalan a la Revolución Francesa. La Americana y la Francesa supusieron, efectivamente, un cambio formidable en la moral y en la justificación de las sociedades: La Libertad para el Pueblo; el Estado al servicio de todos y abierto a todos, accesible a las mayorías de cada momento. La igualdad de los hombres en derechos, en deberes y frente a la ley.

Tales revoluciones, en la práctica, supusieron además otra cosa: la sustitución de las clases dirigentes. La aristocracia suplantada por la burguesía; el terrateniente pospuesto por el patrono de la primera revolución industrial; el Rey hereditario cambiado por un rey electivo y a plazo fijo: el Presidente.

Estos cambios importantes sucedieron en una sociedad con poca prensa y menos libros; en una sociedad mayoritariamente analfabeta, que viajaba en carro, en diligencia y en veleros y, más adelante, en locomotoras y extraños barcos de vapor. Una sociedad todavía agrícola que inventa la figura del proletario, que inicia el trasvase de los desheredados del campo a la ciudad, que convierte al siervo y al colono en obrero sin cualificar y que, luego, lo explota como no se había explotado al hombre desde los tiempos de la esclavitud romana y de la Alta Edad Media

La aparición de los socialismos, libertarios o marxistas, es un fenómeno lógico, impuesto, precisamente, por la aparición de una nueva clase de señores que traen con ellos una nueva clase de explotación. Los daguerrotipos el siglo pasado que nos muestran a los niños mineros ingleses y a las mujeres obreras francesas; las novelas de Dickens, que reflejan ese agusanado mundo de miserias, demuestran la necesidad que tuvieron los hombres de entonces de reaccionar frente a tales formidables injusticias. Todo eso, por fortuna, pasó. Curiosamente, las naciones que más practicaron esta odiosa explotación —jamás tan inhumana en España— pasaron a convertirse en Estados poderosos por una elemental razón: el dinero necesario para una vida digna, al escatimárseles a los proletarios, pudo ser capitalizado por los patronos y reincorporado al proceso productivo. La miseria de aquellos hombres generó capitales que permitieron un mayor desarrollo industrial. A costa de los desheredados, por supuesto, pero no por ello menos capaz de financiar empresas cada vez más poderosas.

Así pues, antes de la Revolución Francesa la principal fuente de riqueza y de poder estaba en la tierra, y los poderosos eran los terratenientes: la aristocracia. Después de la revolución la principal fuente de riqueza se traslada a la industria: los poderosos son, como señalaron los socialismos de entonces los propietarios de los medios de producción, los patronos, la burguesía que, en algunos casos, compra títulos nobiliarios para adornarse con plumas ajenas.

Pero este constante aumento del capital disponible, a costa del trabajo mal pagado, trae forzosamente el desarrollo espectacular de la banca: el clásico sector de servicios. La banca, ya con formidables capitales, puede entonces convertirse en un superpatrón anónimo hasta el punto de que, en nuestros días, la mayor parte de las grandes empresas pertenecen a un banco. De nuevo la fuente de riqueza y de poder cambia de lugar. Si antes estuvo en la agricultura y, luego, en la industria, ahora está en el dinero: producir dinero, o crédito, es hoy el mejor negocio.

¿Está, pues, en el dinero, el motor social de nuestros días? ¿Es el dinero el que organiza y dirige nuestros cambios sociales con el presumible objetivo de ganar aún más dinero? ¿Qué acontecimientos son los que marcan la frontera entre el poder como consecuencia de la industria y el poder como consecuencia del capital que ella ayudó a formar?

Los acontecimientos son demasiado recientes para poder señalar una fecha exacta a partir de la cual el mundo vuelve a cambiar de signo: entre la Primera Guerra Mundial, donde coinciden la Revolución Rusa y la primera intervención extraeuropea de Estados Unidos, y la Segunda, a cuyo fin, el capital internacional compra materialmente la media Europa no entregada a Stalin. Este último acontecimiento coincide con el uso de la energía atómica: el mundo abierto por la Revolución Francesa había dejado de existir de hecho con un gran petardazo. De derecho, en cambio, pervive, convertido, eso sí, en una triste y estéril caricatura ideológica.

26. Dinero para todo

Gracias a la explotación proletaria del siglo pasado, cruel e ignominiosa, y, más aún, al abandono del Patrón Oro, nunca ha existido en el mundo tanto dinero como ahora. Dinero en muchos casos ficticio, dinero como crédito más que como realidad, pero bien fundamental sobre el que se asienta el tinglado político e internacional actual

Aunque usemos la misma palabra para designarlo, conviene advertir que el dinero de hoy no significa lo mismo que el dinero de hace cien años, ni mucho menos que el de hace mil. El dinero como bien escaso de general aceptación, según su vieja definición, se ha convertido en un producto de consumo más: No sólo se compra y se vende, también se fabrica a sí mismo y, sobre todo, ha adquirido una definida dimensión metafísica. Sí: metafísica, digo, y no es posible meditar sobre él sin atender a este nuevo aspecto del dinero que implica creer en él además de usarlo y, al mismo tiempo, reconocerle su absoluta trascendencia política

Es evidente que el dinero siempre ha tenido una gran importancia. Salvo en el caso de los enfermos de avaricia, para los que era un fin en sí, el dinero tuvo un carácter instrumental: era un medio que facilitaba la consecucion de ciertos fines. Pero un medio. Poseer dinero siempre fue, por ejemplo, un medio para alcanzar poder o el Poder

Todas las sociedades organizadas han dispuesto de dinero. Todas las que consiguieron una hegemonía o un imperio, tuvieron un delicado y bien ajustado sistema monetario lo más estable posible, lo que aseguraba también la estabilidad de la sociedad. Pero el dinero, bien de general aceptación, no fue nunca artículo de fe. En otras palabras: todas las sociedades usaron el dinero, pero muy pocas creyeron en él como valor absoluto.

