La Madre; El Hogar; El poeta; y No Era Amistad

Arturo Robsy


Cuento



La madre

—Dime, ¿es niño o niña?

—Mujer, ten calma.

Lavado y fresco se lo traen: un niño. ¡Qué hermoso es verle así, callado, con la piel tierna y arrugada y las manitas de estampa!

—Un niño, pequeña: Mamá... ¿qué efecto te hace este nombre?

Y ella calla: por ahí hay gente mala y su hijo es tan pequeño... Un día soportará una burla; otro, una bofetada, y, de caída en caída, pasará por profesores, por amigos, y conocerá la soledad y la tristeza.

Después, la novia, los licores... Un poco más todavía y, quizá, la guerra para morirse joven o...

—Mujer, ¿qué te pasa?

La madre abre un poco los ojos y aprieta suavemente al hijo.

—Menos mal que no ha sido una muchacha.

El hogar

Hoy es un día feliz: ahora, los cuarenta años y, por la mañana, su mujer le ha besado y sus niños, antes de ir a la escuela, le han dicho un indiferente "felicidades, papá", porque la madre les ha aleccionado.

Cuarenta años. Bien: una fecha para hacer balance y sacar el saldo de su vida. Con el puro y el diario entre las manos, comienza. Realmente no se puede quejar: vive bien en una casa cómoda; tiene una mujer hermosa que envejece y unos hijos sanos.

La historia... ¡hum! Es difícil recordar los pormenores: hay, desde luego, momentos luminosos bien grabados pero, a continuación, sombrías lagunas en la memoria. Sí: de niño, con pantalón y peto, paseando por el puerto en una barca, y su padre, con bigotes, hurgando en el motor, enrojecida la cara.

Una herida, sangre, el médico principiante que cose con sus agujas curvas y él, sobre la mesa, llorando de pura rabia.

Un cierto juego de médicos con alguna vecinita.

Una pedrada; la antigua pandilla de amigos de la guerra donde él era, alguna vez, comandante.

Un religioso repitiendo: Brahmaputra, Ganges e Indo, y haciendo sonar la carraca.

Los nervios de un examen. La boda. Compañeros de trabajo ya que no de otras cosas. Silencio los domingos o el partido de fútbol en casa.

¿Y luego?

La mujer que le envejece; él que... en fin: ¿ha de hablar de su bronquitis y su taquicardia?

Un duendecillo malo repite:

—¿Y luego?

El puro se le ha apagado y el diario calla obstinadamente. ¿Y luego?

Prende una cerilla lentamente. ¡Dios, cuánta cobardía para decirlo!

Y luego, nada.

El poeta

"El poeta es un ente continuamente amenazado por la realidad (de la que debe salir triunfante) y por sus sentimientos (a los que debe conceder un amplio margen de libertad) y por la palabra que, en él, no es solamente un vehículo".

Veintidós años tenía el poeta cuando escribió esto en su casa que daba al mar. También una novia rubia y rolliza y un ilimitado caudal de esperanzas.

Diez años después releyó el párrafo al encontrar el perdido cuadernito de hule. Naturalmente no resistió la tentación de enmendarse la plana:

"La historia íntima del hombre es la de sus fracasos. La pública, la de sus éxitos. La social, la de sus calamidades. La absurda, la de sus vicios. El poeta es centro y límite de todas ellas." —escribió.

Por aquellas fechas, claro, tenía una esposa, que no era la rubia rolliza, y un mocoso simpático que deshojaba sus libros; y, en la mente, el proyecto de la más genial obra de dos siglos (por cierto que, al terminarla, le fue devuelta por un editor con la siguiente nota: "no está usted en la línea").

Y diez años más y el cuadernito ya anciano, con sus tapas de hule llenas de máculas. Y, de nuevo, la imperiosa necesidad de corregirse:

"La nueva inteligencia es el AÑO CERO. Ver y no explicar, saber y no decir. Solo lo físico existiría sin el hombre y, desde luego, una piedra no suele hacer metafísica. El poeta es el año cero de todas las cosas".

La vida era de una plenitud transparente y habitual: la costumbre de la intimidad, el hijo que se encerraba en el lavabo para empezar a fumar; las playas y las ropas alegres, y el mar, para todos los gustos, frente a su casa. El mar del que había dicho "era ejemplo para los hombres de bienhacer y perennidad".

Y otros diez años saltaron y el cuadernito, ya sin hule, volvió a caer en sus manos solo para producirle asombro. "¿Todo esto he pensado?". Una ironía más de la vida que, con el bolígrafo, subsanó rápidamente:

"Prescindir del hombre aumentaría la posibilidad del conocimiento —escribí—. Juzgamos demasiado con nuestras glándulas y muy poco basándonos en matrices mentales (método). Ser poeta tiene mucho de absurdo".

Por aquel entonces su hijo terminaba el servicio militar y su mujer se obstinaba en acudir a un gimnasio. El, ya serenidad, miraba fríamente a lo pasado y no sentía el menor respeto por ello.

