La Muerte de Julio Sánchez

Centón

Arturo Robsy


Cuento


Julio Sánchez ha muerto de "no se sabe qué". Quizá de amor, como él mismo dijo en la cárcel sepulcral de su cama de hospital; pero todos coinciden en que a Julio Sánchez se le había pasado ya la edad de la lujuria y los melindres.

Muerto Julio Sánchez, la cosa es como sigue: nada deja si no es su cadáver reseco. Nada se lleva más que recuerdos y decepciones. Su casa, que ahora soporta una hipoteca, queda cerrada y con cinco habitaciones. En una Julio Sánchez se sentaba a esperar las horas, en una mecedora con agujeros de carcoma. Al alcance de la mano, una mesita con libro: "La muerte en la Pradera", "Los Pensamientos de Pascual", "El Viaje a la Luna" y "El libro de los Muertos". La ventana de este cuarto tiene cortinas azules y rota la persiana. El suelo es de baldosa roja y tosca. Por el papel del cielo raso se adivinan las vigas del techo, y en la mesa grande, donde Julio Sánchez comía dos veces al día, permanece quieto para siempre un cenicero de plata que fue de un tío navegante que tuvo.

En la otra habitación Julio Sánchez remataba todas y cada una de sus noches. La cama, de estilo colonial, casi negra y puntiaguda, no es la cada donde murió Julio Sánchez. En ella, por cierto, le engendraron y en ella alimentó los sueños de hombre maduro que le vinieron, y los miedos de verse sin compañía mientras la vejes se preparaba en contra suya.

El armario, casi negro también, tiene por dentro una luna a la que Julio Sánchez se llegaba para estudiar los caminos que las arrugas le abrían en su cara triste y para asustarse de la curva rígida que su espalda adoptaba. En las perchas, para siempre se le han quedado el traje del domingo y el que utilizaba para las visitas. El otro, más solemne y con menos brillos, el útil para los duelos que se hizo al fallecer su madre, le ha servido de mortaja y se lo ha llevado consigo.

Deja también, bajo la mesilla, unas botas de becerro, de cuando pisoteaba la tierra, y unas zapatillas de fieltro que no le acompañaron al hospital. En el cajón, un calzador de nácar, unos gemelos de bisutería, un imperdible oxidado y una agenda de otros tiempos, toda escrita con su letra grande y lenta. En la repisa, un tapetito fabricado por algún ganchillo antiguo y femenino, la lámpara que nunca le sirvió para lecturas nocturnas, y un cenicero de barro, encaramado a una revista que, en la primera página, habla de cualquiera de las "últimas crisis" del dólar.

La colcha de la cama es de hilo crudo, y se la hizo la abuela para "cuando se casase"; y, a los pies, aún está la alfombra que él mismo se compró en su reciente viaje a Barcelona. Sobre la ventana del dormitorio caen las ramas desnudas de un manzano, de donde Julio Sánchez colgaba los botijos en verano.

La otra habitación es el despacho y tiene una mesa negra por completo, unas sillas de cuero y un secreter viejo. Aquí es donde amontonó facturas y planos durante mucho tiempo y donde se puso a pensar en sí mismo hasta morirse quién sabe si de asco (ya que no de amor, por supuesto).

Todas las mañanas pasaba un rato entre estos muebles negros, y ojeaba los papeles más antiguos y los más modernos rodeados por el humo de su tabaco barato. Aquí también hablaba con los amigos: al principio, de los apuros de vivir, de los atrasos, de los recibos impagados y de las diminutas suciedades con que la gente dice seguir adelante. Después, como olvidando estas cosas, se transportaba a los tiempos de su campo, a la vaca aquella que le parió gemelos; al maíz blanco que sembró de prueba y que las abejas le injertaron de amarillo; a los higos chumbos, dorados y frescos, de los comienzos de otoño; a un rosal que tenía en la parte de atrás del pozo e incluso a las siestas que durmió entre los sembrados.

Julio Sánchez ha muerto, e imagino que éstas no tienen valor alguno. Julio Sánchez las contaba por lo bajo liándose sus pitillos y, a veces, enseñaba la sonrisa al encender y se le oía entre el humo:

—Lo siento, Dios, cómo lo siento.

La otra habitación fue la cocina, con enormes alacenas y una despensa con la puerta verde. Julio Sánchez comía cualquier cosa y tomaba después unos buches de leche recién hervida. No se compró nevera nunca y siempre le tuvo miedo al butano, ese gas explosivo tan distinto de la leña que crepita en el hogar y lanza chorros de fuego rojo. Le gustaban las comidas de costumbre, sus sopas de verduras, sus sofritos, sus alubias, sus lentejas. La carne, tierna y con mucho limón; los embutidos... Pescado, casi nunca; y ajo en todo.