Podría incluso sistematizarse la historia de la humanidad a partir de su Fe Absoluta predominante. El Egipto faraónico, por ejemplo, cree sobre todas las cosas en la vida tras la muerte y en torno a esta fe organiza su vida, su sociedad y hasta su más notable arquitectura. La Grecia de Pericles cree, sin duda alguna, en la verdad, una verdad materialista que lleva a Leucipo a imaginar el átomo, o una verdad metafísica, platónica, la idea explicada en el Mito de la Caverna.

Roma, más amplia y compleja, parece creer en el hombre y, casi desde Rómulo, en una misión universal que sirve con un despiadado espíritu práctico. La Edad Media, el más acabado ejemplo, cree en Dios. Dios para los medievales, incluso para los más heréticos de ellos, es la verdad indiscutible. Podríamos continuar asignando al renacimiento la figura del hombre como creador, del hombre activo cuya misión es la de completar la creación de Dios. Y a la época de la Revolución Francesa le correspondería la idea predominante de la libertad unida a la igualdad de los hombres: se cree ciertamente en ello. El Romanticismo equivale a la sublimación y exageración de esa libertad, mucho más individualista.

Lo que parece cierto es que cada época ha tenido su propia jerarquía de valores y que su primer lugar ha sido ocupado por uno u otro concepto en el que se ha creído firmemente. Este concepto rector, indiscutible incluso para quienes lo combatían, ha generado en cada época una organización social, una política, unas guerras y una filosofía. En nuestro tiempo muchos hombres de sensibilidad creen en la verdad. Muchos creen en Dios. Otros creen en la libertad y no pocos en la vida perdurable. Pero todos, con alegría o con disgusto, a favor o en contra, indignados o alegres por ello, creen en el dinero como elemento esencial para vivir. Todos, los religiosos y los ateos, los verdaderos y los falsarios, saben que el dinero es necesario tanto para la salud como para acceder a la cultura. Y todos, con más o menos empeño, intentan ganarlo. También lo intentaban nuestros antepasados, pero, desde luego, mucho menos seguros de su valor universal

El dinero está convirtiéndose, aceleradamente entre los más jóvenes, en el número uno de su jerarquía de valores. Si para un escolástico o para un místico la posesión de Dios era la felicidad suprema, cada día hay más personas entre nosotros que creen que la felicidad suprema o el supremo objetivo es la posesión del dinero, y no sólo por lo que con él se puede comprar, sino porque es el bien más elevado, el de más categoría. En esta época que hemos empezado hace tan poco, la gente tiende a creer en el Dinero del mismo modo que el medieval creía en Dios o el griego clásico en la sabiduría: no se concibe un mundo sin dinero como no se concebía un mundo sin Dios: imposible.

En función del dinero se escoge profesión o se sirve a una ideología. Ciertamente es el dinero el que hoy mantiene el mundo en marcha, la sangre de nuestras sociedades occidentales, hasta el punto que un gran desplome de la Bolsa supondría el fin de nuestra actual civilización.

El dinero ya no es un convenio, una base para el intercambio de bienes. Es algo en sí, y hasta una idea. Las cosas son buenas o malas en función de su valor en dinero: un coche de tres millones o de medio. Esta asignación de precio describe mejor el objeto que la descripción de su forma y color. El profesional es tanto mejor cuanto más dinero gana. El arte es o no es según su cotización en el mercado.

Una sociedad que ha alcanzado un grado de intercambio económico tal que el nuestro, nunca visto hasta ahora en la historia de la humanidad, forzosamente debía generar esta nueva concepción del dinero. Concepción que todavía choca con las valoraciones morales, sean cristianas o difusamente humanistas. Pero no por ello es menos real. No por ello es menos cierto que hoy existe y circula más dinero del que ha habido jamás sobre el planeta. No por ello el dinero, sus sacerdotes bancarios, deja de ser la principal y casi exclusiva fuente de poder

De poder y de dominio. Si antaño el dinero armaba a los ejércitos, hoy es él mismo un ejército: modela la política, cambia los estados, dicta las leyes, domina y canaliza la información, dirige el rumbo de la ciencia, convence a los ciudadanos y, en el proceso, sigue produciendo nuevo dinero.

Dichosos los que creen que la peor amenaza que padece la humanidad es la bomba de hidrógeno: la acumulación de una ingente cantidad de dinero es más peligrosa, explosiva y aniquiladora.

27. España y el Becerro de Oro

Cuando en 1975 murió Franco, tras él no dejó tanto un vacío de poder como un vacío de mercado. Sus primeros herederos, nombrados aún por él mismo, se apresuraron a hablar, en hermosos períodos, del trance de pasar del poder personal al poder popular y de la necesidad de "devolver" la soberanía al pueblo.

Mal asunto cuando alguien habla de soberanía y mucho más si pretende regalarla a cambio de nada: pocas cosas huelen peor ni suenan más a patraña. Y más cuando existía un Estado formado por una serie de instituciones que llevaban años funcionando, alguna con eficacia superior a las que las sustituyeron. Mal asunto cuando el heredero se desprende de la herencia, pero, mira por donde, sigue en el machito.

Lo que de verdad no existía en la España de 1975 era la red internacional del Poder. La entrada y la consolidación de esa red era la única razón objetiva de la necesidad de ese cambio—ruptura tan elocuentemente cantado por los legítimos —sí,legítimos— herederos del Estado que creó España bajo el mando de Franco

De todos es sabido que unos años antes, primero en Munich y en Austria después, se había organizado el postfranquismo. Los partidos políticos permitidos en el mundo occidental y encuadrados en internacionales, junto con sus representantes españoles, decidieron en Munich cómo debía ser el futuro español. Sin contar con la voluntad expresa del pueblo, por supuesto.

La medida fundamental, claro está, consistía en reducir todos los cauces de participación del ciudadano al uso de los partidos. En otras palabras: a nombrarse a ellos mismos como los únicos legitimados para escuchar, recoger y ejecutar la voluntad del pueblo, con exclusión de cualquier otro camino representativo, tanto sindical, familiar, de colegio profesional o municipal.