Luego, un día, diez años más tarde, buscó la libretita y leyó ávidamente. Él no estaba allí; evidentemente todo aquello era erróneo pero, esta vez, no corrigió nada.

¿Hacer o no hacer caso a la nostalgia?

Su hijo le llamó, entonces, desde la sala: acababa de llegar con la nuera y el nietecillo.

—Voy —dijo.

Y rompió el cuaderno.

No era amistad

Al pescador le faltaba un dedo y al perro, el rabo. El rabo que le cortaron para mejor cazar cuando era un cachorro, mucho antes de que se descubriera su incapacidad para el rastreo.

El perro era de un viejo predio, y todo el mundo sabe que en esos lugares no se alimenta a los inútiles, de modo que, al año de su nacimiento, se encontró siguiendo una carretera y bebiendo en los charcos de la cuneta. Seguramente no acababa de comprender su postura y caminaba perplejo, entre dolido y triste.

Antes de esto, sus amos le llevaron, en un coche, muy lejos; kilómetros y kilómetros tomando curvas y salvando baches; y él, infeliz, ladraba con su hocico pegado al parabrisas, convencido de que se aproximaba una gran cacería.

Así quedó abandonado la primera vez, pero achacó a un descuido de sus queridos "humanos", madre y padre en una misma persona que le alimentaba y le acariciaba y, también (ay) le golpeaba.

Y volvió. Cruzó la fronda, se rasgó la piel en los aulagares, esquivó automóviles, pero volvió.

Se lo llevaron. Volvió.

La tercera vez hubo una pequeña discusión en la casa: el perro era un problema y ellos no podían perder el tiempo alejándolo y alejándolo.

El payés dijo que le iba a pegar un tiro. Madona se encogió filosóficamente de hombros pensando, quizá, en la cosecha de pimientos, y él, ajeno, movía el rabo satisfecho de estar de nuevo en su hogar, y hurgaba con el hocico entre los desperdicios de la cocina.

Luego, el hijo, un muchacho torpón y sucio, sintió algo parecido a la piedad y la ejecución quedó aplazada. "Si regresa la próxima vez" —dijeron, y se lo llevaron al mar, a la distancia más larga. Allí se quedó. Allí estaba, caminando por la carretera y bebiendo el agua de sus charcos, preguntándonos lo que sucedía.

El pescador sin dedo era ya viejo, y toda la vida había trabajado con su barca y con sus redes y sus palangres, echando al mundo dos hijos que le crecieron robustos y se le fueron a la ciudad a buscar un pan que no oliese a pescado.

Después, un mal bicho le envenenó el dedo y se lo cortaron. Más después aún, la mujer se le enfermó y muy pronto la cuenta del banco tocó fondo. Aun entonces, sin dinero, la mujer seguía necesitando medicinas, y el médico, algo más que las gracias. Una hipoteca sobre la casa solucionó momentáneamente la situación, pero el dinero no era eterno.

—¿Ves? Si hubieras hecho el seguro... —le decían.

Si, claro, el seguro, pero él nunca pensó que las cosas se pudieran volver de un color tan sucio y, en todo caso, confiaba en sus hijos, que no le correspondieron. El mayor estaba en Alemania y nadie sabía su dirección. El menor, pescando bacalao en Terranova, en otro mar, muy lejos, cerca de los hielos y el frío.

Otro día, el médico, que era una buena persona, meneó la cabeza y le tocó el hombro:

—Esto va mal: hay que hacerle una operación.

—¿Vivirá?

El doctor no sabía eso: solo que había que operar.

—¿Y dónde?

—En un hospital de Valencia.

—¿Y cuánto?

Tampoco había una cifra segura pero, desde luego, mucho dinero haría falta.

El pescador vendió la barca y los aparejos. Cuando el comprador la cambió de nombre, él tuvo que sonarse para encubrir la tristeza. En fin. ¡Ya estaba hecho! Ahora la mujer se pondría buena y quién sabe si...

Pero murió. La operación en sí fue un éxito, un prodigio de técnica y habilidad (se lo explicaron detalladamente), pero había muerto porque no supo comprender ni la técnica ni la habilidad con la que la trataron.

Apenas si quedaban cosas por hacer. Llorar, tal vez, pero era demasiado viejo para esos asuntos. Volver al pueblo, quizá, pero el pueblo entero olía a cementerio, y el mar... Aún así fue allí y vendió por cuatro cuartos la casa.

De salida, buscando la parada del autobús en la carretera, los dos se encontraron: el perro abandonado y el pescador solitario, y se comprendieron sin decir palabra. Los dos, inútiles. Los dos, silenciosos.

El pescador guiñó un ojo. El perro levantó una oreja; y juntos tomaron el autobús sin saber adónde, pero para ellos algo quedó bien claro desde el primer momento:

Pasase lo que pasase, no era amistad aquello.


Publicado en el Diario Menorca el 17 de octubre de 1972.


Publicado el 13 de mayo de 2022 por Edu Robsy.
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