Pero Julio Sánchez está muerto. Tiene herederos porque todo el mundo los tiene de cerca o de lejos, y él les deja la casa con sus pequeñas cosas, sus cinco libros, su cama negra de estilo colonial, sus ceniceros, sus cazuelas y pucheros alineados en las baldas, y, quizá algunos recuerdos delicadamente enredados en todo esto.

Nadie hablará de Julio Sánchez durante mucho tiempo. Julio Sánchez lo sabía y nunca se lo tomó en serio: "Cuando uno se muere —decía a veces— es como si murieran todos". Pero lloraba al mirar la calle y al ver las nuevas casas y el asfalto reciente y los coches encerrando los bordillos de la acerca, y a los hombres obstinándose en llenarse los rincones de basura. Lloraba mucho en ocasiones, detrás de los visillos sobre su carcomida mecedora, en el rincón único del patio...

Julio Sánchez tenía muchos años de soledad y hasta casi la costumbre, cuando las buenas gentes, sin saber que le mataban, vinieron a sacarle de sus hábitos:

—El Pueblo —la ciudad, decías ellos— crece a ojos vistas: cuestión de progreso; desarrollo; industria y voluntad.

—El Pueblo —continuaban— no puede detenerse...

Y Julio Sánchez pensaba en El Pueblo como en algo vivo y con tentáculos, que aumentaba de tamaño y exigía nuevas cosas. Le interrumpían su imaginación madura hablándole de próximas casas, de nuevas calles, de las necesidades que tenía. El Pueblo de pasar entre sus campos, justo donde él tenía sus higueras, justo donde Julio Sánchez sembraba cada año sus pimientos.

Por eso menaba la cabeza. Decía que no: que los pueblos son los hombres y que, por lo tanto, ninguno tenía la necesidad de venirle a pisar las tierras ni de impedirle criar sus pimientos.

Vino luego un Señor Concejal a decirle las mismas cosas; a hablarle de El Pueblo como si fuera un bicho y se ahogase y, después, a explicarle lo de la infraestructura; lo de las aguas residuales y lo de las tuberías de suministro. ¿No oía Julio Sánchez en la radio que hacían falta viviendas; que nacían muchos españolitos sin casa y que miles de jóvenes no se casaban por la falta de nido?

—Además —avisaba— el ayuntamiento podría expropiártelo todo y te pagaría una miseria.

Miseria o no, el Señor Concejal pretendía que Julio Sánchez regalase el suelo; que Julio Sánchez, hombre bueno, a medias torpe y a medias plano, se compadeciese de El Pueblo hambriento de progreso, de infraestructura viaria y de alcantarillado. A cambio, Julio Sánchez vendería, a trozos, los lugares donde le nacían las habas o donde guardaba las vacas, y buenos dineros que se ganaría en ello.

Dijo sí al final y le abrieron dos calles a cual más ancha. Después El Pueblo debió sentirse satisfecho porque nadie le hizo ofertas y él siguió con sus tierras, ahora divididas, sus sementeras y sus cosechas, hasta que el Señor Concejal, de nuevo, le dijo de poner aceras en las calles, pagadas entre todos los vecinos, y Julio Sánchez las puso de su bolsillo. Y, después, le vinieron las alcantarillas, por supuesto que también entre todos los vecinos, y Julio Sánchez pagó otra vez. Luego el agua. Luego la luz y un transformador, y, como siempre, más dinero.

Julio Sánchez, entonces, rogó al Ayuntamiento: él no podía pagar tanto y tanto si no vendía y El Pueblo, ya satisfecho con sus dos calles, no quería comprar y se reía muy a gusto. El Ayuntamiento le dijo, con muy buenas palabras, que las calles (calles que él había regalado) necesitaban un mínimo de condiciones: luz, agua, albañiles, acercas y asfalto, y que era ley que pagasen los vecinos. El Ayuntamiento, por tanto, no tenía la culpa de que Julio Sánchez fuera el único dueño, conque "dura lex, sed lex"...

Y él acabó su dinero y pidió más a título de préstamo; y solo cuando debía tanto y tanto, el Ayuntamiento y los Señores Concejales, a cambio de sus deudas, se le quedaron con todos los solares y le explicaron muy bien dicho, que Julio Sánchez, antes de abrir las calles, debió pensar mejor en su futuro.

Pero Julio Sánchez ya está muerto.

Julio Sánchez, cuando se le llevaron sin dinero al hospital, pudo ver los cien edificios de sus calles, donde vivían mil familias que jamás le oyeron el nombre. Por la ambulancia abajo pensaba en aquellos campos donde se hinchaba la mies, y aquellos higos chumbos que él comía, muy frescos, al empezar el otoño; y en el rosal que le crecía al amor del agua por detrás del pozo.

Y Julio Sánchez se murió de esto, y de mucha soldad, y de otras cosas que ahora no explico.


27 de marzo de 1973


Publicado el 2 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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