La segunda necesidad, urgente y complementaria, consistió en exigir la "homologación democrática", es decir, la implantación de un conjunto de instituciones, leyes y alianzas que imitaran en España el funcionamiento de otras naciones homologadas ya y, lógicamente, gobernadas en exclusiva por unas u otras de las internacionales presentes en el llamado contubernio. Si Munich significó un reparto político de España, en Austria se llevó a cabo algo más fundamental: su reparto económico. En realidad en Austria, una serie de representantes de la Gran Banca decidieron sobre Portugal y España: cómo cambiar sus Estados a través de revoluciones incruentas —que no dañaran el género— y cómo, posteriormente, explotar a los cincuenta y tantos millones de ciudadanos.

Esta reunión financiera era, con mucho, la más importante de las dos que comentamos, porque el poder real de los políticos homologables era nulo. Un escindido reciente del Psoe ha explicado que en el 75 tal partido no contaba con tres mil militantes. Peor debía ser la situación de la Democracia Cristiana que, posiblemente, tampoco dispone hoy de esos tres mil secuaces. El comunismo, más operativo, tampoco tenía masas qué aportar.

Fuera del régimen de Franco no había nada: un puñado de disidentes y otro puñado de aspirantes a gobernar. Si las finanzas mundiales no tomaban cartas en el asunto, las posibilidades del cambio político, de la sumisión del Estado a los partidos, eran nulas.

Los que recuerden con claridad los primeros años de la transición disponen de un resumen del método operativo de nuestros tiempos: presiones internacionales, psicológicas y posiblemente económicas, a los herederos del régimen para convencerles de que, puesto que las cosas iban a cambiar, les convenía unirse al cambio. El pueblo lo reclamaba así. Las masas comunistas y socialistas podían echarse a la calle.

No existían, como sabemos ahora, tales masas. El pueblo español, después de despedirse sinceramente de Franco, no hacía más que aguardar. Los medios de información empezaron a hablar diariamente de líderes desconocidos, que mandaban partidos no tan desconocidos pero, eso sí, aún prohibidos. No obstante tales partidos y sus jefes evolucionaban a la luz del día sin que nadie pensara en hacer cumplir la ley y "trincarles." En realidad había empezado una amplia y carísima campaña de relaciones públicas para fabricar los nuevos líderes del futuro: de entre ellos saldrían quienes abrieran España a la invasión económica mundial, pagando así su acceso al poder. Tales hombres eran, antes que políticos, una inversión de las finanzas mundiales.

La primera promoción de políticos herederos de Franco, cumplido su suicidio ritual, ignoro si pagados o simplemente engañados, fueron cesados y el poder pasó a la segunda ola, ya híbrida de franquistas de franquistas y conspiradores. Estos debían cambiar el Estado y sus instituciones desde dentro, puesto que lo conocían bien. Por otro lado, ciertos poderes bien reales, como el ejército, no hubieran aceptado en 1976 un gobierno socialista, pero sí uno presidido por el penúltimo ministro secretario general del Movimiento.

No es casualidad que mientras la actividad política española se entregaba maniatada a la exclusiva actividad de los partidos internacionales, la economía entrara en un período de rápido y preocupante retroceso: este era, en realidad, el objetivo fundamental.

Recordemos que hemos señalado el final de la Segunda Guerra Mundial como una de las fronteras del cambio de época o, si se prefiere, como el hito en que las grandes acumulaciones de capital, sin abandonar la economía, pasan a ejercer una inteligente actividad política.«A fin de cuentas —debieron decirse en algún momento— un Estado es una gran empresa, capaz de dar más beneficios a cambio de menos inversión. El Estado no necesita producir nada para cobrar sus servicios.»

Pues bien: como el régimen de Franco había nacido antes de esta fecha y, después, con el bloqueo, fue condenado a sobrevivir en el aislamiento, España no había tenido más remedio que generar sus propios capitales durante una larga y hambrienta posguerra.

Como en el caso de los obreros europeos del siglo pasado, los españoles, con bajos salarios, con escasez y con hambre, acabaron generando con su plusvalía unos capitales sólo españoles que se reinvertían una y otra vez en el proceso productivo, generando, poco a poco, nuevos puestos de trabajo. Este sistema empezó a dar buenos frutos en los últimos años cincuenta y en los 60 colocó a España en el primer lugar de los índices de desarrollo.

¿Qué había sucedido? La plusvalía del trabajo español se quedaba en España. El ahorro español, el capital español, a través de bancos españoles, se reinvertía en la economía española. Las leyes eran estrictas y dificultaban la entrada de capital extranjero, amén de no permitirle el control de ninguna empresa en nuestra nación: casi ningún dinero español, ninguna renta del trabajo español salía de aquí para alimentar a la banca internacional.

Un proceso inverso, el pago permanente de rentas al capital y a la empresa extranjera, convirtió a Suramérica en un conjunto de naciones bananeras y la sumió en la espiral de la pobreza: las plusvalías del trabajo de sus hombres salen del país y sirven para generar riqueza y puestos de trabajo en las naciones industrializadas.

El vacío de mercado que decíamos que Franco dejó tras sí al morir es, precisamente, esto: la economía española, floreciente como nunca, conquistaba mercados, permitía pocas importaciones, hacía frente a las inmovilizaciones productivas sólo con capital español y, encima, no permitía la entrada en España ni de empresas mayoritariamente extranjeras ni de sus bancos matrices.

No es que España estuviera separada políticamente de Europa: no era una democracia liberal pero era, desde luego, una nación occidental. Era que España estaba separada del formidable flujo del poder mundial y había llegado del momento de crear no sólo un estado satélite sino de hacerse con la explotación de un mercado de cuarenta millones, con otros cincuenta millones de turistas: un negocio nada desdeñable.

No es, pues, casualidad que, so pretexto de democratización, se liberalizara la legislación sobre empresas y bancos extranjeros, más la libre entrada de capitales. Tampoco es casualidad que las empresas que iban a ser compradas por el extranjero sufrieran primero huelgas muy serias para rebajar su valor de venta. Ni casualidades son que, con tal política de internacionalización de la economía nacional, el paro haya crecido y siga haciéndolo: es la espiral bananera ya explicada. Por último, en este año de 1988, se suceden las noticias que nos hacen comprender que casi toda la banca "nacional" tiene muy buena parte de sus acciones en manos de capital extranjero.

En tales condiciones, el desarrollo español, que fue la esperanza de un futuro mejor, se ha truncado. La soberanía nacional, en un entorno de economía sometida a las finanzas mundiales, es poco más que una entelequia, ya confesada en el uso del concepto de "soberanía compartida", que hasta el rey ha pronunciado en ocasiones. Nuestras exportaciones han disminuido, lo mismo que nuestra producción. Nuestras importaciones están acabando prácticamente con nuestra balanza de pagos.

Con ello, los beneficios del trabajo de los españoles sirven para crear empleo en las naciones a quienes compramos o donde inviertan nuestros dineros las bancas extranjeras. Así no descenderá el paro. Así no recuperaremos mercados ni aumentaremos producciones. Así parece que toda nuestra pretendida democratización no ha sido más que una invasión extranjera.

¿Es que España no puede alcanzar, por fin, una democracia fecunda y justa, sin amos y sin mentiras? ¿Es que tendremos que conformarnos siempre con el espejismo de la libertad, con un sucedáneo de la justicia y con una mala copia de la independencia?

28. El cambio de actitudes

Hace 100 años, hace 88 y hace 50, España era una nación pobre, agrícola y católica, vuelta hacia sí misma a causa de una frustración histórica, mal vertebrada, mal comunicada, peligrosamente poco instruida (no inculta, no) y sometida, a la vez, a la codicia y a la visión roma de caciques y políticos. Una España a la que sus mejores pensadores, desde Ganivet a la Generación del 98, reconocían ningún futuro.

Hace cien años, como ahora, España tenía una importante posición geoestratégica y un pueblo sufrido, completamente distinto de la imagen levantisca y cruel que tanto éxito tiene en el extranjero: un pueblo sufrido y, además, listo y emprendedor. No obstante, entre aquella España y ésta, las diferencias no pueden limitarse a la población, la riqueza y las malas carreteras: el cambio ha sido más profundo.

El hecho de ser España una nación mal vertebrada, —quizá desde los Reyes Católicos o desde antes— la ha convertido en una nación siempre sin terminar, joven, excesivamente joven y con un enorme potencial de cambio. Sólo en España es posible acostarse monárquico y levantarse republicano, por usar un tópico de 1931.

En otras palabras: el cambio de las actitudes del pueblo español puede ser algo imprevisible y rápido, si nos fiamos de los ejemplos históricos. La España que hace una guerra por su monarquía absolutista, la termina con la consecución de una monarquía liberal, efímera, y de un rey "deseado" tal como Fernando el Séptimo. La España que echa a Isabel y se vuelve republicana, acoge con vítores a Alfonso XII. La España que llora a Franco el 20-N de 1975, le denigra al siguiente 20-N, y sucesivamente.

Esa potencialidad de cambio, tan innegable, puede ser matizada: quizá el cambio sólo es superficial, aunque aparatoso. Si España acepta cualquier gobierno, a lo mejor es que tiene el arraigado instinto de reconocer a la autoridad. Si España olvida con facilidad tal vez es que presta poca atención a lo que su cede en cada presente... En fin: tras los cambios bruscos que hemos mencionado, siempre quedó un pueblo individualista, católico, bastante espiritual e insatisfecho con su vida cotidiana. Siempre quedó lo esencial de su alma.

El cambio de actitudes, además, siempre respondió a una componente pasional, a una exaltación momentánea. Los últimos cambios, sin embargo, han sucedido de otro modo: no han sido un simple estado de opinión, sino que han afectado a partes fundamentales del espíritu español.

En los últimos cincuenta años se han llevado a cabo dos revoluciones: la industrial y la burguesa. Las clases medias se ampliaron como nunca de la mano del desarrollo económico. Este logro se presentaba, por tirios y troyanos, como básico factor de estabilidad social. Los que soñaban en la revolución marxista, lo lamentaban. Los que pregonaban la continuidad del régimen de Franco, se hacían lenguas de él, aunque fueron los primeros, luego, en cambiar de ideología.

Nadie parecía pensar en que un Estado de Clases Medias, desconocido en España hasta entonces, impone su propia inercia, alicorta, mediocre, realista y material. Pero lo cierto es que, a medida que aumentaban las clases medias, disminuían la religiosidad y el patriotismo, pesaban más los intereses económicos sobre los morales y, en general, sobrevenía un desarme espiritual.

El espíritu no es cosa baladí. A veces es lo único que posee el hombre pobre, su último refugio. El hombre medianamente rico, sobre todo si alguna vez tuvo la tripa vacía, es más proclive a cambiar el espíritu por el automóvil y la meditación por el egoísmo.

En fin: parece haberse demostrado que el rasgo fundamental de las clases medias ha sido, en España, su incapacidad para tomar decisiones de clase, su exacerbado individualismo o, si se prefiere, su insolidaridad. Y más aún: su fracaso a la hora de establecer su propia jerarquía de valores. Las clases medias españolas votan a la izquierda obrera o a la derecha empresarial: no tienen ni partido ni representación y, encima, carecen de tradiciones.

29. Más cambios

Pero este cambio de actitudes, en parte responsabilidad de las nuevas clases medias que debían ser un factor de estabilidad, no puede creerse que sucede espontáneamente. Las clases medias fueron el terreno abonado, pero las nuevas ideas para "vivir la modernidad" les fueron implantadas desde fuera.

Paralelamente al desarrollo económico, entraba España en la sociedad de consumo en masa. Esto significa, abreviando, que las relaciones comerciales entre los individuos son más que cualquier otra forma de relación.

La publicidad se encarga de enseñar, en cada momento, lo que es vivir bien, y vivir bien siempre significa consumir, comprar, disfrutar de las mil y una mercancías. Tal sociedad de consumo, cuando se alcanza, hemos visto que produce en todo el mundo, cambios semejantes: incorporación de la mujer al mundo laboral, con la consiguiente masculinización de su comportamiento sexual, la llamada "revolución sexual"; cambios cualitativos y cuantitativos en la familia y sus relaciones, educación extrafamiliar de los niños (de la guardería a la universidad) con las inevitables deficiencias de amor que ello supone y, a partir de ahí, un progresivo aumento de las conductas desordenadas, desde la homosexualidad a la drogadicción.

Y todos estos cambios no suceden ya por esa "potencialidad de cambio" de la que hablábamos antes, sino por motivos económicos, por disponer de tiempo que vender para poder comprar nuevos productos. Son, pues, cambios más profundos que afectan más a la sociedad que la mera alternancia de políticos y políticas. Transformaciones que la dejan inerme frente a quienes dirigen el cambio desde la empresa, desde la publicidad, desde el dinero, para conseguir mayores beneficios y, por supuesto, más poder.

30. Mujer, pieza clave

Hace un momento se daba a entender que los profundos cambios de nuestra sociedad, de la sociedad occidental, se iniciaban con los que experimentaba el comportamiento de la mujer. Hay, pues, que entrar en este difícil campo, a sabiendas de que en 1988 funcionan una serie de prohibiciones no escritas —convenientes para el poder— que anatematizan a quien ose usar de su sentido común y decir lo que no necesita demostración: hombres y mujeres no son iguales.

Como siempre nos sucede, aquí se ha procurado confundir la igualdad de todos ante la ley con otra serie de igualdades irreales o, mejor, imposibles. Más allá de la primordial diferencia biológica que, gracias a Dios, no se oculta a la vista, funcionan otras: la función complementaria de los sexos, la distinta psicología, todo el largo proceso de la maternidad y lo que muchos han llamado, con acierto, el sexo social: hay un comportamiento masculino y hay un comportamiento femenino

Si usáramos un elemental biologismo, sería fácil quedarnos en la superficie de estos problemas: la mujer, como elemento reproductor de la pareja, es quien más necesita un hogar y tiempo que invertir no sólo en el embarazo, sino en los cuidados de los primeros años de sus hijos. El hombre, que no es el centro de la familia, debe ocuparse precisamente de que la mujer pueda alumbrar y criar a los hijos del mejor modo posible.

En realidad, así han sido las cosas durante siglos. Tal vez muchas mujeres no hayan sido felices con este papel a lo largo de la historia. Tampoco los hombres. Pero, por más libertades políticas que tengamos, nadie es libre ante el hecho de nacer varón o hembra: se es eso y se carga inevitablemente con ello.

Afortunadamente somos seres humanos, espirituales en parte, y hemos sabido rodear estas necesidades de la vida en pareja —para la reproducción— de un universo afectivo que suele aportar magníficas experiencias y grandes gratificaciones. Pero no basta con ello: hombre y mujer han de disfrutar, juntos, del arte, de la cultura y, en general, de la vida buena o menos buena que les ha tocado, sin que por ello sea necesario confundir sus roles sociales: las relaciones de la pareja han dependido más de la categoría humana de las personas que la formaban que de las exigencias de la sociedad.

Pero, precisamente porque la pareja —y sus hijos— están en la base misma de la sociedad y son el básico tejido del mundo humano, en torno a ella ha sido necesario crear un complejo entramado de costumbres, leyes y prohibiciones. Clásica y de manual es la prohibición del incesto, única costumbre que se da en todas las sociedades humanas. Desde un punto de vista exclusivamente positivo, la prohibición del incesto atiende a no permitir la competencia de los varones de una misma familia por sus hembras y, quizá, a evitar los riesgos genéticos de la consanguinidad.

Sin hacer valoraciones morales — que existen y son fundamentales—, veamos lo positivo de muchas normas que han regido hasta ayer mismo en el mundo de la pareja. El matrimonio indisoluble garantiza la protección de la mujer y de los hijos. La penalización del adulterio tiende a hacer estables las uniones. La mujer dedicada al hogar y el hombre al trabajo extrafamiliar, es una lógica división de funciones que permite a la familia hacer frente, a la vez, a su misión educadora y a su supervivencia económica.

No hay norma familiar tradicional que no responda a una estricta lógica basada en la autoprotección de la familia y, más aún, de su elemento fundamental: la mujer, que necesita estabilidad, seguridad, tiempo para dedicar a sus hijos y la garantía de no verse expulsada del hogar.

Las características de estas normas, que hacen recaer sobre el varón todo lo relacionado con el sustento y la protección, hacen pensar que proceden de la más antigua de las sociedades, del Paleolítico, del tiempo del nomadeo cazador y pastoral. Parece que el mayor cambio social conocido en la historia, la aparición de la agricultura y del necesario sedentarismo, no hizo más que suavizar apenas las viejas costumbres y afianzar aún más la posición de la mujer en el centro del hogar, al menos en lo que después sería el Mundo Occidental.

Nada que funcione es una locura, y las sociedades humanas se edificaron, desde la profundidad de los tiempos, sobre familias con una clara división del trabajo y de las competencias de hombres y de mujeres. Pese a las episódicas poliandrias y poligamias, ningún modelo de emparejamiento ha tenido tanto éxito como éste.

Seguramente la familia ha sido injusta siempre, en tanto que se ha basado en recortar la libertad de hombre y de mujer. A cambio les dio estabilidad, protección y fuerza. Incluso ahora, cuando la droga y el paro tantos problemas causan, la familia vuelve a demostrar su insustituible utilidad: es impensable la existencia de tres millones de parados sin la asistencia sacrificada del resto de los elementos familiares

No es menos injusta la familia nuclear, con los roles sexuales mezclados: injusta para los hijos privados del contacto prolongado e íntimo con la madre. Injusta para la mujer, que debe prescindir de parte de su universo afectivo para competir en el mundo laboral. Injusta para el hombre, que ha perdido el refugio del hogar y también el papel —hasta biológico— de protector.

Pero hay un segundo aspecto de esta injusticia: las familias nucleares (marido y mujer trabajadores; niños en guarderías o en la calle), y consiste en que tales formas de vida en común sólo son medianamente viables gracias a la existencia de los abuelos, todavía muy imbuidos del concepto tradicional de familia, que automáticamente asumen o comparten los roles de padre y madre, paliando en parte las fundamentales carencias de la vida de la familia nuclear.

No siempre, pero a menudo, la familia nuclear viene a significar la incapacidad de una generación para hacer frente a las obligaciones que impone la vida en común y la crianza de los hijos. Esta irresponsabilidad, motivada casi siempre por la necesidad de más dinero para, en teoría, mejorar la calidad de vida, priva a cientos de miles de niños del más elemental elemento socializador: el ambiente familiar, predisponiéndoles a crecer como inadaptados.

El aumento de las conductas marginales, de la drogadicción, de la delincuencia, de la homosexualidad y hasta del individualismo más extremo y estéril, tiene mucho que ver con el poco tiempo que los padres invierten en sus hijos, con la confusión de los roles sexuales y ejemplares en la familia (el sexo social que comentábamos) y con la renuncia a ser la clave maestra de la educación de los futuros ciudadanos: en la familia se aprende, sobre todo, a convivir y a comunicarse. Se aprendía.

31. Mujer, víctima de una revolución programada

La llamada revolución sexual parte, fundamentalmente, de dos premisas: que la mujer es dueña de su cuerpo y que la libertad consiste en la independencia económica, que da, lógicamente, independencia sentimental.

No ha sido casualidad que el uso masivo del pantalón haya coincidido con el acceso masivo de la mujer al mundo del trabajo, al mundo hasta entonces masculino. Tampoco es casual, sino lógica consecuencia, el aumento asombroso de los hijos sin padre.

La mujer, puesta en el mundo masculino, tiende a adoptar papeles virilizantes: elige en lugar de ser elegida, por ejemplo. Con menos tiempo para el Amor, con mayúscula, cae forzosamente en los sucedáneos, en la aventura, en lo que ahora se llama con cinismo «una relación.»

La mujer, en servicio al mundo del trabajo y del consumo, aprende a renunciar voluntariamente al fundamento de su sexualidad, que no es la coyunda, sino la fertilidad. La píldora viriliza, pero no por sus efectos biológicos siempre discutibles, sino porque favorece un comportamiento sexual promiscuo, más típico del hombre. Y no sólo eso: aprende a manejar su atractivo como un elemento competitivo más, lo que conduce a prostituciones encubiertas.

Es interesante intentar relacionar una serie de datos dispersos: la mujer, al incorporarse de lleno al mundo de las relaciones laborales, viste pantalones, usa hombreras que masculinizan su figura; se corta el pelo largo, desde siempre asociado a la femineidad. Las modas y las modelos, más la publicidad consumista, no sólo favorecen la vestimenta "unisex", ambivalente por completo, sino la figura efébica: caderas delgadas, piernas largas y demasiado finas, pechos reducidos, cabellos cortos, lenguaje plagado de pequeñas o grandes obscenidades...

Estas apariencias, a veces más prácticas, no son, en cambio, más femeninas. La píldora y el aborto separan cada vez más la sexualidad de la maternidad y, por lo tanto, las relaciones del matrimonio, lo que dificulta la formación de parejas estables y, lógicamente, de familias.

El hombre, segundo elemento de la pareja, reacciona forzosamente ante estas nuevas costumbres: donde la mujer se corta el pelo, el hombre se lo deja. Donde la mujer se ciñe la cadera, el hombre usa pantalones exageradamente amplios. Comparte trabajos supuestamente femeninos en el hogar, pero aprende, fuera, a competir con la mujer, lo que le aleja de su función protectora con la hembra, que es absolutamente natural en él. Para el hombre, en suma, la mujer se vuelve más objeto y menos compañera.

En este estado de cosas, con la libertad sexual en pleno funcionamiento, choca el descenso de nacimientos; sorprende el aumento de violaciones y delitos contra la honestidad y asusta el incremento de la homosexualidad, masculina y femenina, de las impotencias y de las frigideces. ¿Qué sucede aquí? ¿Por qué el sexo más libre provoca más problemas sexuales? ¿Acaso el hombre no encuentra en la mujer todo lo que espera? ¿Acaso la mujer no está satisfecha de sí misma?

Hay, de repente, una revelación: la aparición de media docena de mujeres famosas, cantantes, que causan un auténtico alboroto al volver a exhibir pechos grandes, caderas ubérrimas, muslos anchos y redondos y, casi todas, el pelo hasta los hombros o más. Parece que tanto su voz como sus canciones son lo de menos y que su extraordinario éxito tiene que ver con que, de nuevo, se marcan los caracteres femeninos que el hombre reconoce como tales.

Pero, mientras tanto, miles de mujeres padecen la moda, el comportamiento y los hábitos amorosos masculinizados que conducen o a la soltería solitaria o a la no menos solitaria maternidad soltera, o a la familia nuclear, donde se comparten piso y economía, pero no tiempo, hijos y confidencias.

Cuando el papel familiar de la mujer se resiente en nombre de la libertad, del dinero o de la modernidad, la sociedad entera se desequilibra: le falta el cemento que une sus muros; pierde contacto con sus raíces (la mujer siempre fue la gran transmisora de la tradición oral) y no educa a las nuevas generaciones en la convivencia.

Es más: siempre que la mujer pierde su papel, viene la decadencia y, con ella, la morbilidad social.

32. ¿Por qué?

Sigamos con la mujer y con su fundamental papel en la sociedad. Recordemos los anuncios vistos en las últimas horas: al menos el noventa por cien van dirigidos a la mujer, ¿Por qué? Porque es el consumidor por excelencia: no sólo es un consumidor más accesible a la emulación, sino que suele ser la que maneja la economía familiar: su dinero y el de su marido.

Sigamos con los anuncios: el cien por cien de ellos usa la figura de la mujer como elemento decorativo, como pieza destinada a captar la atención involuntaria. Iberia invita a realizar vuelos a plazos con una mujer sobre la arena. Unas lavadoras enseñan a una mujer entre la tierra, el agua y el fuego. Para vender sábanas, coches, jabones y hasta escobas, se recurre al cuerpo desnudo. Incluso un banco enseña la teta correspondiente.

Cuando se hace por parte de los profesionales de la publicidad, quiere decir que el cuerpo femenino vende. Más aún si es sólo cuerpo, y, por eso, las mujeres de los anuncios o no hablan y mantienen el gesto vacío, impenetrable, o son profundamente tontas. Los hombres de los anuncios, también, pero esa es otra historia destinada a excitar el maternalismo femenino ante los inútiles que se golpean un dedo al clavar un clavo, o pisan el suelo recién fregado, o no distinguen un sopicaldo de un buen cocido, los asnos.

Pero entre el producto, cualquier producto, y la imagen femenina, se establece una profunda relación, de suerte que la mujer pasa a ser un producto más, el producto por excelencia, lo que uno busca de verdad en la compra del coche, del paquete de cigarrillos o de la espuma de afeitar.

La mujer producto no es lo mismo que la mujer objeto. La mujer producto, además, es un bien de consumo susceptible de fabricarse. La mujer producto es un ser sin alma que se lava mucho, que pierde peso, que huele bien, que se mantiene joven y que, en los ratos libres, compra sin parar, hasta calzoncillos para los hombres que se portan bien. Es, también, un modelo, una especie de ejemplo a seguir que se exhibe unos cientos de veces diarias a los hombres y a las mujeres.

¿Para qué sirve? Para usar, como todo producto. Y uno puede amar a las cosas bellas, pero rara vez se casa con ellas

Pero, si es cierto que la crisis de la mujer, la crisis del concepto de mujer, la crisis del comportamiento femenino, es un elemento fundamental de decadencia y descoesión social, ¿por qué se está llevando a cabo?

La respuesta sencilla, oída ya a algún intelectual armado con conceptos económicos y poca cosa más, es preocupante por sí misma: la mujer es una fuerza laboral importante que, además, trabaja por menos salario, contribuyendo así a que tampoco aumenten demasiado los salarios del hombre. Por otro lado, la mujer es la consumidora de la mayor parte de los productos de serie, y una mujer que rinde culto al cuerpo y que gana algún dinerito, gasta aún más. Por último, esta clase de mujeres, con menos hijos, menos horas libres y más "libertad", es más despilfarradora, más consumista. Pero esta explicación no basta. Conviene recordar que la mujer ha sido hasta hace poco, y aún lo es en gran medida, el elemento conservador de la pareja. Entre otras cosas, fija al hombre al terreno y le inculca actitudes más realistas sobre su entorno inmediato. No es la mitad del hogar, sino tres cuartas partes y está mucho mejor dotada para la convivencia al no tener tanta agresividad como el varón. Es, por naturaleza, educadora nata de sus hijos y de esa cualidad da testimonio la mayoría de mujeres existente en el magisterio

Ese elemento estable y transmisor de las raíces culturales y morales, ha sido siempre un obstáculo para determinados cambios. Responsable directa de sus hijos, adoptaba decisiones más meditadas que las del hombre. Si todas esas funciones de la mujer desaparecen, si la mujer misma no se siente ya responsable de la familia, puede ser tan agresiva, de tan difícil convivencia y tan poco previsora como el varón.

Acostumbradas a la competición laboral, muchas mujeres plantean también el matrimonio, o el ayuntamiento, como una competición más, como una lucha de derechos más que como una asunción de responsabilidades. Y situaciones así, al desestabilizar el proceso de formación de las familias, dejan a la sociedad inerme ante los cambios, frente a los cambios a peor, sobre todo. Y dejan al ciudadano aislado, sin defensas, con más dificultad para comunicarse con otros.

En otras palabras: a través de la crisis de la mujer, además de debilitarse la socialización de los individuos jóvenes, se pierden los reductos desde los que los ciudadanos se han defendido siempre de las dificultades, y hasta las razones por las que tales ciudadanos se defendían y luchaban.

Además, el mundo de los últimos treinta años, gracias a la revolución tecnológica, se ha cargado con ingentes excedentes de mano de obra que no será absorbida nunca. Esto supone unos enormes costes sociales al Estado del Supuesto Bienestar y, por supuesto, exige mayores impuestos.

Con la mujer «dueña de su cuerpo» está claro que se espera disminuir esos excedentes en un par de generaciones, usando y abusando de abortos, de anticonceptivos y de la escasez de matrimonios. Una vez más es el capital el que planifica el futuro y el que ha elegido una solución menos cruenta que una guerra, pero igualmente despiadada.

33. El culto al cuerpo

Este concepto no necesita excesivas explicaciones: ahí está, a la vista de todos, el fenómeno. Proliferan los gimnasios, los institutos de belleza, las escuelas dietéticas, los libros sobre la salud. Los médicos viven una especie de edad de oro, con las consultas llenas. Todos se cuidan. Muchos, más de la cuenta. Todos quieren ser bellos. Todos quieren vivir muchísimos años. Todos quieren disfrutar de la vida que, mayormente, significa consumir muchas cosas y no sentir dolor.

El cuerpo, herramienta de la persona, empieza a ser la persona misma. Aquella famosa palabra, "personalidad", de la que tanto se abusó en una época reciente, parece haber caído en desuso, sustituida por la imagen. La apariencia importa cada día más, hasta el punto de que uno es más su aspecto, su sonrisa cuidada por el dentista, su piel tratada por el dermatólogo y su cintura adelgazada por el endocrino, que cualquier otra cosa.

Volviendo del revés la máxima hermética por la que lo de arriba sería igual a lo de abajo, podemos decir que lo de fuera es igual a lo de dentro. Lo externo es lo que más somos. Si alguien, además, tiene algo dentro, que se lo guarde para la intimidad.

¿Por qué la gente cuida tanto de su cuerpo? Una buena presencia es un método casi perfecto para caer bien, y a la gente civilizada le encanta "caer bien". También es cierto que una buena salud aleja el dolor, y la gente teme el dolor. Nos han convencido, entre películas y publicidad, de que sólo los hermosos triunfan, de que sólo los bellos son amados y, verdaderamente, cada vez juzgamos más a nuestros semejantes por su apariencia.

Pero también está la muerte. El medieval vivía para la muerte. El romántico flirteaba con la muerte. El existencialista, más o menos, vivía con la muerte, lo mismo que el español clásico. Hoy, en cambio, se vive de espaldas a la muerte. Se evita que los familiares se nos mueran en casa y se les lleva a los hospitales para el gran mutis.

La muerte es, sin duda, mucho más terrible hoy, porque, presuntamente, nos arrebata más cosas. Ya las viejas danzas de la muerte señalaban que el rico perdía más, y ahora, aún con diferencias, todos somos ricos.

Pero la pérdida es aún mayor: se ha desmoronado la fe en la otra vida. Cada vez más gente cree que muere para siempre: de ahí el afán por conservar la salud, el culto al cuerpo. No es lo mismo morir para renacer que perder la única vida.

Pero, ¿cuida la gente de su cuerpo porque teme más la irreparable pérdida que es la muerte, o, por el contrario, teme más a la muerte a medida que cuida su cuerpo, a medida que se acostumbra a ser hombre sin más dimensión que la física?

De hecho, no se puede separar ese culto corporal de los profundos cambios en los comportamientos sexuales. Tan unidos van que es evidente que hay un gran componente sexual en el culto y hay un gran predominio de narcisismo en el sexo. ¿Que esto arrebata profundidad a las relaciones amorosas? ¡Naturalmente! ¿Que esto está cambiando el amor, que presupone entrega, en otra cosa que exige, sobre todo, recibir sin dar nada a cambio? ¿Que el amor de tantos jóvenes es, cada vez más, una larga soledad que exige más que da y que, lógicamente, se rompe en cuanto exige esfuerzo o abnegación?

Pues de todo esto se trata: de que los lazos que unen a las personas sean más débiles; de que nadie haga frente a las dificultades de la vida en común, prefiriendo el automático cambio de pareja. Y aún de algo más:

Parece que este mundo, llamado occidental por algún geógrafo que pone fronteras a los sistemas económicos, está sustituyendo las formas clásicas de relación entre los ciudadanos. En franca decadencia están las relaciones religiosas e intelectuales. En descomposición las relaciones familiares y escolares. Hasta los casinos y clubes desaparecen.

Sólo tres tipos de relación están en expansión: las relaciones económicas, las sexuales y ésas, mucho más estériles aún, que se establecen entre el individuo a solas y la información masiva. El hombre, en suma, está cada vez más aislado de los otros hombres cuando, curiosamente, vive en ciudades muchísimo más pobladas que las de hace cuarenta o cincuenta años.

34. La juventud

Otro de los grandes cambios de perspectiva y de contenido ha sucedido con la juventud. La juventud, tan pasajera y cambiante como la madurez o la ancianidad, ha dejado de significar una etapa de la vida y se presenta una y otra vez como ideal, como virtud, explotando, sin duda, tanto la petulancia típica de los pocos años como la nostalgia irremediable que traen los muchos.

Ser joven es una virtud. Ser viejo, un demérito. Demérito que, cada vez más, se paga con el abuso, con el desprecio o con el asilo. Nadie habla ya, como en los últimos cinco mil años, de la experiencia de la edad. A nadie se le ocurre que un senado sirva para aprovechar el conocimiento de los viejos. Despilfarrar la experiencia de los mayores es algo que la humanidad no se permitió hasta hace bien poco, pues siempre fue un buen método para ahorrarse problemas que, de lo contrario, se presentan en la sociedad a cada generación. Hoy, en cambio, un político joven tiene más posibilidades que uno maduro. Un obrero mayor tiene más dificultad para encontrar trabajo. Un intelectual de edad corre el riesgo de ser descalificado más por sus años que por el acierto que tengan sus ideas. Las modas tienden a hacernos vestir "juvenilmente" .La delgadez por la que tantos luchan, más que un problema de salud, es el intento de recuperar la figura del adolescente aún en desarrollo. Hombres de estado, presuntamente serios, recurren sistemáticamente al maquillaje para recuperar cierta prestancia juvenil, manejo impensable en las gentes públicas de, por ejemplo, la Segunda República

Este afán de juventud tiene que ver, naturalmente, con el culto al cuerpo, con el atractivo que la gente busca en el exterior y, más aún, con el creciente hábito de no analizar los contenidos de las personas: la publicidad nos está enseñando a formarnos opiniones intelectuales a través de la apariencia de quien las emite. El bello y joven piensa bien. El viejo y feo piensa mal. Es, en suma, de otro mundo. Los técnicos en comunicación no tuvieron que esforzarse mucho para descubrir que la gente tiende a ser más tolerante con los jóvenes. Tampoco la gente, salvo los otros jóvenes, suele sentirse en competencia con los más jóvenes, al tiempo que a la juventud se le atribuye idealismo, espontaneidad, veracidad y otra serie de atributos que no son privativos de la juventud, pero que en estos momentos se usan para encubrir algo que sí es específico de los pocos años: la inexperiencia.

Y es que el joven es mucho más fácil de manejar para la gente avisada. Un político joven, además de representar un buen escaparate de su supuesta ideología, es más dúctil para quien espera conducirlo y usarlo en beneficio propio

Y, por supuesto, el joven como consumidor es una especie de milagro: lo compra casi todo con tal de que sea de joven. De ahí el ideal, para quien ande buscando el control de una sociedad, de que sus elementos aspiren a parecer jóvenes y a comportarse como tales. Y el joven, con mis respetos a semejante edad, es un ser sin terminar, en formación, y no precisamente un modelo de hombre completo y dueño de sus actos.

Hasta tal punto ha llegado a funcionar el ideal de la juventud sobre confusiones de grueso calibre, que es fácil oír que un futbolista de 28 años es viejo y que Gorbachof, casi setentón, es joven. A Reagan se lepresentó como viejo a la hora de desacreditar sus decisiones políticas, mientras que al difunto Tarradellas, más anciano aún, se le ha ensalzado por la experiencia de su edad

Un mundo en que las presuntas verdades son o no son, según el momento o el interés, es un mundo abandonado a la sinrazón que, de mito en mito, prospera y prepara una edad en que la lógica, el análisis y lo racional estarán ausentes para permitir una más cómoda conducción del rebaño humano.

Laus Deo


Publicado el 2 de febrero de 2018 por Edu Robsy.
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